jueves, 30 de noviembre de 2017

Todos los sueños olvidados, perdidos y recuperados: Vivir para escribir y escribir para vivir.




El día que cumplí trece años, recibí por obsequio un pequeño escritorio de madera con gavetas amplias. Nunca había visto algo más bello — aunque en realidad, era viejo y destartalado, heredado de algún pariente desconocido — pero era mío. Llené las gavetas de lápices y bolígrafos, la amplia mesa de hojas y cuadernos abiertos y cerrados. La pequeña biblioteca adosada encima de mis libros favoritos. Un pequeño reino que me pertenecía por entero. Un pequeño espacio mío y sólo mío que podía utilizar a mi provecho. Mi mamá lo colocó junto al ventanal del estudio. Abajo — a diez pisos de distancia — la calle era un cruce serpenteante de vida y color.

Pasé tardes y noches entera sentada frente a él. Escribiendo, claro. Pero también leyendo, analizando página por página de mis historias favoritas. Y por supuesto, leyendo otra vez “Una habitación propia”. Esta vez, Virginia me recordó que un Octubre de 1928 estaba escribiendo un ensayo sobre mujeres y la literatura cuando miró por su ventana. Una mujer y un hombre jóvenes caminaban juntos hacia un taxi. Tomados de la mano, riendo entre sí. Me contó Virginia que esa escena la hizo feliz aunque no entendiera el motivo. Que la hizo volver a su escritorio y comenzar a escribir sobre la belleza de la realidad, sobre su dulzura y trascendencia. Como la literatura parece instigada por esa sucesión de momentos íntimos y preciados que llenan el mundo. Ver la realidad tal como es. En todo su esplendor cálido y errático. Sin nada que lo oculte.

Escribí mucho en esa época. Ensayos incompletos y torpes sobre temas que me obsesionaban. Sobre países extraordinarios que me subyugaban sólo por existir. De sueños y deseos que se entremezclaban con los temores. Sentada en mi escritorio, con la puerta cerrada y la ventana abierta, escribí sobre una exposición de la que había leído pero de la que nunca había visto una sola fotografía. Se trataba de una colección del Metropolitan de pinturas de ventanas llamada “Rooms with a View”. Había leído sobre ella en una revista y me había obsesionado las imágenes que describía el curador que la reseñaba. Habitaciones austeras y deshabitadas, habitaciones repletas de luz natural. Habitaciones con ventanales descomunales que miraban hacia paisajes infinitos. Escribí sobre cada una de ellas sin verlas, pensando en Virginia. Escribí sobre los personajes atrapados en espacios interiores, sobre el poder de las puertas cerradas y abiertas. Sobre la capacidad de la escritura para mirarlas todas. Sobre la belleza silente de las paredes despojadas pero acogedoras. Sobre el poder de crear y construir sobre lo evidente.

Y escribiendo sobre ventanas abiertas y cerradas, sobre habitaciones silenciosas pensé en que escribir era algo parecido a cualquiera de ellas. Que era un salón con pestillos cerrados en donde guardar la memoria. Que era el único lugar privado que había tenido nunca, antes o después. Que era un espacio sagrado y volátil, reconstruido para la privacidad intelectual y concebido como una frontera con todo lo vulgar y cotidiano. Había algo de sacrílego y poderoso en las palabras. Ese existir y no existir del asombro absoluto. Puedes crear, te dice la escritura. Puedes elaborar ideas y algo más trascendental. No es solamente física la habitación que propone Virginia. La escritura es una habitación emocional. Una identidad creada a partir de los terrores y presunciones. De la necesidad paralizante de construir y seguir hablando a la imaginando. Escribiendo por puro olor y maravilla.

Sin la posibilidad de echar la llave y sin la garantía de unos ingresos regulares la habitación para escribir sería inútil, insiste Virginia Woolf con una lapidaria fortaleza. Porque Virginia sabía que escribir es un oficio que pasa por la privacidad del dolor y de las lágrimas. De los espacios cerrados y tumulares. De los cofradías intelectuales sumidas en el anonimato. Escribir te salva la vida, pero también terminas debiendo tributo a ese placer inaudito, de dedos y labios secretos quemados por la palabra. Y mientras escribía — aprendía, me esforzaba, persistía — miraba por la ventana y mi pequeño espacio privado. Me pregunté cuántas de las mujeres que habían emprendido la aventura de escribir tenían también ese lugar insular y peregrino al cual dedicar la pasión, el tesón, la angustia existencial. ¿Lo tenían Jane Austen o las hermanas Brontë? Virginia decía que debían escribir en medio del escándalo doméstico. De los sirvientes que barrían, de los hermanos que gritaban, de la leña que crepitaba al fuego. Cuenta Virginia que Jane Austen se escondía debajo de la labor que tenía lo que escribía. Qué Charlotte Brontë se ocultaba debajo de la cama para escribir de noche, en medio del frío de la casa de piedra de su padre y a pesar de su mala salud. Que su hermana Emily lo hacía también, pero aferrada a los hilos de su salud y su lucidez. Escribir para hacer retroceder el caos. Escribir para el asombro, para constatar el prodigio de vivir en lugar de sólo existir.

De adulta, alguien me obsequió el catálogo de la exposición del Metropolitan que tanto me obsesionó sin verla jamás. Me asombró lo pequeño de las habitaciones, pero reconocí los cuadros colgados en ellas. Las ventanas grandes, con hojas de cristal abiertas hacia el infinito. La tranquilidad pastoral delicadísima en medio de muebles anónimos y paisajes domésticos. La luz cegadora lanzando destellos en las porcelanas y en los fuegos imaginarios. Y me hizo sonreír la claridad con que lo imaginé, el significado que le atribuí sin saberlo. El amor extraordinario que me despertó esa colección de momentos sin nombre. Esa soledad que aspiré desde niña para escribir, para remontar el miedo a sólo leer sin crear a través de las palabras. Para escribir con calma y sin distracciones. O enfurecida y llena de estadios de silencio. Para escribir a lo largo de décadas palabras que me acompañaron durante toda la vida. Una habitación que me regaló un lugar en el mundo. Una habitación que me brindó una forma de construir mi mundo privado.

***
La voz narradora de “Una habitación propia” es Mary Beton, un evidente alter ego de Virginia. La autora no lo disimula y dota al personaje — o mejor dicho, la reflejo de sí misma — de innumerables similitudes consigo misma. Mary es una inglesa de clase media alta, como también lo era Virginia. Beton además, parece ser el símbolo de lo que toda mujer desea y analiza desde el mundo e las palabras. O lo que desea obtener de él.

De Mary Beton nace la inspiración del cuarto propio, luego de una visita al recinto de Oxbridge, construcción mental que combina los nombres de las importantes Universidades inglesas Oxford y Cambridge. A través de las vivencias de Beton en la Universidad imaginaria, Virginia Woolf analiza la exclusión de las mujeres de la educación Universitaria y lo que es aún peor, de la vida intelectual de su época. Vedadas, golpeadas por la realidad. Las puertas de las habitaciones de creación cerradas por mero prejuicio. Pero a la vez, buscando un lugar propio donde expresarse. Llamar suyo. Un país intelectual con fronteras visibles en las que el mundo — y sus dolores — sólo entrarían si el silencio se lo permitía.

Recuerdo todo lo anterior, el primer día en que viví en mi apartamento de soltera. Mi abuela me lo había heredado al morir y de pronto, mi habitación privada se había transformado en algo más. Una especie de paraje de sombras abiertas y cerradas que me pertenecía por completo. Me invade una profunda sensación de realidad con llaves entre las manos. De pie en la puerta abierta. Es un poco inquietante, la manera como se atesoran ciertas imágenes. Recuerdo el olor dulzón y amargo de la pintura recién aplicada sobre la puerta principal, el leve dejo a humedad que impregnaba todo debido a que nadie había estado en ese lugar durantes meses, casi un año. Pero sobre todo, recuerdo con gran claridad el momento en que encendí la luz del salón y todos los objetos brillaron solitarios bajo la luz, opacos por una fina capa de polvo.

Abandonados, tal vez, como yo. Sentí asombro, un poco de miedo, curiosidad, expectativa, la inexpresable tristeza. Emoción, un incontrolable deseo de llorar y reír, la profunda desazón de encontrarme comenzando un nuevo ciclo de mi vida, inesperado y tan íntimo, que los límites entre mis aspiraciones y la realidad parecían confundirse. Un suspiro, la mano aun apoyada en el picaporte de bronce. Temblando un poco, la ciudad extendiéndose más allá de los ventanales. Una profunda sensación de soledad. Una abrumadora expectativa sobre el futuro. Tomo una bocanada de aire y me siento de cualquier modo en el suelo, a un lado de la antigua puerta de la entrada. Acurrucada, abrazándome las rodillas, atormentada por la sensación de irrealidad que me presionaba las sienes y la conciencia venial. Hundo la cabeza entre mis brazos y trato de pensar.

Las transformaciones nunca son sencillas y eso bien lo sabía Virginia Woolf. Como su imaginaria Judith, escribir puede ser un acto de una fragilidad asombrosa, que puede morir de inmediato, sólo para volver a nacer. La marginación de quienes escriben es algo más que un anonimato forzoso. Es un dolor no resuelto, una ventana cerrada. Una visión sobre lo que se escribe — y los motivos por los cuales se hace — tan doloroso como personal. Y la transformación de la escritura — en quien te convierte, en quien aspiras ser — es también parte de ese Universo contenido en una habitación. En la física, mental e intelectual donde habita lo propio, lo personal, lo que puede definirnos.
Al departamento que me heredó mi abuela llegué con mis cosas guardadas en dos cajas cerradas. Así estuvieron por semanas enteras, escenificando mi propio estado de desorden. Como eterna nómada, todas mis pertenencias carecían de un lugar que pudieran llamar propio, hasta ese momento. En ocasiones, pasaba la noche en el salón vacío, mirando mis fotografías o leyendo mis libros favoritos, que volvía a guardar ordenadamente al amanecer. Quizá pensaba que si comenzaba a tomar posesión de las paredes y habitaciones vacías, la sensación de desconcierto podría hacerse más real, más evidente, más aterradora. Deambulaba por la oscuridad, abriendo y cerrando las puertas con cuidado, utilizando el baño con gran cuidado de mantener el milimétrico orden con que lo había encontrado. La cocina continuaba cerrada, la nevera vacía — comía fuera de casa todas las veces que podía. Un límite fronterizo entre lo real y lo ideal, parecía ondular en medio de las sombras, en medio de los objetos que aún no sentía míos, esquivos y ambivalentes, amenazantes y hasta un poco hirientes. Continuaba sentandome en el salón, mirando a mi alrededor con cierta inocente consternación. ¿Que hago aqui? ¿Quién soy? ¿Por qué no me voy? ¿Por qué prefiero quedarme? ¿Que estoy esperando? Las respuestas flotaban en algún lugar de mi memoria que no podía alcanzar.

Entonces me atreví a escribir. No aún en la habitación que soñaba podría crear también en este nuevo lugar — mundo — que ahora me pertenecía. Acurrucada en una de las esquinas, con el cuaderno apoyado en las rodillas. Escribiendo durante la noche, cabeceando de sueño y puro cansancio. Escribiendo mientras tomaba decisiones secretas y misteriosas sobre mi vida. Describiendo la primera vez que me atreví a comprar algunos alimentos y colocarlos en el refrigerador. Fue una sensación de singular emoción, comer por primera vez en la iluminada e inmaculada cocina de la casa que ahora comenzaba a ser mia. Las ventanas abiertas, el olor del viento nocturno deslizándose por entre los cristales entreabiertos. La voz de María Callas danzando en medio de la pulposa oscuridad casi luminosa, bautizando cada espacio con mi deseo y mi profunda emoción. Escribiendo, con los dedos doloridos, el cuello torcido por las noches en velas. Ese despertar sobresaltado, mirando por la ventana de mi nueva habitación. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿A donde voy? Mis libros abandonaron su confinamiento y comenzaron a habitar sus nuevos reinos. Horas enteras colocando cuidadosamente a Dickens, Coetzee, Sontag, Woolf, Wilde entre los anaqueles de los muebles donde parecían encajar tan bien. Escribiendo para recordarme quien era, para contar las ideas que se entremezclan unas con otras. Las pequeñas esculturas de ángeles y Diosas multiplicándose en el silencio, adornando cada lágrima y cada sonrisa silenciosa, las hojas de papel — inevitables compañeros de mis diminutas proezas en medio del dolor — llenando mesas y escritorios. Riendo, bailando en medio de este rutilante resplandor de pertenencia, la magnífica sensación de encontrarme en mi mundo, en la conquista de mis sueños más simples y lozanos, puros en su prístina benevolencia. Levantando los brazos, la voz de María cada vez más intensa, más insoportable, más hermosa. Girando, girando con la cabeza levantada hacia la luz, los ojos cerrados, las lagrimas brotando espontáneamente. El vértigo, cada vez más poderoso. Bendita, bendita, esta felicidad desconocida, esta sensación de mil tiempos entre mis dedos. La risa brotando, mientras la última nota de la canción se hincha y se retuerce en la oscuridad.

Escribir porque todo es posible. Porque todo nace de la palabra. Porque todo génesis comienza por un espacio propio, un lugar refugio. Una puerta abierta a la belleza. Una noción persistente de la identidad. De todas las cosas que soy y necesito ser.

Y de nuevo regreso a Virginia, porque no podía ser de otra forma. El libro en las rodillas, en medio de ese enorme paisaje de las habitaciones que son mías. Leo en voz alta, a gritos, en medio de la música: “Una interrupción un poco abrupta, pensé. Es penoso tropezar de pronto con Grace Poole. Perturba la continuidad. Se diría, proseguí, posando el libro junto a Orgullo y prejuicio, que la mujer que escribió estas páginas era más genial que Jane Austen, pero si uno las lee con cuidado, observando estas sacudidas, esta indignación, comprende que el genio de esta mujer nunca logrará manifestarse completo e intacto. En sus libros habrá deformaciones, desviaciones. Escribirá con furia en lugar de escribir con calma. Escribirá alocadamente en lugar de escribir con sensatez. Hablará de sí misma en lugar de hablar de sus personajes. Está en guerra contra su suerte. ¿Cómo hubiera podido evitar morir joven, frustrada y contrariada?”

Recuerdo a Judith la imaginaria. A la Virginia que construí en mi imaginación para el consuelo. A la Virginia que escribía como un ser humano, más que un hombre o una mujer. Una Virginia que trasciende el género. Escribir porque es lo único que puede definir los lugares misteriosos de tu mente. Escribir por la belleza, por la pasión, por la fealdad. Por la realidad más allá de la ventana. Escribir para todos los momentos rotos y esquivos. Escribir para vivir. O mejor dicho, escribir para sobrevivir.

***
Miro por la ventana de mi estudio. Caracas, la hostil y violenta tiene un aspecto bello bajo la lluvia. Y pienso en la ternura de la tormenta de este Invierno tropical que avanza en silencio, que lo colorea todo en gris y plata. La mano tensa sobre la hoja repleta de palabras. El deseo a punto de construir. No hay otra cosa que belleza en esta noción de esperanza.
Una forma de vida. Una aspiración a persistir.

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