lunes, 30 de abril de 2018
Amor, lujuria, sexo, sensibilidad: Todas las razones por las que deberías ver la película “Desobediencia” de Sebastián Lelio.
Los misterios de la sexualidad, el erotismo e incluso la orientación sexual femenina, sigue siendo uno de los temas que más esfuerzo lleva analizar en el mundo cinematográfico. No sólo se trata que la gran mayoría de las veces las percepciones sobre la mujer y el deseo bordean el estereotipo y la idealización, sino que además, son analizadas desde una óptica masculina, lo que añade de manera inevitable, cierto peso de distorsión conceptual. Una crítica común que se repite incluso en películas como “La vida de Adèle” (Abdellatif Kechiche -2013), en la que la reflexión sobre la sexualidad adolescente, el erotismo y el deseo femenino tienen un peso esencial como expresión de identidad e individualidad. No obstante, con su carga erótica explícita tachada de innecesaria y efectista, la película de Kechiche recibió críticas por su incapacidad de vencer la noción sobre el sexo como elemento de provocación, más que un mensaje consistente dentro de la narración y que puede reflejar la complejidad de la psiquis femenina. Otro tanto ocurrió con Carol” (Todd Haynes — 2015), que a pesar de su solidez argumental y preciosista puesta en escena, pareció insistir sobre ciertos cliché sobre lo que el sexo lésbico y la búsqueda del amor entre mujeres puede ser. De modo, que intentar comprender el poder de lo homoerótico desde la perspectiva femenina, continúa siendo de inusual complejidad en medio de cierta simplificación innecesaria sobre el tema.
Tal vez por ese motivo la película “Desobediencia” (2017) del director Sebastián Lelio, llega precedida de cierta polémica: su forma de enfocar la sexualidad femenina parece mucho más interesada en analizar a profundidad la emoción antes que la mera necesidad erótica. Por supuesto, Sebastián Lelio podría considerarse un experto en analizar la psiquis femenina desde la sutileza: su oscarizada “Una Mujer Fantástica” (2017) es una búsqueda de razón y sentido a la identidad, en medio del dolor y la incomprensión cultura, un tema que aborda con sutileza, buen gusto y pulso firme. En “Desobediencia” ocurre otro tanto, aunque es evidente que Lelio también encuentra una manera por completo nueva de analizar un retrato impactante y lleno de graduaciones espirituales sobre la vida interior de la mujer pero también, una perspectiva realista, poderosa y asombrosamente profunda sobre lo femenino como objeto de reflexión filosófica. Con la historia de un amor lésbico dentro de la comunidad judía ortodoxa (todo un reto de planteamiento, complejidad y revisión de cánones que Lelio supera con enorme elegancia argumental y visual) “Desobediencia” comienza siendo un retrato de la represión religiosa y cultural, que progresivamente toma un cariz de meditada percepción sobre el yo, el amor como expresión de una compleja forma de fe y un tipo de esperanza privada. Protagonizada por Rachel Weisz y Rachel McAdams, el ambiente de la película gravita sobre una búsqueda de propósito del amor como relativa comprensión espiritual y no obstante, no parece demasiado interesado en cuestionar la percepción de lo emocional sino más bien el amor, como vínculo intelectual y moral de compleja cualidad íntima. Con sus actrices convertidas en símbolos casi metafórico sobre el bien y el mal moral, las decisiones éticas basadas en el deber existencialista y una comprensión sobre el dolor casi pragmática, “Desobediencia” asume su versión sobre la insatisfacción emocional y espiritual como una creación sensible dentro de un ámbito restringuido y casi claustrofóbico.
Basada en la novela del mismo nombre de la escritora Naomi Alderman, la película conserva el ritmo pausado, rico en matices y levemente desconcertante del libro, con sus cambios de de escenario y tono que muestran la noción sobre lo cultural como una extraña dimensión de lo ajeno y lo personal. Lenta y deliberadamente, la película está consciente de su premisa — un amor imposible en medio de un escenario conservador — pero se toma el atrevimiento de ir más allá de eso, incluso en sus momentos más confusos y mucho más aún, cuando toma la decisión de mostrar la sexualidad como un hecho honesto y desenfrenado, en una de las escenas sexuales más realistas y extrañamente intensa de los últimos décadas. Para Lelio, la sexualidad femenina parece anclada y convertida en una versión elemental sobre los deseos y la manifestación venial de lo que somos o hacia donde deseamos avanzar, pero también, es una comprensión suave y bien construída sobre el tiempo que admite una percepción sobre el olvido más o menos sustancioso. Entre ambas cosas “Desobediencia” toma las riendas de su percepción sobre el amor como deber y la dicotomía de lo emocional como versión coherente de la realidad y lo lleva más allá, como una percepción deliberada sobre el sufrimiento, el abandono y la soledad.
En “Desobediencia” nada es sencillo: las emociones están reservadas y cristalizadas en una paleta de colores helada que recuerda que para los personajes principales, el amor está vedado a cierta parte estéril de su vida. Rachel Weisz crea un personaje brillante en graduaciones sobre el dolor, los sentimientos encontrados y la brevedad de la pasión correspondida. Desde la primera escena — toda sonrisas y un diálogo fluído que expone casi sin querer las grandes inquietudes de la película — hasta los momentos más duros y apasionados, la actriz logra crear una contradicción esencial sobre lo que sostiene a su personaje como reflejo del yo que se desborda y en ocasiones, se desploma por la percepción de lo que somos como individuo. Weisz tiene muy claro que “Desobediencia” no es un estudio sobre el prejuicio sino sobre la soledad y quizás por ese motivo, su personaje es la imagen viva del desarraigo, la comprensión de la belleza como un todo amplio y sensorial, pero también, la oscuridad interior. Convertida en estandarte de cierta concepción de la ruptura — el antes y después que la película analiza a detalle a lo largo de su argumento — Weisz dota a su personaje de una fragilidad escondida detrás una fuerza engañosa y por momentos, ambigua.
Además del amor — lésbico, entre parientes, el deber asumido desde la emoción — la película hace un especial hincapié en el pasado como forma de analizar lo que recordamos y lo que construímos como identidad perenne. Con pausada tranquilidad, la película analiza la incomodidad de la ruptura entre quienes fuimos, el presente fragmentado y el futuro incierto, con una elaborada aspiración poética que sorprende por su efectividad. En sus momentos más duros, “Desobediencia” podría parecer sermoneadora pero en realidad, sólo se trata de un repaso por los dolores emocionales convertidos en una idea vivencial sobre lo espiritual y lo intelectual. Quizás se deba a que Weisz también es la productora de la película, pero hay un definitivo acento en la búsqueda del libre albedrío, la independencia intelectual y el encuentro de la capacidad íntima para el amor, basada en las percepción del sentimiento como obra liberadora, lo cual convierte a la película en un manifiesto humilde y bien ponderado sobre la emoción como una forma de construir y también de destruir.
Desde su extremo Rachel McAdams es la perfecta contrapartida a la dureza argumental del personaje de Weisz. Juntas, elaboran una cuidada simetría en el tono y en la forma: no sólo son dos mujeres que se atraen entre sí, sino que además, están unidas por una historia única que de algún modo, las define a ambas. Hay una definitiva percepción sobre el dolor, el sufrimiento y la angustia, en medio de la vaga noción sobre ese pasado (convertido en plena conciencia del deseo y poco después en amor) que avanza en mitad de la película como una profunda evidencia de algo más categórico y duro de asimilar. Muy pronto, ambas mujeres deben lidiar no sólo con el pasado — que se construye como un peso de enorme importancia para los personajes — sino también, con un soledad confusa y borrosa que bordea la insatisfacción. Entre ambas cosas, el deseo y la lujuria toman un sentido elemental casi rudimentario, pero de enorme valor argumental. Ambas actrices logran un equilibrio entre el magnetismo, la química sugerida pero sobre todo, la percepción del sexo como un elemento liberador, en mitad de las convicciones, la fe y el valor de la comunidad como estamento vivencial.
Con sus tonos sombríos, casi tenebrosos “Desobediencia” avanza con cuidado entre la noción especulativa del amor como fuerza motora y el sexo como ejercicio del libre albedrío. El erotismo de la película — desinhibido, realista y casi pesimista — cumple una función evidente de metaforizar la fuerza que se esconde detrás del desafío que sustenta la trama entera. Esa noción del amor destructor, una mirada a todo los secretos como una forma de expresión de fe, una percepción del absurdo como algo más poderoso. Al final, la película es una ponderada reflexión sobre el compromiso, sobre el “hacer lo correcto” en un ámbito árido, hostil y roto. Una versión sobre el amor como piedra de sustento a la versión más privada que nos define y lo que resulta más duro de asimilar, el rostro que se muestra como parte de una idea conjuntiva de nuestra identidad.
Etiquetas:
“Desobediencia” de Sebastián Lelio.,
Movie,
movies,
película,
películas
miércoles, 25 de abril de 2018
Crónicas de la feminista defectuosa: La disyuntiva de Susanita y Mafalda.
De pequeña, me preguntaba que me hacia ser una niña. Por supuesto, era mucho más un pensamiento ligeramente abstracto que un verdadero cuestionamiento espiritual o moral, pero la cosa me obsesionaba. La pensaba a toda hora, mirándome al espejo o mirando la ropa que llevaba puesta. Porque la verdad, yo no me veía como el resto de las niñas que conocía y eso era un tema que me atormentaba a toda hora. Uno que además, parecía acompañarme a todas partes y que de hecho, me provocaba una ligera incomodidad. Porque en un mundo de niñas, yo era una especie de elemento sin clasificación o al menos, no una que pudiera tranquilizar mi inquieta necesidad de comprender quién era.
Vamos, no hablo que una niña de diez años piense en términos tan complejos asuntos trascendentales. En realidad, todo tenía relación con mi aspecto físico: era delgada, pálida hasta la extenuación, con rodillas flacas y huesudas, el cabello rizado en punta, la cara cubierta de pecas. En un país obsesionado con la belleza como el mio — nací en Venezuela en pleno apogeo de la cultura de la Miss y los concursos de belleza — era nada más y nada menos que fea. Así, sin más. O en el caso más optimista, no tan agraciada como podía aspirar a ser. El caso es que mi aspecto físico — mi afición por los jeans y las camisetas, mi renuencia a peinarme, esa simplicidad de niña sin atributos — me hacía cuando menos, un bicho raro en una cultura en la que lo estético tiene alto, importante y relevante nivel de importancia e implicación con todo lo que haces o lo que aspiras. Me recuerdo de pie en el patio del colegio, mirando al resto de las niñas de mi salón, un poco asombrada y entristecida por su melenas largas y sedosas, sus rostros sonrojados, sus primeras formas femeninas. Creo que fue por entonces, que comencé a preguntarme que me hacía mujer, si a todas luces, yo no parecía precisamente femenina.
Muchos años después, cuando comencé a escribir sobre el tema, recordé esas escenas del patio de colegio y tantas otras, que me hicieron hacerme preguntas parecidas. Las ocasiones en que mi cabello rizado, mi cara pálida y flaca, mi cuerpo sin curvas, parecían ser una prueba irrebatible que algo estaba mal en mí o que, sin duda, había un elemento anómalo que me dejaba un poco al margen de todo lo que una mujer debería ser en mi país. Ah sí, esa Venezuela opulenta, superficial y aún, moderadamente próspera, obsesionada con la belleza — y un tipo específico de belleza, además — a niveles difíciles de comprender para alguien que no creció presionado y aplastado por una rara obsesión nacional. Alguien a quién no se le recomendó “alisarse el cabello” para verse más “prolija” o a quién se le reprendió “por no usar suficiente maquillaje”. Alguien que tuvo que soportar miradas críticas sobre el escote anémico o las caderas poco evidentes. Crecer en un país donde la imagen de la mujer está tan aparejada a un ideal extravagante, es una extraña versión de un juego de espejos abrumador, desconcertante y la mayoría de las veces, doloroso. No hay forma de salir incólume de algo semejante. O al menos, de no salir lastimada de un modo u otro.
Hace unos días, una de mis amigas me hizo uno de esos comentarios que te sacuden un poco. “Oye, ¿No estás muy obsesionada con el tema de lo femenino?” No lo hizo de mala intención y de hecho, vino relacionado justo con uno de los recuerdos que narro más arriba. Conversábamos sobre nuestras vivencias como colegialas y de pronto, recordó lo incómoda que siempre estábamos ambas por el escrutinio ajeno. Pero mientras lo mio se tradujo en una inquietud que a la larga se convirtió en material de estudio, para ella fue una experiencia con la que aún debe luchar de vez en cuando. “Me refiero a que pareciera que la mujer como concepto te molesta un poco” insistió “Como si toda esa presión escolar y después, te hiciera más sensible a como analizas las cosas”.
En realidad, el comentario no fue ese — sí uno muy parecido — pero de la conversación que vino después me sorprendieron dos ideas que al parecer preocupaban a mi amiga, quién es, por cierto, una gran observadora y tiene el beneficio de la distancia para reflexionar al respecto. Una de ellas fue: ¿Por qué mi rechazo hacia la imagen más tradicional de la mujer? lo cual nos llevó a cuestionarnos mutuamente sobre mi percepción de rol y sobre todo, mi análisis sobre el mundo femenino venezolano. La otra cuestión me desconcertó fue otra cosa que parece estar relacionada con lo anterior, o al menos ser su inmediata consecuencia ¿Menosprecio el rol que se considera tradicional de la mujer? En otras palabras, ¿interpreto mi identidad femenina como la única válida?
Un planteamiento, en conjunto preocupante. Porque de ser así, estoy asumiendo que la feminidad solo tiene un rostro. O mejor dicho, una manera única de mirarse e interpretarse, lo cual es básicamente a lo que me opongo. Preocupada por el tema, decidí ir directo al origen del asunto: enfrentarme a la idea de frente.
Y lo hice, visitando la casa de mi amiga S., probablemente la mujer más tradicional que conozco y también, una de las más inteligentes.
A S. la conozco de toda la vida. Fuimos juntas al colegio y siempre la tuvo clara: Quería ser esposa y madre. Eso no evitó claro, que fuera una destacada estudiante, una magnífica violinista y por si eso no fuera suficiente, una mujer muy consciente de sus deberes y derechos. No obstante, su visión de la vida a-lo-antiguo siempre tuvo un papel primordial dentro de sus planes futuros. Siempre insistió en que primero sería esposa y madre antes que cualquier cosa y además, que todo proyecto educativo o profesional, estaría en un papel secundario con respecto a su rol maternal. Como es previsible, pasamos la mitad de la adolescencia peleando y la primera adultez debatiendo el tema siempre que podíamos, y sobre todo, intentando entendernos una a la otra a pesar de eso. Porque para mí, con mis quince flamantes años recién cumplidos y Universitaria por carambola, el tema me provocaba miedo. ¿Por qué querría alguien casarse y tener bebés teniendo la posibilidad de no hacerlo? ¿Por qué alguien querría resumir su vida y experiencia cotidiana a ser esposa de, madre de alguien? Era una manera muy simple de plantearse el asunto, lo reconozco pero en conjunto, resumía mis temores bastante bien.
Pero para S. era un tema de trascendencia. Para ella, el mundo carecía de sentido si no buscas relacionarte con él a través de las emociones. O así me lo explicó cuando finalmente, cumplió su destino de abeja reina y decidió casarse a los diecinueve años. La miré asombrada, inquieta, pero ella sólo rió a carcajadas.
- ¿Tu quieres escribir un libro no? — me preguntó.
- Sí. Más de uno, espero.
- Yo quiero tener un hijo. Son grados exactos de trascendencia, maneras de comprender el mundo.
No entendí aquello. Para mí, un hijo era una criatura demandante, que dependería de mí en todo ámbito, que coartaría mi libertad en todas una serie de terribles maneras que apenas comenzaba a entender. Pero para S. era todo lo contrario: Una manera de liberarse de temores, de crear a través de la maternidad, de asumir su capacidad creativa como una obra de arte muy íntima. Mucha poesía, pensé cuando me dijo todo eso, pero no se lo dije. Un bebé es una responsabilidad enorme, interminable. Y seguía sin entender el por qué alguien querría asumirla por las buenas.
- Ya te llegarán las ganas de tener bebés también — sentenció — a todos nos ocurre.
Pues bien, no sucedió. No obstante, mi opinión sobre la maternidad si cambió a medida que crecí y maduré. Comprendí que engendrar un hijo es una de las opciones, de las infinitas, entre las que puede escoger una mujer. O así debería ser al menos. Entendí con claridad que mi postura sobre la maternidad, el rol de ama de casa y esposa, estaban muy relacionados con el pensamiento de que fueran la única posibilidad al que una mujer podía aspirar, una perspectiva que durante años fue parte de una sentencia social más o menos aceptada. Lo que me aterraba, en general, era esa sensación de lo inevitable, la obligación de cumplir un rol social que no quería ni admitía. Pero entonces quedaba otra cuestión ¿No? el hecho que siguiera juzgando la opinión — opción — de alguien como menos válida que la que escogí. ¿Era una postura radical la mía? ¿era una manera de expresar mis propios temores a través de una censura superficial? Podría serlo y esa posibilidad me asustaba, me preocupaba. Porque si mi insistencia en reclamar el derecho de la mujer como independiente y poderosa tenía mucho que ver con el respeto a la igualdad ¿No era una contradicción insistir en que mi visión de las cosas era la más viable que otra? Seguramente sí y por eso decidí que la mejor manera de encontrar una respuesta, era mirando la otra mitad del tema.
S. me escuchó atentamente, a su manera sosegada e inteligente. Conversábamos en su muy pulcro salón, mientras su hijo mayor escuchaba música a todo volumen en su habitación y los dos menores, corrían de un lado a otro riendo en voz baja. Con treinta y tanto años, era madre de cuatro ( una bebé gordita y hermosa dormía en una de las habitaciones del piso superior ), y ama de casa dedicada. La miré, hermosa, sonriente y tranquila. Pero no la reconocí. Puede parecer extraño, pero de alguna manera y a pesar de nuestras diferencias, siempre me identifiqué con S. Leíamos las mismas cosas, nos gustaban las mismas películas, nuestro grupo de amigos era el mismo. Pero luego de casi veinte años de amistad, me encontré con que en algún momento, caminamos por lugares distintos. ¿Lógico no? Me pregunté con un suspiro, ¿O No tanto? ambas habíamos tomado dos opciones distintas. Y ambas llevábamos vidas por completo paralelas. Me sobresaltó pensar que tal vez, de haber tomado decisiones distintas, yo estaría también allí, sonriendo, pensando en mi vida no como una suma de objetivos sino como un proceso enorme y personal. ¿Era lo mismo? ¿o no?
- ¿Que te preocupa exactamente? — me preguntó S. Nos encontrábamos en la luminosa cocina de la casa, rodeadas de sillitas de bebés, juguetes y todos esos objetos que hablan de la cotidianidad, de la vida que se construye todos los días. Me encogí de hombros, masticando un pedazo de una sus deliciosas galletas.
- Tengo la impresión que sufro una especie de crisis de egocentrismo, estoy tan concentrada en mi vida que tácitamente desapruebo la de los demás — le expliqué. Que pomposo sonaba aquello. Tomé una bocanada de aire — lo que quiero decir es que creo que de tanto insistir en la mujer independiente y poderosa, menosprecie a la que no encajan en lo que creo.
S. sonrío. Siguió cortando las cebollas y tomates con una habilidad elegante. Eso también tiene su encanto, su secreto: ser mamá, ser esposa. Lo había comprobado el año anterior cuando estuve una semana cuidando de una adolescente de quince años. Había una fortaleza circunstancial en soportar el pequeño caos diario, de nutrir y construir la vida de una familia. Pero ¿Qué ocurría con quién decidía asumir ese rol? ¿Que entregaba a cambio de comprenderse en el rol hogareño? ¿Se perdía algo realmente?
- Sí y no — respondió. La vi mezclar las verduras, con una precisión de cirujano. Recordé sus apuntes universitarios, lo pulcro e inteligentes que eran. ¿La misma habilidad? — a veces si hay un poco de sentir que te “liberaste” de todo lo que aparentemente la sociedad había decidido para ti y miras con conmiseración al que, según tu criterio, no lo hizo. Pero otras veces solo hablas de ti, de la manera como te interpretas. Y es muy válido eso. Siempre me pareciste muy congruente. O tenías muy claro que no querías ser.
- Pero que yo no quiera serlo, no quiere decir que esté mal serlo — dije. Era una de las ideas que más me había preocupado de mi conversación Igora, días atrás — ¿Te parece te juzgo?
- Me parece no entiendes como es mi vida, o la de quienes son diferentes a la tuya, en todo caso — respondió — no me juzgas, analizas lo que quieres ver. Pero ninguna vida calza perfectamente en una visión de las cosas. Está compuesta de decisiones. Y con eso, no hay manera de definir ni tampoco construir un concepto sobre lo que debe ser la vida.
- Me lo dices como si lamentaras algunas cosas de la tuya.
- ¿No lamentas algunas de la tuya?
- Sí, claro — admití. Lamenté esa relación que rompí porque mi pareja de entonces estaba decidido a formar una familia, porque según insistía “lo necesitaba”. ¿Tendría que haber sido más flexible? ¿Tendría que haber analizado la idea del compromiso, una familia como una opción en lugar de una restricción? A veces me preocupaba la idea — ¿De qué te lamentas tu?
- La verdad, no sabría decirlo — S. suspiro. Inclinó la cabeza, observando y pensé si me recordaba como yo a ella, en ese justo momento: riendo, hablando de política, bebés, libros y temas existencialistas, en el campus de la Universidad. De niñas, riendo, arrojándonos una a la otra papeles y zapatos. Ahora éramos dos adultas, viviendo a través de nuestras decisiones. De la manera que habíamos escogido vivir. Al menos, eso era ya un logro.
Se lo dije. Me sirvió café, riendo en voz baja.
- No lo es tanto — comentó — nada es absoluto. A veces sueño con volver a una oficina, trabajar, tener mi propia vida, más allá de la mamá de alguien más. Pero otras, ser la mamá de alguien, es lo que me permite imaginar el futuro, crearlo todos los días.
Tomé un sorbo del café, caliente y muy oloroso. Me reconfortó comprender lo que me decía, aunque no la compartiera.
- ¿Entonces no te juzgo? — insistí.
- No lo haces. Te enfureces porque si hay quien te gusta por tu opción de vida. Te enfureces cuando te preguntan cuando te vas a casar o para cuando habrá bebés — solté una carcajada. Ella era una de las que me lo preguntaba — y es estupendo que te enfurezcas. Es magnífico que no aceptes que debes hacer algo. Que la sociedad, cultura, historia, herencia de género tome decisiones por ti.
Me hizo uno de sus guiños graciosos. Los mismos que me hacía cuando siendo niñas, jugábamos a arrojarnos zapatos, llamándonos “Mafalda y Susanita” respectivamente. Y recordar esa sensación de complicidad, de mirarnos a través de todo — a pesar de todo — fue lo que me hizo asumir que estamos hechos de decisiones, de historias, como diría Galeano y que lo que vives — ahora, en el futuro, cada momento de tu vida — está construido en ese infinito entramado de sueños, errores y aspiraciones que todos elaboramos a medida que avanzamos, con dificultad, en nuestra historia.
Antes de irme, sostuve en brazos a la bebé más pequeña de S. Con su sonrisa desdentada, las manos abiertas y sus mejillas sonrosadas, me hizo sonreír. Y de pronto, comprendí mejor que nunca, la distancia entre mi modo de ver el mundo y lo que representaba su fragilidad, su delicadeza, su ternura. La necesidad de ser cuidada y protegida. La responsabilidad. Cuando S. me la quitó de los brazos — tal vez percibiendo que incómoda me sentía — aprendí más sobre mi misma que en cualquier otro momento de nuestra conversación. Ella podía concebirse a través de esa vida que cuidaba y mantenía, que disfrutaba en cuidar. Yo nunca podría. Y ambas posturas eran correctas. Eran adecuadas. Eran sinceras.
Y entre tanto, mi vida avanza hacia algún sentido. Continuo obsesionada con la escritura y la fotografía, me miro a mi misma como creadora, o intento serlo. ¿Se trata de que aún soy muy egocéntrica para concebir mi vida más allá de mi misma? Quizá. Por el momento, no sé la respuesta.
C’est la vie.
martes, 24 de abril de 2018
ABC del fotógrafo curioso: De lo que miras a lo que creas ¿Que hace a una fotografía una expresión visual individual?
Cuando comencé a fotografiar tenía once años, de manera que no tenía la menor idea de lo que hacía, pero sí que deseaba seguir haciéndolo. Tenía una vieja cámara Kodak desechable, una obsesión considerable por mi entorno pero sobre todo, una percepción muy romántica sobre la fotografía: me parecía sin duda “mágica”, con su capacidad asombrosa para detener el tiempo, para crear una mirada subjetiva y subversiva sobre la realidad. De modo, que cuando descubrí que podía mirar a través del visor e inmortalizar todo lo que me rodeaba a través de un acto de voluntad, lo hice sin parar y me pregunté si podía seguir haciéndolo en el futuro.
Por supuesto, nadie tan joven piensa las cosas de una forma tan elaborada. O al menos, yo no lo hice. Lo que sí tenía muy claro es que fotografiar me proporcionaba un momento de intimidad difícil de describir y que tenía una directa relación con mi necesidad de contar y narrar historias. Fotografiar era no sólo un hecho fuera de lo común — o eso me lo parecía — sino también, un síntoma directo de una búsqueda personal que no reconocí de inmediato pero con los años, se hizo muy clara. Pero cuando eres una niña en una ciudad luminosa y complicada como lo era la mía, fotografiar se convierte en una herramienta para cuestionar, la excusa perfecta para contemplar lo que te rodea. La percepción unánime de una identidad inexcusable, creada a partir del fondo y la forma de la imagen que concibes en tu imaginación.
Con el transcurrir del tiempo, mi forma de fotografiar cambió y también, por supuesto, mi perspectiva sobre el suceso de comprender el mundo a través de las imágenes. Pasé buena parte de mi adolescencia y primera juventud fotografiando sin parar. Un monólogo circunstancial y voluble que cambiaba con los años y se hacía más dúctil, extraño y privado. De pronto, a las calles y avenidas que solía fotografiar de niña las sustituyó mi vida. O mejor dicho, mi cuerpo, convertido en parcela de meditada expresión de yo y de la identidad transformada en debate privado. A través de la cámara me comprendí, me asimilé, me perdoné cuando debí hacerlo, me ataqué de maneras crudas y perfectas que no habría podido hacer de otro modo. Al cumplir los veinte años, me había fotografiado casi por una década y me había visto crecer frente al lente de la cámara. Un singular prodigio que me desconcertó más de lo que admití a cualquiera.
Fue entonces cuando decidí tomarme la fotografía en serio. Hasta entonces, había sido un hobbie — uno muy apasionado, sin duda — pero sin otra aspiración que la de mirar el acontecer privado desde un diapasón confiable. Pero con la nueva década de vida llegó la madurez y sobre todo, una nueva capacidad para apreciar la fotografía como un registro personal. Y quizás por eso, llamarme “fotógrafa” adquirió un valor especial y casi poético. Seguía siendo magia — nunca dejó de serlo — pero ahora era lenguaje. Ahora era herramienta, pincel, lienzo, talla y respuesta. Una forma de comprender el vínculo entre la obra que se analiza y la que llega a la luz. Una forma de meditar sobre lo individual a través de cierta colectivización del dolor y la belleza del espíritu más privado.
Recordé todo lo anterior hace unos años, cuando asistí a una charla sobre fotografía en la que el ponente dedicó buena parte de su investigación a ponderar sobre el lenguaje fotográfico. Lo hizo, mostrando una serie de imágenes de ensayos y propuestas alrededor del mundo y también, señalando esos elementos misteriosos y la mayoría de las veces personales, que cohesionan lo que un fotógrafo quiere decir o aspira a expresar. Habló sobre la posibilidad de construir una forma de comunicación visual privada, de expresar ideas complejísimas a través de metáforas universales. Entonces, uno de los participantes en el evento levantó la mano, muy impaciente.
— O sea, ¿hablamos sobre como se ve mi fotografía? — preguntó — ¿La forma como manejos los códigos estéticos?
— No únicamente sobre eso — respondió el investigador — me refiero a lo que dice tu forma de construir ideas.
— Siendo fotografía, ¿lo importante no sería como se ve la imagen y lo que incluye? — terció alguien más — ¿No es eso lo esencial en toda imagen?
— Lo esencial en toda imagen es lo que se muestra sin duda, pero lo imprescindible es que desarrolle una idea que pueda ser expresada en cientos de maneras distintas a través de imágenes que en apariencia, no están vinculadas entre sí — detalló el ponente — en otras palabras, siempre decir lo mismo, pero no a través de las mismas imágenes o lo que representan.
La respuesta suscitó un largo debate en la sala que duró largos minutos. Todo el mundo parecía muy preocupado por el hecho de no comprender exactamente en qué podía basarse un discurso fotográfico, si un lenguaje visual podía sustentarlo y sobre todo, de qué otra manera podía comprenderse la idea fotográfica a no ser el inmediato. El ponente, que parecía muy poco sorprendido por la confusión, escuchó comentarios, respondió interrogantes y finalmente, mostró una fotografía en la proyección que usaba como apoyo visual para su exposición.
— Hablemos sobre lo que hace distinta una fotografía y sobre todo, única — dijo en voz alta — hablemos sobre la identidad fotográfica.
La fotografía proyectada era sencilla: fondo blanco, bordes delineados con un finísimo marco negro de copia, sello inconfundible de la cámara Hasselblad. Era un retrato en blanco y negro de un hombre con el cuerpo levemente inclinado, los hombros tensos, la mirada incómoda. El blanco y negro bien contrastado destacaba y acentuaba sus rasgos cansados, las arrugas en su piel. Las protuberantes venas en sus brazos. Una fotografía de Richard Avedon, pensé de inmediato, sin que nadie me lo dijera o me lo indicara. Uno de sus famosas imágenes de la Norteamerica Profunda.
La miré, con una sensación de profunda desolación, aunque no sabía qué me la producía. ¿Era la mirada triste, la expresión un poco abrumada del hombre? ¿Era el hecho de haber sido fotografiado en toda su fragilidad triste? No podría decirlo, pero todo en la imagen, me provocaba una indudable angustia emocional. Aunque de hecho, la fotografía era lo suficientemente sencilla como para invitar al debate sobre cuales de sus elementos podía despertarme sentimientos tan complejos. El ponente, que parecía muy consciente de los sentimientos que podía despertar la imagen, se limitó a esperar, escuchando los murmullos en la sala con una sonrisa satisfecha.
— Toda fotografía es un manifiesto de ideas, pero también es una reflexión de puntos de vista — dijo entonces, pasando a otra fotografía con una mujer delgada y temblorosa que nos miraba desde el mismo fondo blanco — . Hay una mirada profundamente personal en todo lo que hacemos, en cada cosa que llevamos a cabo, en todas las imágenes que concebimos. Y esa recurrencia, crea una forma de expresión visual por completo distinta una de otras. Todos miramos el mundo de forma distinta. La fotografía necesita de esa diferencia para profundizar en los temas que toca.
El público guardó silencio mientras el ponente continuaba mostrando imágenes del extenso trabajo de Avedon. Más retratos, luego una serie de fotografías espléndidas dedicadas al mundo de la Moda. Rostros anónimos, conocidos, inolvidables, se mezclaban en una profusión de expresiones que podría haber parecido caótica de no haber estado unidas por una idea subyacente, una visión específica de sostenía toda la propuesta. De pronto, fue muy notorio que todas las fotografías parecían unidas por un único vínculo, sea donde sea que estuvieran e incluso, analizaran el tema que analizaran. Porque Avedon, fotógrafo concienzudo, había encontrado no sólo una mirada única para comunicarse visualmente, sino también una reflexión profunda que realizar a través de su trabajo fotográfico.
— Todos creamos visualmente a diario, tengamos o no la cámara fotográfica entre las manos — concluyó el ponente.
Desde la proyección, Avedon nos miraba desde un autorretrato. La misma fragilidad, la misma franqueza de sus retratados. El mismo dolor simple — somos creadores de lo que asumimos es parte de nuestro mundo — . Construimos a diario nuestro lenguaje visual.
Por años, he pensado en esa idea. La he analizado desde todos los puntos de vista. No sólo por el hecho que he intentado elaborar un lenguaje visual personal sino también, porque intento encontrar una manera de expresión lo suficientemente personal. Más allá de eso, mi forma de mirar a través de la fotografía ha madurado lo suficiente como para permitirme reflexionar a través de ella e incluso, asumir conclusiones específicas sobre por qué fotografío lo que fotografío y por qué me obsesiono visualmente con determinados temas y percepciones subjetivas. Y es que al hablar sobre la fotografía como producto intelectual, los cuestionamientos parecen basarse en esencia en el hecho concreto de lo que hace a un fotógrafo construir una serie de ideas vinculadas entre sí. O lo que es lo mismo, una mirada única.
Así que, vale la pena preguntarse, ¿qué hace única la mirada de un fotógrafo? ¿Qué hace original y evidente como forma de comunicación, expresión y creación estética? Se trata de un tema amplísimo, que no obstante puede ser analizada desde varios puntos de vista:
Una mirada inconfundible:
En una ocasión, se le preguntó a Robert Adamson (pionero del calotipo fotográfico) por qué había decidido fotografiar. El artista, que por años había sido un pintor de talento y había dedicado buena parte de su vida artística al dibujo, no dudo en contestar: “para hacer una obra única. Una imagen inmediata es por completo irrepetible. O al menos la forma como la interpreté en el momento en que pude tomarla”. Por entonces, la fotografía era un arte tan joven como para ser considerada únicamente técnica y aún así Adamson especuló sobre el alcance de la fotografía como elemento visual perdurable y visual. Ese punto de vista de la fotografía como objeto y como elemento artístico, no sólo fue el argumento que sostuvo el trabajo de Adamson durante el resto de su vida sino también, su legado más perdurable. Y es que Su punto de vista, parece resumir no sólo una idea básica al momento de interpretar la fotografía como documento intimo sino también, sus implicaciones como obra artística. Porque la fotografía intenta captar no sólo lo que el fotógrafo mira, sino también, como lo mira. Una perspectiva que construye una visión sobre lo que la realidad es y la forma como el artista lo interpreta. En otras palabras: El arte que medita sobre si mismo y también sobre lo que puede ser.
Toda fotografía es una serie de decisiones artísticas que el fotógrafo toma de manera inconsciente. Desde su manera de componer hasta la paleta de colores que utiliza, cada elemento dentro de la fotografía forma parte de una serie de referencias privadas que el autor interpreta como un código visual. Por tanto, toda mirada fotográfica es única e irrepetible, no obstante, pueda estar basada o analizada sobre hechos fotográficos previos. La fotografía, como arte y técnica, se basa en elucubraciones concretas sobre lo que la imagen puede ser y la forma como el fotógrafo crea a través de ella. Una mirada persistente sobre un tema, un objetivo o una necesidad de expresión concreta que se re elabora una y otra vez, para asumir un peso específico dentro lo que crea como discurso visual.
De manera que, todo fotógrafo profundiza en su lenguaje fotográfico — cómo mira y reinterpreta su entorno — en la medida que comprende los alcances, referencias y sobre todo, punto de vista sobre los que medita. Una visión consecuente y sobre todo, compleja sobre lo que creamos, asumimos real e incluso, imaginamos como parte de una idea consecuente. Una perspectiva única que el fotógrafo sobre la que el fotógrafo probablemente reflexionará durante toda su creación visual.
Lo que vemos fotográficamente:
El investigador fotográfico Joan Fontcuberta insiste que “ver fotográficamente” es una conjunción de aspectos que brindan a la fotografía una identidad inconfundible. Desde la elección del encuadre y exclusión aparentemente aleatoria de elementos hasta los esquemas asimétrico y centrífugo o la distribución yuxtapuesta de objetos en la imagen, crear en fotografía es para el autor mucho más que un accidente atractivo. Una y otra vez, el fotógrafo toma decisiones que construyen y sostienen lo que una fotografía resulta como parte de un proceso: un producto estético personal.
En otras palabras, todos los fotógrafos miran a su alrededor en busca de respuestas a sus obsesiones personales pero las interpretan de manera distinta. Ese “mirar” constante del fotógrafo, convierte en símbolos y metáforas elementos que se sustentan sobre su experiencia personal y cimientan una forma de expresar ideas concretas. La fotografía es una reflexión sobre ideas artísticas, fragmentos de información visual e intima de su autor, una correlación de propuestas y perspectivas que se unen en una única experiencia estética. Así que, lo que hace única nuestra fotografía es esa necesidad de mirar y explorar, de analizar y comprender lo que nos rodea y finalmente, comprender los alcances de esa mirada consciente que conduce a la creación visual.
Una visión objetiva o subjetiva de la realidad:
Por décadas, se insistió que la fotografía debía reflejar de manera única, objetiva y sin expresar opiniones que pudieran distorsionar esa idea. La llamada “fotografía en estado puro” no sólo pareció convertir la fotografía en un documento único, sino limitar sus opciones. No obstante, la transformación de la fotografía en un medio de expresión artística, logró que esa restringida comprensión sobre la imagen se ampliara hasta crear un producto estético y sobre todo, un discurso elemental basado en el punto de vista subjetivo de su autor.
Así que, al momento de analizar la identidad y el lenguaje fotográfico, cabe preguntarse cómo concebimos la fotografía ¿Se trata de una búsqueda lineal de reflejar la realidad o algo más ambiguo o interpretativa? Cómo fotógrafos ¿Nos esforzamos por captar la realidad sin interferencia de nuestra opinión o punto de vista o por el contrario, reconstruimos símbolos y visiones a través de ideas complejas? La respuesta a esa disyuntiva parece basarse esencialmente en como asumimos la fotografía, como analizamos nuestro punto de vista y más allá de eso, como comprendemos su capacidad como vehículo de expresión. Una toma de conciencia sobre lo que construimos y también, lo que asumimos necesario expresar como discurso visual.
La capacidad para vanguardia:
Se dice que todo lo fotografiable ha sido fotografiado y que toda imagen, tiende a repetir, sin querer o como necesidad voluntaria, esquemas conocidos o sobre todo, ya reflexionados visualmente con anterioridad. Sin embargo, eso no evita que el fotógrafo pueda encontrar un matiz nuevo dentro de los debates visuales Universales. Y es que la fotografía no sólo admite el hecho y la revisión creativa, sino también, la reflexión en la búsqueda de la profundización de las ideas que lo sustentan. La fotografía es una visión artística flexible, capaz de sostenerse sobre el hecho de reconstruir ideas fotográficas personales y también, de esa insistente necesidad de brindar perspectivas originales a ideas tradicionales. La fotografía se reconstruye así misma. Se elabora como un documento novedoso en la medida que el fotógrafo sea capaz de comprender el sistema de ideas que la sostienen y sobre todo, como puede personalizadas a través de una búsqueda visual consistente.
La fotografía como pieza de arte:
Ya en 1901 Charles H. Caffin analiza las distintas percepciones de la fotografía: tanto como documento utilitario hasta la búsqueda eminentemente estética. Eso, a pesar que la fotografía aún era una confusa mezcla de elementos entre la pintura y la concepción del arte como expresión formal académica y su indudable relación con la técnica como medio de elaboración del resultado final. Aún así, Caffin teorizó que la fotografía podía ser tanto un medio para reflejar la realidad y también, una expresión consecuente del mundo privado del autor. Un recorrido intermedio entre lo que se mira y lo que se expresa.
La reflexión y el debate sobre el tema continúan suscitándose, incluso los mismos parámetros del análisis original de Caffin: Con frecuencia se suele debatir cual es el objetivo de la fotografía como arte y técnica ¿Busca mostrar la realidad? ¿Intenta reinterpretarla? ¿Insiste expresar ideas íntimas de su autor? ¿Busca comprender la línea que divide al documento autoral de la imagen espejo? Cualquiera de esos cuestionamientos permitirá al fotógrafo analizar su lenguaje fotográfico desde la búsqueda de ideas como propuesta y sobre todo, la percepción de la fotografía como medio de expresión estético por derecho propio.
Lo que motiva artísticamente al fotógrafo:
Se suele decir que todo artista muestra fidedignamente sus obsesiones a través de la artística que utiliza como medio de expresión, lo sepa o no. Que cada obra, es una reinvención del mismo tema, una reflexión coherente sobre una visión esencial que el creador asume como propia o parte de su mundo particular. Y por supuesto, el fotógrafo, como artista que se expresa a través de la idea visual, no está excepto de esa búsqueda recurrente de motivos y expresiones. Una búsqueda constante de expresar ideas semejantes bajo un cariz nuevo o incluso, esencialmente íntimo.
Así que es necesario que el fotógrafo se cuestione hacia donde dirige su búsqueda artística ¿Que hace que un fotógrafo se obsesione con una idea fotográfica o que la analiza desde determinado punto de vista? ¿Cual es el matiz que brinda no sólo a esa percepción sino también a la manera en que elabora una conclusión respecto a ella? ¿Como reflexiona sobre los elementos y dimensiones de lo que plantea fotográficamente? Una y otra vez, el fotógrafo se cuestiona la realidad, la reinventa, incluso se apropia de ella para elaborar un discurso recurrente sobre su mundo personal.
Una imagen es la combinación de un impulso personal y una necesidad concreta de captar una imagen perdurable. Entre ambas cosas, subsiste y sobrevive la necesidad del autor de crear un documento visual no sólo personal sino también original que se sustente sobre una idea concreta. Una manera de mirar.
Como percibe el mundo el fotógrafo:
Aceptada la fotografía como una forma de arte (sobre todo después de publicadas las reflexiones de Raoul Hausmann en 1933 sobre la fotografía y su planteamiento subjetivo y artístico), lo siguiente que ocurrió fue la comprensión de la fotografía como herramienta discursiva y estética. Y claro está, el inmediato cuestionamiento de las reglas estética — cuales seguir y cuales suprimir — en la búsqueda de la creación de un lenguaje. A toda esa comprensión de la fotografía, hubo que sumarle la reflexión del hecho fotográfico como tal o lo que es lo mismo, la expresión de la imagen como hecho estético. ¿Que mensajes transmite, construye y difunde el fotógrafo a través de sus imágenes? ¿Cual es el objetivo de su creación artística y sobre todo, su punto de vista como creador estético? ¿Que hace a un fotógrafo construir un discurso fotográfico basado en ideas parecidas? ¿Como elabora un pensamiento creativo basado en la forma en que concibe lo visual? Todas las anteriores interrogantes, permiten al fotógrafo analizar el mundo según sus ideas como creador y sobre todo, cuestionarse su origen. La idea que sustenta su imaginario visual.
¿Qué hace a una fotografía única? ¿A que nos referimos cuando analizamos y concebimos el mundo como un discurso fotográfico? Quizás la lista anterior, aunque corta, permite reflexionar sobre la creación fotográfica no sólo como reflejo de la realidad, sino también expresión personal del fotógrafo. Una idea en constante evolución. Una percepción en constante crecimiento conceptual.
lunes, 23 de abril de 2018
Crónicas de la nerd entusiasta: Todas las razones por las que deberías ver “Westworld” — ambas temporadas — y obsesionarte con su historia.
“¿Quién soy?” fue una de las frases más frecuentes durante la primera temporada de la serie Westworld (Lisa Joy y Jonathan Nolan para HBO — 2016). Un cuestionamiento inconcluso que sostuvo los hilos de todo el argumento hasta el último plano, con el advenimiento de la — probable — rebelión de la vida artificial en el aparente enclave insular del parque temático más sofisticado de la televisión. No sólo se trataba de un cuestionamiento sobre la identidad, el temor y la percepción del individuo con toda su carga filosófica, sino la manera en que “Westworld” jugó con los roles y cánones tradicionales de la Ciencia Ficción. Desde la encantadora “Dolores” (interpretada con una sutileza espléndida por Evan Rachel Wood) encarnación de la peligrosa e invisible dualidad de la paranoia sobre la inteligencia artificial, hasta el todopoderoso Robert Ford (con un Anthony Hopkins reflexivo y siniestro de espléndidos matices) con su comprensión sobre el bien y el mal paradójico convertido en derecho de creación, la serie parecía profundamente interesada en reflexionar sobre la perspectiva filosófica de la mera existencia. Durante sus primeros capítulos, “Westworld” no se prodigó con facilidad: su discurso sobre la conciencia — y sus límites — y las retorcidas relaciones de poder entre lo absoluto y lo temible de la tecnología — y sus implicaciones — convirtieron al argumento en una extraña mezcla de belleza y misteriosa abstracción existencialista. Para su segunda Temporada, la gran interrogante vuelve a formularse, sólo que ahora, el parque — ese Westworld ideal convertido en pequeña pesadilla virtual — construye una idea mucho más profunda sobre el temor y lo aciago, lo terrible y la percepción de esa gran interrogante imposible de resolver ¿Quiénes somos? vuelve a preguntarse Dolores, convertida en símbolo de la rebelión, escopeta cargada — con balas de verdad — al cinto y acariciando el rostro de Bernardo, tímido y deconstruido por su propia mano. “Hay belleza en lo que somos” añade la anfitriona más antigua del parque, con una triste sonrisa casi cruel.
“Westworld” regresa más consciente de si mismo que nunca, con la misma narrativa complicada y aumentando la apuesta hacia la violencia gráfica, luego que los anfitriones dejaran de ser controlados y se convirtieran en verdugos de sus creadores. Toda una paradoja de enorme sutileza cínica que la serie aprovecha para los momentos más logrados de su primer capítulo. Thandie Newton regresa como Maeve, irreconocible, consciente y poderosa. Sostiene un arma contra el rostro de uno de los hombres que escribió para ella la vulgar narrativa que repitió en un cruel loop por lustros enteros. “Siempre me pareció vulgar” dice, antes de secuestrarle para su provecho y empujarlo en medio de pasillos repletos de cadáveres de robots y seres humanos, por una vez confundidos en medio de la debacle. Pero “Westworld” también atraviesa su propia autoconciencia: ya no se trata del deliberado recorrido hacia la percepción bicameral de la identidad, sino una comprensión extensa y profunda sobre lo que el parque puede ser. No se trata sólo de la aventura del Western, la percepción fatua de una fantasía elaborada. “Westworld” es un mundo en sí mismo, tan violento como delicado, frágil ejemplo de una ecosistema enigmático que la serie empieza a mostrar con mano firme y pulso exquisito.
El argumento regresa a su modelo estratificado: Los personajes vuelven a los escenarios familiares, pero de pronto, no son ellos mismos, sino versiones específicas y depuradas de lo que fueron. La soledad profunda y temible de un escenario devastado a balazos, con los cadáveres yaciendo bajo el sol, demuestra el horror de la rebelión que comienza con la última escena de la primera temporada y que apenas se esboza en la segunda, mero contexto un poco envilecido por la frialdad pragmática de “un suceso”, como se empeña en llamarlo Karl Strand (Gustaf Skarsgard), la nueva cabeza visible de la defenestrada junta directiva y al parecer, el encargado inmediato de resolver lo que sea que haya ocurrido en el parque. Porque, la segunda temporada no se toma concesiones ni tampoco, tiene la menor intención de hacer sencillo el juego de percepciones temporales y conceptuales de la historia. Otra vez, hay al menos dos líneas temporales que se entrecruzan para construir la historia y entre todas, los personajes avanzan entre tropezones, superados, disgregados o convertidos en símbolos de la tragedia. En especial, Bernard Lowe ( Jeffrey Wright)quien transita en medio entre la confusión, intentando ocultar su naturaleza robótica y luchando por recobrar su propia cordura. Como si de un reflejo deformado del parque en caos se tratara, Bernard va de un lado a otro, como rehén involuntario de su condición y a la vez, testigo privilegiado de lo que ha ocurrido. A su lado, Charlotte Hale (interpretada por la exquisita Tessa Johnson) demuestra que el control de DELOS sobre el Paraíso insular futurista es mucho mayor de lo evidente. Y lo que resulta aún más inquietante: que su mera existencia no es en absoluto inocua, sino más bien una representación casi vil sobre la conveniencia y el uso de la información masificada como moneda de cambio. Para la segunda mitad del primer capítulo, “Westworld” deja bastante claro que la percepción sobre el bien y el mal se construye a través del miedo y de la derrota de toda individualidad. Como si de un totalitarismo misterioso se tratara, incluso se revela que las mentes de los anfitriones están unidas en un gran enjambre que les vincula como a un ejército sin rostro “Todo anfitrión depende del otro” dice Bernard, temible en su hierática calma y dolorosa fragilidad.
Pero sobre todo, la segunda temporada de “Westworld” aumenta la apuesta sobre lo espectacular de su argumento y define mucho mejor el camino a seguir. Con la rebelión en puertas, los anfitriones cazando huéspedes con completo desparpajo y buena parte de los secretos revelados, la noción sobre la existencia misma parece quedar en segundo plano, mientras el parque toma relevancia como personaje central de la narración. Queda claro que “Westworld” es mucho más que una diversión cara para una elite distópica: en realidad se trata de algo más cercano a un macro universo de extensión desconocida en la que la idea de la rebelión parece extenderse como una extraña infección. En una de las escenas más misteriosas del capítulo, el cuerpo de un tigre de bengala robótico, yace a la orilla de una de las playas inesperadas de un continente aun sin forma. “Estás muy lejos de casa” dice Strand, en tono preocupado y pesaroso. Y es bastante claro que lo que rodea a este Universo invisible que gravita alrededor del pequeño fragmento que conocimos, crecerá y aumentará en complejidad a medida que se hace más cruel, más violento, más cercano a la vida real que trata de imitar.
El único que parece preparado para la venidera hecatombe es William o el hombre de negro (Ed Harris), para quien el parque convertido en trampa mortal parece ser un deseo inconfesable hecho realidad. Sobreviviente casi por carambola a la primera matanza, intenta comprender los límites de la verdadera circunstancia que sacude los cimientos del mundo que ayudó a crear y además, es el límite de sus obsesiones. De nuevo a caballo de su pura sangre negro — tan sintético y enigmático como el resto de las creaciones del parque — el único hombre que deseaba el caos en “Westworld” es ahora una víctima propiciatoria muy cerca del desastre, rozando lo marginal en medio de una búsqueda íntima y un inesperado reto: Roberto Ford (en su encarnación robótica infantil) le recuerda que aún “hay mucho que descubrir” y que ahora “comienza el juego”. Pero William parece tener poca paciencia para el desafío y acaba la invitación a balazos. El caballero negro, piedra angular de todos los enigmas sin resolver de la primera temporada, vuelve para convertirse en un pasajero extraviado en la segunda.
La segunda temporada también usa el cuestionamiento como base de todo su argumento. Pero la pregunta cambia: de “¿Quién soy?” parece evolucionar a la mucho menos estimulante “¿Dónde estamos y por qué?”, toda una declaración de intenciones de los productores sobre el futuro de la serie. Un parque convertido en una distopía inquietante, una percepción sobre la incertidumbre que refleja el anuncio de una desgracia inminente. Entre ambas cosas, la serie aprende de sus errores y emprende una travesía sin norte hacia una complejidad inquietante. Una nueva versión del Universo posible (con nuevas zonas, áreas en construcción, mundos dentro del mundo) que construyen la evidencia del poder y la capacidad para la creación desde una perspectiva siniestra. Quizás su elemento más relevante.
jueves, 19 de abril de 2018
Crónicas de la ciudadana preocupada: Venezuela, tierra arrasada.
En la esquina de la calle en la que vivo, suele organizarse un pequeño mercado improvisado. “Los Andinos”, le llaman los vecinos, aunque en realidad nadie sabe muy bien de dónde proceden el grupo de agricultores de rostro curtido que cada miércoles, ofrecen sus productos en pequeñas cajas de madera. Cada vez más escasos, de peor aspecto, mucho más costosos. De pie frente a la pequeña multitud que se apelota — que término tan desagradable, pienso con cierta angustia, pero es el único que se me ocurre — en las improvisadas mesas de madera, tengo la sensación que el “desastre” está por llegar. Por supuesto, no sé qué consiste esa tragedia tantas veces anunciada, que parece condensarse lentamente en las calles rotas y malolientes. Una mera sensación quizás, de una debacle tan cercana que parece inevitable, aunque no lo sea.
El grupo de vecinos se mueve como ola débil a la derecha. Nadie lleva bolsas de plástico colgadas a los brazos o preguntas precios. Hemos llegado a ese estadio de la crisis en que el dinero no tiene absoluto valor o el que tiene, se degrada tan rápido que dejó de ser otra cosa que el recuerdo de algo más complejo en un país en ruinas. Por supuesto, en Caracas, la sorpresa y el asombro dura muy poco. Hay una erosión insoportable, como si el lento fluir de desgracias cotidianas redondea los bordes de la tristeza, nos convirtiera a todos en seres petrificados por un miedo invisible. Ya nadie se sorprende de los grupos que comen de la basura, ya nadie se lamenta de los mendigos con ropas limpias que van de un lado a otro en esta Caracas desmemoriada. Pero ahora, de pronto, el peligro del caos es de nuevo inminente. O me lo imagino, deseo creerlo, aunque no sea verdad.
Una anciana mira el puesto de las frutas con ojos cansados y tristes. El cabello blanco tiene un aspecto descuidado — mal cortado, sucio, un poco en punta — y la bata de tela floreada parece flotar sobre su cuerpo delgado. Sé que es la madre de dos emigrantes, que huyeron de Venezuela hace unos meses atrás. Que sobrevive gracias al dinero que ambos pueden enviar y la mísera pensión que el gobierno escamotea a los jubilados. Sé que hace dos semanas, cayó desmayada en la calle que cruza a la mía, que alguién llamó a una ambulancia, que los enfermeros la atendieron allí mismo, tendida en el concreto. “Hambre” dijo uno de ellos. “La señora tiene días sin comer, eso está pasando mucho. Le vamos a poner un suero. Pero después…”
Después. Hoy es después, pienso mientras la miró contemplar la fruta que no puede pagar, la carne que debe resultarle un lujo inaccesible. Siento un tirón de simpatía, de indudable y desesperada solidaridad. Me pregunto que ocurriría si…si debo…Me quedo de pie cuando ella cruza frente a donde me encuentro y sigue su camino, la cartera de lona apretada contra el pecho flácido. No me atrevo a seguirla, a traerle de nuevo frente al mostrador, a pedirle escoja lo que quiera. Y no lo hago, porque no sé si podré pagar lo suyo y lo mío, porque no sé si el costo de esa fruta de aspecto tristón y la carne envuelta cuidadosamente en pequeñas bolsas de plástico, exceda mi trabajo semanal, del mes, quién sabe si de más tiempo. Y siento miedo. Una sensación espeluznante de angustia que me consume, que me deja abandonada y sin fuerzas en mitad de las voces de la multitud, del tráfico más allá.
— Duele ¿No?
La voz de mi vecina me sobresalta. Nos hemos conocido durante buena parte de mi vida. Uno de esos rostros familiares que forman parte de tu mundo aunque no lo sepas, no lo aceptes, ni siquiera te parezca importante admitirlo. Suspira, se rasca la barbilla arrugada. Es una mujer fuerte, madre de tres, viuda de un hombre a quien solo conozco en fotografías. No tenemos demasiadas confianzas la una con la otra. Dos extrañas en medio de la debacle.
— No sé si me vuelvo mezquina o me vuelvo ruin — le digo.
— Que bonitas palabras para decir que estás asustada.
Caminamos juntas por la línea entera del Mercadito. Más allá, el paisaje es aún más paupérrimo, envilecido por la miseria. Las mesas están rebosantes de verdura de aspecto recio, recién sacada de la tierra. Los campesinos ya no confían en alguien más para vender, para llevar el fruto de la cosecha y negociar el costo. Ahora viajan a Caracas de diferentes lugares del país para intentar sobrevivir con lo pocos que le queda. Miro sus rostros, duros por el sol, cristalizados en el ámbar de una tristeza digna que me llena de una sensación de desamparo difícil de explicar. Los últimos rastros de una Venezuela que casi no recuerdo.
— ¿Usted no lo está?
— Como nunca lo he estado — reconoce mi vecina — no saber que ocurrirá es el peor suplicio que se le puede ocurrir a nadie.
— Es como no existir — digo de pronto, aunque no sé porqué lo hago — como no estar, flotar en medio de todo lo que te da miedo. La inseguridad, la pobreza latente, la amenaza del hambre.
— Venezuela es una desgracia mija — dice entonces mi vecina y noto su tristeza tan profunda como la mía, tan dura y callosa como si cien pensamientos distintos la hubiesen golpeado por demasiado tiempo — una que se lleva a cuestas, que nunca deja de padecerse. Si te quedas, tienes miedo por lo que ocurrirá. Si te vas, tienes miedo por lo que les pasará a los que dejaste. No sabes como afrontar esta debacle, esta guerra que no pasó.
Lo he pensado antes. Mis abuelos llegaron a Venezuela huyeron de la Postguerra Europea y por años, las pesadillas les aterrorizaron, sobre todo a él, que huyó como pudo de una Italia devastada hasta los cimientos. Ella jamás me habló sobre como eran las noches de bombardeos, el terror de la muerte en todas partes, el hambre. Él sí lo hizo. A escondidas, sin que ella nos escuchara y pudiera aterrorizarse otra vez. Me habló de las calles cuarteadas por las bombas, de los gritos de los heridos que nadie socorrió, del terror como el aguijón de un insecto temible. El miedo en la piel, en el aliento. En las manos abiertas. El miedo en el sabor del aire, en la textura de la Oscuridad. “Uno no sobrevive a ese miedo completo” me dijo una vez, caminando juntos por la vieja casa familiar. “La oscuridad te quita pedazos a dentalladas, furiosas, viles”.
Pienso en esas palabras, en la Venezuela arrasada por una guerra que nadie libró, que ya no tiene fuerzas para batallar. De las calles rotas de bombas que no cayeron, de las víctimas sin nombre, anónimas. Sin propósito. Esa oscuridad, ese terror incólume, esa sensación que al mundo lo devoran las sombras, los rencores y dolores. El espíritu quebrantado, ya sin fuerzas. La Guerra contra lo que no existe. La Nada de Ende, llevada a otro nivel más absurdo, primigenio, mortal.
— Por primera vez en mi vida adulta, no sé qué ocurrirá en mi vida — confieso a la vecina con la que apenas cruzo palabra, la desconocida. Tal vez es mejor así — no sé que pasará esta noche. O mañana. Como protegeré a mi familia, como…
Se me cierra la garganta. Ella extiende la mano y me aprieta el hombro. También tiene los ojos llenos de lágrimas. ¿Hace cuanto que ambas lloramos? No lo sé. No sé cuándo empezamos. Me aterra el pensamiento que no sé si podré parar.
— Nadie lo sabe, mija. Venezuela se detuvo como un reloj roto.
Hace muchos años, cuando era más jovencita, intenté reparar un reloj de leontina que encontré en una vieja gaveta de un mueble familiar. Me esforcé por horas, días enteros, pero logré descubrir que andaba mal con el mecanismo, que lo había dañado de manera irremediable. Una noche, le comenté a uno de mis amigos más queridos mi pequeña gran empresa frustrada. Me dedicó una mirada misteriosa.
— ¿No lo sabes? Los relojes nunca pueden repararse. Una vez que se rompen, el tiempo deja de correr y no importa lo que hagas, jamás volverán a funcionar bien. Como si los aplastaran los días y las horas que olvidaron.
Qué poético, que dulce, que cursi, pensé con sorna. Ahora recuerdo la anécdota, caminando entre la multitud que se dispersa, la mano apoyada en el pecho, un pequeño paquete de frutas de olor dulzón colgada al brazo. Miro la calle donde crecí, en la que me hice adulta y tengo la sensación que no existe. Que dejó de existir hace mucho tiempo, que Venezuela murió y soy un deudo ciego, torpe, simple que no sabe dónde está el rostro rígido del cadáver para darle un último beso. No hay despedida, no hay adiós. Venezuela simplemente se desplomó en la oscuridad. En la que te roba el espíritu a mordiscos, la que te deja rota y devastada, para siempre.
El desastre está a punto de llegar, me repito. ¿Cual? dice mi parte más cínica, la que conoce demasiado bien a la Venezuela en las sombras. Camino, en medio del silencio y me pregunto a qué estoy aguardando, qué debo temer, que me espera más adelante. Cual es el sonido de la oscuridad que nos espera a todos un poco después.
Etiquetas:
Venezuela,
Venezuela Actual,
Venezuela en emergencia
miércoles, 18 de abril de 2018
De la belleza de la palabra: Todas las buenas razones por las cuales deberías leer a Gabriela Mistral si aún no lo haces.
Se suele decir que los iconos nacen desde la periferia, haciéndose cada vez más poderosos y significativos a medida que se analizan desde su poder para trascender. Algo semejante ocurre con Gabriela Mistral: En su natal Chile es un ícono, sólo equiparable quizás a Neruda o a Bolaño. No obstante, al contrario de sus coetáneos, a Mistral se le conoce como símbolo de lo posible, una expresión profunda sobre la cualidad de las letras Chilenas. Más allá de su larga carrera literaria, Gabriela Mistral parece ser el rostro inquieto y apasionado de un Chile misterioso. Una huella de un pasado profundamente metafórico en el mundo de las letras. Se trata de una adoración que desborda lo literario para transformarse en algo más: su cara se encuentra en los billetes de 5000 pesos y un Centro cultural de considerable importancia lleva su nombre. De manera que Mistral es Mistral, una leyenda atípica que se basta así misma para sustentarse y crear toda una noción sobre si misma y sus repercusiones.
Y es que la autora que ganó el premio Nobel en 1945 es además una figura controvertida por su falibilidad, por su dureza y sobre todo, por existir en dimensiones por completo nueva que hasta entonces, eran asombrosas para una mujer. Sobre todo, en un país tan severo y tradicional como el Chile que le tocó vivir. No sólo fue una militante comunista -y se habló por años sobre el riesgo que como autora había corrido al hacer evidente su simpatía política — sino además, dejó muy claro que su identidad tenía una relación indeleble y directa con su estilo al escribir. Controvertida y asombrosa, Mistral no sólo luchó contra los prejuicios que pudieron disminuir su brillo, sino que los usó como puente para crear una forma de comprenderse así misma que llegó a ser parte de su identidad como escritora. Porque Mistral, compleja y difícil de comprender, creó su propio mito. Lo cimentó desde las aristas, lo soportó desde lo desigual y lo crítico. Se asumió distinta y actuó en consecuencia.
Tal vez por ese motivo, parece que Mistral es mucho más dura y frontal de lo que nunca lo fue Neruda — que también fue comunista — y que su notoria elocuencia política tiene relación con el habitual cuestionamiento sobre su manera de interpretar su propia obra poética. Aún así, su trascendencia está cercana a una forma de asumirla como elemento histórico que incluso el valor elemental. Como mujer y creadora, Mistral se aleja de cualquier cliché y crea para si misma una imagen que calza perfectamente en el ideario de una figura literaria de su calibre. La primera mujer en ganar el premio Nobel en lengua española, que a la vez era docente y diplomática, no parecía conformarse con la idea de transitar ese estereotipo del escritor recluido, en su idea sobre el mundo, en su perenne búsqueda de significado. Mistral no era una víctima de sí misma ni tampoco de su talento. Era una creadora con el libre albedrío de comprender hacia donde le conducía sus búsquedas y obsesiones. Hacia donde quería encaminarlas.
Mistral logró además, que la poesía pasara de ser un género secundario en su país para convertirse en algo más orgánico y poderoso. Ya en 1918, los libros de Vicente Huidobro comienzan a construir lo que sería una nueva forma de comprender el lenguaje metafórico y poético. Pero fue Gabriela Mistral en 1922 con su libro “Desolación”, la que logró brindar toda una nueva dimensión al hecho de la poesía como género que sustenta un considerable poder de arraigo en la literatura de su país y de quizás, latinoamérica. Postmodernista, hermosa pero sobre todo con una enorme profundidad en el uso de significado y la belleza como una forma de trascendencia, la poesía de Mistral creó todo un nuevo matiz sobre lo que la poesía podía ser y más allá de eso, todo lo que necesitaba ser en medio de un panorama literario en constante transformación.
Con frecuencia se le acusa a Mistral de audaz, como si se tratara de un defecto que debería lamentar su obra literaria. No obstante es su audacia, su capacidad para la creación y la profundidad de su búsqueda de respuestas sobre el existencialismo, lo que le brindan una visión renovada de lo que podría ser todo un nuevo planteamiento desde la poesía. Con su libro “Tala”, Mistral no sólo deja claro que su búsqueda poética implica una renovación del género y la comprensión del elemento simbólico como parte de su obra, sino algo mucho más directo y preciosista. Mistral no tiene mayor prurito en analizar su obra desde la periferia, en hacerse preguntas insistentes sobre la poesía como vehículo espiritual. Y lo hace con ardor, con fuerza, con un poder enajenado y profundo que transforma su obra en algo casi doloroso. “Una socarradura larga que hace aullar”, por usar una expresión suya, como dijo en una oportunidad.
Y es que para Gabriela Mistral, la poesía no era sólo una percepción de la realidad, sino la realidad misma. Un tejido conjuntivo de la percepción cruzado a través de palabras, de ideas contrahechas y de lamentos. Con una precisión que en la actualidad continúa sorprendiendo, Mistral logró entretejer el fino hilo de su pensamiento con algo más primitivo, con un ardor que parecía guardar una cierta coherencia con esa percepción del futuro y la incertidumbre que se suele decir, es parte de todo pensamiento poético. Pero aún más, Mistral supo enlazar esa desesperación crasa con algo más perdurable: una evidente belleza que queda envuelta en su capacidad para imaginar lo que teme y lo que ama entre las palabras. Una expresión de fe hacia lo que la literatura puede ser y sobre todo, lo que necesita expresar a través de su necesidad de ser reflejo de la realidad.
Una y otra vez, Mistral parece transformarse y construirse a la medida de quien la mira. Desde la dura militante del ideal a la sincera poeta de vocación desesperada. De símbolo del arte por el arte, al espíritu apasionado por la creación y los límites del verso como forma expresiva. No obstante, Mistral es mucho más que los estereotipos que intentan definirla. Es un misterio entre misterios, una forma de asumir el poder de la poesía dentro de su necesaria capacidad de transformación. Y quizás ese sea su triunfo, su poder creador, el núcleo esencial de su propuesta artística.
Gabriela Mistral murió en 1957 pero su obra sobrevivió a las críticas, los dolores pasajeros y el cansancio existencial. A las etiquetas que intentan definirla sin éxito, incluso al ícono que la poeta creó sobre si misma. Quizás, la mejor forma de trascendencia a la que pudo aspirar.
Etiquetas:
escritora,
escritoras,
Gabriela Mistral,
Writer,
Writers
martes, 17 de abril de 2018
En defensa de Elle Woods. Vestir de rosa está bien.
La primera vez que vi “Legally Blonde” ( Robert Luketic — 2001) me gustó muchísimo. Eso, a pesar de las críticas, las burlas y el estigma que la rubia Elle Woods vestida de brillante Rosa, despertó entre mis amigas, por aquel entonces todas muy feministas, muy conscientes de su papel histórico pero sobre todo, muy desconfiada de aquel nuevo ídolo de lo femenino que llevaba un pequeño chihuahua en el bolso, altísimos stilettos de Prada (de la temporada anterior, todo hay que decirlo) y cuyo mensaje, parecía basarse en una reivindicación de lo femenino desde las reglas idealizadas de la fantasía masculina sobre la mujer deseable. Después de todo, Elle era rubia, millonaria y sobre todo, en la cúspide del privilegio cultural estadounidense. ¿Qué podía mostrar a las mujeres del mundo que batallaban a diario precisamente contra su imagen y lo que representaba? Pues mucho, en mi opinión.
— ¿Me estás diciendo que la épica de la rubia tonta que logra un titulo Universitario es ahora una especie de alegoría a la mujer independiente? — se burló una de mis amigas, a quién la película le había irritado especialmente — ¡Por favor! Es una estupida manera de trivializar el empoderamiento femenino. Mujeres que en lugar de ser modelos deciden ser abogados, manicuristas que luchan contra el amor de su vida. ¿Qué tiene eso de académico, importante, sobresaliente?
Para mí, mucho. Para empezar Elle Woods era el prototipo de la Barbie con que todas las mujeres habíamos crecido, para bien o para mal. La mujer inalcanzable, extraordinaria y triunfadora que deformaba el estereotipo de lo femenino formal hasta crear algo tan superficial que resultaba doloroso. Rubia y delgada, además, como el retorcido canon que las revistas y películas imponían a diario como espejismo de lo que la mujer podía ser. Pero el personaje era mucho más que eso: de hecho, su emblemático aspecto no era otra cosa que una trampa sutil hábilmente armada para dialogar sobre los temas que a la mayoría de las feministas no nos encanta hablar. Porque incluso, dentro de un movimiento político que insiste en llamarse desprejuiciado y profundamente independiente, hay una sutil discriminación. ¿En cuántas ocasiones no había escuchado discusiones sobre la forma de vestir de otras mujeres en contraposición a su pensamiento político? ¿La insistencia en la necesidad o no del maquillaje, el atuendo femenino, incluso la feminidad tradicional en contraposición al fundamento de la defensa de los derechos de la mujer? ¿El hecho básico y circunstancial que incluso entre mujeres había una invisible pero evidente necesidad de señalar la apariencia — la idiosincracia, el comportamiento, el origen étnico — como una forma de convalidar las ideas? Elle Woods, rubia y esbelta, llevando trajes de diseñador de un rosa chillón, dejaba muy claro esa percepción sobre la mujer que debía debatir el sentido de su propia identidad frente a otras mujeres e incluso, percepciones sobre lo moral y lo ético, elaborados bajo la concepción de un menosprecio directo contra la mujer que no encajaba en ciertas ideas sobre la mujer que batalla por sus ideas. La película y el personaje, de hecho no dejan de burlarse de la idea de la “rubia tonta” para después, convertir la idea en algo mucho más poderoso y firme. Una concepción sobre la inteligencia femenina sutil y sensitiva que se sostiene sobre una percepción emocional del género.
Claro está, se trata de un cierto feminismo primario — y en eso estoy de acuerdo con la mayoría de las críticas — pero con la suficiente contundencia para dejar claras algunas ideas de enorme relevancia e importancia. Elle se trata a sí misma como un estereotipo y de hecho, durante el primer tramo de la película, es una caricatura torpe de la rubia frágil y vulnerable, toda sonrisas y deseos de complacer, que el cine eternizó desde que Marilyn Monroe sonrió en pantalla y deslumbró a toda una generación. Pero Elle Woods también tenía mucho de Grace Kelly en “La Ventana Indiscreta” de Hitchcock, espléndida, hermosa e intocada, pero también capaz de trepar ventanas, colarse en departamentos de posible asesinos en serie y ser lo suficientemente intrépida para enfrentarse en una conversación coloquial con un Jimmy Stewart destinado a convertirse en el interlocutor de la masculinidad norteamericana de los años cincuenta. Reese Whiterspoon logró dotar a su personaje de una inteligente mezcla de vulnerabilidad, sensatez y firmeza que de pronto, eran mucho más importantes que el despliegue de bellos trajes a la medida (siempre rosa), la gloriosa melena rubia y la sonrisa perenne. Porque Elle Woods era poder puro y de hecho, tanto y de tantas formas, como para crear un discurso convincente sobre la mujer que triunfa en medio de un hostil mundo masculino.
Claro está, vivimos en un mundo hipócrita. En uno en el que a menudo se considera que una mujer “demasiado femenina” en ocasiones es menos inteligente o tiene menos legítimos derechos de convalidar sus ideas, por el mero hecho de como luce. De la misma manera que se menosprecia a la mujer por no calzar en el canon reluciente y tradicional de lo femenino edulcorado y consumible, lo cual resulta una ironía tan desconcertante como común. De una u otra manera, una mujer de nuestra época parece siempre encontrarse en mitad de una batalla incómoda en como demostrar su valor sin recurrir a viejas ideas sobre su permanencia, poder y capacidad. Y Elle Woods, que llegó a Harvard casi sin quererlo, que batalló por ser tomada en serio en un grupo árido que la estigmatizó de inmediato, era el símbolo de esa lucha singular que toda mujer lleva a cabo antes o después en su vida. El personaje además, convalidó las tradicionales cualidades femeninas -la lealtad, la generosidad, la disposición a comprometerse, el apoyo moral e intelectual a otras mujeres — y las transformó en fortalezas, en un entorno dominado por hombres que precisamente las considera debilidades. Cuando casi nadie hablaba sobre sororidad, apoyo emocional y sobre todo, el poder de la mujer traducido como una forma de comprensión del mundo desde lo femenino, Elle Woods lo elaboró como un sistema de valores y percepciones de enorme valor argumental.
— Entonces, según tú, deberíamos olvidar a Simone de Beauvoir en beneficio de esta niñita ricachona vestida de rosado, una Barbie del mundo real que triunfa con toda facilidad — me reclamó alguien, para quién mi opinión sobre la película resultaba poco menos que ofensiva — entonces, habría que ver el feminismo desde los zapatos caros, la ropa bonita y el cabello bien peinado.
Habíamos sostenido esa discusión en más de una ocasión, sobre todo porque mi amiga — miembro de un nutrido grupo de feministas que consideraban que los símbolos femeninos considerados tradicionales eran poco menos que imposiciones patriarcales — consideraba que mi percepción sobre lo físico y la presión estética era “tibia” y cuando menos “hipócrita”. Seguía sin comprender porque llevaba un corte de cabello a la moda — “Te lo impone el canon comercial” me insistió en más de una ocasión — o el motivo por el cual disfrutaba especialmente maquillandome. O incluso, el motivo por el cual, mis fotografías me mostraban hermosa — una opinión subjetiva donde las haya — lo que no hacía más que enfatizar la idea de lo estético en lo femenino contra lo que batallamos a diario. Por supuesto, mi simpatía por Elle Woods, por su sonrisa amable, por sus sonoro caminar de zapatos altos por salones de clases y juzgados, le resultaba poco menos que ofensiva.
— Deberíamos aceptar que una mujer puede ser y verse como quiera, y sus ideas políticas continuarán siendo profundamente valiosas — le respondí en esa oportunidad — que el epíteto de la “rubia tonta” es tan ofensivo y directamente discriminador como “la machorra”. Que ambos son extremos de una idea simplista sobre la mujer, terriblemente simple y sobre todo, que contradice el motivo por el que todas nos llamamos feministas “la posibilidad de elegir”.
“Legally Blonde” no es el tipo de películas por la que pagaría una entrada al cine. O al menos no lo era en ese momento de mi vida. Llegué a la butaca por mera casualidad — la función a la que si deseaba asistir estaba agotada — y me encontré a solas en medio de un grupo de niñas adolescentes que reían y hablaban en voz alta sobre “la super Barbie”. Estuve a punto de levantarme y salir de la sala…cuando de pronto, me encontré preocupada porque aquella preciosa y en apariencia simple “Delta Nu” que había tomado la decisión de ir a la Universidad “por amor”. Ah, que razón tan sencilla, ridícula y tópica, pensé con cierto cansancio…pero después me sorprendí, cuando el guión no sólo elaboró una idea clara sobre esa batalla entre el estereotipo y las expectativas y creó algo más firme, concluyente y evidente. Elle no sólo es una mujer que decidió cambiar su vida, sino que confía en lo que tiene que ofrecer. Que además, es absolutamente franca en su estilo de vida y sus opiniones, que no considera que debe avergonzarse por su delicadeza, su elaborado maquillaje, sus conocimientos sobre Moda, su fortaleza intelectual. Recuerdo lo mucho que me sorprendió la manera como la película debatió sin disimulo una idea que me había obsesionado desde la niñez, esa directa y espléndida noción sobre la mujer que puede ser lo que quiera — y lucir como quiera — en el ámbito de su preferencia. Una mujer fuerte — porque Elle lo era — que podía lidiar con los estereotipos y crear algo nuevo a través de ellos. De construir una idea poderosa, enfática y lo suficientemente poderosa como para construir una forma de ver el mundo por completo personal.
Claro está, “Legally Blonde” no es un manifiesto feminista perfecto ni tampoco pretende serlo, que es uno de sus triunfos. Elle Woods está rodeada de todo tipo de privilegios: desde la belleza, su posición económica, ser blanca y cis en un mundo que justamente valora esa uniformidad al momento de analizar lo que somos y creemos a partir de ideas más o menos elementales. Pero Elle está consciente que ese privilegio es parte de su relación con el mundo, no un limitante ni tampoco una percepción que le haga analizar su capacidad para comprender hechos morales más complejos. La búsqueda de justicia de Elle es del todo sincera, pero también fundamentada en una idea profunda y elocuente: cree con franqueza en la necesidad de construir una percepción sobre el mundo a la medida de su ideal.
Además, Elle Woods debe lidiar no sólo con los prejuicios femeninos — que saltan a la vista y que encarna por completo el personaje de la actriz Selma Blair — sino además, comprender el hecho persistente que para los hombres su aspecto físico construye un versión de la realidad que la simplifica y la convierte en una estereotipo banal. Sin duda, algo con lo que todas las mujeres hemos lidiado antes o después: Tenía once años recién cumplidos cuando un desconocido en plena calle me gritó que debía “peinarme para verme como una señorita” y “dejar de verme como un hombrecito”. Era un hombre que me triplicaba la edad — probablemente, aún más — y que me dedicó una mirada dura y casi violenta por el mero hecho de atreverme a ir por la calle con el cabello despeinado y jean. “Hay hombres que están convencidos la mujer debe ser una figura de su imaginación” me dijo mi abuela cuando se lo conté. Ya me había sucedido antes: Como la vez que mi primo me insistió que jugar con su grupo de amigos “no era de muchachas” y me miró de arriba abajo. O cuando uno de mis tíos se escandalizó por el largo de mi falda (un par de dedos sobre unas rodillas muy flacas). De pronto, me encontré pensando en todas las cosas que podía hacer — y las que no — debido esa presión invisible, es muro infranqueable, del deber ser o el no ser. O mejor dicho, esa insistencia social en la que nunca había reparado, de ser lo que se esperaba de mí o al menos, lo que mi cultura suponía era lo mejor para mi.
Es un pensamiento extraño, cuando lo tienes. Y luego, no puedes olvidarlo. Porque de alguna manera cambia todo lo demás, lo recompone y lo hace encajar dentro de esa idea. ¿Por qué debo tener el cabello largo o corto? ¿Por qué debe gustar maquillarme o no? ¿Por qué debo pensar en que seré madre? ¿Por qué debo casarme? ¿Por qué debo obedecer toda esa múltiple y cada vez compleja variedad de pensamientos e ideas que parece conformar la identidad de una mujer? Es curioso pensarlo de esa forma y sobre todo, doloroso. Porque de pronto, encuentras que no estás sola en el asunto. Comienzas a preguntarte cuantas mujeres a tu alrededor — las que conoces, las que te tropiezas por la calle, las que miras en las revistas — se esfuerzan como se espera que tu lo hagas por encajar en ese esquema de valores. Cuantas lo hacen por gusto, por costumbre, por necesidad, porque no conocen algo más. Y cuántas como tu, también se hacen las mismas preguntas. Cuantas miran a su alrededor y se preguntan ¿por qué deben ser así las cosas? ¿Por qué deben ser de esa manera exacta? ¿Por qué es necesario que lo sean?
Claro está, nadie se cuestiona con esa claridad. Ni con esas palabras. Pero está la incomodidad, esa ligera sensación de inquietud. O al menos a mi me ocurría. Mucho años después, llegué a pensar que Elle Woods simbolizaba desde su aparente simplicidad, esa idea sobre la mujer debida, la existencia, la aceptable, la que debía construirse a partir de algo más evidente que la mera percepción sobre los elementos que la crean como idea. Elle Woods, que llegó a una Universidad prestigiosa para conquistar al hombre de su vida y encontró que tenía deseos, necesidades y aspiraciones propias tenían un inusitado valor. Algo con lo que cualquier mujer puede identificarse: Y no sólo con asuntos tan intrascendentes como el comportamiento social, como me veía o debería verse. Elle Woods, en rosa y zapatos de tacón alto, me recordó a mi misma en la adolescencia, cuando comenzó a preocuparme que buena parte de mis escritores favoritos fueran hombres porque así lo había aprendido, que casi todas las heroínas televisivas y cinematográficas con las que me tropezaban fueran apenas una apendice del masculino, una figura preciosa y desdibujada que parecía perderse en la historia. Y me comenzó a inquietar también, esa otra realidad tan sutil como desdibujada, la de todos días. La que forma parte del cotidiano cuando vives en un país machista como el mío: las calles llenas de niñas embarazadas, los periódicos llenos de noticias de mujeres golpeadas y violadas. Esa noción sobre la desesperanza y el fatalismo latinoamericano que parecía tan relacionado con las mujeres, con lo femenino y su legado. De pronto, me encontré preguntándome si había algo en mi, en mi género y mi manera de ver la realidad para que el mundo se empeñara en verme como algo secundario, accesorio, dependiente por completo de una idea aparentemente superior.
— Eres una mujer y llegaste a la misma conclusión que cientos de mujeres antes que tú — me explicó L., mi profesora de sociología en la Universidad y que fue la primera en tomar todas esas ideas y organizarlas bajo cierto aspecto — . Hay una cultura que sostiene esa visión sobre la mujer menospreciada y sobre los roles y tópicos que se suponen deben cumplir. Y ahora, te preguntas por qué debes aceptarlo y que pasará si no lo haces.
Cuando tienes dieciséis años y alguien te habla en esos términos, tienes la sensación que tu mundo se sacude un poco. O al menos, a mi me ocurrió. De pronto, me encontré pensando en que esa inconformidad, esa preocupación constante no se era algo accidental, tampoco una rareza. Millones de mujeres antes que yo y con toda seguridad, cientos después de mi, se preocupaban por los mismos temas, por los mismos extremos, por los exactos problemas que me inquietaban a mi. Y todo ese conjunto de preocupaciones e inquietudes, tenían un nombre. O mejor dicho, tienen un motivo real, una forma de comprenderse, sustentarse o manifestarse.
— O sea que para ti una rubia idiota es una especie de epifanía. Soy rubia y triunfo y eso, demuestra que la teoría feminista está equivocada — dijo alguien con quien trabajaba en un un grupo sobre identidad femenina. La idea me pareció lamentable, dispareja, un poco triste.
— El mismo hecho que la consideres rubia y tonta, es una forma de menosprecio a lo que el feminismo puede ser — respondí — ¿Por qué se supone que las ideas políticas deben manifestarse como un ideal estético?
Eso es algo que aprendí desde muy jovencita, claro está. S oy feminista en un país lo suficientemente machista como para que resulte incómodo. Durante buena parte de mi vida académica y profesional, me he enfrentado a miradas de reojo, risitas bajo cuerda y cejas levantadas cuando pronuncio en voz alta la temida palabra “feminista”. Y lo hago con muchísima frecuencia, he de decir. Justo por el hecho que de pronto — y exactamente no supe cuando — la palabra se convirtió en una grosería, en una ofensa hiriente e incluso, en un teorema burlón. Algo como que ¿Eres feminista? ah vaya, que profunda tu causa con axilas velludas y senos feos al aire. ¿Por qué no hay feministas feas? ¿Por qué todas son gordas? ¿Por qué no hay feministas que admitan les gusta el sexo? ¡Vamos caramba, admítanlo!
— Bueno, lo dices tu, no yo: pero es obvio que en lo que respeta al feminismo hay una ruptura base y elemental que resulta preocupante a la distancia — dice mi amigo Juan, sociólogo, con quien suelo conversar de esas cosas. Juan se llama así mismo “observador de los debates de género” y disfruta de lo lindo cada vez que alguien me despierta “la señora maligna interior”, termino que define a mi otro yo discutidor y muy mal humorado. De hecho, nuestras conversaciones siempre suelen comenzar por ideas más o menos elementales como: ¿Por qué en Venezuela se crían machos y no caballeros? y matices al estilo. — Lo que ocurre es que ser feminista es enfrentarte al hecho no sólo de la defensa de lo que crees son tus derechos, sino además a algo más intangible. — Claro. Hablamos de una idea social tan antigua como esencial. El binomio de hombre y mujer.
La primera vez que supe era feminista ni siquiera sabía que había una palabra para definir la ira que sentí cuando una maestra de la escuela me llamó “machorra” porque preguntarle el motivo por lo que había cosas para “niñas” y para “niños”. Luego de una infructuosa tanda de preguntas, la mujer pareció impacientándose e insistiendo que una “niña de bien” no discute esas cosas. Las acepta.
— Entonces yo no soy una de esas niñas — recuerdo que le grité — yo quiero saber porque las cosas pasan así. Y no me gustan que pasen así.
A la maestra no le gustó nada ni el grito ni la actitud y terminé castigada por semanas sin recreo. Pero con todo, recuerdo con enorme claridad que me sentí especialmente bien — a pesar del castigo y las burlas de mis compañeras — por haber dejado claro lo que pensaba. Me gustó la sensación de poder que me hizo sentir. Y pensé que era algo muy bueno decir las cosas en voz alta.
De manera que con diez años, hice mi primera proclama feminista. O al menos, así podría interpretarse. Juan suelta una carcajada cuando se lo cuento. Una muy maliciosa.
— Lo que ocurre es que el Feminismo no es una idea simpática. Se enfrenta a tantas cosas a la vez, que es obvio y notorio que tropezará con alguna que se considere sagrada y sobre todo, de esas que la sociedad considera inamovible — me explica — una mujer que asume desea reclamar derechos y responsabilidades, se va a encontrar con que se enfrentará a la educación que le dieron en casa, con la cultura que le rodea e incluso con la religión que profesa la mayoría, no es sencillo.
No lo es. Recuerdo que la primera vez que comenté en voz alta que me atraían las ideas del feminismo, varios de mis amigos me miraron con la ya clásica expresión de “¿Y ahora que hacemos?”. Me encontraba en la Universidad, era una muchacha pálida y desgreñada que acababa de descubrir que la inquietud que había tenido durante años tenía nombre y no tenía el menor empacho en mostrarla. Uno de mis amigos se aterrorizó un poco con eso.
— ¿O sea serás un machista con falda? — me dijo. Lo miré extrañada. — Yo sólo aspiro a que nadie me tenga que juzgar por el hecho simple que soy mujer. Quiero ser un ciudadano a pleno derecho, nada más. — Ya lo eres — me recordó otro. — ¿Hablamos del código Civil?
Eso era un chiste viejo que hizo reír a todos. Después de todo, como estudiantes de Derecho, sabíamos que las leyes Venezolanas eran tan machistas como lo habían permitido la conservadora sociedad que había redactado las leyes vigentes. De manera que sí, todos asintieron, admitieron que tenía algo de razón — no toda — y me pidieron que al menos si empezaba a odiarlos, que les advirtiera para tomar precauciones.
— Lo haré, lo haré — les dije muy convencida. Y también reí. ¿Por qué no hacerlo?
Elle Woods o mejor dicho, esa expresión formal de fe y capacidad basada en lo femenino, es lo que hace al personaje valioso, a pesar de sus bemoles e indudables blanduras. Supongo que es muy fácil, resumir la idea del feminismo en un enfrentamiento directo con lo tradicional, aunque no tiene por qué serlo y de hecho, la mayoría de las veces no lo es. Pero hablar sobre un movimiento social estructurado de mujeres para mujeres, no siempre es sencillo, sobre todo para una cultura que todavía se pregunta por qué diablos las mujeres decidieron reclamar si todo estaba tan bien. Elle Woods, que es la encarnación de la mujer que la sociedad imagina como perfecta y que después, construye una visión sobre lo teórico de enorme valor ético, demuestra esas infinitas contradicciones, temores y pequeños estigmas que el feminismo aún lleva a cuestas.
— Se trata de una idea costumbrista: si todo funciona ¿Para que cambiarla? — me dice Juan — la mayoría de las veces, las feministas se tropiezan con esa percepción de “las cosas marchan como deben de marchar”, que invalida de origen el reclamo. Y sí claro: que una rubia vestida de Rosa simbolice el empoderamiento actual, puede resultar incómodo. Es algo complicado de analizar, sobre todo cuando no estás en una posición de poder.
Nací en una familia de mujeres inteligentes e independientes, a quienes nunca escuché llamarse así misma feministas, pero que de hecho, lo eran. Todas abogaron a su modo y desde sus trincheras por ideas que en otras partes del mundo, serían consideradas directamente políticas, aunque ninguna de ellas militó en movimiento social o cultural alguno. No obstante, cada una de ellas, se comprendió así misma desde la perspectiva de la revalorización de lo femenino: desde mi madre, que por años luchó por los derechos laborales de la mujer en la empresa donde trabajaba, hasta mis primas, varias de las cuales desafiaron los estereotipos femeninos Venezolanos cursando licenciaturas científicas con enorme éxito. También, en una familia de mujeres que se consideran bellas en el sentido tradicional, que llevan vestidos y zapatos altos, que además, consideran que está bien esa concepción del poder de la mujer más allá de una apariencia básica. Además, en mi familia aprendí que es necesario analizar y reflexionar sobre los derechos personales y sobre todo, de reivindicar lo que se considera justo en cada oportunidad posible. ¿Un primer paso para mi futuro feminismo? muchas veces pensaría que simplemente se trata de una toma de conciencia de la necesidad de asumir la responsabilidad cultural ys social sobre tus opiniones. Pero a veces me pregunto si el Feminismo como idea nació justamente de esa noción sobre lo que es justo y lo que no, sobre lo que aspiramos y lo que necesitamos más allá de lo que la sociedad nos impone.
De manera que sí, Elle Woods, de rosa, con un chihuaha en el bolso y conciente del poder de su mente y de su espíritu, es una forma de comprender a la mujer como símbolo que perdura por el mero hecho de contradecir discusiones intelectuales lo bastante injustas como para menospreciar lo femenino tradicional a través de una idea precisa sobre el género. ¿Existe un progreso exponencial con respecto a como se interpreta lo femenino actualmente? Nadie lo duda. ¿Es necesario insistir sobre la justo y lo injusto con respecto a lo femenino? Por supuesto que lo es. Y lo es en la medida que se mantiene una percepción más o menos idéntica sobre el deber ser de género durante buena parte de las largas décadas de lucha por la inclusión femenina. Desde el soterrado debate del “papel de la mujer como sostén del hogar” (y su obligación casi ancestral de someterse a un papel secundario en beneficio de la percepción de la familia) hasta esa insistencia en la identidad de la mujer sujeta a la maternidad, no es tan sencillo sustraerse de siglos de machacona insistencia en el papel secundario de lo femenino. Se trata, sobre todo, de esa percepción sobre la razón por la cual, la mujer sigue siendo analizada desde una dimensión única — el papel, el género y la identidad — y más allá de eso, de como se percibe así misma a través de los cambios políticos y sociales. Y Elle Woods, que contradice sin querer todos los clichés sobre lo femenino, hace un buen trabajo reconstruyendo el ícono con toda facilidad. No siempre es sencillo aceptar que esa mirada condescendiente continúa allí, que la lucha de ideas políticas debe enfrentarse no sólo a lo obvio, sino a algo más sutil: a esa comprensión de la mujer como parte de un esquema de valores y tradiciones que intentan definirla desde una inquietante visión genérica. Y una “Rubia tonta” con una ambición extraordinaria parece ser la manera más fácil de destruir una simplificación semejante. Una mirada hacia lo que la mujer puede ser — a pesar — del estereotipo.