miércoles, 17 de enero de 2018
En el país de las bellas: ¿Quién es la fea? Una reflexión sobre los estereotipos.
Que en Venezuela es importante ser bonita, no sorprende a nadie. Lo que sí sorprende — y preocupa, al menos en mi caso — es que esa “belleza” parece además tener implicaciones mucho más profundas que el simple atractivo físico. Y es que en nuestro país, lo estético tiene su peso, pero mucho más importante parece ser la percepción que se tiene de ese estandar sobre lo hermoso — y lo que no lo es — en nuestra cultura. Porque así de tropicales somos, sin duda. Así de caribeños y escandalosos. Y la belleza, a la Venezolana pasa también por una serie de ideas y opiniones ambivalentes que podrían resumirse en una sola idea: Lo bello debe complacer una imagen social en la cual se insiste, se obliga y se presiona. Lo bello, rebosa ese límite de lo venial para convertirse en algo más. Lo bello, es sin duda y en un país Vanidoso como el mio, necesario, cuando no directamente indispensable.
Pero vayamos al otro extremo. Ese que parece ignorarse con frecuencia, y que probablemente es el exacto reflejo de esa obsesión nacional por la belleza, como sea que esta se defina. Hablemos de la fealdad, de esa visión tan poco caritativa y restrictiva sobre el otro, esa visión tan distorsionada de la identidad ajena. Porque aunque todos estamos bastante de acuerdo en qué puede ser bello ( o de hecho, que es la belleza como concepto ) la definición de fealdad no está tan clara. O si, como diría mi amiga P., sociologa, gran observadora y bajo su propio criterio “fea”.
De la “fealdad” — lo que sea que signifique para cada uno — no se habla mucho. Tal vez para burlarse un poco, para encontrar ese elemento de comedia bufa que parece relajar el miedo que produce encontrarse al margen de una idea. Pero aún así, la fealdad continúa presionando al margen de la conciencia cultural. Después de todo, nadie quiere ser feo o al menos, no ser considerado atractivo. Hay una desesperada búsqueda de la belleza y lo deseable. Una necesidad aguda de ser parte de esa idea general de lo que a todos gusta. Todos queremos pertenecer, después de todo.
- La fealdad es exactamente lo contrario a la idea de belleza culturalmente aceptada. Suena simple pero no lo es tanto — me explica. Y sonríe cuando lo dice. Con su rostro palídisimo y pecoso, cuerpo delgado sin curvas y cabello corto es la antítesis de la bealdad Venezolana de escote opulento y llamativo atractivo físico. Pero a P. eso no parece importarle demasiado, ni ahora ni cuando la conocí en la Universidad, cuando era una muchacha delgadísimas de rasgos diminutos — el hecho es que todos sabemos que nos gusta, pero pocos podemos explicar por qué algo nos molesta. Y la fealdad basicamente es la contradicción de lo que consideramos armonioso, aceptable…y sí, bonito.
Se vuelve a mirar a una chica que camina por la calle. Lleva jeans, el cabello atado en una cola de caballo, el rostro sin maquillaje y un morral al hombro. Tiene un limpio aspecto juvenil, con su andares nerviosos y la piel fresca, pero cuando miro alrededor, ninguno de los hombres que se encuentran en el café donde almorzamos se vuelve a mirarla. Esa filosa opinión sobre la estética ajena tiene una precisión desconcertante, pienso. ¿Tiene que ver con nuestra cultura o esa extraña idea de selección biológica que se insiste te hace escoger a los más fuertes, los más fértiles, los más bellos quizás?
- No necesariamente — dice P. cuando le comento lo anterior — puede existir ese instinto de búsqueda de cierta predilección biológica, esa selección natural de lo que tanto se insiste. Pero necesariamente, hay una idea coherente sobre el hecho que lo que consideras bello coincide con lo que tu cultura te enseñó puede ser atractivo.
Sin duda, nadie rebate eso. Recuerdo las largas discusiones sobre belleza y estética que se entablaban en la universidad, entre el grupo de las feministas y los que defendían la belleza-a-la-venezolana. Las acaloradas discusiones parecían tocar una serie de puntos sensibles que pocas veces se analizaban. Sobre todo el que se refiere a que hace que en Venezuela la belleza parezca tener un estandar tan alto, irreal. Una pensamiento que sobrevivía incluso a los inevitables cambios generacionales, las diversas interpretaciones de los conceptos relativos a lo que es hermoso o lo que no e incluso, la simple visión personal. Porque lo bello — o al menos nuestra percepción sobre lo que puede serlo — está profundamente vinculado a lo que consideramos admisible, que enaltece o idealiza nuestras interpretaciones de la realidad. Para sintetizar: lo bello siempre será lo popular, lo aceptado, lo evidente. Y es que la belleza, parece mezclarse con ese secreto deseo de lo que aspiramos ser, lo que quisieramos mostrar e incluso, lo que enaltecemos de nosotros mismos.
- La belleza es una idea que me atemoriza — digo entonces — lo hace por su poder para cautivar su imaginación y sobre todo, construir opiniones basadas en ideas puramente abstractas. Lo bello es una opinión y la fealdad su contraste.
- Desde luego — responde P., sonriendo — pero también hay otro elemento más preocupante. La belleza presiona en una dirección cultural. Vamos, que nadie quiere ser feo ni tampoco marginal, que al cabo es lo mismo. Hay en buena parte de la sociedad una presión por la busqueda de la identidad que se parezca lo más posible a esa visión de lo que se asume es bonito. ¿Quién querría quedarse por fuera?
Un pensamiento inquietante. ¿Todos somos jueces entonces del otro? ¿Todos construímos, quizás de manera inconsciente un concepto irreal de lo hermoso y lo deseable? Pienso en las portadas de revistas: los rostros muy retocados de las portadas, los cuerpos perfectos gracias a la tecnología digital. En mi país, el tema parece incluso haber dado un nuevo y preocupante paso: desde los biopolímeros, hasta la tendencia de aumentarse la talla del busto por la necesidad de formar parte de las mujeres “hermosas” de un país de estereotipos, la mujer Venezolana está obligada a complacer un canon estético al que pocas pueden acceder. ¿Y que ocurre con las demás? ¿Qué pasa con las que no pueden o simplemente no quieren formar parte de esa visión tan limitada de conceptos tan complejos?
La fealdad en Venezuela es toda una declaración de intenciones, me digo entonces. Y es que para P., con su inusuales 1, 90 metros de altura y figura esbelta de deportista, la belleza a-la-venezolana nunca fue algo accesible, ni siquiera algo que deseara. Pero aún así a la que tuvo que enfrentarse.
- Me han llamado “macho” tantas veces que he perdido la cuenta — comenta, mientras recordamos juntas esas largas tardes inocentes de discusiones y debates en el campus Universitarios — y también, “caballota”, “locota”. Los apelativos para lo que no agrada al limitado paladar Nacional estético son interminables pero aún así, nunca he llegado a conformarme en admitirlos. A mi manera, la fealdad me define. Porque creo mi propio tipo de belleza.
Que idea tan inquietante, pienso. Y no porque no pueda comprenderla sino más bien, justo por lo contrario. Y es que cuando creces en el país de las mujeres más bellas del Universo, muy pronto sabes que debes asumir existe una opinión sobre ti muy concreta que se manifiesta casi desde la cuna. La belleza en Venezuela es un cliché, nadie lo duda. Pero también es un análisis muy duro y crudo sobre quienes somos, quienes creamos a partir de la imagen que la sociedad impone y que concepto construimos a partir de ella.
La belleza, la fealdad y todos los matices de una sociedad superficial:
Fui una niña fea. Con mi cabello abundante y rizado, los grandes ojos café y la piel pecosa, no era exactamente el ideal de belleza de un país que rinde tributo a un tipo de ideal estético muy especifico. De niña, recuerdo que en el colegio me preocupaba mis rodillas huesudas, mi nariz un tanto torcida — o así me lo parecía entonces — e incluso mis manos pálidas. Y es que nunca podría competir con esa otra belleza que se suponía debía aspirar, la de las extraordinarias mujeres de pasarela que infundían un tipo de adoración casi asombroso entre todos los que conocían e incluso, el atractivo mundano, adolescente y cursi de las niñas de mi edad. Simplemente no encajaba en ninguna de las ideas de lo que se consideraba bello en mi país. No era alta, ni tampoco curvilínea. No tenía una hermosa y sedosa melena o un rostro anguloso. Esa imagen me atormentaba, incluso cuando era tan pequeña como para no entender porqué lo hacían.
En una ocasión, mi madre me llevó a conocer a una de sus amigas, que según me comentó, había participado en alguno de los numerosos concursos de belleza que se llevan a cabo en mi país anualmente. Recuerdo que me preocupé por el encuentro: con doce años era muy consciente de mi cuerpo y sufría la presión social por la belleza que seguramente padece toda adolescente de mi edad en cualquier país del mundo. Pero en Venezuela, la cosa es un poco distinta: Porque desde la infancia la belleza está muy presente en muchas cosas. A la niña se le lleva a peluquerías, antes que a una biblioteca. A la niña se le lleva a comprar vestidos, antes que una obra de teatro. Las madres peinan y maquillan a sus pequeños retoños con toda la intención que deslumbren. De manera que muy pronto aprendemos a caminar en tacones, a sonreír sin mancharnos los dientes con la pintura de labios, a llevar el cabello bien peinado en cualquier ocasión. Pero nadie nos habla con la misma insistencia sobre la autoestima. La sociedad no te recuerda el valor de tu mente o la integridad de tu espíritu, o la importancia de la opinión o tu manera de pensar. Y es esa distorsión de lo que valioso — quizás bello — entre la idea que tiene la mujer sobre si misma y lo que la cultura espera de ella, lo que hace que exista esa brecha entre la realidad y la fantasia idealizada de la mujer deseable en Venezuela.
De manera que conocer a una de estas mujeres inalcanzables, me inquietó. Tengo una imagen de mi misma, pasandome el peine por el cabello enmarañado una y otra vez, intentando verme “bonita” y quizás convencerme que lo era. Sentada frente al espejo, con las manos húmedas de sudor nervioso y un infantil brillo labial en los labios, me pregunté si alguna vez podría verme tan bella como se suponía debía serlo. Me asustaba la perspectiva de conocer a una Miss, una de esas estatutarias mujeres que cautivaron la imagen popular. ¿Como era? ¿Como me vería a mi?
Resultó ser una mujer triste. No hablo de un elemento trágico o de una visión de belleza decadente. La Miss era de hecho, la mujer más hermosa que había visto nunca, con su cuidado maquillaje y su cabello repeinado. Llevaba un vestido tan ajustado que me pregunté si le costaba respirar y unos tacones vertiginosos que tenían un aspecto casi doloroso. Aún así me pareció impresionante, pero había un elemento en ella inquietante. Una necesidad de mirarse así misma con tanta dureza, que tuve la impresión su propia belleza era una especie de límite peligrosamente cercano a la agresión. Comió con tanto temor de llevarse a la boca algún alimento “saboteador” que terminó picoteando la ensalada sin aderezo que ordenó y de hecho, parecía tan preocupada por encontrarse impecable, que apenas disfrutó la conversación con mi madre. Por otro lado, estaba feliz de su belleza, orgullosa de exhibirla. Llevaba un vestido corto y ajustado, unos hermosísimos zapatos altos de trenzas y sonreía, airosa y exuberante a todas las miradas que atraía. A mis cortos doce, no entendí muy bien esa mezcla de angustia y de evidente placer. Lo comprendería años después, en medio de una adolescencia presionada por la estética, atormentada por no encajar en esa belleza necesaria y sobre todo, entristecida por no encontrar un lugar en esa idea de lo bonito-a-la-venezolana.
En mi país, la fealdad puede resultar un verdadera inquietud cultural, una idea por la cual debas lamentarte. La fea que no es tetona ni tampoco curvilínea. La fea que sufre de acné. La de los kilos de más, la atrapada en su necesidad de mirarse desde otro ángulo sin lograrlo, de escapar a la feroz mirada escrutadora de alguien más. La fea que no forma parte de esa restringidisima visión de la mujer estéticamente aceptable. La fea que no usa la ropa de moda. La fea que no se considera así misma deseable. La fea que teme la opinión ajena. La fea que ha sido criticada y lastimada por la mirada del otro, por la opinión cultural que la aplasta. La fea sofocada por esa necesidad social de nuestro país de imponer lo que es hermoso, lo que forma parte de la idea general y ambigua sobre lo aceptable. La fea que se mira en el espejo y se siente aplastada — y tantas veces lastimada — por la interpretación que de ella tiene el otro. La opinión silenciosa, amenazante y constante de una sociedad consumista y casi cruel.
- La fealdad es un tipo de rebeldía o así lo pienso a veces — dice P. con una de sus sonrisas torcidas que puede parecer hermosa pero que en nuestro país, seguramente parecerá dura y sin atractivo — como la belleza es un manifiesto cultural, la fealdad es una visión constructiva. Y en medio de eso, está el individuo que sufre, que padece ese mandato social del deber ser.
Entonces ¿La belleza obedece a un sentido de pertenencia? Me lo pregunto con toda seriedad. Me lo pregunto viendo a la mujer de gordura mórbida que vende golosinas a la salida de una estación del Metro de Caracas. La piel morena está arrugada y maltratada por el sol, el cabello apretado a la nuca. Que lejos esta ella, con su sonrisa amable, sus ojos pequeños y almendrados, de la imagen del país de las Bellas. Que lejos está de esa percepción de lo bello individual, de lo espinoso que encaja prejuicios propios y ajenos. Cuando le compro un paquete de chocolates, sonríe con una amabilidad luminosa.
- Llevese esta galletica ma’mor — dice poniendome en la mano un paquete de galletas envueltas en papel transparente. Manos callosas, uñas sucias. La fealdad de esa otra Venezolana que existe y se desdibuja en conceptos a medio construir. Me pregunto si soy injusta. ¿Acaso el mundo no insiste en un ideal de belleza inalcanzable? ¿Por qué insistir en lo local si lo Universal insiste y se mira así mismo como absoluto? Todos somos injustos, todos somos temibles, todos somos jueces. No hay nadie que escape al escrutinio social. No hay nadie que encuentre un lugar para mirarse a solas. Somos fugitivos de una imagen común. Ideas precisas sobre un universo intelectual fragmentado en filosofía barata.
Pienso en eso un rato después mientras camino entre la multitud que deambula por un centro comercial cercano. Una chica obesa camina junto a una mujer mayor y se detiene frente a varias vitrinas, esas llenas de maniquíes esbeltísimos y con pecho opulento. Una y otra vez, ambas miran la ropa ceñida y corta. La chica, que no debe llegar a la veintena, suspira y mira a la mujer mayor con gesto triste. Y hay en esa expresión de resignación tanta elocuencia que siento una punzada de angustia, una dificil sensación de incomodidad que no sé muy bien a que atribuir. Y pienso, sin poder evitarlo, en esa pulsión de lo social que insiste que la belleza se construye — o se destruye — a conveniencia o que simplemente, carece de verdadero significado más allá de lo que querramos mirar.
C’est la vie.
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