viernes, 19 de enero de 2018
Una recomendación cada viernes: Virginia Woolf: A Writer’s Life de Lyndall Gordon.
Toda biografía es una mirada temerosa a la intimidad del personaje que intenta recrearse. Una construcción benévola o malévola, según se mire, sobre las circunstancias y dolores que rodean a una figura histórica. La escritora Lyndall Gordon es quizás una de las investigadoras más concienzudas con respeto a la vida y obra de las escritoras más reconocidas del mundo literario. Sus obras — entre las que se cuentan una maravillosa biografía de Charlotte Brontë y quizás la más elaborada reconstrucción sobre la vida de Mary Wollstonecraft — suelen ser profundos y meditados manifiestos sobre la capacidad creativa femenina. Por ese motivo, es probable que Gordon se enfrentara a su más complicado reto, al intentar construir una imagen biográfica de una de las escritoras más insignes de nuestra época y sin duda, la que mejor documentó su propia vida: Virginia Woolf dejó 4.000 cartas y 30 volúmenes de un diario, en la que contó de manera detallada cada aspecto de su vida hasta en las más mínimas circunstancias. Woolf creó una novela de su propia vida y Gordon no sólo la interpreta sino que además, le brinda una nuevo cariz en la magnífica obra “Virginia Woolf: A Writer’s Life”, recientemente traducida al castellano en una versión corregida de indudable valor literario. Gordon, especialista en elaborar complicadas e inspiradas hipótesis sobre la vida y los misterios de los escritores a los que dedica su atención, encontró en Woolf no sólo su mayor reto, sino una visión por completo nueva de la expresión vivencial y formidable con que la escritora contó su vida y expresó su particular pulsión literaria. Porque Virginia Woolf no era sólo una escritora prolífica sino también, un reflejo de la evolución de la percepción sobre la mujer escritora y la capacidad constructiva de la escritura como oficio más allá de lo académico. Entre ambas cosas, Gordon asume la labor de traductora de una colosal percepción sobre el mundo y sus intríngulis hasta lograr englobar en su obra, una noción espléndida y radiante de todo lo extraordinario, lo formalmente bello y poderoso en la prosa de Woolf.
Claro está, Lyndall Gordon tiene una visión muy particular — y casi radical — sobre el arte de la biografía y una noción casi ficcional sobre lo acaece más allá de los datos que recopila. Para Gordon, contar una vida implica cierta metaficción y también, una percepción extraordinaria sobre los principales acontecimientos de la vida que cuenta, lo que convierte a sus obras en grandes recorridos novelados por las circunstancias más apasionantes de las vida que intenta documentar. Pero más allá de eso, Gordon está convencida del valor del registro y la percepción profundamente sentida de encontrar una forma de narrar lo cotidiano. Las biografías de Gordon desbordan de deslumbrantes escenas, descripciones detalladas sobre vicisitudes secretas de los personajes que investiga. Y “Virginia Woolf: A Writer’s Life” no es la excepción: Gordon despliega todos sus recursos para crear una percepción amplia y profunda sobre el recorrido de Woolf, no sólo como escritora sino también, como figura insigne de su época, como reflejo de la sociedad que le tocó vivir y sobre todo, esa búsqueda pasional y persistente de la escritora por otorgar sentido a todo lo que le rodeaba a través de la palabra. La Virginia de Woolf es una criatura apasionada, salvaje, llena de una vitalidad asombrosa y una profunda convicción en el deber creativo. La escritura la supera, la reviste de belleza y un enorme poder como elemento sustancial que define su mundo. En “Virginia Woolf: A Writer’s Life”, Gordon logra crear un sustrato sobre el trabajo y la personalidad de Woolf que agrega una nueva dimensión a la imagen académica de la mujer que creó una moderna percepción sobre la literatura como necesidad de expresión creativa e histórica. Una y otra vez, Gordon asume un deber misterioso y duro con Woolf: crearla a partir de sus dolores y defectos, sin olvidar su extraordinaria visión sobre el tiempo, la identidad y sobre todo, sobre sí misma.
Virginia Woolf escribía siempre. Lo aseguran sus biografos, su doliente marido, su hermana, cualquiera de sus amigos y conocidos. No sólo escribía, conversaba en voz alta con sus personajes, se paseaba de un lado a otro, repitiendo en voz alta parlamentos imaginarios de un mundo extraordinario que sólo ella podía ver. Como si su mente se encontrara a una distancia considerable de lo mundano, lo simple y lo vulgar. Para Gordon, retratar esa Virginia, trágica y espléndida — que también era una mujer hedonista, venática y que disfrutaba de lo real con una impulsividad que aún resulta asombroso — resulta todo un reto, que además, intenta desmitificar a quienes la imaginan, pálida y lánguida, como escritora trágica. Pero Gordon la retrata desde la periferia y el resultado es una imagen de asombrosa belleza: Virginia Woolf abandona el cristal de lo imaginario, para habitar el mundo de las cosas reales, lo que le proporciona un inusitado y desconocido poder. Sin duda, Woolf era muy terrenal, durísima: le gustaba fumar puros — y lo hacía con el desparpajo del experto -, jugaba bolos con mucha habilidad y escribía a maquina a toda velocidad. Lo hacia riendo en voz alta, gritando cuando había necesidad. También era feminista, pacifista, una crítica literaria, una libre pensadora muy elegante y directa. En suma, Virginia Woolf resumió esa época de transformaciones y de cambios que le tocó vivir. Y Gordon, refleja esa evolución social y cultural que la figura de la escritora metaforiza con tanta delicadeza como precisión: Woolf resurge en medio de los análisis pormenorizados de lo académico para ser una mujer real, poderosa y a la vez frágil. Una dolorosa mártir de sus principios, pero también un espíritu lleno de furiosa vitalidad. Entre ambas cosas, Gordon logra un maravilloso equilibrio narrativo que convierte a Virginia Woolf — su vida y sus percepciones sobre el abismo — en pura belleza.
En una ocasión, a Virginia Woolf le ofrecieron un doctorado honoris causa que rechazó con una nota tajante, educada pero que no dejaba lugar a inequívocos. Cuenta Leonardo, su devoto viudo, que cuando le preguntó el motivo de la respuesta, la furiosa y siempre cínica Virginia le respondió con una frase aparentemente sencilla: “no todo está dicho”. Una síntesis curiosa y muy sincera sobre su vocación por la escritura que Gordon refleja con gran claridad en “Virginia Woolf: A Writer’s Life”: Woolf escribía por pasión, en el entusiasmo de la inspiración, con los dientes apretados, tecleando con una fuerza tan contundente que más de una vez se quejó que ninguna maquina de escribir soportaba “sus raptos de felicidad”. Porque para Virginia, escribir lo era todo, las palabras creaban el mundo a su alrededor, lo reconstruían a conveniencia. Escribir, para Virginia, era no sólo un medio de comunicación sino su firme convicción de luchar, a brazo partido y de la mejor manera que conocía, contra sí misma.
Más de una vez, Virginia insistió en que agonizaba lentamente y Gordon ilustra la frase — y sus trágicas connotaciones — elaborando una lenta caída a los infiernos basada en una ternura casi dolorosa. Más allá de esa ferocidad suya, de ese hedonismo salvaje que muchas veces fue considerado imprudente e impúdico para una dama de su época, Virginia padecía los rigores de la depresión. Una tan profunda, tan insoportable, que la hacia permanecer encerrada en su dormitorio, muriendo a cuenta gotas, sintiendo ese dolor de la soledad que hiere, del aislamiento espiritual que nada vence. Era entonces, cuando a pesar de eso — o quizás debido a ese sufrimiento misterioso y abrumador — Virginia comenzaba a escribir. Sin detenerse, rememorando la belleza de campos en flor y cielos siempre azules, dotando de vida a personajes extraordinarios que habrían que trascenderle y sobrevivirle. Virginia Woolf luchaba entonces contra la oscuridad, la que se acechaba, la que consumía ese ardor suyo por vivir. En medio de una época pesimista y melancólica, en medio de los trozos perdidos de un siglo movedizo y sin identidad, Virginia Woolf luchó contra el desconsuelo con la palabra. La enarboló como la única bandera reconocible, como la única capacidad de redención posible. Entonces se recuperaba, Virginia la extraordinaria: disfrutando de manera muy visible la vida, fascinada por el amor conyugal, de la cercanía de sus amigos, de esa Londres que amo y odió a partes iguales. De contemplarlo todo, para escribirlo después, para verterlo en la hoja, para crear algo nuevo a partir de lo corriente, lo obvio. Para Virginia Woolf ningún tema carecía de importancia: todos tenían el brillo que podían inspirar un párrafo, una reflexión, una imagen perdurable. Escribía para consolarse y también para comprenderse, para afirmar su intuición que estaba construyendo una carrera basada en las letras — a pesar de su época, su sexo, la mirada reprobadora de una sociedad limitada -, y continuar recorriendo el mundo a través de su mente. Y Gordon recrea esa lucha aciaga, persistente y brillante a través de una notoria comprensión del bien y del mal, de todas los matices de una percepción sobre Woolf y su obra, asombrosamente vivaz y llena de significado.
Pero sobre todo, Gordon es respetuosa con el legado de Woolf, que incluso en vida parecía bastante decidida a construir una mirada misteriosa sobre su vida. En 1926, llamó a su vida “una aleta” y redondeó la imagen profundizando sobre su capacidad para lo ficcional y dejando muy claro, que usaba la autorreferencia como circunstancia perenne de su vida. “Mi visión de una aleta elevándose sobre un ancho mar en blanco”, escribió en uno de sus diarios, deslumbrada por el poder del secreto y el enigma en los sucesos de su vida, que parecían adecuarse a esa profunda noción del yo escindido que exploró en diferentes momentos de su creación literaria. “Ningún biógrafo podría adivinar este hecho importante sobre mi vida a fines del verano de 1926” insistió, pero dejó claro que el ábside del cambio, era una manera de ver el mundo“El cambio de su alma de 1932” escribe entonces Gordon, que al parecer se tomó como reto analizar el misterio al que aludía la escritora. Y en realidad, se trató de un cambio sustancial, que incluyó su decisión de escribir con una voz pública en lugar de privada. A la edad de 50 años se había convertido en feminista, reformadora y cuestionadora de los abusos del poder, pero más allá de eso, Virginia Woolf creó y sostuvo su propio lugar en la historia, construyó una perspectiva nueva sobre la mujer creadora y sobre todo, la necesidad de asumir el oficio de la escritora más allá de una mera convención existencial. Como demuestra la Gordon, Woolf “deseaba exponer el punto de vista de una mujer y llamó al otoño de 1932 ‘una gran temporada de liberación’. Había dejado de temer la condena masculina” puntualiza Gordon, para entonces, brindar un nuevo sentido a la figura de Woolf pero sobre todo, una profunda fuerza a su poderosa percepción existencialista sobre la escritora como hecho artístico.
Una vez, Virginia Woolf le contó a uno de sus intimos amigos que jamás dejaba de imaginar lo que deseaba escribir. Lo comentó en medio de una de esas reuniones tumultuosas en casa de su buena amiga Lady Ottoline Morrell, por quien sentía una extraña combinación de simpatía y amargura. “Nunca nada está completo, siempre debe revisarse, reconstruirse, reescribirse”. Gordon recoge el fenómeno en la insistencia en el mundo incompleto, a punto de derrumbarse, quebradizo, sin sentido al que Woolf brinda forma. Por supuesto, se trata de una idea inevitable: Virginia y sus contemporáneos, heredaron una época triste y oscura, una postguerra que destrozó el mundo victoriano y creó algo más, mucho más incierto y real. Virginia solía meditar sobre el mundo que le había tocado vivir asumiendo que “eran los restos de una guerra no sólo de armas, sino de épocas” y mirando las heridas recién abiertas como una forma de aprendizaje. Como hedonista que era, Virginia intentó recrear el siglo trastocado en imágenes — “muchas, impensables imágenes”- y también en pequeños diálogos imaginarios — “toda época tiene un rostro” — hasta crear una manera de comprenderse así misma y a su trabajo literario amplia y rotunda. La mujer que escribe lo que mira, la mujer que escribe lo que sabe.
Pero Virginia no escribía unicamente como un ejercicio de ficción o como un interminable análisis cultural. Virginia Woolf escribía también un meticuloso diario que llevó años tras año y en el cual contó no solo su personalísima perspectiva sobre el mundo, sino el otro rostro de la Virginia pública, la enfurecida defensora del derecho a ser — en una época donde la mujer aún era parte de algo más amplio que sí misma — y sobre todo, de esa Virginia risueña que intentaba sostener con todas sus fuerzas. Es en sus diarios donde Virginia es más sincera, y no sólo por el elemento privado, sino por el hecho que fue la manera más personal que encontró para hablar sin tener que luchar contra su propio dolor. Un diario al año, escrito en volúmenes de páginas en blanco, encuadernados por su marido en la editorial que les pertenecía, Hogarth Press. Siempre escribiendo, para sí misma, el lector más voraz, critico y cruel. Sumaban veintisiete cuando se suicidó el 28 de marzo de 1941. Curiosamente, no llevó ninguno de ellos en el bolsillo con las trágicas rocas que evitaron que su cuerpo flotara. Tampoco escribió nada sobre su inminente decisión en ninguno de ellos. Gordon sustrae todo elemento romántico de la voracidad intelectual de Woolf y lo convierte en algo más poderoso, firme y sustancioso. En una mirada encumbrada sobre el poder de la palabra como redención. En realidad, para el final de su vida, las anotaciones de Virginia en sus diarios se habían hecho más secas, dolorosas, aterrorizadas quizás. Para Gordon se trata entonces de la caída definitiva de Virginia hacia un temor profundo y elocuente sobre su propia mirada al espejo. No se trata de algo fortuito, para 1941, el mundo de Virginia colapsaba a su alrededor. La guerra — la real, no las historias como las que había crecido — se extendía por el mundo con una rapidez de pesadilla: Hitler se había apoderado del mundo o asó lo parecía y Londres era atacada con una ferocidad que parecía anunciar una destrucción impensable de la ciudad. Un infierno de calles rotas, de cielos color perla que reflejaban la melancolía de un dolor secreto, interminable.
Virginia sentía una profunda devoción a los muertos (“voces fantasmales … más reales para ella que las personas que vivían a su lado”) y Gordon, lo retrata en su libro como un análisis certero del bien y el mal. Una y otra vez Woolf insiste que necesita “alejarse de la superioridad autoconsciente de los escritores modernos hacia las vidas de los anónimos, particularmente las vidas de las mujeres”, lo que Gordon expresa desde la inusual hipótesis que los muertos reclamaron a Woolf más que a los vivos, que incluso podría haber muerto para unirse a ellos , hace que encuentre todo el trabajo de Woolf esencialmente autobiográfico, la recaptura de fantasmas juveniles. Para Virginia Woolf fue el final de un largo transitar por el dolor, entre las sombras. La depresión se volvió pertinaz, insoportable. Sólo pensaba en la muerte, a toda hora, por todos los motivos. Pensaba en la de su marido Leonard, quien era judio y lo que podría ocurrir si los Alemanes invadían Inglaterra. Releía sus libros en la búsqueda del consuelo, de alguna palabra que pudiera reivindicar el dolor, la angustia incesante. Pero no lo encontró. Recorría Londres, la ciudad con la que tantas veces pareció identificarse y luchar, como un espíritu errabundo, incapaz de reconocer en los escombros los lugares que hasta entonces había amado. Debió ser insoportable para Virginia, que el mundo en penumbras de su dolor más intimo se hiciera visible, evidente, cercano. Real.
Y es que a medida que la Guerra se hizo incontestable, Virginia Woolf sintió que los síntomas de la locura — ese yo fugitivo al que tanto temió por tanto tiempo — comenzaron a ser más obvios, cercanos. Ese trastorno mental invalidante, destructor. Le atacan terrores inconfesables, una sensación de angustia que era incapaz de controlar. “Muero un poco cada noche, en este silencio interminable”, escribió atónita y agotada, cada vez más cercana a la brecha definitiva. Porque a medida que el dolor se hizo tan agudo como insoportable -esa herida intelectual que caló hondo y fuerte en su psiquis — Virginia descubrió con horror que el remedio que siempre había utilizado para alejarse del miedo — la palabra constante, la adición a la palabra que siempre logró sostenerla incluso en los momentos más duros — comenzaba a diluirse. A ser mucho menos efectivo. Eso, a pesar que Virginia nunca perdió el temple literario, esa tentativa insistente de crear un estilo fluyera al compás del tiempo, que pudiera desmenuzar la realidad en cientos de visiones y escenas distintas. Pero en sus últimos años, su prosa tiene algo de huida, algo de dolorosa perdida. Algo de esa angustia de continuar en movimiento a pesar de los dolores, la abrumadora sensación de haber perdido hasta los últimos elementos de si misma.
Gordon crea sin duda una visión de Woolf asombrosa por su vitalidad pero también, dolorosa por su intensa ternura. Desde la visión caricaturizada de la escritora trágica, hasta la eterna luchadora contra el silencio histórico que condenó a tantas mujeres al anonimato, Virginia Woolf perseveró hasta crear algo más brillante y valioso que la mera imagen de una escritora talentosa. Gordon se niega a simplificar a Virginia en su locura, lucidez o en su muerte angustiosa y crea una mujer tan extraordinaria como verídica. Quizás, el mayor logro que un biografo puede aspirar para su obra.
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