miércoles, 10 de enero de 2018
Del Yo Narciso a la búsqueda de la Intimidad relativa: La Extimidad.
Hace unos días, revisaba el frontPage de mi Facebook y me tropecé con una discusión entre una pareja de amigos que no frecuento demasiado. Al parecer, en algún momento del mes anterior ambos habían roto su relación y la discusión pública parecía resumir las razones por las cuales lo habían hecho: ella lo acusaba a él de irresponsable, él a ella de tener poco o ningún sentido del gusto y lo que es peor, ambos se arrojaban a la cabeza insultos marcadamente sexuales sobre lo poco satisfactoria que la relación había resultado para ambos. De hecho, a medida que avanzaba la diatriba, tuve un resumen bastante pormenorizado de su vida en común durante los cinco años de convivencia que compartieron. Supe de sus problemas de dinero, también de sus graves discusiones sobre fidelidad y monogamia y hasta me enteré, de un episodio de impotencia masculina que habría preferido no conocer. Escandalizada aunque no demasiado sorprendida de aquello, leí hasta el último comentario incluido en la discusión para comprobar lo se ha convertido en una costumbre que muy pocos podemos admitimos tenemos: La Extimidad, esa deliberada necesidad de expresar todo a un nivel tan público que los limites entre intimidad y privacidad se hacen tan difusos como difíciles de comprender.
Como término recién salido de la cultura popular, hay varias definiciones para una palabra que parece abarcar toda una serie de ideas que incluyen desde la sobreexposición de nuestra vida intima en las llamadas redes Sociales hasta la perdida de las naturales inhibiciones con respecto a la definición sobre lo que es privado y personal y lo que no lo es. Porque si algo ha traído esta época de comunidades virtuales sin fronteras concretas es la abstracción de lo que consideramos único, singular y propio. En esta gran conversación donde todos parecen tener algo que decir, es esa visión de la individualidad como parte de algo más grande, mucho más complejo y sobre todo, más distante de esa idea de comunicación original que por mucho tiempo fue la única de la que podíamos disponer. Y es que la perdida de lo particular — esa pequeña visión de nosotros mismos que nos diferencia del otro — no parece importar a nadie: fundida un concepto elemental, la identidad está sujeta a una gran maraña de interpretaciones de quienes somos y lo que es real. Una pensamiento que puede llegar a confundir pero que también, define la época que nos tocó vivir.
Todo en redes, nada es real:
Hace poco, alguien me envió un correo muy amable para saludarme. Me preguntó por mi gato, por mi madre y los cursos que llevo a cabo en las Escuela de fotografía donde trabajo. Lo particular — y hasta inquietante del caso — es que nunca conocí a mi interlocutor. De hecho, jamás he cruzado una palabra audible con él: nuestra relación se limita a intercambiar mensajes en algunas de las redes Sociales más populares, en donde coincidimos de vez en cuando. Lo más singular, es que su amable correo no me pareció en absoluto fuera de lugar: toda la información que incluyó provenía de lo que yo misma había compartido en diferentes momentos del año y más allá, es parte de mi discurso en el mundo 2.0 que frecuento. Aún así, no deja de ser extraño que este intrincado dialogo con un virtual desconocido — nunca mejor expresada la idea — se lleve a cabo mientras se debate sobre los limites de lo que es real, en ese desconocido mundo apenas construido de lo que llamamos visión global.
Y es aquí donde el término Extimidad parece calzar muy bien. A veces lo analizo, mientras leo mi TimeLine en la red de microblogging Twitter: cada pequeña frase parece contener no solo la opinión de su autor, sino además describir con mucha exactitud esa visión amplia y desigual del mundo en que vivimos. Políticos, actores, músicos, el ciudadano común interactuan en un extrañisimo diálogo que derrumbó los límites entre la fama, el anonimato, la simplicidad y la complejidad de la comunicación humana. Porque vía las Redes Sociales, esa exhibición de lo intimo es bien vista, es aceptada, se estimula: Nada parece ser suficiente para este entramado de palabras, imágenes e información. Porque que no cuestione jamás: en esta nueva Aldea Universal, no existen los límites pero tampoco la comunicación. Exhibimos es nuestra capacidad artículada para la información mal procesada, para la estructura de lo que se vende, se promociona, se busca, se interpreta a través de todos los matices que una expresión semejante del lenguaje y del medio puede brindar. Y es que Desde un Presidente que envía importantes resoluciones políticas vía 140 caracteres hasta estremecedoras historias de suicidas, rescates de situaciones límites, poéticas expresiones del mundo la red virtual da para todo y abarca todo. Hace poco, el Papa Francisco I insistía en que la palabra de Dios también debe llegar a Twitter, hacerse escuchar en esta nuevo vehículo de transmisión de ideas. ¿El dogma disfrazado de pluralidad? Tal vez no se trate de algo tan complicado sino incluso elemental: el medio transforma al usuario y de pronto, las redes sociales y sus consecuencias son una manera de analizar el mundo que se ha vuelto imprescindible, necesario, dolorosamente cercano a la realidad.
El mundo aislado y el silencio circunstancial:
Hace poco, comentaba en este, su blog de confianza, que soy adicta a las redes sociales. Lo admito con absoluta sinceridad y sin menoscabo de mi propia visión del mundo: dependo de la virtualidad hasta un punto que puede resultar peligroso. Y lo he comprobado durante los dos últimos dos meses, en los que debido a una falla general, me encuentro sin servicio telefónico o de internet. De pronto, me encontré deambulando en medio de esa sensación de perdida y de aislamiento — por muy paradójico que parezca — que me produjo encontrarme sin mi principal herramienta de trabajo y de comunicación. Hablo que desde hace casi dos meses, he tenido que regresar a las pequeñas rutinas habituales que había olvidado y que de hecho, me costó retomar en medio de una situación que me provocó una profunda sensación de confusión. Cosas tan simples como ir al banco en lugar de realizar pagos por transferencias, compras en tiendas a la manera tradicional, abandonar el espacio y limite que me protege — y a la vez me limita — me demostró hasta que punto me encuentro absorbida — asimilada — a la cultura de lo virtual. Por supuesto, eso excede también la idea de quienes somos y como nos percibimos: Una vez leí que los últimos tres siglos significaron la perdida de la inocencia y de la esa proximidad natural esencialmente humana. ¿Es entonces este paladear de la distancia que no parece serlo un sintoma claro de esa idea?
Sin duda puede serlo. No olvidemos que hace menos de dos siglos, el hombre carecía literalmente de intimidad: La vida en sociedad parecía tan necesaria, imprescindible como asfixiante. Las familias compartían habitación, pan e incluso límites de la vida personalmente que actualmente nos parecen impensables. Es difícil imaginar, para esta sociedad donde la distancia y el concepto de intimidad parece tan mutable como necesario, esa tergiversación de la idea básica de lo que consideramos intimo. Progresivamente, la privacidad se convirtió en una necesidad que no tenía un sentido conceptual definido: existía como idea de individualidad, de esa extrema personalización que el siglo XX definió y las primeras décadas del siglo XXI depuraron. ¿Son entonces las redes sociales una consecuencia necesaria a esa evolución? No necesariamente, aunque sí, en lo posible y evidente, un síntoma de esa transformación de la visión del hombre de si mismo y el mundo que lo rodea.
No obstante, pareciera que esa necesidad de ser mirado y mirar que conservamos de épocas donde era inevitable, se transformó en algo más. Tal vez por ese motivo, ese voyerismo de lo cotidiano continúa formando parte de nuestra psiquis y más allá de nuestra necesidad de observarnos como parte de algo mucho más. Las comunidades virtuales, que ofrecen esa sensación irreal de estar conectados al mundo aunque realmente no lo estemos, sustituyen los viejos cánones de la cercanía, la calidez, la interpretación de la visión de la individualidad. ¿Somos exhibicionistas? ¿Necesitamos meditar sobre nuestra complejidad como sociedad a través de su inmediata consecuencia virtual? Quizás si, pero muy probablemente se trato de algo más sencillo: Nos gusta observar, mirar desde una distancia prudencial y sobre todo, protegidos por esa visión del yo que se sistematiza, se construye y se asume como individual.
Ese sobre análisis del otro, la premeditación en lo que mostramos, el carácter extraordinario de esta mirada tan intima como desapasionada del otro, abre elementos que dejan como elemento de un meta lenguaje en constante recreación y construcción, de donde parte — o nace — esa necesidad de asumirnos como expresiones de ideas complejas. Porque por supuesto, en la medida que miramos, queremos ser mirados. En la medida que analizamos, deseamos comprender el análisis de quien nos mira. Un ciclo que se interconecta y se crea así mismo una y otra vez.
Lo real y lo sugerido: Lo que nace y se desarrolla, se construye y se masifica.
Como decía antes, Extimidad es un término bastardo que no termina de definir esta intercomunicación ilimitada entre el hombre y el nuevo medio digital. El primero en utilizarlo fue el psicoanalista francés Jacques Lacan, pero quizás, en su precisión académica, no abarque esa idea general que se fundamenta en el hecho que actualmente, nuestra idea del mundo se encuentra íntimamente entrelazada con nuestra capacidad de comunicación. El tema no es desconocido para la ciencia moderna, y de hecho no fue Lacan el primero en analizarlo desde una perspectiva científica: en su ensayo “La intimidad del espectáculo” la antropóloga Paula Sibilia analiza el fenómeno de la cultura que se muestra, del inevitable ensamblaje de comunicaciones e ideas que se entremezclan entre sí para crear la realidad virtual que parece ser ahora mismo tan importante como la realidad concreta. Desde el blog como diario Íntimo hasta el video que capta los momentos más intimos, esa pornografía de lo cotidiano — que no es necesariamente sexual — subvierte el orden de lo que por mucho tiempo fue un esquema de construcción de la personalidad o de cómo nos definimos. La introspección se transforma en esa capacidad de comprendernos a través de reacciones, se debilita en el supuesto que carece de forma y sentido. Una confirmación quizás de nuestra existencia en paralelo de lo que consideramos — o no — importante y real.
Hace poco, alguien en mi Facebook se quejaba precisamente de esa perdida de la privacidad o mejor dicho, la transformación del término. Lo hacia en un estado de la Red Social, argumentando sus razones para creer que existe una fractura concreta entre lo que consideramos necesario de ser mostrado y lo que no lo es por naturaleza. Cuando alguien le comentó si no le parecía contradictorio realizar la critica a través de uno de los medios que justamente criticaba, la respuesta resumió la contradicción de este mundo a mitad de lo real y lo sugerido: “Solo me leerán si lo escribo aquí”.
¿Qué es entonces esta extimidad de lo que asumimos como evidente? La idea abarca no solo lo que concebimos como propio sino sus limites, que es lo que pertenece y lo que no. Porque nos permitimos ser observados y más allá analizados, como elucubraciones del contexto que creamos y asumimos como propios. No importa por quien somos observados. Nos interesa en realidad, la mirada misma. E incluso, esa necesidad de expresar emociones de manera pública, haciéndonos objeto de esa gran observación global de la que somos parte y crea una nueva medida de la personalidad y la individualidad.
¿Hay un límite para esta idea del yo por el yo? ¿Esta gran conversación irreal y casi perversa con un Universo que se transforma a medida que se hace más complejo? No lo sé, pero lo que si podría decir es que la red social, esta idea del universo y la comunicación ilimitada se transforma en una visión inquietante, de esa región interminable de ideas y pareceres que con tanta ingenuidad, llamamos personalidad.
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