lunes, 4 de diciembre de 2017
Humor, amor y autocrítica cultural: Todas las buenas razones por las que “Lady Bird” de Greta Gerwig sorprendió a la crítica.
Aunque la mayoría del gran público escuchó por primera vez el nombre - e incluso conoció la existencia - de la película “Lady Bird” cuando recibió una puntuación perfecta de críticas positivas la página web “Rotten Tomatoes” — el mítico 100% fresco — , el debut como directora en solitario de la actriz Greta Gerwig tiene algunos meses convirtiéndose en motivo de debate, interés y sobre todo buenos augurios en medio del comienzo de una temporada de premios que se muestra más reñida de lo habitual. La eventualidad del consenso de la crítica acerca de las bondades de la obra de Gerwig parece ser el último escaño en medio de un debate si esta pequeña obra de arte se convertirá en el gran suceso de la venidera entrega del Oscar o quedará como una curiosidad menor en medio de un reñido debate sobre la calidad cinematográfica. Para bien o para mal, “Lady Bird” se ha convertido en un inesperado suceso pop, que apuntala no sólo su sensible relato sobre el talento, el amor y la fe sino también, sobre la percepción de lo que fama puede ser. Como si se tratara de un reflejo inesperado de su cuidado argumento, la repercusión mediática de “Lady Bird” analiza quizás de manera involuntaria, la noción sobre el poder de la popularidad, la búsqueda de los sueños y sobre todo, un ambiguo análisis sobre el éxito y sus implicaciones. Una metáfora sutil sobre el mundo moderno.
Por supuesto, el éxito entre la crítica ha demostrado que “Lady Bird” es algo más que la más reciente novedad fílmica en medio de una contienda que espera aún por sus mayores protagonistas. Todavía los grandes estudios no muestran sus mayores apuestas de vista al Oscar y es quizás esa por ese motivo, que el brillo de “Lady Bird” se basa mucho más en su cualidad como obra de autor, que en cualquier otra cosa. Con su aire urbano, levemente decadente y melancólico, “Lady Bird” analiza la concepción sobre el Reino Californiano blanco de clase media baja que refleja con una sensibilidad que asombra pero que también, lucha contra el inevitable localismo y convierte al film en una perspectiva mucho más amplia sobre los vericuetos de la fama y el dolor emocional de lo que parece a primera vista. Apasionada, realista pero también intimista y profundamente sensorial “Lady Bird” reflexiona sobre la noción del éxito y el reconocimiento en nuestra época, pero también acerca del desarraigo y la soledad moderna. El resultado es un análisis certero sobre lo que consideramos culturalmente valioso, pero también, un meditado reflejo sobre lo contemporáneo. En medio de todo, la especificidad de “Lady Bird” no parece ser un problema para elucubrar sobre el mundo moderno y sus pequeñas visiones sobre el bien y el mal, la pobreza, la ternura, el poder del talento e incluso, la tristeza de una sociedad vacía y confusa sin una percepción clara de sí misma.
Pero sobre todo, “Lady Bird” es una alegoría sobre las pequeñas grandes batallas personales, convertidas en reflejos inexactos sobre los dolores de una década marcada por el dolor existencial y las pequeñas batallas invisibles. Gerwig analiza todo lo anterior a través de su protagonista, Christine “Lady Bird” McPherson (interpretada con enorme sensibilidad por una Saoirse Ronan), un espíritu libre, brillante, incómodo y ambicioso, pero también lleno de inseguridad que metaforiza no sólo la ambigüedad de la fama — y la búsqueda del éxito — sino la percepción esencial sobre la sociedad y sus prejuiciados matices. A primera vista “Lady Bird”, parece una fina y sensible descripción sobre las presiones económicas y los sustratos en Sacramento California, pero en realidad pondera sobre los estrados y sufrimientos de la marginación y también la búsqueda del ideal, como percepción coherente sobre la identidad colectiva. La pobreza, la riqueza, las diferencias sociales, se muestran en “Lady Bird” a la manera de las grandes obras enraizadas dentro de la percepción de lo personal como motivo del discurso creativo. Rara vez, Hollywood reflexiona sobre las diferencias sociales en medio de los suburbios tradicionales en las ciudades emblemáticas de EEUU y “Lady Bird” lo hace sin sucumbir a la tentación de lo local en tono y forma. De hecho, la película tiene un curioso tono universal que termina por conmover y desconcertar, por su buen uso de la percepción de la cultura — lo que somos, lo que aspiramos a ser — como idea estructural de la narración.
Pero más allá de eso, “Lady Bird” es una curiosa mezcla de lo íntimo y cine espectáculo, humor inteligente — a menudo estruendoso y no siempre sutil — y una cierta reivindicación de la mujer que no llega a ser del todo sermoneador. En “Lady Bird”, la mujer es protagonista y que nadie lo dude: desde la cita de Joan Didion en los créditos de apertura hasta la férrea personalidad de su personaje principal, hay una percepción sobre el género tan fresca y moderna que resulta por momentos asombrosa. Nada en “Lady Bird” es por completo casual y mucho menos, carente de significado y quizás esa sinfonía de pequeñas ideas concentradas y elaboradas sobre la percepción de la individualidad sea uno de sus mayores logros.
Claro está, Gerwig asumió el hecho de construir un discurso cinematográfico como antídoto a la feroz cultura Trump del prejuicio y la misoginia. El resultado es modesto pero también brillante, en su manera de analizar el prejuicio desde una perspectiva suave pero sobria. “Lady Bird” reflexiona sobre la sociedad estadounidense y lo hace con una elocuencia que no busca moralizar ni tampoco señalar falsas culpabilidades sociales. Se trata de un manifiesto sobre la diferencia, pero no sobre el prejuicio que nace de ella, un logro de pura amabilidad argumental.
Para la directora, es evidente que EEUU necesita comprenderse a sí mismo desde el reflejo de sus pequeños dolores. De manera que en ocasiones, la película tiene cierto aire diminuto e intimista que puede desconcertar a un público acostumbrado a la estridencia del cine comercial y sobre todo, las aparatosas puestas en escenas que llenan la pantalla actual. Pero “Lady Bird” va justo a lo contrario y lo hace gracias al pulso inteligente y bien medido de Gerwig, que conoce bien el contexto de sus personajes — el suyo propio hace veinte o treinta años atrás — y a los que asimila a través de una idea persistente sobre lo bello y lo anecdótico. Hay algo en “Lady Bird” que se asemeja a una gran postal melancólica, absolutamente sensible pero todo, por completo consciente de sus pequeños giros y visiones de la realidad. Entre Riffs y digresiones, la película es un gran homenaje a una sensibilidad perdida hacia lo que nos hace encontrar sentido al tiempo personal y espiritual.
El centro de toda esta reflexión calidoscópica sobre la época y sus bemoles, es la propia “Lady Bird”, interpretada con asombroso talento por Saoirse Ronan. Imprudente, problemática, con una efusiva necesidad de encontrar el centro mismo de su individualidad, el personaje sostiene la trama entera desde un punto de vista muy duro sobre la soledad y la reflexión intimista. Muy lejos del melodrama, la noción sobre la juventud de la película tiene más relación con la comprensión de los dolores existenciales personales que con el estereotipo habitual en el mundo cinematográfico. Gerwig aborda lo irremediable del crecimiento y el trasbordo de la juventud desde una improbable combinación de autoconfianza, seguridad pero sobre todo, la sensibilidad de una adolescente atormentada y sacudida por su propia identidad imprevisible. La directora elabora un retrato del adolescente promedio sin que deje a un lado la percepción idealista de la realidad, pero también la hipocresía ególatra propia de los muy jóvenes. Una combinación única de impulso contradictorio que hace del punto de vista de Gerwig sobre la juventud, una búsqueda reflexiva sobre el tiempo personal y sus infinitas variaciones. Aguda, sardónica y también angustiosa, “Lady Bird” encuentra en sus momentos más discretos la justificación más potente a su propuesta y honra el absurdo cotidiano como telón de fondo del talento. Un experimento argumental que en manos menos hábiles que la de Greta Gerwig podría haber resultado sermoneador y temible, pero que la directora transforma en pura poesía visual y narrativa con un agrio toque de autocrítica. Una combinación peligrosa que convirtió a la película en un extraño — e impecable — híbrido de calidez, ingenio y melancolía que sorprende por su sinceridad.
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