miércoles, 7 de marzo de 2018

Crónicas de la ciudadana preocupada: La guerra invisible y cotidiana.




Sufrir de un trastorno de pánico no es sencillo, mucho menos en un país — cultura — que estigmatiza cualquier dolencia psiquiátrica desde el prejuicio. En Venezuela “la locura” (así, en general) es una especie de terreno brumoso y abstracto, en que la definición sobre lo que somos — o deseamos ser — naufraga en medio de conceptos incompletos y más o menos comprensibles. De manera que, sufrir de un cuadro clínico mental que te inhabilita — o lo hace, la mayoría de las veces — para manejar el estrés y el miedo de manera saludable, te hace “una loca”. Una denominación que te acompaña a todas partes, que intenta definir el sufrimiento privado y secreto, sin lograrlo. En Venezuela — supongo que en el resto de latinoamérica debe ser muy parecido — “estar loca” es una salvedad humorística. O en el peor de los casos, un motivo para la desconfianza y el rechazo. Entre ambas cosas, ser funcional y además, transitar el camino de lidiar con tus dolencias, resulta tan escarpado como doloroso. A veces una percepción de ti misma que se convierte en una imagen distorsionada en el espejo.

Claro está, nadie piensa sobre sus padecimientos con semejante complejidad. O al menos, yo no lo hago. No me considero un sufriente personaje de Proust ni tampoco, un ejemplo sobre como se sobrevive a un trastorno semejante al mío en el país más peligroso del mundo. Cuando lo dices de ese modo, suena hasta chistoso: sufro de un trastorno que me incapacita para lidiar con el miedo de maneras saludables en una ciudad en la que siempre debes encontrarte alerta, paranoico y a medio camino entre la sospecha y el sobresalto. De modo que vivo en Venezuela — en la árida Caracas — en medio de una sensación constante que estoy a punto de quebrarme, que mi mente se vendrá abajo de un momento a otro. Que simplemente, perderé el control por completo y…quién sabe que sucederá después. No es un pensamiento cómodo, mucho menos bonito. Pero es un pensamiento realista, en un país en crisis y sin medicinas. Y así lo vivo con frecuencia.

— No puedes obsesionarte con lo que ocurrirá — me dice mi psiquiatra, cuando le digo lo anterior — necesitas estar más consciente de tus puntos fuertes que de los débiles. Al fin y al cabo, eres capaz de sobrellevar con mucha dignidad un trastorno que de otra forma, sería invalidante.
 — No es fácil hacer eso en Venezuela.
 — Nadie dice que lo sea — sonríe — pero hay que intentarlo.

M. mi psiquiatra, es una gran optimista. Una mujer que está firmemente convencida que toda curación es posible y que la mente humana es un caleidoscopio fascinante que siempre es posible analizar desde sus puntos más brillantes. Pero por supuesto, yo no lo soy tanto. A veces quisiera decirle que no es nada sencillo lidiar con la Venezuela que se desploma a tu alrededor, con todas la ausencias y dolores, con la incertidumbre que te golpea a toda hora y en todas las formas posibles. Que estás de pie, en mitad de una llanura arrasada, sin saber a dónde ir o qué hacer. Que de pronto, el país en el que naciste se convirtió en una guerra que no ha ocurrido. En una zona de desastres en el que no encajas de ninguna forma.

Pero no se lo digo, claro está. En esencia, porque sé que M. tiene razón y no tengo otro remedio que intentarlo. Que si decidí permanecer en Venezuela — en realidad, por ahora más que una decisión, es una especie de inevitable percepción del desastre — debo al menos intentar mantener un grado de cordura más o menos aceptable. Mi psiquiatra suele decir que soy una gran cínica, a pesar de todo mi idealismo, amor al arte, romántico sentido de la realidad. Quizás esa combinación es posible, de vez en cuando.

— No es sencillo manejar tanto miedo, siempre — concluye J., uno de mis compañeros en el grupo de terapia en el que me encuentro — pero intentar hacerlo, ya es un paso.
Somos cinco, en el grupo de terapia. Tres mujeres y dos hombres. Todos sufrimos trastornos de pánico, uno de ellos un cuadro de profunda depresión que le mantuvo postrado durante los meses insoportables y temibles de las protestas del año anterior en mi país. Somos un grupo extraño y amable, levemente inquieto por la camaradería artificial que compartimos. Mi psiquiatra dice que es necesario alentarnos unos a otros.
— En Venezuela, nada es un salto. Es un brinco — dice D. divorciada y que fue diagnóstica de un cuadro grave de ansiedad luego de una relación traumática — o saltas y te enfrentas a todo. O saltas y…
 — ¿Te caes al vacío? — dice P. el único de nosotros que se siente fuera de lugar y que está convencido, que su trastorno es “nervios”. Ese término tan venezolano para describir cualquier sobresalto emocional y mental. Todos reímos. Me encojo de hombros.
 — Al menos el vacío es algún lugar. Pero Venezuela…
No digo lo que pienso. Que en ocasiones siento que Venezuela no existe. Que dejó de existir o al menos, el país en el que creí nací y en el que esperé buena parte de mi vida adulta. Ahora Venezuela es una estafa histórica, una promesa rota. Ningún lugar. Los lugares que conocí desaparecieron, las personas que amé ya no están. Soy una sobreviviente a una guerra imaginaria, un enfrentamiento histórico absurdo. A un país en ruinas.
— Sufrir de pánico en Venezuela es como una capa de barniz sobre una superficie rota — comenta S., la otra paciente. Es la mayor de nosotros, cincuenta y tanto y madre de tres. El trastorno le dejó reducida a la postración por meses — lo disimula pero en realidad, la grieta es otra cosa. El problema es otro. Es la subsistencia.

Lo es, claro, pienso un rato después cuando intento volver a mi casa en medio de un tráfico enloquecedor, lluvia pertinaz y además, la sensación perenne que me encuentro en peligro. Miro por el retrovisor del automóvil, temiendo que un motociclista se acerque demasiado a la puerta para asaltarme. O que los vendedores ambulantes que sortean el tráfico tenga un arma escondida en alguna parte, lista para dispararme. O que el coche se detenga, humeante y destrozado por el descuido involuntario de los altos precios y me quede en mitad de ninguna parte, aterrorizada y perpleja. Todos esos terrores se me vienen a la cabeza mientras conduzco, mientras tomo una bocanada de aire. Mientras intento calmarme, sin lograrlo. Mientras intento sobrevivir sin saber si lo lograré.

***
En Venezuela no hay medicinas para mi trastorno — o son de muy difícil acceso — de manera que paso de ellas y me dedico a la terapia cognoscitiva. A convencer a mi mente puedo superar el terror que me inspira la situación de mi país, que podré luchar con los estragos de la hiperinflación, que puedo lidiar con la sensación insoportable que podría morir a manos de un desconocido, arma en mano. Por una enfermedad desconocida para la que no encuentre medicamentos apropiados, por…

— ¿Agla, en qué piensas?

De vez en cuando me reuno con mi amiga Z. para almorzar. Un compromiso que me permite rebasar los límites que me impone mi trastorno y el miedo que siempre sufro. Para un paciente con trastorno de pánico no es sencillo salir a la calle, abandonar su zona de seguridad. Lo que para cualquiera es de una facilidad natural, para mi es absolutamente desgarrador. De manera que la cita para conversar con mi buena amiga, es una forma de convencerme que vale la pena hacerlo. Que tiene sentido continuar. Suspiro, levanto la taza de café sin azúcar que pedí — en los establecimientos de Caracas, ahora el azúcar es un lujo — y trato de poner mi mente en orden.

— En que tengo miedo que Caracas me mate — digo por fin. Lo digo en tono casi humorístico. Pero me tiembla la barbilla y aprieto la taza con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos — eso es lo que temo.

Z. me mira preocupada. Recién divorciada y madre de dos (el mayor de cinco) tiene planes inmediatos de emigrar que no llegan a cristalizar nunca. Su ex esposo ya lo hizo: una huida aparatosa que la dejó como madre soltera en un país convulso. En una ocasión me dijo que sabía que también sufría algún tipo de trastorno — el día en que firmó el divorcio se encerró en un baño público de un restaurante por horas, llorando a gritos y apenas lo recuerda — pero que prefiere no darle un nombre. “¿Quién en Venezuela no sufre algo parecido?” preguntó cuando me preocupé por su estado de salud mental. Le di la razón, por supuesto.

— Es que Caracas puede matarte, si la dejas — dice Z. con su franqueza invencible — pero mira, la cuestión es soportar. Seguir como sea ¿Le llaman resiliencia?
 — Esa palabra…- digo con una sonrisa. Ella se encoge de hombros.
 — Ya sé que me vas a decir.

La verdad, el término entero me produce desconfianza. Pero es a mí, la cínica, la que no desea acostumbrarse en ningún sentido a la Venezuela en escombros. Odio la idea de tener que lidiar con la resignación, además de con el miedo perenne que me aplasta y me sofoca. No es sencillo ser un habitante de un país en tránsito, del que todo el mundo huye y del que constantemente, estás pensando en como hacerlo también. No es sencillo saberte al borde del desastre, aterrorizada y aplastada por la evidencia que Venezuela no va a mejorar — no pronto, quizás nunca — y que si decides seguir aquí, es a costa de tu salud física y mental, de tu tranquilidad. Del futuro. De manera que no. No me gusta en absoluto la palabra Resiliencia. Pero esa soy yo, la cínica.

— Lo que te voy a decir es que a veces el país me desborda — prosigo con un suspiro — que es tan pesado que no te deja caminar derecho, ni dormir con tranquilidad. Que el país te aplasta como una loza en el pecho. Que el país…es nada ni tampoco otra cosa que este miedo.
 — Suena dramático.
 — Lo es. ¿No lo piensas?

Z. se encoje de hombros. Sé que ahora mismo, trabaja en dos empleos distintos para pagar la matrícula del colegio de sus hijos. Que se endeuda cada mes a niveles astronómicos para pagar la comida — la poca que se consigue, que se puede costear — , que lleva meses aterrorizada por la posibilidad que el alquiler de su viejo apartamento en el este de la capital, aumente y sea impagable. Atrapada, en el miedo. Pero también sobreviviente, como yo. Ambas tan agotadas, abrumadas. Con Venezuela a cuestas.

— Lo que pienso es que debemos manejar el drama como en las novelas — dice entonces Z. con una carcajada. Pero tiene los ojos tristes — identificar al villano, reír a carcajadas. Soñar que el amor te va a salvar.
 — ¿No es eso muy ridículo?
 — Eso es soñar un poco.
 — En Venezuela eso es tan duro.
 — Nadie lo duda, pero hay que continuar.
Incluso mientras la escucho, pienso que escribiré sobre esta conversación. Que me gusta el tono triste, lúgubre y elegante de las frases un poco desordenadas que compartimos. Y pienso en este diálogo de ciegos. En esta terrible sensación de desdicha y cansancio. En este país que es un dolor tan duro que en ocasiones se convierte en una cicatriz incurable.

***
Tuve pesadillas toda la noche. Con fuego, con gritos. Con un asalto. Pesadillas a lo Caracas, pienso con sorna mientras me tomo el primer café de la mañana. Mi psiquiatra dice que son las mismas que padece cualquier sobreviviente a situaciones traumáticas. ¡Ah! esa es una gran frase: Venezuela es un trauma. Venezuela es una visión insostenible del futuro. Una herida que cambia de lugar, que se hace más honda, más dura de sobrellevar a medida que los días transcurren y todo se hace más irrespirable, insoportable. Un país en ningún sitio. Un país dolor.

— Uno siempre se va sentir de esa forma — dice mi amigo J. cuando desayunamos juntos esa mañana — incluso los que emigraron, llevan el país a cuestas. Venezuela te marca, como si tuvieras que llevar esta angustia perenne a todos los lugares donde vas. ¿Lo puedes creer?

Lo creo. A diario escucho los relatos de emigrantes que llegan a un nuevo país para caminar por la calle con ansiedad, mirando a todos lados, aterrorizados por la mera conciencia de una vida anterior en un país violento. Venezolanos que miran asombrados supermercados repletos de comida. Venezolanos que se asombran de caminar por calles y avenidas sin temer el asalto, la agresión, la muerte. Venezolanos que les conmueve trabajar y celebrar los frutos del esfuerzo. Venezolanos asombrados por un país de pequeños dolores. Venezolanos deslumbrados por una vida normal. Claro que lo puedo creer, pienso con un suspiro. Es como una pesadilla. Una muy pesada y violenta. Una que llevas a cuestas a todas partes.

Hace unos meses, le decía a mi amiga K. que el país puede padecerse, como una vieja enfermedad crónica. Pienso en eso mientras tomo mi primer sorbo de café matutino — todo un lujo en estos tiempos — y trato de llevar a cabo todos los pequeños pasos que sé, me ayudarán a tranquilizar — consolar a medias — esta sensación persistente que estoy a punto de perder el control, de irme abajo, de sucumbir al desastre. Para alguien como un trastorno como el mio, el miedo no es una posibilidad, está en todas partes. El miedo a lo que pueda ocurrir, a lo que está ocurriendo. El miedo a las cosas pequeñas, terribles y dolorosas que te rodean. El miedo a lo que no puedes controlar, a lo que no puedes ni siquiera mirar de frente porque no lo comprendes.

¿Cómo soportas un país que se cae a pedazos a tu alrededor? Pienso mientras camino por la calle en la que crecí, destrozada y violentada por el descuido. Los árboles retorcidos, algunos muriendo por el suelo seco y magro. La multitud de desconocidos con los que tropiezo, la sensación perenne que esto es una eterna despedida. Que Venezuela ya no está, que dejó de ser. Que no la encuentro, que es un paisaje de pura derrota. Venezuela que ya no existe o nunca existió. O quizás se trata que jamás comprendí el país en el nací, el que ahora no reconozco y que sólo me provoca dolor. Este país destrozado, sin rostro ni sentido. Una sombra entre las sombras. Pura incertidumbre.

Sufrir de un trastorno de pánico te pone las cosas en perspectiva. Te hace ver el miedo como una cualidad del ser o mejor dicho, una percepción inevitable de lo que te rodea. De modo que miro a Venezuela desde este silencio, tan cansado y tan agobiado. Lo pienso mientras miro a mi alrededor, asombrada por la pérdida de cada lugar que me perteneció, con el que crecí y que ahora sólo son escombros. El miedo en todas partes. Una mirada inquieta hacia un paisaje desolado que no reconozco como mío. Que quizás, nunca me perteneció.

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