martes, 23 de enero de 2018
Crónicas de la loca neurótica: Todo lo que un paciente de trastorno de pánico quiere decir y no se atreve.
Desde hace unos diez años, sufro de un persistente trastorno del pánico y ansiedad, un padecimiento psiquiátrico poco conocido y la mayoría de las veces malinterpretado. Se trata de una dolencia mental que exige medicación constante y también terapia. Necesito de ambas cosas no sólo para sobrellevar los síntomas — que en casos extremos pueden ser invalidantes y abrumadores — sino porque además, es la única manera en que puedo asegurarme de recuperar mi salud psiquiátrica. Una idea que me ha obsesionado por años y que últimamente considero indispensable en mi vida.
La sensación está en todas partes. Hace unas semanas, caminaba por la avenida que cruza la calle donde vivo cuando me detuve para no pisar una raya transversal en el pavimento. Sí, así de tópico y melodramático como suena. De hecho, retrocedí un par de pasos para rodear la grieta y continué mi camino apresurada, un poco avergonzada por mi comportamiento. Sentí el inevitable aguijonazo de angustia que me suele golpearme luego de hacer semejantes cosas, pero extrañamente, también alivio. Después de todo, esa ansiedad brumosa y la mayoría de las veces punzante que me agobia, se dio por bien satisfecha y por el momento, pude controlarla bastante bien.
Mi amiga P., que me acompañaba, me miró con la ceja arqueada y una sonrisa ligeramente maliciosa. Al principio, no hizo ningún comentario al respecto pero, como suponía, no se pudo contener por demasiado tiempo. Inclinando la cabeza, me dedicó una mirada casi socarrona.
— Entonces, ¿te vas a saltar todas las rayitas de la calle? — me preguntó; tomé una bocanada de aire y seguí caminando — Oye, te lo digo en serio. Ese es un espectáculo…
Me detuve. Me sequé las manos empapadas de sudor en el pantalón y tomé una bocanada de aire. Calma, me recomendé con esa sensación casi irreal que suele invadirme cuando tengo conversaciones semejantes. Nunca resultará sencillo admitir que algo inusual ocurre contigo. Que no formas parte de esa normalidad un poco acartonada de todos los días. Que eres esa pequeña estadística a ciegas que nadie comprende muy bien.
— Me las voy a saltar todas, sí — le contesté; la voz se me escapó como un graznido, de tan seca que tenía la garganta por la vergüenza — y es probable que cierre y abra las puertas del automóvil más de una vez. Y que mire sobre el hombro, porque esté convencida que me persigan. Sufro de pánico, me atormenta montones de veces al día. Me cansé de disimular.
P. se quedó boquiabierta. Durante nuestros diez — casi once — años de amistad jamás hemos tocado el tema de lo que me sucede, de ese trastorno misterioso y en ocasiones inexplicable que me agobia casi a diario. Sí, ella sabe que algo ocurre. Sabe de mis largos períodos de depresión o de lo mucho que me cuesta interactuar socialmente. Que la mayoría de las veces no sé qué decir o que hacer cuando me encuentro con otras personas y que eso me produce un nerviosismo ingobernable. “Montuna” me llama entre risas. Sabe lo muy quisquillosa que soy, la facilidad con la que pierdo el control. Que soy de lágrima fácil y risa difícil. Que la mayoría de las veces prefiero no salir de mi casa para evitar manejar ese estrés persistente que me deja sin voz. Pero jamás le había puesto nombre a eso. Jamás lo llamé de ningún modo. Ni siquiera que admití que existía. Ahora lo hago, en plena calle, en un día cualquiera. Estoy temblando, quiero llorar, siento un miedo calcinante. Pero vamos, ya lo dije. Ya lo reconocí. ¿Qué pasará ahora?
— ¿Qué me quieres decir con eso?
— Que sufro de un trastorno de pánico. Que siempre tengo miedo, estoy al borde de una crisis de nervios. Que a diferencia de ti y mucha gente, no puedo controlar mis niveles de estrés. Que puedo sentarme a llorar a gritos por cosas que no inmutan a nadie más. Que sufro de algo concreto y se llama así. Pánico. Eso es lo que quiero decir.
Echo a caminar de nuevo. Mi amiga me sigue los pasos, con una expresión súbitamente seria. No la miro cuando me llama por mi nombre, cuando lo repite en voz baja como una letanía. Cuando me toma del brazo, me suelto en un gesto impaciente.
— Aja mira, estoy loca — vuelvo a la carga — , eso es lo que pasa.
Suspira, se queda muy quieta. Pienso que lo más probable es que cambie el tema, que se ría, haga un chiste. Que mire hacia otro lado, que se burle. Que ni siquiera acepte que diga algo semejante. Que siga caminando para que la siga. ¿Qué haré si hace eso? Me digo con el súbito impulso de llevarme los dedos a la boca y mordisquearme las uñas. ¿Qué haré si simplemente todo este esfuerzo emocional de poner en palabras mi mundo privado no sirve para nada?
— Estás loca — repite. No es una pregunta. Me sorprende escucharselo decir.
— Sí.
— ¿Cuándo me lo pensabas decir?
Sacudo la cabeza. Seguimos caminando. Me toma del brazo y me hace caminar hacia un café cercano abarrotado de gente. Sin querer cuento los pasos. Veinticinco hasta la mesa más cercana, dos para rodearla. Me siento, con los hombros un poco hundidos y esta sensación de amargura que no me abandona. Mi amiga pide un par de tazas de café, algo para acompañar y yo me quedo allí, sin saber cómo continuar aquello.
— No es algo que uno vaya contando por allí.
— ¿Por qué no? Seguro que lo escribes.
— Es distinto.
— No lo es. — Suspira. Mira al mesonero que deja el café y un trozo de pastel de aspecto un poco seco. Me irrita que la taza está fuera de ángulo dentro del platillo y que el cubierto en la servilleta está mal envuelto. Calma, me digo tomando una lenta bocanada de aire. Calma. — No es fácil. Pero bueno sí, algo me funciona mal.
P. toma un sorbo de café. Yo hago lo mismo. La mano me tiembla cuando me llevo la taza a los labios.
— Cuéntame lo que te parezca debas contarme.
— ¿El ABC del loco furioso?
— Eso mismo.
Paladeo el café. Negro, muy azucarado, caliente. Mi favorito. Supongo que es inevitable ordenar las cosas de este modo, hacerlas comprensibles por el método simple de la recapitulación. Me encojo de hombros. Mi amiga me mira expectante.
— Dime las diez cosas que debo saber sobre esto que me dices.
— ¿Sólo diez?
— Por ahora.
— Está bien.
Me quedo un momento en silencio y pienso que si tuviera que resumir la experiencia de lidiar con un trastorno como el mío de una manera simple, quizás debería comenzar por lo básico. Lo evidente. Lo que deseo que P. sepa, cómo es vivir abrumado y atormentado por el estrés y también, por ese miedo seco e irrespirable que la mayoría de las veces me acosa. Hacerlo comprensible, una lista de pequeñas ideas, como la siguiente:
No puedo evitar sentirme así
Usualmente, cuando alguien sabe que sufro de un trastorno psiquiátrico suele preguntarme si no hay algún “método” o “terapia” para “controlar” los síntomas, como si se tratara de una compulsión, una reacción o algún comportamiento voluntario con el que puedo lidiar. Lo lamento, no puedo hacerlo. Lo deseo siempre, a toda hora. No quiero sentir siempre pánico, un miedo blanco y desconcertante que me corta la respiración, que me deja sin fuerzas, que me roba la motivación y la voluntad. Se trata del síntoma de un trastorno real, físico y medible, no de mi carácter blando, de mi malcriadez, de mi incapacidad para lidiar con la frustración. No puedo evitar sentir que mi mente se desborde, que el pánico y la ansiedad llenen los espacios de cualquier pensamiento racional, que algo abstracto y confuso literalmente me aplaste. Se trata de una realidad física, medible y abrumadora que muy pocas veces puedo evitar.
Me aíslo a veces y no puedo evitarlo
Con frecuencia, un trastorno de pánico se transforma en un padecimiento invalidante que dificulta las relaciones interpersonales y sociales. Te atemoriza sufrir una crisis en público, las implicaciones y connotaciones que pueden provocar tenerlas. Temes perder el control, ser malinterpretado, juzgado, menospreciado. Las explicaciones, los detalles, admitir en voz alta que algo va mal contigo, que un peso informe y emocionalmente agotador te sofoca tan a menudo que te lleva esfuerzos lidiar con los aspectos más simples de tu vida. Así que decides evitar el riesgo. Dejar de frecuentar a quienes temer puedan notar lo que te ocurre. Quienes sin duda notarán ese elemento discordante en tu manera de comportarte. Te cierras a puertas y temores en un espacio controlado, cómodo y que en ocasiones, te resulta reconfortante. Hasta que se hace más pequeño, doloroso, hiriente.
El miedo irracional es muy real para mí
Sí, sé que puede parecer exagerado y melodramático sentir que cosas simples como salir a la calle, regresar a casa de madrugada, caminar entre una multitud, me haga perder el control. Que me asuste tanto como para paralizarme y dejarme a ciegas en medio de algo informe y doloroso muy parecido a la desazón. Que casi siempre, me encuentre en la necesidad de huir, esconderme, decidir, enfrentarme al miedo cuando nada lo provoca. Pero créeme, para mi es muy real. Mi capacidad para afrontar el estrés, el miedo y la ansiedad es muy limitada y se trata de una reacción física contra la que la mayoría de las veces debo luchar. No soy cobarde, tampoco pusilánime. Simplemente intento enfrentarme lo mejor que puedo a esos límites invisibles y dolorosos de mi mente.
No, no puedo contener, manejar o controlar un ataque de pánico
Un ataque de pánico es algo real, medible y físico. Son síntomas provocados por un trastorno a nivel mental sobre los cuales no ejerzo control. No puedo evitar perder el aliento, sentir que el pecho se me cierra con un nudo ácido y sofocante. Que todo mi cuerpo debe luchar contra el terror de algo que no puedo ver y que la mayoría de las veces no es otra cosa que el temor alimentándose de si mismo. Así que no me pidas “me controle”, “me calme”, “Me tranquilice”, “piense en cosas bonitas”. No puedo hacerlo, aunque lo deseara.
Por escasos minutos es algo más fuerte que yo. La ansiedad no me la genera algo específico, así que no puedo decirte que es con exactitud
La mayoría de las veces, una ataque de pánico no lo desencadena algo en específico, sino la suma de muchas cosas. O quizás nada en absoluto. Lo que quiero decir, es que no se trata de una reacción, sino un proceso que se desencadena desde una reacción física muy concreta — mi cerebro reacciona de manera desproporcionada al miedo, al estrés o al simple nerviosismo — hasta una pérdida de control, en ocasiones muy violenta. De manera que no se trata que algo me “produce” ansiedad, sino que hay una serie de reacciones físicas que se desencadenan mezcladas entre sí y me provocan una reacción desmesurada de ansiedad y estrés.
La mayoría de las veces que me excuso por no salir, asistir a esa reunión, responder a esa llamada, lo hago porque realmente no puedo hacerlo
En ocasiones, el trastorno de pánico puede llegar a resultar invalidante, un cuadro de agotamiento físico y mental con el que es muy complicado lidiar. Con más frecuencia de las que me atrevo a admitir, la ansiedad me provoca rutinas, tics, comportamientos obsesivos. Y también, me desgasta a nivel personal. Como consecuencia, evito cosas tan simples como reuniones sociales, paseos, llamadas e incluso algo tan banal como una conversación. En los momentos más bajos del trastorno de pánico, la posibilidad de interactuar con alguien más resulta abrumadora e incluso extenuante. No se trata de una decisión consciente, autocomplacencia o autocompasión. Mera supervivencia, digamos.
Todo lo pienso cientos de veces. Tantas, que resulta abrumador
Usualmente, todo lo analizo cientos de veces. Me lo provoca la desmedida ansiedad con que debo lidiar. Analizo cada cosa, me pregunto si puede ocasionarme daño, si puede aumentar mi sensación de vulnerabilidad y descontrol. En los momentos más agudos del síndrome, tengo la sensación que necesito de hecho, repasar una y otra vez cada cosa que hago, que quiero hacer o que hice. Lo hago en un intento de encontrar un punto de seguridad. Un cierto equilibrio en medio del sacudón mental con el que debo lidiar a diario. La mayoría de las veces logro liberarme a medias de ese ciclo interminable de cuestionamientos, preguntas y respuestas. A veces, no.
Son síntomas reales
Un ataque de pánico o de ansiedad es algo real con síntomas reales. No es sólo una reacción emocional. Tengo la nítida sensación de la inminencia del peligro. Que puedo enfrentarme a algo inaudito, grave o potencialmente mortal aunque nada me lo provoque. Las reacciones físicas a esa sensación son devastadoras y muy precisas: dificultad para respirar, para mantenerme de pie, dolor en el pecho. En más de una ocasión, un ataque de pánico puede confundirse con un infarto o alguna afección cerebral. Así de real es.
No me digas que lo supere
Porque aunque lo intento, no es tan sencillo, no se trata de una decisión voluntaria o algo que pueda contener por un mero esfuerzo de imaginación. Se trata de un trastorno real, en ocasiones insoportables y la mayoría de las veces abrumador.
Sí, voy a mejorar
Y lo he hecho. Hay tratamiento médico farmacológico y terapéutico para recuperar el control de mi mente y de mis emociones. Y trabajo en ellos a diario, todas las veces y como puedo. No será pronto, no será por completo pero sin duda, será una forma de comprender mejor mi cuerpo y mi mente más allá de lo que el trastorno pueda significar.
P. me escucha sin decir nada todo el rato. En ocasiones le noto sorprendida, preocupada, pero para mi alivio, jamás me compadece o me mira con conmiseración. Simplemente me escucha, intenta digerir el caudal de información que le ofrezco, que intento comprenda. Cuando no tengo nada más que decir, me quedo paralizada y en silencio. Nos rodean tres tazas de café, otro plato de pastel y un poco de algo más muy cremoso y adornado que no recuerdo haber comido. A nuestro alrededor, el bullicio parece haber decrecido y aumentado por momentos. Ahora todo parece plácido y silencioso.
— ¿Nada más? — dice con cierta sorna. Me encojo de hombros mientras tomo un pedazo de la cosa con crema pastelera que de pronto, me parece apetitosa.
— Nada más, por ahora.
— Hasta la locura tiene su método — comenta. Y se ríe. Y lo hace con toda naturalidad, a la manera que a veces esperas que quienes te rodean, se tomen este tipo de confesiones. Pero casi nadie lo hace. Me alegro que esta sea una de esas veces que sí.
— Uno complicado. — Comento. Sí, la cosa con crema pastelera está riquísima. Resulta impresionante lo mucho que puede mejorar el sabor de un primor de repostería el alivio. — Pero a veces resulta útil.
La conversación continúa, avanza finalmente por otras direcciones, se desvía hacia esa normalidad frágil y aparente que a veces se agradece. Y por un momento siento paz. Una cierta sensación de liberación. Quizás lo más abrumador de un trastorno de pánico sea justamente esa noción insoportable que pocas veces puedes disfrutar de disfrutar de esas pequeñas escenas simples, sin mácula y tan preciadas. Como si el mapa de tu mente estuviera en constante movimiento, destruyéndose y construyéndose a diario. Pero por hoy, el paisaje tiene un aspecto tranquilo y puedo sonreír, con esa plenitud discreta de las pequeñas cosas que agradecer y disfrutar.
C’est la vie.
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