miércoles, 28 de febrero de 2018

Delirios fotográficos: Las emergencias que todo fotógrafo debe saber manejar.




Hace cuatro años, dejé mi lente 50 mm 1.8 sobre mi escritorio de trabajo y me di la vuelta para colocar otro lente en el cuerpo de mi cámara. A los pocos segundos, mi gato se subió al mueble y sobresaltado por algún sonido, pateó el delicadisimo equipo. Lo siguiente que escuché, fue el estrépito de la caída al suelo y el sonido del cristal al romperse.

Presa del pánico, lo levanté del suelo y coloqué todo sobre el escritorio e intenté unir los trozos rotos con dedos temblorosos, lo que solo provocó que los pequeños fragmentos de cristal del lente se resquebrajaran aún más. Para cuando logré calmarme, lo lamenté. Me pregunté si la situación había empeorado por mi nerviosismo.

Tenía razón. Unas horas después, el técnico que me atendió en la tienda especializada a donde llevé el lente, le dedicó una mirada preocupada a las piezas rotas.

— Lamentablemente, no creo que pueda ayudarte. No solo se debe a la caída, que ya fue lo bastante grave como para romper la pieza, sino que además, empeoraste la situación forzando los trozos rotos — me explicó.

Suspiré, desalentada. El hombre sacudió la cabeza — sucede con frecuencia — . Pocos fotógrafos saben que la mejor forma de ayudar a la reparación de un lente dañado es cuidar al máximo las piezas rotas.

Probablemente, podría haber reparado las piezas intactas. Pero en estas condiciones, no creo que pueda.
De hecho, no pudo: todavía conservo los trozos de mi viejo lente, en un gesto que asumo solo otro fotógrafo podrá comprender. Creo que como cualquier otro amante de la imagen, profeso un cariño especial a todo mi equipo fotográfico y lo sucedido, me dejó bastante claro que una manera de conservarlo es aprender las medidas básicas para protegerlo en medio de alguna emergencia como la que viví. Y no se trata todo del hecho de lo que puedo hacer después que ocurre algo semejante, sino como evitarlo. De manera que, este artículo, es una recopilación de todo lo que he aprendido durante los últimos años en lo referente al cuidado y manejo del equipo fotográfico durante determinadas situaciones críticas y como prevenirlas. Una manera la integridad de tus herramientas de trabajo y además, asegurarte que en caso de alguna emergencia, tengas las mejores posibilidades de reparar cualquier daño que pueda sufrir.

¿Cuáles son las cosas que ningún fotógrafo debería olvidar al momento de cuidar su equipo fotográfico? Quizás las siguientes:

Como guardar equipo fotográfico:
Cualquier equipo fotográfico es una pieza de tecnología de precisión que necesita un tipo de cuidado físico muy concreto. No se trata sólo del hecho que toda herramienta fotográfica necesita condiciones especiales para su conservación sino que muy probablemente, su buen funcionamiento depende de la manera como cuidamos y almacenamos sus piezas. Así que es de enorme importancia, decidir con cuidado el lugar donde guardaremos nuestros equipos fotográficos y otras herramientas de nuestro quehacer visual.

Principios básicos:
* Nunca almacenes o guardes equipos fotográficos en lugares proclives a filtraciones de humedad entre muros.
* Asegúrate que el lugar donde colocas tu equipo fotográfico es lo suficientemente sólido para soportar un peso considerable. Cuida sobre todo, yuntas, clavos, tornillos que sostengan repisas y también, anaqueles al aire y cualquier otro mueble donde decidas conservar tus herramientas creativas. Recuerda que por separado, el equipo fotográfico puede tener un peso físico moderado, pero en conjunto, puede acumular varios kilos.
* Utilizas repisas de metal o aluminio para ordenar y conservar tu equipo fotográfico. Si usas madera o yeso, recuerda incluir bolitas de material secante que permitan que el material se mantenga seco.
* La madera, además, tiene el inconveniente de ser el hábitat natural de una amplia variedad de insectos: Desde polillas, termitas hasta la temible hormiga Anoplolepis gracilipes, de rápida reproducción en las condiciones adecuadas, pueden anidar en un trozo de madera sin que sea visible a simple vista. Cualquiera de estas pequeñas criaturas, no sólo anidar en nuestros equipos, sino además, destrozar piezas específicas que pueden verse afectadas por nidadas e incluso, proliferación de pequeños nidos en lugares inaccesibles e inesperados. De manera que si decidiste guardar tu equipo fotográfico en una superficie de madera, asegúrate que esté seco y limpio: cúbrelo con una capa de pintura aislante, barniz y cubre cualquier agujero y grieta con insecticida. Cualquier precaución es poca.
* Todo mueble fotográfico debe tener puertas de cristal o plástico que permita que la entrada de la luz solar. Eso evitará cualquier hongo en las piezas de los objetivos o lentes
* Procura que tu equipo fotográfico tenga suficiente espacio para que no ocurran choques o roces mecánicos que puedan provocar el daño accidental de equipo. En otras palabras: evita acumular de manera desordenada y sobre todo, forzada equipos delicados como objetivos, cuerpos y piezas intercambiables como filtros, trípodes y baterías.
* Conserva un espacio para las cajas originales del producto: es caso que cualquiera de tus equipos esté en garantía, la necesitarás para hacerla válida.
* Dobla, envuelve y guarda con cuidado tus bolsos de fotografía. Incluye dentro de bolsillos y espacios interiores tiras absorbentes de humedad.

Principios generales:
* Cualquier mueble que utilices para guardar tu equipo fotográfico debe tener al menos una cerradura o sistema que permita cerrarlo. No se trata sólo de seguridad: evita que debido a algún movimiento inesperado, alguna pieza intercambiable o equipo óptico pueda resbalar y caer.
* Por la misma razón anterior, coloca el mueble sobre una alfombra. Eso amortiguará cualquier probable caída del equipo.
* Utiliza el mueble sólo para uso fotográfico. Y si no puedes hacerlo, al menos no mezcles el equipo fotográfico con otros objetos como libros, piezas de decoración y cualquier otra cosa que pueda provocar daño directo por descuido a las piezas fotográficas.
Lo que no debes olvidar (los detalles imprescindibles):
* Envuelve tu equipo fotográfico en papel aislante, plástico para envolver o bolsas de plástico cuando no lo estés utilizando. Si puedes guardarlo en cajas de cartón, también sería ideal. Cualquiera de ambos métodos te permitirán no sólo protegerlo de la humedad sino también de alguna posible caída accidental.
* Los objetivos deben guardarse con tapa trasera de plástico. Jamás guardes un lente fotográfico sin hacerlo: incluso envuelto en plástico aislante, puede resultar dañado de manera irreparable.
* Los cuerpos de cámara deben guardarse sin la óptica y con tapa de plástico que cubra el objetivo.
* Un buen método de resguardo del equipo fotográfico es guardar todas las piezas es un bolso de material aislante con subdivisiones interiores. Existe una gama de morrales y paquetes especialmente diseñados para guardar equipo fotográfico, con bolsillos y compartimientos que te permitirán ordenar tu equipo fotográfico de manera segura. No sólo se trata de un método relativamente económico, además, protegerá a las piezas de humedad ambiental y cualquier golpe o sacudón que pueda dañarlo.

Qué hacer si uno de tus lentes caiga al suelo o sufra un golpe violento:
Como comenté antes, cuando me ocurrió el primer impulso que tuve fue intentar encajar las piezas rotas a presión. No lo hagas: incluso si parece que la pieza simplemente necesita ser ajustada, déjalo todo en manos de un experto. Lo que sí puedes hacer es disminuir los daños por presión: toma todas las piezas sueltas, incluso los trozos rotos y colócalos en una hoja de papel y luego, en una bolsa donde no choquen entre sí. Eso asegura que las rupturas y fracturas del material no empeoren y que la pieza pueda recuperarse. Incluye tornillos e incluso los fragmentos de cristal roto: eso permitirá al técnico comprender más o menos que ocurrió y como podría ayudarte a reparar la óptica rota.

También ocurre con frecuencia que las piezas de lente no llegan a romperse, pero aún así no es capaz de enfocar y presenta algunos problemas de funcionamiento: la recomendación del experto a quien consulté es que nunca sacudas ni trates de forzar alguna pieza trabada de manera manual. Recuerda que un lente es un mecanismo de alta precisión y está ensamblado de manera que todas sus piezas funcionen de manera precisa. Cualquier desbalance en la presión o incluso en la manera de encajar unas a otras, puede producir un daño irreparable en la pieza. De manera que envuélvelo en papel de embalar, introdúcelo en una bolsa que evite pueda perderse o forzarse algún trozo suelto de plástico o metal roto y llévalo de inmediato al servicio técnico.

Qué hacer si tienes una mancha en el sensor de la cámara:
A todos nos ha ocurrido alguna vez: Miramos por el visor y encontramos que hay una huella de suciedad en el sensor de la cámara, lo cual puede repercutir directamente en la calidad de nuestras fotografías. El primer impulso es el de limpiarlo manualmente…y puede hacerse tomándose todas las medidas de seguridad que eviten puedas dañar el sistema de la cámara al intentarlo. El procedimiento es laborioso, pero te permitirá limpiar la pieza sin poner el riesgo la funcionalidad de tu equipo fotográfico.

En primer lugar, debes tener en claro que limpiar un sensor fotográfico es un procedimiento de precisión y necesitas de materiales y herramientas muy precisas: una pera de aire, escobillas y pinceles de cerdas naturales y guantes. Como diría mi técnico de confianza, no intentes limpiar un instrumento de alta precisión con utensilios comunes o podrás dañar el mecanismo por accidente.

El procedimiento para la limpieza es sencillo, solo necesitas un poco de paciencia y sobre todo, estar consciente en todo momento que necesitas concentración y atención:
* Antes de comenzar, limpia el lugar donde trabajarás con agua y detergente. Sécalo todo un paño absorbente. Recuerda usar guantes.
* Bloquea el espejo de tu cámara: hazlo a través del MENU de opciones del software.
* Limpia el polvo que no esté adherido a los cristales o lentes, utilizando la pera de aire. Colócala la cámara boca abajo y desde un ángulo ascendente, sopla varias veces con suavidad, asegurándote que las partículas de suciedad floten fuera de la cámara. Cuida de no tocar con la punta de la pera el sensor, el espejo o cualquier otra pieza de la cámara.
* Es probable que soplar con la pera de aire no sea suficiente para limpiar el sensor manchado, así que utiliza los pinceles para limpiar en caso de necesitarlo. Recuerda cargarlos de electricidad estática — para que pueda atraer las partículas de polvo con mayor facilidad — soplándolos con la pera de aire. Pasa el pincel una sola vez sobre la mancha y luego, vuelve a soplar sobre las cerdas hasta que hayas limpiado el sensor por completo.

Si a pesar de todo el procedimiento, la mancha persiste te recomiendo acudir a tu técnico de confianza. Usar líquidos limpiadores solo es recomendable en caso que lo hayas hecho antes y además, la menor equivocación puede dañar seriamente tanto el sensor como el espejo, en caso de resultar afectado por el líquido. De manera que de nuevo: no arriesgues la integridad de tu equipo fotográfico por descuidos accidentales.

Qué hacer si borraste accidentalmente las fotografías de tu tarjeta de memoria:
O debes formatear porque la tarjeta, por algún motivo desconocido, no permite el acceso desde la cámara o la pc. Es una situación a la que todos nos hemos enfrentado alguna vez y que es difícilmente solucionable. No obstante, hay métodos y programas que te permitirán recuperar, tal vez no todas las fotografías que contenían la tarjeta pero si probablemente la gran mayoría de ellas.

Qué debes hacer para cuidar tus tarjetas de memoria:
* Usa siempre el modo seguro para retirar las tarjetas cuando las hayas utilizado en tu computadora:
Sé que mucha gente lo considera una precaución inútil, pero en realidad, hacerlo protegerá tus datos y la integridad de tu tarjeta. Si usas Windows hazlo haciendo click desde el botón derecho del mouse y usando la opción “Quitar hardware de forma segura”. En IOS es incluso más sencillo: solo haz click sobre la imagen y expulsa la tarjeta manualmente ( el sistema de la mostrará como disco externo ).
* Nunca uses la tarjeta si te indica algún error:
Incluso aunque la formatees, el error es síntoma que algún sistema de la tarjeta está dejando de funcionar. Si deseas usarla de nuevo, formatea la tarjeta desde la computadora. No obstante, no olvides que es probable la falla se haga mayor, de manera que recuérdalo al usar la tarjeta en lo sucesivo.
* Evita el formateo de la tarjeta desde la cámara:
Toda tarjeta de memoria tiene un número límite de escrituras, es decir un máximo de usos útiles. Borrar con mucha frecuencia fotografías desde la cámara, no solo puede provocar daños de sistema sino además, perjudicar la capacidad de almacenamiento de la tarjeta.

Como colocar o cambiar objetivos en la cámara:
Con frecuencia, muchos fotógrafos desconocen los peligros de cambiar de manera incorrecta el objetivo de la cámara, pero se trata de un procedimiento que a pesar de su sencillez no sólo puede provocar daños irreparables tanto en el lente como en la cámara, sino además, amenazar la integridad del equipo fotográfico.

De manera que al hacerlo, ten en cuenta tres sencillas reglas:
Hazlo con el cuerpo de la cámara inclinado hacia abajo: En otras palabras, aunque parezca mucho más práctico colocar la cámara boca arriba para insertar el lente, podrías dañar el espejo por el simple hecho de permitir la entrada de polvo y otros agentes contaminantes al interior del cuerpo de la cámara.
Inserta el lente ajustando sin forzar y sobre todo, siguiendo el movimiento natural de la pieza: Nunca fuerces un objetivo al cuerpo sino lo hace con un movimiento rápido y preciso. Asegúrate que el lente y el cuerpo coinciden en gama y marca. Sigue el simple truco de hacer coincidir el punto visible del lente con el correspondiente en la cámara.

Apaga la cámara antes de cambiar de óptica: Lo que también incluye cambiar la batería y extraer la tarjeta de memoria.

La importancia del buen uso de la batería fotográfica: Como cuidar, extraer o colocar baterías sin morir en el intento:

Buena parte de los fotógrafos suelen ignorar que tan delicado puede ser una batería fotográfica, pero lo cierto es que una batería dañada por factores externos o simplemente, que cumplió su ciclo mecánico de vida, puede llegar a dañar de manera irreparable el mecanismo de la cámara en la que intentas utilizarla. De manera que ten en cuenta los principios básicos de uso para asegurar su perdurabilidad y óptico funcionamiento:

* Guárdalas en un lugar seco y fuera de la cámara: No importa si utilizarás la cámara muy pronto, es imprescindible guardes la batería — a ser posible cargada a su máxima capacidad — fuera del cuerpo y un lugar alejado de la humedad y de cualquier factor ambiental que pueda dañarla. Al contrario de lo que la sabiduría popular insiste, una batería no soportará cambios de temperatura extremos y mucho menos, agentes como humedad o lluvia. Se trata de un equipo eléctrico que puede colapsar en caso que su mecanismo interior se dañe por elementos muy concretos como temperatura y destrucción de piezas internas.

* Si está rota o sufrió un daño importante no la uses: A pesar de que creas continua funcionando bien, una batería puede sufrir daños graves por el sólo hecho de caer al suelo. Lo siguiente que puede ocurrir, es que podría provocar un corto circuito interno a la cámara que dañe de manera irremediable el mecanismo.
* Protege la batería de cambios bruscos de temperatura: Si vas a fotografiar en temperaturas muy bajas o altas, asegúrate de mantener las baterías fuera de la cámara o el grip y guárdalas en un lugar seco y alejado de las extremas condiciones climáticas. Una vez leí que el fotógrafo Steve McCurry solía guardar sus baterías en un bolsillo de su camiseta y así, procurar que la pieza tuviera la temperatura de su piel. Un método sencillo que sin embargo podría prevenir el colapso de los circuitos internos de la pieza.
* Guarda las batería fuera de la cámara si no la usarás por un buen tiempo o viajarás: eso evitará que cualquier desperfecto eléctrico pueda afectar el sistema de la cámara.

Qué hacer si viajas con tu cámara:

Todo fotógrafo que desea viajar con su equipo fotográfico debería tener en cuenta las tres reglas básicas que le permita hacerlo sin problemas:
* Morral, empaque, bolso adecuado y a ser posible especialmente diseñado para proteger la cámara: En un viaje — sobre todo, si es largo y con toda probabilidad tendrás que cambiar de vehículo — es necesario que lleves tu equipo en un bolso o morral de lona o tela aislante, con compartimientos interiores acolchados que eviten daños por roces o sacudones. También, asegúrate que tengan presillas, cierres y cerraduras que permitan cerrar de manera hermética el bolso y evitar perdidas de piezas intercambiables.
* Mínimo equipo: Aunque tengas la tentación de llevar todo el equipo que podrías utilizar, lleva solamente el que sabes definitivamente utilizarás. Incluye uno o dos objetivos, baterías y trípode, quizás varios filtros de protección. A menos que se trate de una travesía de trabajo, es bastante probable que no utilices ni la mitad del equipo que desearías llevar o asumes necesitarás.
* Equipo de limpieza: No importa a donde vayas, lleva siempre contigo tu equipo de limpieza fotográfico (Pera, paño impermeable, liquido limpiador) y manténlo en un bolsillo de fácil acceso.
Si vas a la playa:
* Cuidado con la arena: No sólo puede dañar y rayar el cristal de los componentes ópticos de tu equipo sino que también, puede producir rupturas en botones y controles. Así que evita en lo posible poner la cámara o el bolso directamente de la arena. Tampoco la sostengas si tus manos o rostro no están perfectamente limpios.
* No limpies la arena con la mano: Si tu descubres partículas de arena en tu equipo u objetivo, no la limpies con los dedos. Podrías provocar ralladuras permanentes en lentes y cuerpo de la cámara. En lugar de eso, pasa un trapo levemente húmedo por la superficie y evita hacer presión.
* Cubre el objetivo de tu cámara con la tapa mientras no lo utilices: Puede parecer excesivo pero la arena es uno de los materiales más corrosivos y dañinos para cualquier equipo de alta precisión. Así que evita el contacto de la menor manera posible.
* Envuelve la cámara en plástico aislante y solo deja al descubierto los botones de control: Cubre las ranuras para colocar la tarjeta de memoria y batería, así como la conexión cámara y óptica.
* No cambies el objetivo en la playa: Hacerlo te expone al peligroso riesgo que la arena pueda dañar directamente el sensor.
Emergencias fotográficas en Vacaciones:
* Si tu cámara se moja: No la enciendas, podrías provocar un corto circuito. Sécala con una toalla absorbente lo mejor que puedas y ponla al sol durante al menos dos horas. Quita las baterías y la pila del reloj interna y sécalas por separado.
* Si la cámara se cae al suelo: No la sacudas ni tampoco la enciendas de inmediato. Revisa si hay daños externos o fracturas del cuerpo. Sólo cuando te asegures que no los tiene, revisa el interior de la cámara: quita el lente y revisa que no haya piezas sueltas o rotas. Coloca el lente de nuevo y sólo entonces enciéndala.

Como cuidar un lente:
Un objetivo fotográfico es una de las piezas más delicadas del equipo de cualquier fotógrafo y quizás, la más proclives a daños por descuido. Para evitarlo, recuerda que debes evitar golpes, maltrato o mal uso. Puede parecer sencillo, pero la mayoría de los fotógrafos desconoce lo sencillo que puede ser estropear un lente sólo por mal uso. Así que, ten en cuenta:
* Siempre que puedas, usa filtro UV: No afecta la luz o la imagen final y protege el lente de ralladuras.
* Usa siempre que puedas un parasol: No sólo facilitará tu trabajo bajo el sol sino que además, te permitirán proteger el objetivo de golpes o maltrato involuntarios.
* Usa siempre y sin excusas, la tapa: Con el filtro UV, es la manera más rápida y directa de evitar ralladuras en el cristal, además de evitar empañamiento y suciedad por contacto.

Como cuidar un morral fotográfico:
El bolso fotográfico es quizás la herramienta más útil y barata para el cuidado del equipo fotográfico. Por tanto, su cuidado no sólo te asegurará que tu equipo fotográfico esté perfectamente resguardado sino que te permitirá mantener tu equipo seguro si decides guardarlo en su interior. Por tanto, no olvides:
Aspirar el interior de tu equipo fotográfico una vez al mes: Asegúrate que el interior del morral esté limpio de polvo, papel, hojas, tierra, arena y cualquier tipo de material externo que pueda afectar el uso y supervivencia de tu equipo.

Incluye paquetes de gel de sílice: tanto al fondo del bolso, entre las subdivisiones y en los bolsillos. El material no sólo absorberá la humedad remanente sino que además, mantendrá el bolso libre de hongos.
Una lista corta pero que intenta incluir, el conocimiento técnico básico para cuidado de cualquier equipo fotográfico. Y es que después, me digo mientras miro a mi gato contemplar con ojos codiciosos mi anaquel fotográfico — cerrado e inaccesible para sus zarpas — cualquier precaución es poca para preservar ese pequeño gran tesoro que es para cualquier fotógrafo su equipo de trabajo.

martes, 27 de febrero de 2018

El Desnudo, la fragilidad y el cuestionamiento íntimo: Reflexiones sobre el motivo por el cual, mostrar el cuerpo siempre será un acto de libertad.

Autorretrato




En nuestra época, desnudarse parece ser sencillo: la inmediatez de los medios de difusión y la democratización de las herramientas, parecen hacer cada vez más fácil el hecho básico de mostrar el cuerpo, de sentir esa inevitable necesidad de construir una opinión estética sobre como lucimos o cómo nos vemos. O más allá de eso, desnudarnos por el mero placer de hacerlo, por la sensación de poder que el hecho confiere, por tendencia, por presión social, porque la desnudez dejó de tener significado — o eso parece — o incluso, la mera sensación que desnudarse es un hecho tan cotidiano como cualquier otro.

Para mi nunca lo fue. Lo pienso, cuando casi con timidez, me quedo de pie frente al lente de la cámara. La desnudez no es sencilla, incluso en esa mirada oculta y exquisita de la fotografía. Me cubro los pechos con los brazos, me encorvo, con esa inevitable sensación de vulnerabilidad que produce la ausencia de máscaras, la timidez de esa visión quebradiza que todos tenemos sobre nuestro cuerpo. La cámara me observa, directa, cruda. Sin opiniones. Con la mandíbula temblando de puro nerviosismo, tomo una bocanada de aire y levanto los hombros. Un escalofrio me recorre la espalda cuando me quedo erguida en la oscuridad, el viento rozando las caderas temblorosas, la piel sin máscaras. Y pienso en este poder del cuerpo salvaje y libre, en esta rotundidad de creer y construir mi cuerpo a través de la imagen. Con los puños apretados a los costados, espero. El click del obturador llena el mundo. Un alivio silencioso y casi dulce me recorre. Paz en esta lucha turbulenta entre el miedo y la simplicidad de mi propio delirio.
Desnudarse no es sencillo, me repito de nuevo. El click de la cámara suena otra vez. Tal vez por ese motivo, en brujería, se le considera un acto poderoso, reivindicador. Una gesto de maravilloso poder. La cámara de nuevo captura la imagen, la eterniza. Orgullosa, miro de frente su ojo cegador. Y pienso en la belleza de un cuerpo desnudo, en toda su metáfora. No hay mayor muestra de determinación y coraje que romper los propios límites, no hay mayor poder que el de vencer el miedo con pequeños gestos de valor. Y la desnudez es uno de ellos. El poder creativo en su máxima expresión.

De niña, me avergonzaba muchísimo mi cuerpo. No sabría decir bien el motivo, pero me producía una enorme incomodidad el mero pensamiento de encontrarme desnuda. Había algo inquietante, en esa fragilidad del espíritu abierto y expuesto en la piel. Recuerdo que a los doce, intenté tomarme una fotografía para contemplar mi cuerpo — ¿comprenderlo, quizás? — y no pude hacerlo, aterrorizada de la mirada fija de la cámara, de la sensación abrumadora e inquietante que la imagen podía captar algo de esa fragilidad imaginaria, temible y dolorosa que tanto me aterrorizaba de mi cuerpo. Al final, no me atreví a tomar la fotografía y recuerdo la sensación de profunda tristeza que me embargó por esa ausencia de significado. Por no entender lo suficiente a mi cuerpo como para poder fotografiarlo.

Creo haberlo comentado antes: me tomo autorretratos desde que tengo once años de edad. De hecho, me parece que podría decir que comencé antes, con la torpeza de mi vieja polaroid y una pequeña cámara Kodak que me habían obsequiado en algún cumpleaños. Por supuesto, no sabía lo que hacía — o porque lo hacía — pero mirarme en imágenes siempre me produjo sobresaltos. Tal vez existe una definitiva dicotomía entre la imagen — o la percepción — que tienes de ti mismo en tu mente y la que te ofrece la realidad. O se trate de una cierta sorpresa filosófica. El caso es que siempre existe un genuino temor, una sensación de puro desconcierto que da paso a algo más. A preguntas, a pequeños cuestionamientos. A ideas que se crean en si mismas a través de esas imágenes que reflejan una cierta idea personal que nunca termina de completarse. Porque un autorretrato es, ante todas las cosas, un concepto a medio terminar de tu mente, de tu propio mundo, de tu espíritu.

Pero a los once años, nadie piensa en esas cosas. Yo no lo hacía, al menos. Me tomaba autorretratos como quien intenta comprender una palabra especialmente difícil. Lo intentaba porque no sabía que me hacía sentir tan triste — o feliz — , o porque me ponía tan nerviosa en esas fotografías. De esa época conservo las interminables polaroids, de una niña medio borrosa de grandes ojos asombrados. De noche. De día. De pie en la calle. Tal vez una alegoría de esa sensación confusa de reconocimiento, esa borrosa imagen de la niña que apenas comienza a comprenderse. Un ojo que sobresale. Un mechón de cabello que vuela en el aire. De nuevo la eterna pregunta: ¿Quién eres?

Supongo que comencé a hacerme autorretratos propiamente dichos, cuando entré en la adolescencia. En una época donde la identidad parece diluirse, que apenas te reconoces en la ráfaga de cambios que te golpean a diario, la belleza es en lo último que piensas. Ya para entonces, tenía mi vieja Canon EF — que todavía conservo — y tenía una noción bastante vaga, pero aun así, evidente, que estaba documentandome, que con cada fotografía, me miraba de una manera totalmente distinta a como podía hacerlo en el espejo, a través de las palabras o incluso, a través de las opiniones de los demás. Porque mi Querido diario durante la adolescencia tenía el sonido de un click y la consistencia del film. Mirándome, crecer, transformarme, de fotografía en fotografía, comprendí más de mi misma que de cualquier otra forma. Me vi reflejada de mil maneras distintas, fui testigo de mi crecimiento y fue la manera más sincera que encontré de decirle adiós a mi adolescencia cuando terminó.

Siendo ya una joven mujer, el autorretrato fue mi refugio. Y no hablo de una construcción narcisista donde adoré y apuntalé mi yo para encontrar un significado más o menos coherente de las esquinas y formas de mi mente. En realidad fotografiarme fue una manera de aprender del mundo, observando el único objeto de observación del cual podía abusar, maltratar y a la vez, consolarme. Me miré fijamente entre lágrimas, cuando murió mi abuela. Me sacudió el temor agudo cuando sufrí un asalto y comprendí la situación real que vive mi país. Me miré, una y otra vez, navegando entre emociones, entre palabras, gritos, risas, suspiros, angustia, desazón, belleza, alegría, satisfacción, amor, desnudez, soledad. Y me vi, con una frialdad de pesadilla, corriendo en un salón de espejos interminable, escapando de mi misma, cubriéndome la cabeza de pánico y quizá de puro miedo. Miedo por lo que veía, miedo por lo que me hacía sentir esa imagen que se deformaba, crecía se hacía única. Mi propio mundo desmenuzado, analizado y vuelto a construir a través de la fotografía.

De manera que tomar un autorretrato desnudo, fue la progresión lógica. Aunque al final, por supuesto, no resultó tan sencillo ni mucho menos hermoso a como había supuesto, sino más bien, un reto al que jamás supuse me debía enfrentar y mucho menos, que podría llevarme tanto esfuerzo. Eso, a pesar que lo intenté una y otra vez, que me dediqué especial interés a tratar de mirarme sin verguenza, sin miedo o mucho mucho menos, con esa crítica punzante e insistente que de vez en cuando resulta inevitable. Pero no lo logré. Al séptimo o noveno intento, decidí que quizás no era tan importante, que sin duda…no tenía mucho sentido hacer algo semejante.

- ¿Te incomoda o te asusta? — me preguntó mi abuela cuando le conté al respecto. La miré y me pregunté si debía explicarle que me producía una inexplicable sensación de angustia mi desnudez de piernas huesudas y pecho plano. Como explicarle que se me sentía irremediablemente “fea” e incluso, sólo perdida en la sensación que conocía bien poco a mi cuerpo o que la cámara me miraba con una atención incómoda.
- Me asusta — dije. Y era verdad, a medias. Me sentía abandonada de todos mis pensamientos favoritos, como la desnudez fuera infranqueable en su pureza. Mi abuela me dedicó una larga mirada que no pude entender bien. ¿Preocupación? ¿Algo más agrio?

- El cuerpo humano es natural y sano, y la desnudez, sólo es una manera de comprenderlo — comentó — no tiene nada de malo o bueno, mirarte desnuda. Asumir que tu cuerpo pueda tener imperfecciones o que en dado caso, esos defectos son parte de tu historia y eso es bueno.

— En la escuela dicen que es…pecado — murmuré. Pensé que mi abuela se disgustaría al escuchar aquel concepto. Casi siempre se irritaba mucho cuando hablaba de cosas semejantes: para ella, el pecado era una idea que intentaba limitar la belleza del espíritu humano, su necesidad de cuestionarse y su naturaleza imperfecta. Pero en esta ocasión, solo sonrió, casi con tristeza.

— El cuerpo humano siempre le ha producido desconfianza a la Iglesia y la religión, a ideas morales que aplastan al individuo bajo su peso. Es un vehículo de libertad y todo dogma predica exactamente lo contrario — dijo.— La sexualidad siempre fue sagrada para muchas culturas, quizás debido al poder que supone la creación de una vida nueva a través de un acto de amor. Más allá, el cuerpo desnudo simboliza la entrada a un estado puro de inocencia. Por ese motivo, La unión de lo masculino con lo femenino siempre fue divinizado: la mujer y el hombre como metáforas del poder del Universo para perpetuarse.

Medité sobre la idea. Siempre me había preguntado por qué todas las Diosas y Dioses representados en pinturas antiguas, estaban desnudos y los Santos Cristianos, llevaban velas y túnicas para cubrirse. ¿Tendría relación con esa idea de libertad y control que parecían oponerse entre ambas visiones del mundo? Me asombró el pensamiento: en más de una ocasión, había mirado las esculturas de las Vírgenes y Santas Católicas, preguntándome porque llevaban túnicas ajustadas, cubriendo cualquier atisbo de su feminidad. Los senos desdibujados entre los pliegues de la ropa, las caderas confundidas entre capas y túnicas amplias. ¿Era una metáfora de ese prejuicio contra el cuerpo desnudo, su belleza solemne y significativa?
- Es probable que sí, aunque esa visión es herencia inmediata del judaísmo — dijo mi abuela cuando se lo comenté — las ropas que llevan las diferentes imágenes de las Vírgenes en la imaginería popular, son reminiscencias directas de la manera de vestir de las mujeres palestinas. Y es que para el judaísmo, la mujer es peligrosa, tentadora y pecadora. El catolicismo, que es una combinación entre muchas creencias, también asume la misma idea.

- ¿El catolicismo piensa lo mismo de la mujer entonces? ¿Que es fuente de todo pecado? — pregunté, pensando en la Eva bíblica, acusada de arrojar a la humanidad a la muerte y el caos.

- Si y no. Como te dije, la Iglesia católica es una combinación de muchas cosas: creencias judaicas, asiáticas e incluso paganas. Y parte de esa visión pagana, es conservar la figura de la mujer. Y ya no la mujer inquietante e impía, que los pueblos que llamaban salvajes no podrían comprender, siendo adoradores de la Diosa del bosque como eran, sino una mujer Divina. Una figura femenina que pudiera vincular con esa otra visión primitiva, pero esta vez, que expresara esa idea de control sobre la mujer, la sexualidad y el sexo.
- ¿Como lo hicieron?

— Solo tomando un aspecto de la Diosa: la Doncella. La virgen inmaculada, Madre del creador. Una combinación de símbolos esotéricos, desde Isis hasta Mitra. Y sobre todo, exigiendo que toda mujer debía emular esa imagen de pureza divina. De manera que, lo femenino perdió su derecho a expresar con su cuerpo la sexualidad y la belleza. Se cubrió de ropas. Y se quedó en soledad.

Esa era una idea inquietante. Pensé en todas las imágenes de mujeres cubiertas de ropa que había visto en la pintura Universal, todas las que mostraban a la mujer envuelta en una idea muy precisa sobre culpa y cierta inquietud sobre lo que el cuerpo humano podía ser.

- La desnudez como un elemento sagrado es anterior a cualquier idea católica — prosiguió mi abuela — la desnudez es una manera de crear y construir magia, esa necesidad de encontrar el equilibrio físico y espiritual. En muchísimas creencias paganas y esotéricas la desnudez total facilitaba la comunicación con las deidades y fuerzas que rigen el Universo, cuyas vibraciones se atraían, por ejemplo, bailando sin ropas bajo la luna llena.

Sonreí. Imaginé a las brujas de muchos siglos atrás, corriendo por el bosque, desnudas, en esa plenitud de la belleza salvaje de la feminidad esencial. Las vi con los ojos de mi mente, bailando con los brazos alzados hacia el cielo nocturno, riendo a carcajadas, tomadas de las manos. El fuego cada vez más alto, esa unión mística del cielo y la tierra en la piel.

- Por mucho tiempo se le llamó “vestirse de cielo” — me explicó mi abuela — Se cuenta que las vírgenes de Babilonia celebraban ciertos rituales en honor de Astarté danzando desnudas, o cubiertas sólo por flores o joyas. Un rito semejante se atribuye a las sacerdotisas de Afrodita y a las vestales de los templos de Venus y vesta en Roma. Como consagrada a la energía de la Diosa Afrodita, puedo decir que muchas veces se ha confundido esta desnudez con la simple lujuria o representación de la sexualidad, cuando en realidad se trata de una forma de simbolizar la pura fuerza creacionista que procede del poder sexual. Los rituales de Afrodita que pertenecen a la Tradición de la Antigua Religión que practicamos en nuestra familia, tienen como objetivo mostrar la capacidad de expresión del cuerpo humano, no solo a través de su sexualidad, sino en todas las maneras posibles en que nuestro lenguaje íntimo puede mostrarse.

Un pensamiento precioso. De nuevo, imaginé cuando temor debía provocar entre los catolicismo recién nacido, la idea de una Diosa poderosa y desnuda, emergiendo de la Oscuridad del Bosque, Dueña y Señora de la Creación, bella y cruel, tierna y poderosa. Imaginé lo mucho que debía molestarles a los clérigos la imagen de la mujer libre, de la sencillez de la desnudez como símbolos. En más de una ocasión, las monjas bigotonas que dirigen el colegio donde estudiaba, nos recordaban que el cuerpo de la mujer era “pecaminoso”, “fuente de tentación”. Y me pregunté en dónde residía la esencia de ese pecado, esa necesidad de comprender la idea del cuerpo y lo femenino como inabarcable y temible. ¿Era consecuencia directa de la religión o se trataba de algo más profundo, cultural que parecía insistir en que la mujer debía conservarse escondida, pura y reprimida para considerarse sagrada?

- Tal vez — respondió mi abuela luego de escucharme— porque con la Virgen Sagrada, llegó la necesidad de contemplar el cuerpo como fuente de todo desarreglo moral. Sin duda, el Catolicismo intentaba ocultar esa expresión de fe tan vieja como natural de una mujer despojándose de su ropa y mirándose así misma como fuente de poder. Se han encontrado testimonios de desnudez ritual en lugares tan diversos como Creta, Persia, Atenas, Pompeya, Bretaña y la India. La célebre Diosa Kali, adorada en Calcuta, Bangladesh y otras regiones del Indostán, se representaba siempre desnuda porque para sus fieles es digamba, término sánscrito que significa “con ropas al Aire”.

De jovencita, jamás analicé esas ideas a fondo. De hecho, pasé la mayor parte de mi adolescencia exclusivamente fotografiándome el rostro sin detenerme a pensar en el motivo por el cual lo hacía. Un recorrido en dirección contraria a través de la ese debate esencial sobre por qué deseamos captar imágenes. Mientras la mayoría de los fotógrafos comienza su trayecto fotográfico a través de una mirada curiosa con el entorno, yo lo comencé analizando desde la percepción insiste de descubrir mi identidad. Me fotografié tantas veces y de tantas formas, que llegué a preguntarme si lo que hacía no era otra cosa que un ejercicio de autoexploración sin mayor trascendencia fotográfica o estaba intentando construir una reflexión consistente sobre quien soy y como me miro. Pero sólo el rostro, jamás el cuerpo. La cuestión llegó a obsesionarme: por años me negué a llamarme a mi misma fotografa e infravaloré mi trabajo, convencida que de hecho, el autorretrato no era otra cosa que una manifestación de ciertas ideas sobre el ego y la vanidad. Y continuaba sin querer fotografiar mi cuerpo, un desnudo que validara todo lo anterior, la serie de conceptos que manejaba y analizaba desde cierta perspectiva incompleta sobre mi misma.

Pero luego de esa conversación con mi abuela: asumí el autorretrato como una percepción esencial de mi manera de crear. Fue una especie de reconstrucción de todo ese temor acerca de por qué me autorretrato o por qué es mi expresión visual predilecta, pero más allá, el núcleo de lo que hacemos o sustentamos sobre lo que la fotografía es — o se comprende — como lenguaje visual. Y es que somos una atribución inmediata de quien somos o como nos concebimos. Y más allá, como nos comprendemos y nos miramos a través de lo que fotografiamos o nuestras razones para hacerlo.

Aunque no lo supiera entonces y solo lo comprendiera mucho después, esa reflexión abrió una puerta en mi mente que no volvería a cerrarse. Investigué, la idea me obsesionó por años: descubrió de hecho que el poder del cuerpo de la mujer parecía manifestarse en muchas formas. No solo en esa intimidad de despojarse del prejuicio, sino en algo más profundo: la idea de una profunda y primitiva noción de fe basada en la espiritualidad y también, en una profunda conexión con la idea de la mujer sagrada. De hecho, la palabra es una antecedente semiótico del término utilizado por la Tradición de brujería para denominar a los rituales donde el desnudo cumple un papel predominante “Skyclad”, o sea, “vestida de Cielo”, un término profundamente ceremonial que alude a rituales de paso e iniciación donde la bruja se despoja de todas sus ataduras mentales, morales y físicas para arder en el fuego de la Diosa Secreta. El historiador latino del siglo I d.C. Plinio el viejo, cuenta en su historia natural que ciertos ritos litúrgicos de los britanos estaban a cargo de jóvenes totalmente desnudas y registra la creencia que pasear sin ropas bajo la luz de la luna llena curaba mágicamente a las mujeres estériles. No obstante, aunque Plinio y otras fuentes hablan de ritos astrales a cargo de practicantes de magia desnudas, se trataría de casos aislados y poco frecuentes. La imagen popularizada de la bruja vestida con una amplia túnica para buscar muérdago en el bosque empuñando una daga de plata es la mejor coincide con la verdad histórica de la magia ceremonial. Y aún así, la bruja desnuda, bajo la luz de la luna continúa siendo una imagen de poder tan antigua como la memoria de la propia humanidad.

De nuevo, el click de la cámara. Levanto los brazos, fuerte, poderosa en mi inocencia, en mi confianza en esa imperfección imperecedera del cuerpo que canta viejas historias que se contaron incluso antes que yo naciera. Y pienso en el privilegio de creer y confiar en esta antigua forma de magia, en esta plenitud de la piel que danza y de la curva de la cadera que sueña. Una manera de crear.
C’est la vie.

lunes, 26 de febrero de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: ¿Que falla en la nueva propuesta distópica de Netflix “Mute” dirigida por Duncan Jones?




La ciencia ficción se encuentra en medio de un revival que asombra por su fuerza y por las posibles implicaciones que tenga a futuro, sobre todo en la forma en que concibe esa noción sobre lo humano, lo tecnológico y la mera existencia de hombre en mitad de la incertidumbre. Tal vez por ese motivo, Duncan Jones no es un desconocido para el género: Su película “Moon” (2009) sigue siendo considerada una brillante rareza del género y además, un ejercicio de estilo. Con un único actor y en medio de seis escenarios, la visión sobre el horror y el desarraigo de la naturaleza humana en condiciones imposibles, creó una nueva percepción sobre la identidad, el terror espacial en algo más a una fábula moral que a un thriller, sobre los dolores de la soledad, una escalofriante visión sobre el individuo y al final, una inteligente mirada a la búsqueda de ese elemento esencial que nos hace humanos. En conjunto “The Moon” es una mirada a la naturaleza humana desde la periferia, metódica y dura, que resulta en una hipótesis sobre nuestros pequeños temores y sufrimientos colectivos.

La película “The Mute” (2018) transcurre por los mismos derroteros que “Moon” aunque en un planteamiento mucho menos sutil y poderoso. Según el propio director, la obra no fue pensada como una obra de Ciencia Ficción, sino como una recorrido escalofriante por la oscuridad de la mente del hombre. Y es esa salvedad, lo que hace de la película, una tramposa mirada hacia la Ciencia Ficción que resulta insuficiente para sostenerse como un discurso concreto. Porque la historia — con su reconocible aire Noir y sobre todo, su profunda y notoria comprensión de los espacios mentales y emocionales de su personajes — no necesita la Ciencia Ficción — o en todo sus clichés — para desarrollarse. La disparidad provoca un choque de ritmo y enfoque, que analiza y avanza hacía sin mucha coherencia a través de una historia irregular, poco convincente y por momentos, con graves problemas de coherencia. Lo más desconcertante, es el ambiente onírico, hiper tecnificado — la influencia tanto de “Blade Runner” y su secuela son más que evidentes — y la sensación de una distopía no resulta que avanza y se transforma en algo más confuso a medida que la noción sobre el futuro — como contexto — deja de tener importancia. Es evidente que el futuro es una promesa fallida, un lugar peligroso y violento, pero para Jones, esa percepción no parece ser del todo necesaria, útil e incluso definitiva para narrar la historia central. La puesta en escena parece más un telón de fondo que parte intrínseca del argumento y justo es esa contradicción, lo que se convierte en un problema insalvable no sólo a nivel narrativo sino visual. “The Mute” parece avanzar a tropezones en medio de una sofisticada mirada al entorno urbano pero también, en una historia en la que esa misma fastuosidad tiene poca o ninguna importancia. A diferencia de “Moon” y “Source Code” (2011), en las que Duncan Jones elabora una concepción sobre el futuro atractiva e inteligente, “Mute” carece de todo sentido escénico y parece más interesada en deslumbrar que en profundizar en los bemoles de un mundo decadente y roto por una invisible presión interna. Se trata de una combinación poco acertada de un diseño ultra futurista que lastra el sentido real de la historia. Con su tono lúgubre y levemente retorcido, la película es incapaz de unir los extremos que toca con cierta torpeza. Desde la historia Noir hasta la percepción de la criminal como último reducto de la decadencia cultural, “Mute” no logra encontrar su tono y ritmo. O al menos no uno que pueda sostener con facilidad la trama entera.

Lo preocupante de la propuesta, es que parece demostrar que el director perdió su buen pulso para la narración intimista y concisa luego de años de ausencia y después del decepcionante resultado de “Warcraft” (2016), película basada en el juego del mismo nombre y en la que el director, demostró una inesperada torpeza: colosal y vacía, la trama pareció desplomarse en medio de un guión blando y sin mayor estructura lineal. Algo semejante ocurre en “Mute” , en donde Jones parece luchar por la percepción del bien y del mal con una lamentable torpeza y analizar la abstracción de la violencia -ese submundo criminal de un Berlín imaginario — para crear una carga intelectual que el endeble guión no logra sostener. Aunque la película tiene un trasfondo ambicioso y una meticulosa percepción sobre el concepto de lo moral, lo ético y lo difuso entre ambas ideas que maneja con cierta propiedad, no alcanza un punto de vista lo suficientemente firme como para brindar solidez a la historia.

Por supuesto, el guión es el principal problema en una propuesta ambigua que corre a dos bandas en medio de una percepción inaudita sobre lo que sea contar: El argumento no logra sostener ninguna de las vertientes de la historia, sino que además las confunde en una serie de piezas y discusiones dispersas que se entrelazan entre sí para contar la historia del personaje principal sin que en realidad, tenga otro sentido que mostrar a grandes rasgos el Universo que Jones imaginó para su película. Pero el intento es tan corto de miras, que termina convirtiéndose en una batalla perdida entre escenas apenas esbozadas, una línea argumental rota y algo tan lamentable como una percepción moral que apenas se anuncia que carece por completo de sentido.
Para Jones, “Mute” tiene todas las papeletas para ser una redención tardía a la pérdida de su pulso y buen hacer cinematográfico después del fiasco que supuso “Warcraft”. No obstante, el film padece de una lamentable falta de visión sobre lo que desea contar — ¿un thriller futurista intimista? ¿Una percepción de lo moral y lo ético en una distopía que apenas se anuncia? ¿Una simple historia criminal con un trasfondo futurista — y al final, está más interesado en reconvertir el lenguaje visual en algo más que una excusa fastuosa para envolver una trama simple. Tampoco lo logra y es esa percepción entre la poca solidez argumental y una extraña visión lo del entorno, uno de los puntos débiles de la película.

Claro está, la ambición de Jones continúa siendo considerable, por lo que dota a su singular personaje principal de todos los elementos para resultar una curiosidad en el género. Amish, con una severa incapacidad para hablar y además camarero del principal club de streaptease de robots de la ultratecnificada Berlín de 2048, Leo Beller se debate entre el cliché del extraño tímido y fuerte en medio de una búsqueda desesperada y algo más elemental que Jones no lograr mostrar con claridad en pantalla. ¿Es Beller un héroe, una víctima de la circunstancias? ¿Podrá enfrentarse a la fauna de maleantes y crimen organizado que rodea la Berlín distópica? Jones no está interesado en responder preguntas, mucho menos en construir una percepción coherente sobre su personaje, por lo que la trama avanza con torpeza y en ocasiones, en medio de una evidente confusión. La relación de Beller con el resto de los personajes nunca está clara y de hecho, es esa inexplicable colección de giros inexplicables lo que conduce a la película a un final insatisfactorio, poco convincente y tan blando como para destruir cualquier sentido de coherencia del argumento. Además, como si eso no fuera suficiente, “Mute” toca todos los extremos del crimen, el miedo y las relaciones del submundo criminal — o intenta hacerlo, en todo caso — para crear una mezcla incomprensible de estilos y pequeños trozos de información que al final, no encajan en ninguna parte. Desde lo criminal asumido como parte inherente de un futuro caótico hasta incluso una visión sobre los espacios más retorcidos de la mente humana — esa inesperada representación de la pedofilia hacia las últimas escenas de la película que desconcierta por su cualidad cruda — Jones intenta crear un sustrato en el que lo moral se asimila como una versión de la realidad invisible. Pero a pesar de sus buenos intentos para lograrlo, la película no tiene la suficiente solidez como para crear un discurso comprensible sobre tantos hilos y vertientes, combinados a la vez con pulso torpe y en ocasiones blando.

Para Jones, el futuro parece una combinación de cierta tristeza melancólica — la Berlín automatizada tiene mucho de la ciudad de Los Ángeles que Ridley Scott imaginó para su Blade Runner — pero a diferencia de la decadencia del brillo del neón y el ambiente Noir que Scott utilizó como dimensión de la pérdida de humanidad del hombre del futuro, Jones transforma el escenario en una sucesión de escenas radiantes que tienden a emular al caos visual de The Fifth Element (Luc Besson — 1997) pero con mucho menos tino e imaginación. El Berlín futurista tiene un aspecto artificial y sin personalidad que actúa en detrimento de una historia plana y que se debate entre la vaguedad y cierta insustancial mirada hacia una moral abstracta. Autoindulgente, sin que el director se atreva a correr grandes riesgos pero sobre todo, llevando a cuestas la visión sobre lo humano y lo tecnológico sin demasiada capacidad para liberarse de los clichés habituales, “Mute” termina siendo una combinación poco afortunada entre un thriller sin mayor interés y una mirada a un mundo extravagante desprovista de entusiasmo. Un pobre ejercicio de estilo que desmerece el talento indudable de su director.

viernes, 23 de febrero de 2018

Una recomendación cada viernes: “An American Marriage” de Tayari Jones.




En norteamérica, el debate sobre la etnia, la raza y la percepción sobre el racismo se ha hecho mucho más cercano y evidente desde que Donald Trump llegó al poder, no sólo por su discurso reaccionario sino por el preocupante apoyo que ha logrado entre un considerable número de estadounidenses. Como si la noción sobre la discriminación fuera una herida aún abierta en el rostro social del país, el racismo y sus implicaciones, siguen siendo un tema no resuelto en el debate colectivo y todavía, lleno de una peligrosa carga de confrontación que no deja de ser una invitación a la violencia y a la agresión cultural.
Algo de esta percepción sobre la dimensión más profunda del problema, ha sido el tema recurrente en las novelas de la escritora Tayari Jones, que desde hace más de una década ha dedicado buena parte de su obra a reflexionar sobre el sustrato del miedo irracional y el ataque al diferente en un país bajo constante tensión. El interés de la escritora no sólo le ha brindado la oportunidad de crear una perspectiva novedosa sobre el tema sino de construir un discurso literario tan duro como alegórico sobre la realidad de las minorías en EEUU. Durante una beca en Harvard, Jones pasó meses estudiando sobre el racismo y la forma como influye en la percepción sobre lo legal y lo social en medio de una cultura que casi nunca reconoce la herida de la discriminación. Jones se esforzó no sólo por aprender sobre el sistema judicial estadounidense — y la forma en que el racismo puede influir sobre la toma de decisiones judiciales — sino también, el peso de la sombría estadística de la influencia del prejuicio al momento de la aplicación de la ley. El resultado es una visión amplia y detallada sobre la percepción de la ley como reflejo de la cultura y sus vicios, pero sobre todo, la evidencia que EEUU no ha logrado superar la percepción de la raza como elemento claro en la forma como se percibe el ciudadano. Una disparidad que arroja víctimas y además, una perversa noción sobre lo legal como pacto social.

La novela “An American Marriage” es una mirada inteligente sobre las consecuencias del racismo y la discriminación en el ámbito legal, pero además extrapolado al nivel de debate moral y sobre todo, una perspectiva de enorme dureza sobre la sociedad herida por el dilema del racismo. Y lo hace sin tomar los caminos comunes — ni tampoco los clichés del género — sino que crea toda una nueva acepción sobre el bien y el mal ético que sorprende por su sutileza. Sus personajes no son los habituales en novelas al estilo: ambos forman una pareja dorada, triunfadora y muy lejos de los estereotipos del afroamericano que se insisten en la literatura que analiza el racismo como dilema social. Él es un ejecutivo corporativo en ascenso, ella una artista con un futuro prometedor. Pero en medio de la prosperidad y las ambiciones, la realidad subyacente en un país hipócrita termina signado el futuro de ambos: Luego de una visita a Eloe, Louisiana, el espectro de una falsa acusación criminal no sólo devasta la idílica felicidad de la pareja sino la imagen quebradiza de la igualdad y una falsa mentalidad progresista, que convierte a la historia en una durísima reflexión moderna sobre una historia muy antigua. Jones, con un pulso preciso e inteligente, transforma la odisea legal de la pareja en un recorrido por la injusticia, el temor y la presión del racismo en un ámbito desconocido para los personajes y quizás, para el lector. Se trata de un desafío a la convicción endeble que el racismo es un mal en remisión en el organismo cultural y más allá de eso, la comprensión del miedo como ruptura y grieta en la cultura norteamericana.

Para Jones, el esfuerzo de recrear una situación inaudita sin la particularidad del sermón venial o el análisis moralista, es todo un reto. Celestial, la devota esposa que define desde sus aptitudes y especial sensibilidad, también es a la vez esa mirada inquieta y desafiante hacia el futuro. El personaje resume la noción sobre la mujer de raza negra de enorme fortaleza moral, sino que abandona el estereotipo de la abnegación para brindarle una percepción realista y profundamente sentida sobre su deber con su esposo, acusado de un crimen confuso y cuya vida, parece confinada a una sentencia absolutoria imposible de predecir. Pero además, Jones profundiza en los lazos familiares, sus implicaciones y dolores: los padres de ambos personajes sostienen una visión tradicional, doliente y dura sobre un estamento legal que no es ciego al momento de discernir y mirar el color de la piel de quien se juzga. Al mirar sus vidas, Jones intenta elaborar una hipótesis más o menos elaborada sobre la orfandad legal y cultural que buena parte de la comunidad afroamericana sufre. Que no se trata sólo de una percepción abstracta ni tampoco trivial, sino que forma parte de la vida de los hombres y mujeres de raza negra en un país en donde el color de la piel, simboliza un estado general de sospecha.“La injusticia en el sistema de justicia penal: es tan natural como el aire, tan insistente como el color del cielo. Como los huracanes si vives en la costa este o los terremotos si vives en el oeste. Es solo algo que es.” La posibilidad de ser atrapado — estafado, maltratado, convertido en víctima — en el sistema siempre está ahí, flotando. Muy cerca de la periferia, convertida en una amenaza contra la que todo afroamericano debe lidiar en algún momento de su vida debe lidiar.

Pero además, Jones convierte a sus personajes en símbolos específicos de enorme valor cultural. Desde Roy, encarcelado y cuyo futuro pende de un hilo por una decisión judicial anómala hasta Celestial, que batalla como puede en medio de una situación que la sobrepasa y la golpea, crean una nueva percepción sobre la comunidad negra de EEUU que asombra por su impecable sutileza y sensibilidad.
No obstante, “An American Marriage” no es un drama judicial o un examen del complejo sistema penitenciario estadounidense. Se trata de una narración que se empeña en mostrarse emocional incluso en los momentos más duros y temibles en medio de una historia que analiza los dolores culturales de lo marginal. Es una visión clara sobre la devastación de una familia, la forma como lentamente, la percepción de la normalidad, la belleza y el terror terminan distorsionadas por algo mucho más complejo y enrevesado que la mínima concepción de lo moral en una circunstancia despiadada. La novela se centra en las esperanzas fallidas y rotas del amor romántico, el dolor familiar, el racismo como elemento inherente en la percepción de la identidad y las complejidades del individuo. Con su prosa exquisita, inteligente y precisa, sus referencias intelectuales a la cultura negra — hay una ingente cantidad de referencias a la música y a la literatura afroamericana — la novela analiza y debate la percepción del ciudadano afroamericano promedio y su relación con un país que aún no resuelve del todo sus conflictos con respeto a la raza y a la referencia ética. Con su mirada a la clase media — y alejándose del debate sobre el dolor y la pobreza negra — Jones estructura un nuevo discurso sobre la prosperidad, la elevación social y racial y la representación, que sin embargo, deben enfrentarse a la banalidad del horror y el temor convertido en una percepción sobre lo que somos, el futuro y la dualidad del conglomerado como parte del mapa íntimo. La marginación está allí, el hecho de la exclusión social también, pero llevado a un nivel tortuoso y original que hacen del libro toda una reflexión sobre los estratos desconocidos de la sociedad estadounidense.

Gran parte de la novela es un ejercicio epistolar: Celestial es una gran redactora a ciegas del dolor y su intercambio de cartas con su marido prisionero, brinda a la novela un aire íntimo de enorme valor argumental. Jones recrea el dolor, la desesperación, la angustia y el miedo de la pareja en una percepción lúcida sobre los temores que sostienen y evaden una explicación sencilla. Un terreno complicado que Jones navega sin caer jamás en sentimentalismos y mucho menos, en reverberaciones y dilemas éticos innecesarios, más allá de la injusticia. Con una sensibilidad conmovedora, Jones narra la vida en la prisión y los reclusos, la tediosa rutina de Celestial en medio del miedo. Jones mantiene su mirada en lo personal, pero también entreteje el argumento con el contexto racial, es entonces cuando la novela llega a su punto más alto, cuando realmente muestra su intención y narra a la cultural afroamericana desde adentro, desde los logros y pérdidas de generaciones que deben batallar como la declaración silenciosa y dolorosa sobre la discriminación. Porque a pesar que los personajes de Jones tomaron todas las decisiones correctas para apuntalar el gran sueño Americano, sus personajes terminan sufriendo y debatiéndose con el horror insistente y cada vez más desgarrador del racismo. Pero también se trata de una reflexión sobre el amor, la compasión y empatía, la noción sobre la verdad y lo real pero además, sobre esas líneas infinitamente sutiles que unen nuestra historia personal con la cultura que define al individuo. Una búsqueda de respuestas aciagas.

Con una mirada sobria y brillante que puede ser en ocasiones profundamente dura y casi dolorosa, Tayari Jones analiza el desarraigo, la soledad, el tiempo personal pero también, la sociedad y la cultura en la que nació. Todo desde el cariz de una sorprendente sensibilidad pero sobre todo, una perdurable necesidad de confiar en la posibilidad de la redención. Una mirada sutil quizás, a la pura esperanza.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Sexo, amor y maravilla: Todos los motivos por los cuales debes leer “Los Diarios” de Anaís Nin, si aún no lo has hecho.





Escribir es un ejercicio contra el caos, la oscuridad y el miedo o al menos, en eso han coincidido la mayoría de los grandes escritores de la historia. Algo de esa idea debió obsesionar a una jovencísima Anaís Nin cuando comenzó a escribir aun metódico y cada vez más elaborado diario, en el que contaba — para sí misma y después para el mundo — una visión sobre lo sexual que asombraría a su época y a sus contemporáneo. Anaís estaba obsesionada por lo prohibido. Lo estuvo desde niña y continuó estándolo hasta convertirse en una escritora reconocida, símbolo de la nueva feminidad. Más que obsesionada, Nin parecía determinada no sólo a romper cada regla moral y ética sino además, hacerlo bajo la necesidad de crear una reacción inmediata. Porque Anaís era contestataria y contradictoria, una rebelde originaria que en algún momento de su vida asumió el poder de enfrentarse a lo obvio como una forma de placer, como una recreación de sus caprichos más privados. Pero más aún, Anaís sabía que debía rebelarse por derecho a la independencia espiritual, por existir más allá del estereotipo que la cultura insistía para la mujer de su época. Para demostrarse así misma la capacidad de construir idea y sobre todo, el valor de persistir en los principios personales. Una vuelta de tuerca a esa interpretación del escritor de escribe para comprender el mundo: Anaís escribía para crear el mundo, para hacerlo real, para hacerlo posible. Para disfrutar de él.
Tal vez por ese motivo, su vida fue un continuo escándalo: desde su producción literaria — criticada y admirada a la vez — hasta su vida privada — relaciones prohibidas, arrebatos pasionales incomprensibles para la sociedad que le tocó vivir — Anaís Nin pareció predestinada al exceso. Una y otra vez, Anais repitió la formula: la de vivir a plenitud a pesar de las convenciones, enfrentándose a ella siempre que podía y de todas las maneras que era capaz. Y una y otra vez, reinventó el mito: el de sí misma, el de su obra, el de su vida incomprensible. Armó con piezas cada vez más filosas el mapa movedizo de su visión del mundo.

También se dice que Anaís Nin se convirtió en escritora a través de ese escándalo perpetuo, de ese escenario siempre en transformación que era su vida. Una afirmación un poco injusta, para una mujer que escribía por pasión, por vocación e incluso, por la excusa pragmática del dinero. No obstante, esa noción de la escritora que surge por accidente — que se mira así misma a través de las palabras y a quien las palabras sirven de reflejos — parece provenir de su infancia marcada, herida. Su padre, pianista y compositor, la abandonó a ella y su madre cuando la futura escritora contaba con once años y el escritorio la marcó para siempre. Tanto, que su primer acercamiento a la palabra fue una carta durísima y profundamente adulta a la figura del ausente, al dolor de la ausencia y aún más desconcertante, a esa búsqueda del dolor por el dolor — la satisfacción y el placer — que sostuvo su obra durante toda su vida. Anais no encontró mejor manera de exorcizar el dolor que escribiendo: haciendo el sufrimiento real, batallando con la palabra a través de la palabra, con la Anais de la hoja que parecía en ocasiones ser más fuerte y poderosa que la que habitaba fuera de ella. Fue durante ese proceso de lucha y reconstrucción, de elementos perdidos y encontrados en la escritura, que nace lo que se considera la obra esencial de la escritora: Sus detalladísimos diarios. El mundo que Anaís creó a su medida.

“Diarios” de Anais Nin recoge la vida de Anaís, pero también de esa perpetua transformación del personaje que fue a través de la reinvención de la palabra. Porque la Anaís de las palabras, podría o no existir, podría o no ser real, podría o no ser tan libre como los Diarios pregonan, pero si al menos, tener el poder de cautivar la imaginación. Con una intrepidez deslumbrante, Anaís recorre los parajes de su vida desde la periferia, los elabora, los mira a la distancia y se permite no sólo analizarnos desde una reflexión profundamente dura — para Anaís no hay términos medios ni mucho menos matices — sobre la identidad, el sexo y la independencia. Porque Anaís no es simple ni pretende serlo: la complejidad del personaje que creó para si misma desborda la simplicidad del paisaje de su imaginación, se entrecruza con una serie de ideas más o menos elementales que se enhebran en algo más profundo. Y es Anaís todas las veces, la muchacha que añora al padre, la que lo ama con inocencia y después con devorador deseo, la que teme, la que se atreve. La tímida, la furiosa. La siempre tuvo la necesidad ingobernable de gritar y reír a todo pulmón, de asumir el riesgo de vivir a su medida.

Se ha dicho que “Diarios” es una obra pomposa y edulcorada. No obstante, la escritora, que comenzó la obra como un monólogo interminable y lo terminó como una serie de miradas abrumadoras sobre lo que el sexo puede ser — y es — y la aspiración de la pasión, logra a través de esa poesía velada, algo totalmente nuevo. Anaís, que no sabía que era escritora pero lo era, que narraba por necesidad y compulsión, encontró en medio del caos existencialista algo tan profundo como perenne, tan furioso como único. La voz de la escritora muta, se transforma, se hace dolorosa y después, tan amplia que parece abarcarlo todo, la hembra fundacional y esencial. El deseo primitivo. Porque para Anaís, el sexo era el límite entre la cordura y el deseo, entre la belleza y el dolor. Entre el mundo por conocido y el que se extiende más allá del temor.
“Diarios” de Anais Nin es una obra que se extiende durante décadas de la vida de la escritora y narra, con su estilo peculiar — entre la dulzura y la honestidad ramplona — las escenas más perturbadoras y sugerentes de una vida irreverente. Desde su romance con Henry Miller, su interludio Incestioso con Joaquin su padre y también su apasionado romance con June, la esposa de Henry, los relatos de Anaís parecen recorrer tierra prohibida y movediza, asumir la osadía de su propio deseo y lujuria como pequeños fragmentos de ideas desordenadas. Pero para Anaís, lo erótico no se trata solo de una manera de concebir lo sexual, sino una interpretación completa del mundo. Párrafo a párrafo, la escritora cuenta el mundo desde el deseo, lo re dimensiona para abrir una brecha entre esa comprensión de lo sexual y lo primitivo. Una idea que le acompañaría durante toda su dilatada carrera como escritora y definiría su obra.

Anais Nin comenzó a escribir sus célebres diarios a los once años, en una especie de conversación invisible con su padre ausente. Sin embargo, bien pronto el hábito se convirtió en supervivencia y durante casi toda su vida, Anais contó su vida — su apasionante, furiosa y erótica capacidad de creación — a través de esta interminable conversación consigo misma, con el mundo y sobre todo, con esa invisible audiencia a la que parecía dirigirse, ese coro de espectadores profanos, que como ella, intentan descifrar el misterio de su propia visión del mundo a través del hecho físico más natural de todos: el sexo. En ocasiones me he preguntado, como otros tantos lectores y críticos literarios ¿Sabía Anais que ese infinito análisis de si misma a través de la palabra se convertiría en su obra más recordada? ¿Escribió Anais para contar o vivió para narrar? La pregunta, fascinante y singular, define la obra de la escritora más que ninguna otra cosa.
De hecho, no hay un solo fragmento de su obra que no sea parte, esencial e íntima de su historia personal. Hay una provocación explícita, más allá del exhibicionismo de su estilo literario: La historia es el diario de Anais desde octubre de 1931 a octubre de 1932, periodo en el que mantuvo una intensa relación sexual y emocional con el escritor Henry Miller y con su esposa June Mansfield. Anais, quién ya por entonces era una mujer considerada poco menos que “incomprensible” por los círculos más conservadores del mundo literario, estaba casada con el banquero Hugh Guiler, y lo amaba, pero necesitaba tener relaciones con otros hombres y mujeres.

La historia podría parecer tópica de no poseer un carácter propio: El matrimonio Miller llegó a París a principios de los años 30 con la intención de dar un nuevo empuje a la carrera de Henry, que soñaba, como todo escritor de su época, con vivir y trabajar en la “capital del arte”. No era una situación especialmente sencilla: Henry aún era un desconocido en el mundo de las letras y de hecho, su paso por París estuvo marcado por una difícil situación económica. Envueltos en las mismas luchas literarias y existencialistas: Anaïs les conoció y les ayudó económicamente. La relación que surgió poco después, tal vez es uno de los triángulos sexuales más conocidos de la literatura contemporánea: Anais comenzó una tórrida relación con June que poco después incluyó a Henry, en una especie de secreto a voces, que asombró incluso a la liberal sociedad parisina.

El libro, siendo como es, parte de la interminable conversación de Anais con su propia visión del mundo, profundamente analítico y reflexivo. No obstante, a diferencia del resto de sus obras, Henry y June desborda una profunda sensualidad, una prosa dura y directa que dota a la narración de una tensión única, poderosa. Para Anais Nin es vital, y así lo demuestra a lo largo de su narración: las escenas minuciosamente descritas, su necesidad de desmenuzar hasta la más sutil sensación física y emocional a través de las palabras. Asombra, la necesidad de la escritora de encontrar en el sexo una justificación personal, una manera de expresar la visión que tiene del mundo que le tocó vivir. Y es que Anais nunca calla su descontento, su desafío, el poder de seducción que ejerce sobre ella la necesidad de encontrar en el sexo y por el sexo, una respuesta a su constante inquietud acerca del mundo, del tiempo que le tocó vivir, y sobre todo si misma.
“Vino Henry. Me senté en el sofá y, en voz baja, le hice mis reproches, una larga acusación (…) Y me tendió en el sofá y me tomó sencillamente, con una mezcla de hambre y ternura, deteniéndose para decir: ‘Dios mío, Anaïs, ¿no sabes cómo te amo?’”, cuenta Anaís sobre su romance con Henry Miller. Lo idealiza, lo hace exquisito, casi delicado. En el pequeño recuadro de su vida, no parece existir un lugar para la realidad común. Las alegorías, la simplicidad, el autodescubrimiento parecen devenir, erosionar lo bello y lo feo para conservar sólo lo absurdo, lo impensable. La raíz misma del dolor y la pasión.

martes, 20 de febrero de 2018

Hipocresía, religión y otros dolores culturales: El plan Divino y quienes no encajan en él.

Fotografía de Braden Summers.


Mi país es uno bastante hipócrita y moralista, un pensamiento que tengo con más frecuencia de lo que desearía y que la mayoría de las veces, me hace preguntarme comos nos comprendemos como sociedad, mucho más en medio de la complicada crisis social y política que atravesamos. Somos el país que llama “puta” a una mujer por disfrutar de su vida sexual como le plazca, la misma que idealiza a la madre — y maltrata la figura materna en cientos de maneras distintas — y que además, normaliza el machismo como una idea perenne que debe aceptarse casi por dolorosa asimilación. Hace unos días, incluí en Twitter, un artículo que mostraba emocionantes fotografías sobre las peticiones de matrimonios muy románticas. La recopilación incluía un par de parejas homosexuales y tal vez por ese motivo, me pareció especialmente significativo el artículo. Pensé sobre la igualdad y el hecho que lentamente — tal vez con excesiva lentitud — la cultura comienza a comprender que la tolerancia es una manera de interpretarse así misma. O quizás incluso un poco más allá: de asumir que la diferencia es una necesidad cultural.

No es tan sencillo el pensamiento, por supuesto. Ni tampoco tan popular. Un amigo miro todas las fotografías y me envió de inmediato un mensaje a través de Whatsapp: “Todas preciosas, menos las de los maricones”. Suspiré, intentando reprimir la irritación que me produjo el comentario: “Son personas” le respondí. De inmediato escuché el teléfono sonar.

- No entiendo porque defiendes este tipo de cosas — insistió. Siempre tenemos discusiones parecidas, aunque no tenga idea por qué. Mi amigo L. fue educado en la religión bautista y actualmente, es un confeso ateo por convicción adulta. Siempre sostenemos encendidas discusiones por los temas más disímiles. Nunca he entendido muy bien el motivo por el cual soy su interlocutor preferido. El caso es que lo hace, como si necesitara comprender sus propios prejuicios a través de alguien más.
- ¿A qué “tipo de cosas” te refieres? — pregunto.
- Sabes a que me refiero.
- No, la verdad no. Solo veo un grupo de parejas felices.

Carraspea. Desde que lo conozco, L. se ha declarado homofóbico y lo hace con ese desparpajo de quien se sabe aceptado y asimilado por su cultura. No siente mayor culpabilidad y lo admite sin tapujos. Insiste en que no critica “la vida ajena” pero que tampoco aprueba un estilo de vida que insiste en llamar “escandaloso”. Siempre que le pregunto que importancia tiene su aprobación con respecto a la conducta de alguien más, parece irritarle la idea. Posee esa conciencia un poco desconcertante sobre que al formar parte de lo socialmente aceptable, su opinión y todo juicio, tiene un peso considerable.

- Me refiero a que no comprendo porque se debe mostrar lo que se puede hacer perfectamente en privado — insiste. Y lo hace intentando parecer ecuánime. Pero a mi no me engaña: he escuchado ese argumento cientos de veces. Lo esgrimen sacerdotes escandalizados por la nueva idea de tolerancia que la sociedad asimila de a poco, de mujeres y hombres para quien el juicio moral de pronto resulta de una improbable importancia. Claro está, los que insisten en el tema con mayor frecuencia son gente como L., que tiene una curiosa visión de su educación y principios como referencia moral y está convencido que eso le permite insistir en una visión crítica sobre la conducta de alguien más.

- Todas las parejas de las fotografías se están besando y celebran — comento — ¿Por qué no lo admites sin tapujos y dejas bien claro que te molesta que dos hombres se besen?
Silencio. Aja, allí está el punto sensible de la cuestión.
- Es normal que me moleste — responde entonces. Hay un tonito irritado en su voz que me hace sonreír — no es lo natural, no es algo…
- ¿Qué? ¿Dios solo creó a Adán y a Eva?
- Es así.
- ¿No eres Ateo?
- Hablo de selección natural — tercia. Le notó ahora sí francamente molesto y esa cólera suya me parece tan hipócrita como todo su argumento — los seres vivos estamos creados específicamente para concebir.
- Y el cáncer para matar y aún así existen medicinas para salvar vidas — le interrumpo — No veo por qué tu prejuicio deba afectar las decisiones de alguien más.
- No he dicho que no se acuesten — el tono tenso de su voz parece ocultar una ligera repugnancia. Y el pensamiento me sorprende. Realmente ¿Qué le molesta tanto? me pregunto con toda franqueza. ¿Qué le produce esa reacción visceral, mezquina hacia algo que no le afecta directamente, que de hecho, jamás le afectará, que no tiene la menor relación con su vida? No comprendo en realidad el límite entre lo privado y lo intimo, esa linea que delimita la opinión de L. sobre la homosexualidad y su férrea postura en contra. Porque no hablamos solo de su censura moral, que podría asumirlo como parte de una idea cultural más vieja que él mismo, sino de su decidida oposición a la idea. Lo he escuchado debatir entre pequeños grupos de amigos, leído sus encendidos artículos sobre el argumento de la selección natural, donde cita a Darwin y a Jung para justificar su propia renuncia a aceptar la idea. Me intriga esa resistencia, pero aún más, el evidente rechazo y desconfianza que le produce la sola admisión que el punto de vista ajeno pueda ser contrario al suyo, incomprensible para su planteamiento del mundo. ¿Allí radica esa violenta oposición suya a la homosexualidad? ¿A que la transgresión de ese límite de lo que considera comprensible?
- ¿Qué dices entonces?
- Que guarden en privado su perversión. A eso me refiero.

Pero que palabra más curiosa esa: perversión, pienso escandalizada. Una que por mucho tiempo se utilizó para definir a la sexualidad femenina, a la inteligencia, a la opinión. En el medioevo se consideraba perverso que una mujer pudiera leer y escribir. Unos siglos después, se consideraba perverso que una pareja se tomara de las manos en público. Y ahora L., habla de perversión en términos muy parecidos, señalando al otro, al que no entiende ni asume como igual, perverso. ¿Qué es la perversión entonces? ¿Una manera de estigmatizar la diferencia?

- Supongo entonces que todos las perversiones deberían guardarse bajo llave — respondo con cierto tono festivo — me parece intrigante que pienses eso. Un mundo sin pornografia, ni tampoco desnudos o escenas explícitas sexuales en las películas. ¿Eso es lo que propones?
- Es diferente.
- ¿Por qué?
- Tu sabes por qué.
- No, no lo sé.
- La mujer y el hombre son culturalmente viables — estalla entonces. Ah, esto es nuevo, me digo. Supongo que L., un culto sociólogo, tendrá argumentos de sobra acerca de las variables sociales que favorecen a las parejas heterosexuales. Las tiene: me habla sobre un mundo donde la sexualidad no sea una excepción, sino una manera de expresar ideas étnicas y culturales. Insiste que una pareja homosexual es una imitación pobre de sus iguales “normales”. Y escucho todo aquello, preguntándome como será escuchar explicaciones semejantes a diarios, como será soportarlas, tener que defenderlas, por el solo hecho de tomar decisiones adultas sobre tu sexualidad. Me pregunto como será asumir que el mundo te rechaza por tu propia idea sobre lo natural, por la manera como concibes y asumes el poder de tu sexualidad. Siento angustia, una muy clara e inquietante: ¿Cuando el prejuicio dejará de rozar la intimidad, el goce secreto, la idea de la mujer y el hombre como estereotipos sociales concretos? ¿Cuando la cultura se liberará de la idea de mirarse así misma como un conjunto de reglas que intentan sacralizar lo que debería ser esencialmente primitivo y espontáneo? No lo sé y la serie de cuestionamientos me inquietan y sobre todo me, preocupan. Porque si en algo estoy bastante clara, es que un prejuicio no puede aislarse: salpica toda estructura social, cualquier interpretación de la cultura. Una sociedad sólo es libre en la medida que sus ciudadanos puedan serlo. La libertad como expresión de convivencia y fraternidad.

¿Quién creó a Esteban?
La idea tiene meses atormentandome. Tal vez se deba a que el debate sobre el matrimonio igualitario se ha hecho mucho más visible últimamente, o tan solo que viviendo en una sociedad como la Venezolana, soy consciente que hay una necesidad enorme y responsable de aceptar que la igualdad es una forma de madurez social. Claro está, en un país adolescente como el nuestro, la idea no se asimila sencillo. No solo con respecto a la homosexualidad sino con cualquier otro tópico que suponga una amenaza al status Quo, un enfrentamiento a ese orden tradicional de las cosas. Y los ejemplos sobran en la historia reciente del país: Un Presidente homofóbico que ataca a su contendor político con insultos de género. Campañas más o menos populares a través de las redes sociales alabando las virtudes del matrimonio tradicional, en detrimento del matrimonio igualitario. Y de pronto surge Dios y la religión como argumento. Esgrimidos de la manera más hipócrita posible: proclamas que citan a la Biblia católica de manera tendenciosa, invocan una fe que no comulgan y mucho menos asumen como personal. Asombra un poco ver las Iglesias vacías, mientras puertas afuera se discute con fervor fanático sobre los designios divinos sobre la sexualidad ajena.

En una ocasión, me dediqué a analizar el tema con profundidad. La historia comienza así: Leo un Tweet que se pregunta — y al parecer con gran sencillez inocente — quién creó a los homosexuales, para lo cual, usa una imagen en la que muestra a unos rollizos Adán y Eva, en compañía de un joven con sonríe desde la ilustración. A la ilustración le acompaña una frase que dice más o menos así “Si Dios en su infinita y misericordiosa sabiduría solo creó a Adán y Eva…¿QUIÉN CREÓ A ESTEBAN? ¿Quién en su maldad abismal decidió crear a una criatura destinada a contradecir a la obra de Dios con su mera existencia?” O eso parece sugerir la frase ( tomada aparentemente de un cita bíblica flexible ) que deja bastante claro que Dios, omnipotente y todo amor solo se responsabiliza por la creación que coincide con su sentido del humor, sus normas y su manera de darle un toque artístico a este mundo caótico en el que usted y yo ( y los Esteban del mundo ) habitamos para mayor gracia del Creador.

Porque aquí, la pregunta que atormenta a los que Dios si creó es la siguiente: ¿Qué ocurre con todos aquellos que no forman parte de la restringida visión de este creador que ignora quién es Esteban? Hablo de las mujeres que no coinciden con el limitado estandar bíblico, los hombres que tampoco encajan — heterosexuales o no — dentro de la percepción de la religión sobre la moral ¿ Qué pasa con los que se toman el atrevimiento de enmendar la plana al Creador? ¿Qué ocurre con todos los que nacieron para contradecir los principios Universales por el mero hecho de formar parte de esa visión al margen del Ojo divino? Ah, sí, pobre de los Esteban del mundo, de los que aparentemente ha creado el diablo en su malevolencia o brotaron por generación espontánea como la hierba. ¿Qué ocurre con todos los que no forman parte de ese aparente plan Divino que no incluye a los Esteban…y tampoco a todos los que no sean parte de esa percepción del mundo donde lo Divino es una limitación y no una manera de trascender? Ay de los pobres Esteban, de los Esteban que aman Adanes…y quizás las Evas que aman a las Josefinas. ¿Y que pasa con todas las costillas no usadas de Adán? ¿Qué pasa con todas las criaturas que pululan más allá de un Génesis bíblico que se interpreta a conveniencia, que se esgrime como un arma, que se insiste como principal razón para olvidar lo que la fe te insiste en recordar? ¿Donde queda el infinito amor de Dios si en su magnífica benevolencia ignora a los que no parecen ser parte de esa orden Divina de reproducete, vive, sé polvo? ¿Y los que paren libros? ¿Y los que no creen en nada? ¿Los que creen en Diosas y Dioses en un lugar de un solo Dios? ¿A donde va Esteban, en su soledad de no existir cuando levanta el rostro para buscar a respuestas? ¿Las encuentra? ¿Existe un Dios para los Esteban? ¿O Dios — el que se insiste en que no creó a ningún Esteban, no señor — se aparta la barba, mira a otra parte y solo mira con benevolencia a su Adán y a su Eva? ¿Hay un infierno para los olvidados? ¿Para los que su creador prefiere olvidar que sacó del barro?

No lo sé, pero todas estas preguntas me las hago, mientras sigo estupefacta preguntándome ¿Quién CREÓ A ESTEBAN? ¿Alguien me lo puede decir?

Yo espero que sí y si no, tendré que simplemente asumir que Dios tiene un raro y en ocasiones doloroso sentido del humor.

El matrimonio igualitario y el debate hipócrita:
Probablemente mi amigo M., es el hombre más inteligente que conozco: Creativo, con un gran sentido del humor, una afilada mente analítica es sin duda el tipo de espíritu libre que siempre he admirado. Su pareja, A, es un talentosísimo artista plástico. Ambos, forman un dúo extraordinario, de esas uniones que mi abuela paterna solía llamar jocosamente “creadas en el cielo”. Y es cierto: ambos parecen compartir una afinidad natural y espontánea que no solo sustenta el amor romántico, sino que lo hace incluso más profundo. Muy probablemente se deba a esa necesidad de toda pareja homosexual de asumir la responsabilidad de sus sentimientos, no solo ante la otra persona, sino la sociedad que los censura.

Y es que nuestra sociedad, concibe al diferente como culpable de un crimen sutil. Un delito de escándalo que aún no se ha definido muy bien pero que todos parecemos reconocer de inmediato. Para M. y A. no ha sido distinto. En una ocasión, acudimos juntos a una celebración y mientras todas las parejas en las pista de bailen bailaban y disfrutaban del jolgorio, ambos permanecían sentados, mirando la normalidad a una prudencial distancia. Porque a una pareja homosexual no se le permite esas pequeños beneficios y virtudes de lo cotidiano. ¿Qué ocurriría si mis amigos hubiesen decidido bailar, como cualquier otra pareja, junto con el resto de los bailarines que llenaban la pista? ¿Que habría ocurrido de haber tomado la determinación de besarse, mirarse, sonreír como cualquier otra pareja? No lo sé y ellos no quisieron correr el riesgo, con toda razón. Una sociedad hostil los mira a distancia, se pregunta porque no regresan a su “lugar”, no esconden “su perversión”. Pensé en esas cosas mientras M. bailaba con una amiga en común y A., continuaba sentado a mi lado en la mesa, mirándolos.

- Lo siento — dije. No sé por qué me disculpe. No tengo idea por qué asumí la culpa histórica, por qué creí que debía hacerlo. Pero lo hice, con toda la humildad de sentirme responsable en parte de esa cultura de la represión, de esa idea venial del sobresalto por lo distinto. Mi amigo A. , me apretó la mano con tristeza y siguió mirando a M. bailando unos metros más allá.
- No importa. Uno se acostumbra a estas cosas.
- No tendrían porque acostumbrarse — respondo. Siento dolor y una cólera impersonal. Miro a mi alrededor, a las felices parejas heterosexuales que se besan y se abrazan, a las que saltan y ríen y me pregunto porque mis amigos no tienen el mismo derecho a hacerlo, qué motivo invisible se lo impide. No sabría muy bien dónde empezar a construir una respuesta, a razonarla. Pero instintivamente que sé que tiene una directa relación con ese temor de la sociedad hacia lo que no comprende y no asume como propio. El temor a lo desconocido, a lo que no puede catalogar. A lo que no desea entender.

Pienso en M. y en A., cuando firmo una hoja para introducir en la Asamblea Nacional una petición para apoyar el matrimonio igualitario. Lo hago en una estación de Metro de mi ciudad. El chico que sostiene la carpeta con el manojo de firmas sonríe.

- ¿Eres lesbiana? — pregunta.
- No.
- ¿Por qué firmas entonces? — se sorprende. ¿Qué se le responde a eso? pienso mirando un momento a mi alrededor. Me pregunto si solo luchamos por nuestros derechos cuando nos afecta, cuando nos conviene, cuando necesitamos defendernos. Me pregunto que habría ocurrido si solo los afrodescendientes hubiesen luchado por sus derechos, o solo las mujeres por los suyos. ¿Solo levanto la voz si me afecta? ¿Solo levanto mi protesta si me hace daño? ¿Y que ocurre con la idea de igualdad? ¿Qué ocurre con las batallas morales y las culturales? ¿Qué pasa con los pequeños triunfos? ¿A dónde conduce nuestra transformación moral?
- Porque quiero que todos puedan bailar — respondo. Y es la verdad. Justamente por ese motivo estampo mi firma y brindo mi convicción. Porque deseo un mundo donde todos podamos reír y levantar los brazos para celebrar, sin preguntarnos por qué lo hacemos.

Camino por la calle, mirando a la multitud que camina a mi alrededor. A los que ríen, los que caminan muy apresurados, los que tienen expresión malhumorada. Y pienso en la diferencia, más que en la igualdad y en la importancia de reconocer su existencia. Tal vez todo radique allí, pienso, en el poder de comprender que cada uno de nosotros es una expresión de creación y una oportunidad para crear.
Tal vez sea así, me repito. Y si no lo es aún, me gustaría que lo fuera.
C’est la vie

lunes, 19 de febrero de 2018

Terror, género y desconcierto: ¿En que falla la novela “Sleeping Beauties” de Stephen King y Owen King?




El terror y la ciencia ficción quizás sean dos de los géneros literarios que suelen combinarse con mayor facilidad y de manera más frecuente. Por ese motivo, resultan cuando menos complementarios, la mayoría de las veces elucubraciones del mismo punto de vista que meditan sobre la naturaleza humana desde el dolor, la belleza y el miedo. Tanto el terror como la ciencia ficción intentan responder las grandes preguntas de la humanidad, sin lograrlo, pero mostrando estimulantes perspectivas sobre el bien, el mal y los demonios privados. De manera que entre ambas la visión del mundo — de lo que somos, lo que esperamos, lo que deseamos comprender como parte de nuestra interpretación de la realidad — se hace cada vez más sofisticado, profundo y extravagante.

El libro “Las bellas durmientes” escrito a cuatro manos por Stephen King y su hijo Owen King, analiza esa mirada asombrada sobre la naturaleza humana y sus dolores invisibles, desde un punto de vista retorcido, letal y original. Se trata de una revisión sobre la ausencia, el desarraigo y la soledad en clave de metáfora filosófica, a través del terror y el suspenso. Alegórica y por momento metaficcional, “las Bellas durmientes” apela a la gran pregunta sobre la noción entre sexos, el reconocimiento mutuo y la forma en que comprendemos nuestra cultura. Los King lograr crear una atmósfera perversa, insidiosa y desagradable, en medio de una serie de preguntas de corte existencialista que convierten a la novela en una presunción sobre el bien y el mal, las relaciones de poder y la comprensión de la diferencia. No obstante y a pesar de sus ambiciones, la novela no logra extender su potencial más allá de un recorrido inquietante por una distopia selectiva, en la que el género se convierte en una visión incompleta sobre la percepción del futuro.
De la misma forma en que Úrsula K. LeGuin analizó las relaciones entre hombres y mujeres desde cierta perspectiva ambigua, Los King intenta proporcionar un elemento de profunda dimensión alegórica al centro de su narración, en el que todas las mujeres del mundo — o al menos, las que caen dormidas — terminan envueltas en un capullo grueso de procedencia desconocida, sólo para despertar convertidas en monstruos violentos y letales. No obstante, a pesar de la inquietante premisa, el libro está lejos de sostener un clima de terror a lo largo de sus 736 páginas. “Las Bellas Durmientes” es una épica abultada, colorida y disonante, que no termina de ensamblar las piezas necesarias para crear un discurso coherente sobre el miedo a través de la percepción de lo cotidiano como fuente de peligro, lo cual es su punto más débil y convierte a la narración en una sucesión de circunstancias sin mayor coherencia lineal. La mayor parte de la novela, parece enfrentar la debilidad de un argumento que se agota pronto y que no logra sostener la percepción del miedo — la inevitabilidad de la amenaza o la consecuencia inmediata de la destrucción de lo cotidiano — más allá de los parámetros de un prólogo excesivamente largo. Una vez que el misterio se devela, la novela pierde fuelle y no logra recuperarlo del todo, mientras las visiones de la violencia se entremezclan entre sí para crear un único escenario agresivo y monstruoso sin mayor brillo o trascendencia.

La primera mitad de “Las Bellas Durmientes” resulta vertiginosa, bien planteada y sobre todo, con un sustrato alegórico que insinúa que la novela profundizará sobre el temor y otras nociones sobre la soledad moderna a través de elaborados símbolos. Gracias al indudable talento de Stephen King para la descripción detallada en la vida de pequeños pueblos, la forma como la tragedia misteriosa avanza a través de un país desprevenido, toma un cariz trágico, potente y elocuente que refleja a la cultura estadounidense desde sus temores y desigualdades. Un escenario habitual que King padre ha explotado en casi todas sus obras y aquí, resulta indispensable para crear un diálogo de enorme valor argumental entre el meollo de la historia y sus amplias implicaciones. Entre tanto, la novela crea un mundo paralelo, en el que la versión sobre la realidad se desdobla bajo la búsqueda de una visión del bien y el mal maniquea. En este mundo donde las mujeres se han convertido en monstruos a los hombres deben enfrentarse, nada es lo que parece y la antigua — y primitiva guerra de los sexos — alcanza un nivel de épica monstruosa que en sus momentos más altos, resulta gratificante y asombrosa, mientras que en los bajos, una repetición de clichés al uso que atentan contra su solidez narrativa.

Como suele ocurrir en las novelas de King, una pequeña ciudad de EEUU se aproxima a la metáfora del microcosmos y el escritor logra crear un perfil sólido sobre el sufrimiento y la crisis a través de un puñado de personajes. No obstante, la poca pericia de Owen King — y es notoria la disparidad de ritmo y forma — transforman a la novela en una combinación poco acertada de la habitual novela caleidoscópica que hizo famoso a Stephen King. Por supuesto, la historia es una combinación de pequeños escenarios que el escritor ha explorado en varias de sus novelas más conocidas. De “El Domo” rescata a la comunidad aislada, pervertida por el miedo y reconstruida en una especie de noción insular perniciosa. La noción sobre la perversa rapidez en que puede resquebrajarse la normalidad y lo que se considera cotidiano, forma parte de la precisión de “The Stand” de un apocalipsis de origen desconocido y con efectos inexplicables. No obstante, ambas premisas parecen encontrarse lo suficientemente gastadas como para no encontrar un sentido básico en medio de la profusa descripción de personajes y escenarios. Con decenas de personajes entrecruzados — tantos como para que la novela necesite un glosario explicativo — la acción se derrumba por su incapacidad para aglomerar las historias bajo una noción única. De pronto, “Las Bellas Durmientes” se convierte en una lenta y trabajosa enumeración de hechos y situaciones que en poco o nada, se relacionan con la premisa principal.

Por supuesto, la novela adolece de la superposición de estilos y lo que es aún más lamentable, una combinación poco atinada de voces narrativas. ¿La escritura de un libro a cuatro manos requiere cierta línea común entre los estilos y formas de elaborar una idea literaria? Si y no. Y tal disyuntiva es muy notoria en los momentos complejos de una narración difícil de asumir como una sola visión sobre la realidad, el tiempo y los dolores culturales. Ambos King parecen incapaces de encontrar un punto común que pueda unir y sostener la narración desde una perspectiva coherente. La novela insinúa, oculta y muestra, sin que los diferentes lenguajes creativos puedan crear un espacio común para funcionar como un discurso.
Con su tenebrosa premisa, “Bellas durmientes” es incapaz de construir la habitual sensación de verosimilitud que suele ser el elemento más reconocible en las novelas de Stephen King. Con su extraña visión del género — la infección mundial que sólo ataca a mujeres y sobre todo, las connotaciones culturales que eso puede mostrar — la novela desaprovecha la oportunidad de explorar intrigantes cuestiones sobre lo que somos, como nos comprendemos y la manera como la cultura asume el binomio de la identidad. Y esa quizás es su mayor y más lamentable falla.