jueves, 31 de mayo de 2018
La fotografía como testigo silencioso: La poderosa temeridad de Robert Capa.
El mito insiste que la noche antes de ocurrir la invasión a Normandía, todos los soldados recibieron la extremaunción. Un gesto triste y levemente tétrico que les hizo comprender a todo que la ejecución de la maniobra era algo más que un movimiento táctico y militar. Se dice también que se trató de un momento inquietante, lleno de enorme belleza, con el Capellán levantando las manos temblorosas y recitando las fórmulas sacras en voz muy baja. Se dice también que Robert Capa fotografió en secreto toda la ceremonia, aunque después, las fotografías se perdieron en un error inexplicable de laboratorio que arrebató a la historia un testimonio temible sobre el dolor de la guerra.
Por décadas, la fotografía fue considerada un arte menor, una especie de accidente de laboratorio que no revestía mayor interés que cierto aire experimental al que nadie le otorgaba verdadero valor artístico. Tuvo que transcurrir más de medio siglo desde su invención — o mejor dicho, su nacimiento como expresión creativa — para que la imagen instantánea pudiera demostrar todas sus posibilidades y además, demostrar el poder de su capacidad para reflejar la historia. Más allá de eso, su cualidad de registro exacto, invaluable sobre la memoria colectiva.
Para Robert Capa fotografiar tenía una directa relación con esa percepción de la fotografía como objeto histórico o en todo caso, su capacidad para serlo. El fotógrafo estaba convencido que la fotografía era no sólo una expresión del presente, sino de la idea dual de la realidad como un objeto de valor. Tal vez por eso insisto en más de una ocasión que era un “hombre sin miedo” y que esa temeridad suya, era parte de su trabajo fotográfico. “Ningún temor supera el deber de mostrar” llegó a decir, obsesionado con el documento fotográfico. El impulso le llevó a recorrer escenarios que muy pocos fotógrafos de su época se atrevieron a documentar y a brindarle una mirada personal a algo mucho más complejo, que el simple documento. No obstante, su visión sobre el temor y la fragilidad humana, también fueron partes de su lenguaje visual. Una mirada profunda y en ocasiones, devastadora no sólo sobre el hecho de la violencia sino también, del dolor que avanza en las imágenes como un discurso subyacente. Capa, tal vez sin proponérselo o quizás casi por accidente, documentó la guerra como un hecho humano, más que cualquier otra cosa.
Tal vez por ese motivo, se encontraba en Omaha Beach el 6 de Junio de 1944, un lugar en el que nadie quería estar. Capa no era soldado, tampoco tenía un arma. Sólo llevaba su cámara. Eso y la firme intención de captar el espíritu de una fecha que más tarde confesaría, intuyó era algo más que una maniobra militar a gran escala. Capa tenía un olfato privilegiado para reconocer el peligro, el riesgo y sobre todo, el peso histórico del trabajo que llevaba a cabo. Ya por entonces, era considerado uno de los mejores fotógrafos de guerra del mundo, pero las imágenes que captaría en Normandía, no sólo cambiarían para siempre la forma como la fotografía documental se comprende a sí misma, sino además, sentaría las bases de la percepción sobre el hecho fotográfico como elemento ineludible de la historia. A partir de las imágenes que Capa captó durante la operación Overlord, la imagen inmediata profundizó en su mirada sobre la historia — y como puede reflejarla — y la noción real sobre su posible trascendencia.
Capa era un hombre interesado en el suceso, más que la implicación emocional. Sus fotografías no son emotivas, mucho menos provocan una reflexión sensitiva. Pero aún así, tienen la suficiente contundencia para conmover. Las imágenes que captó durante el llamado “Día D” no son la excepción: son un escalofriante reflejo no sólo del movimiento militar y la colosal estrategia que los aliados llevaron a cabo, sino que son una reflexión — incluso involuntaria — sobre la violencia y la necesidad del poder de fuego en un momento crítico de la historia de la humanidad. A medio camino entre el manifiesto — el del observar lo que ocurre como parte de una historia que contar — y la percepción de su valor esencial, Capa logró expresar el desconcierto y la incertidumbre que todo enfrentamiento bélico lleva consigo. Pero además de eso, dotó a su trabajo de una peculiar percepción acerca del peso humano de la imagen. Capa no sólo fotografió a un escuadrón militar que avanzaba tierra adentro en el comienzo de una posible invasión: miró con atención a los hombres que llevaban sobre sus hombros la carga de la historia.
Se trataba de un momento histórico complicado: Para la primavera de 1944, la Segunda Guerra Mundial atraviesa uno de sus momentos más críticos. Los norteamericanos toman de manera progresiva el control del pacífico, gracias a maniobras como la toma de Iwo Jima, que marcó un nuevo curso de la historia en la región. Por otro lado, la coalición también triunfa en África, luego de vencer al Afrika Korps de Rommel. No obstante, la situación era bastante distinta en Europa continental, en su mayor parte aún bajo el control alemán. Así que, la decisión de atacar en un frente aliado al poder nazi era casi inevitable: Una maniobra que llevó meses construir y consolidar gracias a una larga serie de negociaciones a puerta cerradas, en ocasiones infructuosas. Por último, la inédita coalición de aliados tomaron la decisión de un ataque directo y en masa sobre las posiciones europeas de los alemanes para lograr abrir una brecha en sólida defensa militar.
La ofensiva militar se planeó para la mañana del cinco de junio, pero debido a problemas meteorológicos, se realizó al día siguiente. Capa se embarca con los soldados e incluso se cuenta, que insistió en vivir las mismas condiciones de la tropa durante el avance. Confesaría después que la experiencia le permitió comprender la profundidad del miedo pero sobre todo, la esperanza que la mayoría de los soldados tenían con respecto al ataque que se llevaría a cabo. El fotógrafo viaja a bordo del USS Samuel Chase, junto con la Compañía E del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería. Pasa la noche junto a los soldados como un miembro más del grupo. La mayoría no rebasan los veinticinco años de edad y no saben que les espera en las costas de Normandía. La compañía E será la primera oleada de la ofensiva y será la que mayores bajas tendrá en la batalla venidera. Capa no sólo tomó una decisión que supuso un riesgo personal en favor de la fotografía, sino que además asumió el poder de esa decisión sobre su trabajo fotográfico.
Omaha Beach resultó ser el lugar que más resistencia opuso a la invasión aliada. Las tropas alemanas, pertrechadas con armas de última generación para la época y una feroz conciencia de la defensa de un Estado militar, lucharon con un fervor patriótico que pudo haber marcado la diferencia, pero que encontró su reflejo en el frenético ataque de las fuerzas aliadas. Robert Capa se unió a la batalla como pudo, incluso a riesgo de su vida y contra el consejo de la mayoría de los soldados que le rodeaban. Sin protección alguna y llevando sólo sus dos Contax II, cargadas con película de 35 milímetros, Capa se esforzó por documentar lo que ocurría y lo hizo con un ojo privilegiado: corrió en medio de disparos, se arrojó en trincheras y vio morir a varios soldados, mientras levantaba la cámara entre las ráfagas de metralla y trataba de captar no sólo el conflicto sino el temor, la angustia y el heroísmo de los soldados que le rodeaban. En medio de una lluvia de balas y mientras a su alrededor morían casi veinticinco mil soldados, Capa no sólo demostró su compromiso con la necesidad de contar una historia a través de las imágenes sino una nueva manera de hacerlo, una percepción poderosa e infalible del horror que acumuló en apenas cinco rollos de negativos y que se convirtieron en el trabajo más importante de su vida.
Por extraño que parezca, Capa diría después que sus fotografías sobre el Desembarco a Normandía fueron la de menor calidad técnica, pero la de mayor relevancia histórica. La mayoría de las imágenes carecen de nitidez pero a su vez, captan con enorme y doloroso realismo una batalla que se distinguió por su violencia y sobre todo, por la percepción de inevitabilidad que la convirtió en un antes y un después en la historia de la humanidad. Capa la documentó no sólo como pudo sino de la mejor manera que supo: convirtiéndose en parte de la guerra, en parte de la historia y creando un documento histórico único que demostró la necesidad de la fotografía como un relato vivencial y real de la vicisitud humana.
No obstante, el testimonio visual de Capa tuvo además la particularidad de reflejar la manera como se asumía la fotografía por la época: en nuestros tiempos de inmediatez y absoluta accesibilidad, el trayecto que tuvo que atravesar el trabajo de Capa para ser divulgado parece inverosímil. Aún así, es parte del mito de lo ocurrido y la posterior trascendencia del documento histórico que se analizaría después como una de las pocas visiones realistas sobre la guerra en transcurso. Se trató de un camino plagado de obstáculos que comenzó en los laboratorios de la Revista Life (que había contratado a Capa para el trabajo) a Londres y terminó con un error básico que pudo destruir quizás el único testimonio visual de lo ocurrido en el día “D”. En el cuarto oscuro Dennis Banks, entonces ayudante de Laboratorio, cometió una serie de errores en el revelado que no sólo estuvieron a punto de destruir los negativos originales sino que además, transformaron el resultado final de las imágenes en algo por completo distinto a la intención inicial del fotógrafo. Hostigado por las exigencias del periódico, Banks cometió todo tipo de errores en el proceso de revelado, lo que deterioró el material y redujo los cinco rollos originales en apenas once fotografías, que en la actualidad son conocidas como ‘The Magnificent Eleven’.
La revista Life publicó el material y de pronto, la Guerra se transformó en un suceso cercano y doméstico que cada norteamericano pudo asumir y confrontar con una cercanía desconocida. Las fotografías de Capa, con toda su carga de profunda dureza pero sobre todo, una franqueza que reflejó la guerra como todo su poder destructivo, impactaron en el inconsciente colectivo como algo más poderoso que una imagen. Más de un vez, Capa confesó la sorpresa que le produjo no sólo la conmoción general que provocó sus imágenes sino el poder que tuvo su mirada sobre el conflicto, para lograr una nueva percepción de lo que la guerra puede ser. Descarnada, caótica, abrumadora por su crudeza y dolor, la guerra que Capa mostró fue algo más que una sucesión de imágenes caóticas. Fue una reflexión sobre el dolor y la condición humana bajo la pátina de un documento visual de profunda relevancia histórica.
Capa ya era toda una celebridad mundial cuando la Guerra acabó. Aún así, ya no era sólo un fotógrafo de guerra, sino que se le consideraba una mirada privilegiada sobre el poder del hombre para contar su propia historia. Capa demostró las implicaciones de la fotografía como documento conjuntivo de la historia contemporánea y su poder para sostener una comprensión elemental sobre la identidad moderna. Con toda seguridad, con sus imágenes levemente distorsionadas — que Capa atribuyó siempre a errores de laboratorio de la revista Life más que a su nerviosismo — captó el espíritu del dolor contemporáneo con mayor claridad que cualquier otro fotógrafo. Nunca pudo superarse a sí mismo y quizás, no lo intentó: la guerra, con todos sus dolores y horrores, creó un paradigma en la manera como se asume la naturaleza humana. Sus rigores y pequeñas pérdidas. Sus triunfos misteriosos pero sobre todo, esa obsesión por contemplar sus errores y grandes batallas morales. Con su distancia espiritual, su necesidad de mantener la objetividad y aún así, esa completa identificación con el desconcierto y la incertidumbre de la Guerra como símbolo, Capa logró asumir el peso de un concepto hasta entonces inédito y que a partir de su trabajo sería esencial para comprender el fotoperiodismo: el relato de la vivencia humana a través del hombre que la contempla como historia.
La última Guerra de Capa ocurrió diez años después de publicado el trabajo que le haría inmortal: perdió la vida al pisar una mina mientras acompañaba al ejército francés en una Misión de reconocimiento. Sería tópico e innecesario insistir en que Capa murió como vivió y no obstante, su muerte violenta y en medio de un campo de batalla, parece describir mejor que cualquier otra cosa su intención inquebrantable de mostrar el hecho humano en todas sus consecuencias. Convertido en leyenda, Capa insistió en reflejar en su trabajo la identidad del hombre como parte de su circunstancia. Recordarlo a través de sus fotografías. Asumir el peso de su historia compartida.
Sin duda, lo logró.
miércoles, 30 de mayo de 2018
Las secretas ramificaciones del populismo: ¿Qué tienen en común Hugo Chávez, Donald Trump y Gustavo Petro? Unas reflexiones.
No conozco lo suficiente sobre la política interna de Colombia ni tampoco me atrevería a hacerlo, sólo por sufrir las consecuencias de una estafa histórica. Pero mientras leo las declaraciones del candidato presidencial Gustavo Petro, en las que insiste en que su primera acción de gobierno será “Una constituyente”, siento un escalofrío de puro miedo. Palabra por palabra, es casi la misma promesa electoral de un Chávez lleno de ira y encumbrado en el fervor popular, en un descontento violento y que le convirtió en la respuesta a la desigualdad y al resentimiento social que por mucho tiempo ardió a fuego lento en Venezuela. Petro, con su aspecto campechano, sus modales amables y su insistencia en una “Colombia más justa” es un reflejo del Chávez vestido con un impecable liqui liqui blanco (traje tradicional de los llanos venezolanos) e intentando sonreír, despejar toda inquietud sobre sus intenciones. “Venezuela necesita un cambio, juntos lo haremos” recuerdo haberle escuchado decir en una de sus alocuciones. Y sentí también un escalofrío de miedo. O algo semejante a una advertencia visceral que no supe interpretar muy bien.
Ese quizás es mi primer recuerdo de Hugo Chávez Frías. Se encontraba en la Universidad en la que estudié, estrechando manos al azar y tratando de convencer al pequeño corro de estudiantes que le rodeaban (y que más tarde le acompañarían a un debate en un foro cercano) que era inofensivo. Esa fue la palabra que utilizó “Inofensivo”. Por entonces, Chavez era alto, delgado, desgarbado, con la piel quemada por el sol y sonrisa fácil. Gestos amables aunque un poco rígidos de político que comienza a tantear el terreno que le rodea. Una curiosidad histórica, comentó alguien entre quienes le observábamos a distancia. A mi me pareció peligroso. Tanto como para alejarme lo más rápido que pude de su improvisado discurso, sin escuchar el resto de su idea sobre un “país mejor”.
Por supuesto, ya había visto a Chávez antes. En la televisión, anunciando su ya histórico “Por Ahora” luego de asumir el fallido golpe de Estado contra el Presidente Carlos Andrés Pérez, pero también, en los afiches callejeros en que aparecía transfigurado en una especie de improvisado símbolo patrio. “El hombre fuerte, necesitamos un cambio” dijo alguien cuando me detuve frente a uno de esos afiches, aturdida y un poco desconcertada por la rápida popularidad del Teniente Coronel. “Y Chávez lo hará”.
Recuerdo que me contuve de contarle al desconocido el único recuerdo claro que tenía de los días confusos de los golpes de Estado: en lugar en el que vivo se encuentra muy cerca de la Comandancia de la Guardia Nacional de mi país y recuerdo, que luego de horas de tensión, disparos al aire y la sensación que algo inevitable estaba ocurriendo, un pequeño grupo de hombres con boinas rojas atravesó la calle. Llevaban los brazos en alto, cruzados detrás de la cabeza y les apuntaba un miembro del ejército. O eso me parece recordar: era una niña muy pequeña para entender semejantes detalles y lo más probable es que algunos sean falsos, aprendidos años después o del todo imaginarios. Lo que si recuerdo, era el rostro de terror con que miró hacia el edificio en el que vivo uno de los hombres en custodia. Un muchacho joven, la piel llena de acné, los ojos muy abiertos. Aún siendo tan pequeña, comprendí su miedo, como un mensaje antiguo, inevitable, primitivo.
Por supuesto, no dije nada al entusiasta de Chávez — aún no existía el término “Chavista” para denominar a sus seguidores — y me pregunté si ese recuerdo tenía sensación con la inmediata desconfianza que Chávez me producía. De la sensación de inquietud que su “plan de gobierno” (basado en extractos de teoría política divergente y todo tipo de fragmentos de centro izquierdismo moderado), pero sobre todo, su insistencia en una transformación “completa” del Estado. Me pregunté más de una vez, que ocurriría con quienes podríamos no estar de acuerdo con esa transformación, con la evidente minoría que podría expresarse también en votos. Con los que no compartíamos el entusiasmo nacional por el candidato. Con lo que nos encontrábamos al margen de la euforia que provocaba el recién nacido líder carismático.
“Venezuela necesita cambiar” fue la frase que se repitió con más frecuencia en medio de la campaña electoral. Y por supuesto, las ofertas y promesas desmesuradas. Entre ellas, la constituyente, ese extraño híbrido semi legal que vendría a refundar la República desde sus cimientos. La sensación era que todo estaba ocurriendo muy rápidamente, de forma muy confusa y que tenía como principal aliciente el resentimiento mezclado con la necesidad del cambio, de la transformación, de la mirada de Venezuela como un proyecto que necesitaba ser reconstruido desde la incertidumbre.
— Chávez es lo que necesita este país — me dijo una de mis amigas más cercanas, días antes de la elección — y la constituyente, es el medio para que todo mejore. Después vas a agradecer todo esto que está ocurriendo.
“Todo esto”, era la frenética necesidad de creer que Chávez podría convertir a Venezuela en el país promesa que siempre parecía ser una visión inalcanzable del gentilicio. Chávez, con su verbo exaltado, sus estrambóticas formas de señalar los errores del pasado — ¡Freiré en aceite la cabeza de los corruptos! llegó a decir en mitad del jolgorio público — y sobre todo, su insistencia en convertir a Venezuela en un proyecto país, aglutinó las esperanzas, el descontento, la desigualdad, el latente odio social. Lo hizo quizás sin saberlo, pero muy consciente de lograrlo a medida que su discurso se hacía más dirigido a las masas, dolientes y dolidas, luego de años de exclusión y marginación. “Todo esto”, pensé el día antes de la votación, mirando mi documento de identidad, único requisito indispensable para votar en Venezuela. “Todo esto” pensé con un sobresalto de miedo.
La primera vez que voté tuve la inequívoca sensación de estar cambiando el rumbo y futuro de mi país. Ya Chávez había triunfado y ahora ponía a prueba la piedra angular de su proyecto, “La constituyente”, una invocación al poder primigenio del pueblo que ninguna ley amparaba ni tampoco describía, pero que la popularidad de Chávez avaló. Lo hice contra Hugo Chávez Frías y su proyecto ambiguo, levemente engañoso y amparado bajo la emoción y el resentimiento latente de la sociedad venezolana. Recuerdo que me quedé de pie frente al tarjetón electoral, con una sensación casi ingenua de hacer historia, de enfrentarme a esa ráfaga de entusiasmo frenético que el incipiente chavismo despertaba. Me pregunté que pasaría después de expresar esa anónima y pequeña voluntad electoral. La mera posibilidad de ese abismo de décadas y transformaciones que me esperaba me produjo un escalofrío de algo muy parecido al miedo.
El recuerdo sigue nítido, a pesar de los casi veinte años que han transcurrido, de todos los dolores y terrores que los venezolanos hemos padecido debido a una crisis política que no ha hecho otra cosa que empeorar desde el día en que Hugo Chávez llegó al poder. Como sociedad, hemos atravesado una complicada y dura circunstancia a medio camino entre la ruptura histórica y algo mucho más primitivo: una mirada a la identidad esencial del Venezolano. Esa que no puede disimularse ni tampoco ocultarse. Una visión sobre el odio latente, el resentimiento social que pareció siempre encontrarse muy cerca de la superficie. Tanto como para convertirse en una fuerza política como la que es ahora mismo. Un reflejo de esa percepción del otro, la diferencia que nos separa basada en el odio y la intolerancia.
Pienso en todo lo anterior, mientras leo con inquietud las declaraciones de Gustavo Petro, que habla sobre la pobreza y la desigualdad de la misma manera en que lo hacía Chávez. De hecho, el candidato jamás ha ocultado su admiración por el difunto presidente Venezolano y el caudillo cubano Fidel Castro. Lo hace con ese desparpajo del que no tiene nada que perder y todo que ganar: la oferta de Petro es tan semejante a la de Chávez, que no puedo evitar preguntarme como es que la demagogia se está esparciendo con tanta rapidez por un continente que ha sufrido todas las penurias del populismo, que ha sufrido cada herida posible del autoritarismo y la agresión del poder. ¿Qué nos ocurre que aún continuamos asumiendo la idea de la política como un arma en un lugar de un puente de consenso? No lo sé, pienso agotada, afligida, desconcertada. Pero el patrón continúa repitiéndose y no sólo en el llamado Tercer Mundo.
Cuando vi la primera imagen del flamante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump celebrando su triunfo, me sobresaltó que un hombre sin otro aval que su popularidad y su sagacidad empresarial llegara a convertirse en el hombre más poderoso del mundo. El empresario aparecía en cámara con un traje azul oscuro impecable, una corbata roja que imaginé simbolizaba al partido político Republicano. Caminaba con paso seguro hacia el podio que le esperaba, en el cual se puede leer una pancarta bien visible: TrumPence. Un juego de palabras sobre la palabra triunfo no fue suficiente para describir el casi millón de votos que obtuvo por encima de Hillary Clinton, el arrollador respaldo que el candidato republicano consiguió y que conquistó ambas cámaras del congreso. De pronto, la derrota electoral demócrata tiene otro cariz. Uno más peligroso e inquietante: el fin de una era, de una forma de hacer las cosas. Un punto y aparte en la historia reciente de un país inocente que confía que el populismo no podrá erosionar sus bases constitucionales.
Trump comenzó su improvisado discurso con entusiasmo. Sonrió, sacudió los brazos. Ufano, lleno de una vanidad pueril que conozco muy bien. Recuerdo al Chavez de la primera victoria, abrazado a sus seguidores, arropado por una ola de popularidad sin precedentes. La misma sonrisa, la misma actitud condescendiente “Transformaremos el país”. En Trump, la noción sobre el triunfo es incluso más aparatosa, una amenaza. La pantalla dividida mostraba el rostros de sus partidarios, en éxtasis de gozo por el colosal golpe que recibió lo que el candidato triunfador llamó “The establishment”. Recuerdo que sentí unos extraños deseos de llorar. Me pregunté si se trataba de una emoción exagerada y pusilánime. O del conocimiento forzoso que obtuve luego de casi veinte años de discurso violento y excluyente. Me quedé sentada con una taza de café sin azúcar entre las manos, contemplando el rostro Trump sin verlo en realidad. Es imposible no encontrar de inmediato una similitud exacta con la historia reciente, agresiva y dura de mi país. Con esa arrogancia política que llevó a Venezuela al desastre. ¿Parece exagerado? Quizás lo es, me digo con cierta esperanza triste.
La misma esperanza triste en el buen juicio Colombiano mientras leo a Petro describir sus planes de gobierno que comienzan, como no, con una constituyente. “Refundar la República” dice y sonríe, con su expresión amable. Un hombre del pueblo, que se enfrentará a la rancia oligarquía Colombiana, que representa los intereses del pueblo, de los marginados, los excluidos. Suspiro, con el mismo miedo que he sentido desde hace veinte años. ¿Qué ha cambiado? ¿Que se ha transformado? ¿Que hay más allá de esa versión de la transformación de un país a la fuerza, bajo el auspicio de las mayorías, mirando al otro lado de las minorías y las críticas?
En diciembre de 1999 voté por primera vez contra la opción chavista. Y perdí. Recuerdo que llovía a cántaros y que luego del primer boletín que daba como triunfador la opción de la anunciada constituyente, pasé horas abrumada por una rara sensación de desconcierto y angustia sin nombre. En el estado Vargas, a unos cuantos kilómetros de Caracas, un monstruoso fenómeno climatológico estaba causando estragos. Los noticieros contaban sobre un deslave bíblico, una destrucción sin nombre que comenzaba a enlutar al país. Pero para Hugo Chávez, las prioridades eran otra: en su primera alocución luego del boletín que anunciaba el apoyo que su proyecto había recibido en urnas, sólo se felicitó por la “decisión del pueblo” y se anunció “que la nueva revolución estaba en puertas”. Como siempre, su sonrisa amplía, dura y ambigua me produjo escalofríos. Pero aún, la conciencia que la esbozaba mientras una considerable número de ciudadanos de su país sufrían una tragedia natural arrolladora. Pero para el animal político que era Chávez, eso no era tan importante. No lo era mientras saludaba y se subía a la ola de la popularidad inmediata, de los millones de seguidores que sacudían la mano — y enarbolaban el puño — para celebrar su victoria.
Cuando pude dormir, soñé que Venezuela (un mapa pequeño e infantil) se desplomaba hacia una oscuridad polvorienta y corriente, como un mal recuerdo. No podría decir que fue una pesadilla: fue una imagen lenta y quebradiza, que flotaba con lentitud en medio del silencio de mi sueño intranquilo. El mapa oscilaba de un lado a otro en un lento pendular en una oscuridad blanda. Y después desapareció, engullido por la oscuridad en silencio. Desperté con el corazón latiendo muy rápido, un miedo profundo que no se le pasó jamás.
Cuando Donald Trump ganó las presidenciales norteamericanas pensé en ese sueño. Solo que ahora, la imagen era la del mundo entero. Una esfera frágil que flotó y desapareció entre las primeras sombras de la mañana y mi miedo. Ese que siempre está allí. Ese que jamás he podido consolar luego de casi veinte años de enfrentar un gobierno basado en el odio y en el resentimiento. Con una ingenuidad que por momentos me parece casi ignorante, me pregunto si la historia se repite con tanta exactitud, si el resentimiento siempre encontrará un lugar en alguna grieta ideológica a donde asirse. Un escalofrío me recorrió, me dejó paralizada mirando el rostro de Trump, el cartel que anunció su triunfo. No sé cuál pueda ser la respuesta a eso.
Según la prensa Colombiana, una buena cantidad de votantes que insisten votarán por Gustavo Petro son muy jóvenes, muy pobres, los excluidos de siempre. Pero también hay un grueso de la población que considera se necesita un cambio: uno inmediato, uno radical, uno que sustente un país más justo. Que Petro, encarna todas las buenas razones para oponerse a la rancia oligarquía de un país dividido por guerras y años de violencia, que necesita enmendar los errores y volver a construir algo nuevo a partir de lo aprendido. Por supuesto, la historia de Venezuela y Colombia es muy distinta. Pero la oferta engañosa es la misma, la visión sobre la transformación basada en cierta idea violenta, muy parecida a la que Venezuela sufrió y continúa padeciendo. El parecido es inquietante.
Cuando la opción de la Constituyente triunfó en Venezuela, recuerdo que tuve un pensamiento angustioso y doloroso sobre el miedo en abstracto. La incertidumbre hacia el futuro. Algo comenzó esa noche. Y no es bueno, pensé. Algo de inconmensurable gravedad, de implicaciones invisibles que no pude digerir en todo su peso. El miedo se transformó en otra cosa. En amargura, tal vez.
***
El primer discurso de Hugo Chávez fue improvisado y lo dirigió a un grupo de entusiastas que le esperaban a las puertas del Cuartel San Carlos, en el cual había estado encarcelado por unos dos años. Llevaba un liqui liqui blanco y una sonrisa emocionada por el clamoroso apoyo popular que le brindaban puertas afuera de la cárcel. Levantó el puño, lo sacudió y anunció que “vendría la Revolución del pueblo”. Una cerrado aplauso siguió al anuncio.
La noticia apareció publicada en una noticia pequeña de un periódico de circulación nacional, empequeñecida por otras tantas. Pero cuando me tropecé con ella, la leí con una sensación amarga que por entonces, no sabía como definir. Ya conocía los alcances de las ambiciones de Chávez: había vivido las dos intentonas golpista siendo aún una niña y tenía muy claro, que aquel personaje ambicioso y ambiguo, no tenía remilgos para obtener lo que deseaba al coste de lo que fuera. El pensamiento fue justo ese: Chávez hará lo que sea para llegar al poder. Miré la fotografía que acompañaba la nota: Alto y enjuto, rodeado de sus primeros seguidores. Todos le miraban con adoración. Me pregunté que podía significar eso.
Recordé esa imagen en los años sucesivos, en las interminables décadas de conflictos, dolores y el miedo claro, que nunca se va. Chávez se hizo cada vez más poderoso y notorio, se nutrió por adoración popular, se volvió un símbolo de masas. Un líder mesiánico. Y también se hizo más violento, agresivo, pendenciero. Un hombre que sonría a la vez que condenaba a la cárcel a una juez de la República, que amenazaba con “gas del bueno” a los manifestantes en su contra. Que insultaba con su voz atronadora a la incipiente y cada vez más preocupada disidencia. Se convirtió no sólo en la síntesis de todo lo que el Venezolano es, sino en todo lo que teme y paladea. En el instinto de preservación ladino y bellaco que por años, estaba oculto bajo la pátina de una supuesta e improbable bonanza económica. De pronto el odio, el de verdad, el que puede ocasionar las peores heridas en el rostro de la historia, tenía un entusiasta interlocutor.
Un día antes de finalizar la campaña presidencial, Trump dedicó dos horas y un poco más a insultar a los inmigrantes somalíes refugiados en su país. Lo hizo ante una audiencia multitudinaria y entusiasta que coreó sus consignas xenofóbicas. Lo hizo frente a las pantallas de televisión, que mostraron su rostro de mofletes inflados tenso por el odio. Lo miré y recordé con total nitidez al Chávez de sus primeros mítines electorales, eufórico y ofreciendo “freír cabezas en aceite” de sus adversarios. Recordé las multitudes que compraron ese discurso, esa imagen, esa venganza social y cultural. Y me pregunté que pensarían los miles de norteamericanos que de pronto, se entusiasmaron con el discurso de Trump. ¿Se alimentaban de esa furia resentida y vulgar que permitió a Chávez mantenerse en el poder por quince años? ¿Es la misma sustancia seductora del odio la que ofrece Trump? ¿A cuantos podría convencer? ¿Qué toca ese discurso elemental y primitivo de destrozar al distinto? ¿De arrasar con todo lo que vaya en contra de una cierta supremacía a ciegas?
Pienso en Petro, que apela a la conciencia clasista de una Colombia que sin duda sufre de grave diferencias sociales, que padece el racismo a niveles desconocidos en Venezuela. Gustavo Petro sabe cual es la herida más sensible en el rostro de Colombia. Sabe también que años de guerras, enfrentamientos y una violencia selectiva, corrupción, dolor y estafas políticas, han convertido al Colombiano en un ciudadano descreído, en busca de opciones que puedan superar la percepción del poder como una herramienta de privilegio. De la misma forma que Chávez, se dirige al Colombiano que hasta ahora ha sido ignorado y estigmatizado por los sucesivos Gobiernos, esa mezcla poco equitativa de ideología y conservadurismo. Recuerdo a Chávez, vociferando insultos contra “La oligarquía y los Pitiyanquis”, creando una percepción dura y extraña sobre el mundo y el tiempo que se diversifica como una oferta electoral que resultó creíble. Pienso en Chávez, que hasta poco antes de su muerte, ejerció un poder basado en ese resentimiento enfurecido, duro y violento que sirvió como aliciente a su versión de la realidad. Chávez era machista, misógino y racista. Y jamás lo disimuló. Y ganó elección tras elección dejando claro que gobernaba sólo para sus partidarios y de preferencia, los que encajaban en su imagen irreal y distorsionaba sobre lo que debía ser el Venezolano. Trump también lo hizo, llevando al primer Mundo un tipo de populismo violento que hasta entonces había sido parte de la norteamérica profunda: En más de ochenta discursos alrededor de la Unión, clamó en insultos y groserías contra las mujeres, las minorías, los extranjeros y los inmigrantes. Se burló de los planes sociales del Gobierno de Barack Obama. Dejó claro que el enemigo era la tolerancia. Chávez también lo hizo, cada vez que pudo. En todas las ocasiones en que necesito manipular a las masas embebidas de odio que le seguían hipnotizadas de un lugar a otro.
Trump es un Show Man. Un hombre de masas, un espectáculo público que no teme hacer el ridículo siempre que pueda obtener la atención pública. Su campaña electoral fue una colección de despropósitos, insultos y provocaciones. Pero siempre estuvo frente a las cámaras, jamás dejó de ser el objetivo de análisis y reflexiones partidistas y periodísticas. Y él lo sabía: utilizó el poder mediático para manipular por reacción, creó y fomentó un bando de “buenos americanos” que le defenderían de ataques de medios y de críticos. De pronto, era una lucha entre norteamericanos, no una elección presidencial.
Chávez hizo algo muy semejante: usó el clasismo, el resentimiento y la irresponsabilidad del gentilicio Venezolano para crear un arma política infalible. Llenó calles y avenidas con Venezolanos llenos de odio reivindicativos, Venezolanos convencidos de la culpa histórica, de la responsabilidad de un enemigo invisible en sus dolores y angustias. Chávez creó y mantuvo un ejército de seguidores que defendieron lo indefendible. Una masa ciega y llena de rencor que aún y a pesar de diez años de errores y dolores, continúa proclamando las glorias del líder muerto como propias.
Petro no ha dejado de estar en los titulares durante toda la contienda electoral. Ya sea por su oferta de la constituyente inmediata, por su insistencia en retomar un discurso que en Venezuela conocemos demasiado bien o por el simple hecho que encarna, una opción nueva en medio de una situación abrasiva y dolorosa. Cual sea el caso, Gustavo Petro se parece al Chávez que conocí, escondido bajo la necesidad del cambio, justificando la presión política de una transformación no demasiado clara o concreta todavía.
Durante toda su campaña, Trump le habló a la pobreza. A las víctimas anónimas de la crisis económica, a los que necesitan una “mano dura”, a los que están convencidos que Obama, cargado de buenas intenciones y humanismo, fue una decepción histórica. Le habló a los que temen al poder, los que desconfían, los que están fuera de sistema. Le habló a los hombres blancos, a los fanáticos religiosos, a los supremacistas. A los que están convencidos que el gobierno de un hombre negro representó un retroceso en los ideales norteamericanos. Trump le habló a los machistas, a los padres ultra conservadores. A los hombres en granjas y cosechas que consideran a su mujer una presencia secundaria. Dejó claro que la opción era contravenir el cambio, la evolución cultural, el crecimiento histórico.
Chávez apeló a la baja autoestima venezolana, a su creciente culpa histórica, a su menosprecio por la diferencia. Le habló al Venezolano flojo, al que depende de las ayudas públicas y las considera su derecho, al Venezolano enamorado de la violencia izquierdista, al Venezolano convencido de la contracultura contra el poder hegemónico invisible y la mayoría de las veces abstracto. Chávez articuló el odio contra la diferencia como una forma de mensaje político y capitalizó el resentimiento como un arma política. Y lo hizo tan bien y de manera tan inteligente, que logró construir una plataforma electoral basada en el miedo y el enfrentamiento. No hubo un sólo día del gobierno de Hugo Chávez que no estuviera marcado por la violencia, la agresión y la estigmatización del otro.
¿A qué apela Petro? ¿A que Colombiano habla directamente? ¿A quién señala? ¿A quién tendrá como contendor y enemigo invisible? Petro insiste en que la “oligarquía” es la culpable de todos los pequeños y grandes problemas que atraviesa Colombia. No destaca en la profundidad de sus propuestas, pero si insiste en puntos que en Venezuela podemos reconocer con enorme facilidad: superar la segregación y la discriminación (sin indicar la manera en que lo hará), el fortalecimiento de lo público (sin mencionar específicamente un fenómeno equiparable en lo privado) y en temas medio ambientales. Para Petro, hay una necesidad inmediata de transformar el modelo extractivista y sobre todo, construir un modelo económico que abandone la extracción de petróleo y carbón, para cambiarla por políticas agrícolas. Una propuesta muy semejante a las primeras insinuaciones de Chávez sobre la renta petrolera y su necesidad de diversificación, que más tarde olvidó a conveniencia.
A Chávez lo llevó al poder el descontento luego casi de cuarenta años de democracia bipartidista. Lo llevó el voto castigo, el odio de generaciones enteras sometidas a la pobreza y la discriminación. Lo llevó a la silla Presidencial la promesa de venganza — que no justicia — , de reivindicación, de lucha de clases. Lo mantuvo en el poder esa sed de ataque y desprestigio por el enemigo, esa noción del poder como herramienta directa del poder. El clientelismo y la demagogia como parte la estructura legal y económica. Un juego de espejos donde el resentimiento social reflejaba al ciudadano común mejor que cualquier cosa.
Trump triunfa gracias a la decepción de ocho años decepcionantes, luego que Obama anunciara una transformación apreciable en la forma de manejar el poder. Por el hecho de demostrar que se puede romper el bipartidismo tradicional gracias al voto. Pero también triunfa gracias al odio, el latente, el evidente, el que marca y estigmatiza. El odio por el inmigrante, el odio racial, la misofonía rampante, el miedo al progreso y a la Globalización. Trump logra la presidencia y lleva al primer mundo el discurso del odio.
¿Triunfará Petro gracias a la oferta demagógica? ¿A la percepción del odio y el resentimiento social como una forma de gobierno? El pensamiento me produce escalofríos. Y pienso en el capítulo de la historia que se abre en plena incertidumbre. En esta nueva etapa que se extiende hacia un futuro duro y quizás decadente. De nuevo siento miedo, claro. Como siempre. Como cada día desde que conocí los alcances del populismo. Desde que vivo sus consecuencias.
martes, 29 de mayo de 2018
Crónicas de la ciudadana preocupada: La agonía del país que no existe.
Cuando tenía cinco o seis años, le pregunté a mi mamá si Venezuela era el mundo. Es uno de los pocos recuerdos claros que conservo de mi infancia y lo es, porque nos encontrábamos a la orilla de una preciosa playa del Estado Vargas. Recuerdo con absoluta nitidez que el olor del mar, el calor metálico del sol, los pies doloridos por la arena. Mi mamá me dedicó una mirada amable y risueña, desde toda la altura de su experiencia.
— No, pero es tu casa.
— ¿Entonces el mundo no es mi casa?
— Lo es, pero Venezuela es la casa en la que mejor te sentirás.
No entendí la frase, ni tampoco me importó hacerlo, en realidad. Sólo recuerdo que el mar realmente parecía tan inmenso como inabarcable, extendiéndose en luz y radiante reflejos en todas direcciones. Tuve la sensación que había algo mágico en todo ese resplandor, en esa quietud dulce del mar, en medio del lento suspiro de las olas. A los cinco años, tuve uno de los primeros pensamientos adultos de mi vida: “Aquí nací” pensé. Y también es un recuerdo muy claro, muy real. Lleno de detalles. De una felicidad extraña e inexplicable que a la distancia, me parece soñé o imaginé.
Desperté en dictadura.
Había estado soñando con el mar. El mismo mar azul lleno de chispazos de luz que recordaba de la infancia, tan interminable y pacífico como sólo pueden serlo en los sueños. Una gran superficie color plata reflejando el cielo de manera inmaculada, lenta y dulce. En el sueño, corría por la orilla de la playa, con los brazos sobre la cabeza, riendo a todo pulmón. El mundo era un gran estallido de colores y el sol era luz, sólo luz. No había ni una sola nube en el cielo y el mundo era azul, una cristalina superficie inmaculada en que todo era espléndido, radiante y delicioso. Una idea irreal sobre la belleza. El mundo entero.
Abrí los ojos en la semipenumbra del amanecer. Uno de los muy bellos de Mayo: naranja, azul, gris, plata y un resplandor opalino abriéndose en arco. Alguien gritaba en la calle “No hay autobuses, van a tener que irse a la otra parada”. Una voz masculina, cansada, seguramente llevaba un buen rato gritando la misma cosa. Más cerca, uno de mis vecinos se quejaba en voz alta de la falta de servicio de agua corriente. “Este país se fue a la mierda”. Cuando me volví en la cama, el sueño se disolvió en una serie de imágenes fragmentarias, sin sentido y sin forma. Dejó de existir.
Desperté en dictadura, pensé de pronto. Uno de esos pensamientos que se tienen al amanecer, en plena duermevela. Uno muy absurdo, claro. Nadie despierta de un día para otro en un sistema político totalitario. Nadie cree que pueda suceder en todo caso, pero es lo primero que se me ocurre — la primera certeza que tengo — luego de asumir que el gobierno llevó otro proceso electoral viciado y tendencioso que demostró el músculo y el alcance de su poder y la vulnerabilidad del sistema legal y administrativo del país. O mejor dicho, la forma como el Estado — esa noción sobre la existencia real de un país en forma de un convenio azaroso entre ciudadanos — dejó de existir. Tendida en la cama, escuchando el bullicio de la ciudad al despertar, tengo una rara sensación de pérdida inexplicable. Como si lo ocurrido en el exclusivo ámbito político y electoral de mi país me hubiese golpeado la moral de una manera invisible y dolorosa.
En Venezuela, suele ocurrir así. No hay un sólo espacio de la vida cotidiana que no esté salpicado de política y la discusión ideológica. Pero en esta ocasión, se trata de algo más grave: de pronto, la única endeble esperanza sobre la resolución de una crisis que ya cuenta casi dos décadas, desaparece y deja a su paso un terror fértil para la violencia, la represión y el miedo. El voto murió y dejó a su paso, una estela interminable de pequeñas fracturas legales y políticas. El miedo que claro está, no es noticia nueva en un país donde no puedes evitar sentirlo a diario. Donde te aterroriza la incertidumbre o en el peor de los casos, la certeza que todo continuará de la misma forma y quizás empeorará a velocidad de vértigo a medida que Venezuela se deteriora y desaparece. Así que de pronto, de nuevo la política te empuja a una zona blanca y árida de tu vida. A esa sensación de abrumadora confusión que te hace cuestionarte por qué continúas confiando en Venezuela cuando no hay motivo para hacerlo. Como te dejaste engañar de nuevo, si ya sabías que ocurriría.
Pero este es el país donde crecí — aunque no, en el que nací — y uno termina acostumbrándose — espero que jamás resignados — a la realidad que cambia todos los días. Al país que se transforma en otra cosa con tanta frecuencia que dejas reconocerlo porque no puedes asimilar con tanta rapidez esa percepción sobre la identidad que no existe. Y ahora, me digo, con la primera taza de café del día entre las manos, llegamos a un límite impensable. A esa frontera que parecía una idea melodramática fruto de la cultura popular de un país ignorante. Dictadura, me digo de nuevo. Dictadura.
Según la inefable Wikipedia, una dictadura “es una forma de gobierno en la cual el poder se concentra en torno a la figura de un solo individuo (dictador) y que se caracteriza por una ausencia de división de poderes, una propensión a ejercitar arbitrariamente el mando en beneficio de la minoría que la apoya, la independencia del gobierno respecto a la presencia o no de consentimiento por parte de cualquiera de los gobernados, y la imposibilidad de que a través de un procedimiento institucionalizado la oposición llegue al poder.” Una definición sencilla y académica que para mi horror explica mejor que cualquier otra cosa la Venezuela que acaba de ser despojada del último derecho con que podía disimular la mano dura del poder. Elección tras elección, el Venezolano se empeñó en creer en la posibilidad de una democracia gracias al hecho de votar. Así de sencillo y reduccionista, pienso mientras camino por la avenida que cruza mi casa hacia el supermercado más cercano. Así de ingenuo. Así de lamentable. A pesar de la evidencia, de la violencia, de la represión sangrienta, del tufo a ilegalidad en cada acción del gobierno. Pero podíamos votar, de manera que esto debía ser una democracia.
En la cola para comprar harina de trigo atraviesa la calle unos cientos de metros. Cuando avanzo firme en paralelo, un funcionario militar uniformado me sale al paso.
— Haga su cola.
— Voy a comprar fruta.
— Haga su cola también, aquí nadie lleva corona.
Tendrá mi edad o un poco menos. El rostro cuadrado mal afeitado con bolsas hinchadas bajo los ojos. Lleva el arma de reglamento sobre el muslo y la deja bien visible, como una amenaza tácita. No me asusta — crecí bajo el ambiente policiaco de un país obsesionado con el verde oliva — de manera que sigo caminando y me desvío hacia la esquina más arriba, sin responder. Cuando me vuelvo a mirar, el militar me sigue mirando. Tiene la boca apretada en un rictus de disgusto. Y pienso en toda la gente que esa ira arrogante llevó a la cárcel. Todos los “desobedientes” como yo que ahora mismo, están en alguna cárcel del país.
El pensamiento me provoca escalofríos. Dictadura. Hace más de cinco años que un militar me tomó del brazo y me empujó calle abajo hacia un improvisado comando porque me negué a entregar la bandera que llevaba. Recuerdo con claridad los empujones y sacudidas al caminar entre la multitud que nos rodeaba, los insultos. “No tienes derecho a llevar esa mierda aquí” me había gritado antes de soltarme con un empujón mitad de calle y después de arrancarme la bandera de las manos. Tenía la misma mirada dura y enfurecida, arrogante del hombre que ahora me observa alejarme.
Dictadura. Recuerdo a Hugo Chávez mandando “a la mierda” a los poderes públicos. Llamando “victoria de mierda” a la mínima ventaja electoral que la oposición obtuvo en el revocatorio. A esa ocasión en que sentenció a una jueza de la República desde el podio de su programa de televisión por el sólo hecho de contradecir uno de sus caprichos legales. En la vez que despidió a un grupo de Venezolanos en medio de burlas y mofas, también a través de las pantallas de la televisión. En su sonrisa amplia y malévola cuando ofreció “gas del bueno” contra los manifestantes en las calles de país. Cuando no soltó una carcajada frente a la muerte de opositores, esa vez en que celebró sin inmutarse la muerte de una querida figura eclesiástica Venezolana. En todas las ocasiones en que su opinión política se impuso sobre la ley, la legalidad y la constitución. En todas las veces que amenazó a la disidencia con las armas de la república. En cada vez que dejó muy claro que en Venezuela, había ciudadanos de segunda, excluidos y exiliados aún en el suelo patrio.
Me detengo frente a la puerta de un segundo supermercado. También hay una larga fila que aguarda, pero en esta ocasión, nadie me detiene cuando entro al local. Hay un ambiente de definitiva desesperanza en los anaqueles vacíos, entre las bolsas de tela de arpillera repletas de los mismos productos inútiles. Cuando me acerco al mostrador de las frutas, me sorprende el olor dulzón y un poco desagradable de las muy maduras, de las que no se venden por su altísimo precio y de las que terminan pudriéndose allí, sin que nadie se tome la molestia de cambiarlas. Hay un niño sentado junto al anaquel de metal. Está comiendo un trozo de una manzana poncha con algunas partes abiertas y oscuras. Lo hace con un deleite tal que resulta conmovedor pero también, hay algo trágico y abrumador en la imagen. El estómago me da un vuelco y antes de notarlo, estoy en la calle. Camino a ciegas, con las manos apretadas contra los costados del cuerpo, tan asustada y enfurecida que me lleva esfuerzos respirar.
Dictadura y todo tiene la misma apariencia, la misma quietud árida. La calle desborda de tráfico y transeúntes. Un hombre medio desnudo camina entre tambaleos. Se detiene, se inclina para recoger un objeto invisible. Ríe en voz alta. Se cae sentado sobre el concreto de la acera. Y allí permanece, en medio de esta multitud ciega que lo rodea, mirándose los dedos retorcidos, moviendo los labios en una cháchara demencial que de pronto, me parece simbólica. Me quedo mirándolo, preguntándome si eso hemos hecho durante la última década y media. Hablar con el vacío, esforzarnos con una terquedad a toda prueba en ignorar la realidad.
***
Cuando me reuno a almorzar con un grupo de amigos más tarde, nadie menciona lo ocurrido en las elecciones del pasado domingo veinte de mayo. De hecho, parecen esforzarse justo en ignorar el tema, como quien mira para otro lado mientras un elefante avanza en una habitación pequeña. Me quedo callada, con una sensación de irrealidad que me deja mareada y un poco débil. Cuando me tomo un sorbo del café sin azúcar que me sirven, el amargor en la lengua deja de ser agradable, exquisito. Hay algo ácido y duro en ese sabor, que parece resumir lo que siento sobre la conversación que ocurre a mi alrededor.
— Bueno, ya sabes que en este país…nada es seguro — dice alguien — a menos que sean las decepciones. O funcionario de gobierno enchufado.
Y todos ríen, en un coro de carcajadas educadas y estridentes. Me quedo en silencio, la taza de café desapareciendo y apareciendo en mi campo de visión. Siento miedo por esta inocencia, por esta necesidad de mirar a otro lado. Por este empeño terco de disimular la evidencia. Pienso en mi misma, haciendo lo mismo. En obligándome a mirar a otra parte. En reírme de la situación que sufrimos. En encontrar un aliciente para evitar el miedo, para desviar esta incertidumbre en otra dirección. Cuando me levanto de la mesa, todos me miran sorprendidos.
— Necesito un poco de aire — explico.
— Esa niña y su dolencia de país — dice una de mis amigas. Todos ríen otra vez.
Afuera del local, la calle tiene un aspecto marchito. La acera está rota en algunos puntos y los agujeros en medio de la grieta están llenos de agua sucia. Llueve. Una lluvia lenta y castaña, racheada hacia la derecha. Lo miro todo, con la sensación que esta ciudad fea, sucia y árida es el último rincón donde Venezuela se mira a sí misma. Como un mal recuerdo. Caracas avanzó y se creó como imagen y semejanza de una bonanza petrolera que duró tan poco que parece una fantasía. Un bienestar que llenó las calles de edificios, automóviles costosos, la posibilidad quebradiza de cierta prosperidad. Pero acabó tan rápido que sólo queda su sombra. La ciudad detenida en cualquier parte. Los restos de un sueño que terminó pronto.
Una idea cursi para definir a Caracas, una ciudad donde cien ciudadanos mueren a balazos cada fin de semana. Una ciudad donde grupos de niños y adultos rodean camiones de basura para un asalto silencioso y voraz. Una ciudad donde todos nos despedimos a diario, donde nadie quedarse. Una ciudad de paso, un trayecto entre dos puntos equidistantes. Cabrujas lo dijo una vez, recuerdo. Esta ciudad que no existe.
— ¿Qué te pasa?
Mi amigo J. me conoce mejor de lo que creo o me temo. Se queda de pie, mirándome preocupado. Me estoy mordisqueando las uñas con un gesto nervioso y supongo que demente, pero no le veo sentido al disimulo. Ya no.
— Estamos en dictadura.
Lo digo como si tal cosa, como si fuera cosa de todos los días, asumir que el país donde vives está aplastado bajo un sistema devastador, violento y represor. Lo digo de pie en un café lleno de gente de mi misma edad o muy cercana, que ríen y conversan en voz alta. Lo digo frente a una calle, donde las parejas muy jóvenes se besan bajo la lluvia. Una imagen engañosa, deformada, de un país destrozado. De un país que se cae a pedazos. El país tránsito, pienso de nuevo.
— ¿Para qué te preocupas por eso? No tienes control de lo que pasa.
Mi amigo está a punto de emigrar. De hecho, supongo que esta será una de las pocas ocasiones en que lo veré antes que desaparezca de mi vida — del presente, del futuro que compartimos — como tantas otras personas. Siento dolor físico al escuchar su frase, por su expresión amable. Por el cariño con que me aprieta el hombro. Me quedo muda, paralizada. Miedo y rabia. Algo muy parecido a la desesperanza.
— Oye, es así. Ya no tienes nada que hacer aquí. No sé para qué coño te preocupas o te das mala vida. ¿Es dictadura? Pero verga, tu no te vas a dejar matar en la calle. No te vas a ir con tu banderita por allí a que te jodan porque eres patriota. Deja ser el país.
J. y yo estudiamos juntos los dos primeros semestres de mi segunda licenciatura. Siempre insistió en ser un tipo pragmático que no podía dedicar su vida a la literatura — no al menos, de esa manera — y al finalizar el quinto año universitario, lo dejó todo para comenzar un negocio propio. Le fue bien. Una improbable prosperidad lo hizo uno de los empresarios exitosos más jóvenes del país. Le recuerdo diciendo que “Chávez era un aliado inteligente de la gente con plata” y después, insistiendo que “el chavismo es una manera tropical de capitalismo, aunque ellos no lo sepan”. Ahora se va del país y sonríe ante la palabra dictadura. Lo hace con una irresponsable inocencia que supongo vale por todos los que hacen lo mismo, por los que el término les parece exótico y sin sentido. Por cada una de las personas que ahora mismo no sólo se empeñan en ignorar el país que se viene abajo, sino también sus consecuencias. El hecho que ahora mismo, la vida corriente está rota, a punto de derrumbarse en algo impensable y duro. Pero nadie desea — quiere — verlo. Todos avanzamos en contra corriente, escapando de la grieta como podemos. La idea me enfurece, me deja entumecida y cansada.
— ¿No te importa entonces que tu madre y tus hermanos se quedarán lidiando con un gobierno capaz de cualquier cosa por preservarse en el poder?
— Eso es una vulgar manipulación emocional — sacude la cabeza — no todo está tan grave. Creo que es hora que ya madurez. El país no puede ser lo que quieres.
Pienso en los presos políticos, en quienes perdieron propiedades e inversiones por las sucesivas expropiaciones. Pienso en las madres huérfanas, en los padres huérfanos. En la calle solitaria que conduce a la Morgue de la ciudad, repleta de rostros pálidos y endurecidos por el sufrimiento. Pienso en los anaqueles vacíos. Pienso en el grupo de niños que vi rodeando un camión de basura para robar una bolsa cerrada. En cómo corrieron calle abajo para abrirla entre todos. En cómo comían con un deleite silencioso y hosco lo que encontraron en su interior. Pienso en el niño del supermercado, masticando la fruta podrida. Pienso en las fachadas cerradas de cientos de locales y establecimientos. Pienso en las larguísimas filas de hombres y mujeres bajo el sol, aguardando con paciente desesperanza su turno para comprar una bolsa de comida. A la mujer que me sujetó del brazo en plena calle y me suplicó que le diera lo que pudiera para poder comer. “No como desde hace tres días”, me dijo. Una mujer con el rostro pálido, un sencillo vestido floreado, los pies calzados en unas zapatillas de lona impecables. El hambre en su rostro como una herida abierta.
— ¿Y que esperas tu que sea el país? — digo entonces, enfurecida — ¿Que sea esta mierda? ¿Qué se haga peor mientras tu puedas escapar o tu familia sobrevivir?
Una pareja en una mesa cercana se voltea para mirarme. Ella parece sobresaltada, él un poco irritado por lo que acaba de escuchar. Mi amigo me toma del brazo, intenta llevarme adentro. Me suelto como puedo de su mano. Me tambaleo, mareada por el miedo y la angustia.
— Esta es la Venezuela que heredaste ¿qué esperabas? — me dice entonces, en un cuchicheo furioso — No hay más nada que esto.
Sigo recordando esas palabras — su expresión seria y cansada — unas horas después, sentada a solas en la oscuridad de mi habitación. El insomnio tiene un tono amargo. Y de pronto me pregunto quienes sobrevivimos a la ideologización lenta y dura de un país que vive de la derrota, la desilusión y la desesperanza. Un país sin rostro, un país que es incapaz de reconocerse a sí mismo.
***
Un grupo de dirigentes políticos discuten en la pantalla de la televisión. Dejo el aparato sin sonido y los veo gesticular, moviendo el rostro en una serie de muecas dramáticas. Se trata de un ejercicio casi filosófico. Una demostración sobre la relación entre el liderazgo político que dice representarme y este miedo simple y llano que me acompaña en todas partes. No sé qué están diciendo y descubro con un sobresalto, que no me importa. Y esa conciencia, de comprender hasta que punto el país sigue avanzando a ciegas en un camino roto por la violencia, me provoca una mezcla de cólera y frustración. Me quedo sentada, mirando la pantalla muda hasta que la imagen cambia. Corte a negro. Un feo y vulgar comercial nacional intenta venderme las pocas cosas que aún sobreviven al descalabro económico.
Dictadura, pienso mientras el rostro muy maquillado de una modelo me sonríe desde la pantalla. Dictadura, pienso mientras miro por la ventana y veo a la ciudad a la última luz de la tarde, gris y dorada. Atrapados todos en una mentira simple, en una engañosa mirada a la realidad que intentamos sostener como sea, a costa de la cordura colectiva. Dictadura, insisto, pensando en lo que vendrá, en lo que tendré que enfrentar en los próximos días, meses o años, quien sabe. Dictadura, una puerta que se cierra, una visión sobre el futuro rota, con olor a desesperanza y angustia.
Recuerdo que en una ocasión escribí que votar me recordaba el poder del ciudadano. Pero ahora, cerrada esa opción y en medio de la confusión que vino después de la confiscación del último derecho político que aún podía esgrimirse como válido, no queda otro remedio que asumir lo que supongo nadie fue capaz de hacer antes: somos rehenes de la frontera. Atrapados en un país sin nombre. En el hecho evidente que somos un poco cómplices de lo que vendrá después. De lo que sea que deberemos enfrentar como sociedad y como cultura. Una idea dolorosa y ambigua. Una sensación de urgencia que en realidad, no lleva a ninguna parte.
Me tiendo con los ojos cerrados en la cama. El sueño no llegará en horas supongo. Y mientras tanto, sigo pensando en esta cárcel ideológica en la estoy encerrada. Este país de ilusiones rotas que es el mio. Esta ciudadana de la periferia en que me convertí.
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lunes, 28 de mayo de 2018
Crónicas de la nerd entusiasta: Todas las buenas razones por las que deberías ver la serie “Picnic at Hanging Rock” de Amazon Prime.
Hay un elemento en las historias de desapariciones, ausencias y misterios sobre lugares inexplorados, que conecta directamente con el miedo natural y primigenio a la incertidumbre. Al enigma, de lo que no podemos ver pero sobre todo, la percepción de lo invisible como amenaza. La nueva serie “Picnic at Hanging Rock” basada en el libro del mismo nombre de la autora Joan Lindsay de 1967, analiza no sólo la soledad y el desarraigo de la pérdida en clave de cuento gótico sino además, el temor anónimo hacia los lugares más oscuros de nuestra mente. Esa percepción sobre el olvido y lo indescifrable que se elabora como un temor insólito en la imaginación colectiva.
La serie, con su aire bucólico y casi inocente, capta la atmósfera tensa del libro desde las primeras escenas. “No me gusta” murmura una una colegiala vestida de blanco, corset y el cabello impecable, contemplando con los ojos muy abiertas la Gran Piedra hacia la cual se dirige la excursión en la que participa. Con la voz inquieta y cierto aire quisquilloso, parece metaforizar el miedo colectivo del grupo que le acompaña, adolescentes nerviosas y su institutriz, que avanzan en mitad del descampado con cierta dificultad. Provienen del Appleyard Collage, un estricto y lujoso internado cuyo perfil apenas podemos distinguir a la distancia del paisaje y la narración. Es el día de San Valentín del año 1900 y la lenta escalada tiene un aire a deambular distraído, una sensación de simple experimento al que sin embargo, rodea un aire malsano, inquietante y aprensivo sin explicación real. Finalmente, cuando alcanzan la enorme formación geológica a la que se dirigen (de pronto, el escenario de Victoria en Australia, tiene un aire desolado y decadente que sorprende por su rara belleza) cuatro de las alumnas y la institutriz deciden recorrer el trecho hacia la cima de la roca. Tres de ellas jamás regresan y de hecho, no hay el menor indicio de que pudo suceder o provocar su desaparición.
Tanto libro como serie — y su anterior adaptación del ’75 adaptada por el director Peter Weir — tiene un aire moderno de Thriller inconcluso, al que se suma además, una percepción dual y extraña sobre los espacios y los lugares remotos, sobre todo en la desconocida Australia del siglo pasado. “Picnic at Hanging Rock” no solamente asume el mismo aire tenebroso y levemente tétrico de la película que le precedió sino que además, elabora una idea mucho más compleja sobre el miedo en un espectro tan amplio que parece abarcar a la vez todo tipo de temas. Desde la desconfianza al hombre blanco en una Australia semi salvaje hasta la percepción inquietante de lo sobrenatural — apenas sugerido y quizás inexistente — en medio de un paisaje bucólico que carece de verdadera identidad más allá de un reflejo inquieto y diáfano de cierta oscuridad interior, “Picnic at Hanging Rock” traduce el misterio en una serie de escenas sugerentes de enorme simbología. Como si se tratara de una percepción dual y singular sobre lo que tememos y a la vez nos atrae — las colegialas sobrevivientes al accidentado viaje continúan mirando hacia el peñasco entre temerosas y curiosas — hay una concepción sobre lo enigmático que sorprende por su profundidad. No obstante que en ocasiones la serie parece perder el ritmo — las largas escenas contemplativas parecen suspendidas en mitad de los silencios extraordinarios del paraje que engulle por completo la escena — continúa siendo una efectiva estructura de enigmas concatenados entre sí como un mecanismo bien construido. Sorprende que esa tensión invisible parezca coincidir con la visión de la escritora sobre su obra: En una oportunidad Lindsay contó que escribió la novela entera en dos semanas, en medio de una “especie de trance” luego de soñarla durante una noche de fiebre. “Estaba escrita como un misterio y sigue siendo un misterio (…) Escribí ese libro como una especie de atmósfera de lugar, y fue como dejar caer una piedra en el agua. Sentí esa historia- si se puede llamar historia — de que lo que sucedió el día de San Valentín como círculos concéntricos, que siguieron siguió extendiéndose como una idea cada vez más retorcida”. Por su parte, la editora de Lindsay Sandra Forbes, describió la creación de la autora como” un libro de atmósfera, que basa su efectividad para captar lo duro y extravagante de la selva australiana”. En conjunto, el libro es un reflejo distorsionado sobre el temor convertido en una comprensión sobre una versión de la realidad — por momentos, pareciera que la trama se desdobla, se hace más incompresible y laberíntica — y más allá de eso, una versión de los espacios y lugares convertidos en expresiones casi mitológicas sobre el miedo. La serie logra captar el ambiente agreste y singular, aunque no del todo. Aún así, resulta una extraña mezcla de terror y algo más complejo que lleva esfuerzos desentrañar.
Lo más inquietante sobre la historia — y que la serie se esfuerza en captar de forma elemental y elaborada bajo una percepción lúcida — es el esquema espectral sobre el hecho que ocurre sin que exista una explicación clara — ni mucho menos coherente — sobre lo que ocurrió. Sólo hay una sobreviviente que no recuerda que pudo haber ocurrido y lleva un trauma desconocido que parece sugerir que lo que sea que ocurrió, es mucho más complejo que una simple caída al vacío o algo igual de mundano. Pero la evidencia va más allá de eso y se hace más intrincada a medida que la historia se analiza como un todo circunstancial: el miedo se convierte en un esquema extraño y poco claro sobre la explicación a lo ocurrido, pero también, en una ruptura de cierto orden natural de las cosas que no encaja en ninguna parte. La noción sobre la imposibilidad — “No recuerdo, es como si el tiempo dejó de transcurrir” insiste la estudiante sobreviviente — ocurre con la misma lentitud de una novela de Murakami pero sin su placidez desconcertante. La belleza y el miedo se entrecruza en algo más complejo y de pronto, nada es lo que parece en medio de un escenario rural, cotidiano pero tenebroso en el que las sombras de lo desconcertante, avanzan hacia una idea amplia sobre los terrores colectivos.
La historia original es brillante y la adaptación de Amazon Prime logra captar parte de su resplandor decadente, aunque carece de cierto orden y coherencia como alcanzar en inteligencia argumental a la obra de Peter Weir. Mientras que la película intentaba mantener el misterio tan críptico como en su gemelo literario, la serie opta por mostrar y se prodiga en detalles innecesarios, que hacen laberíntica y por momentos, tediosa la trama, que avanza en ritmo desigual en medio de todo tipo de posibilidades. No obstante, el guión es lo suficientemente sólido para adentrarse dentro del escenario, abriendo espacios para elaborar rutas narrativas desconcertantes. De manera muy directa, el argumento deja entrever que quizás las chicas fueron arrebatadas desde su época a una dimensión libre de restricciones — una ruptura de espacio tiempo que se insinúa pero no se explica lo suficiente — pero en realidad, toda la historia parece transcurrir en un espectral resplandor gótico que deslumbra aunque no llega a conmover de todo.
Aún así, la serie no parece conformarse sólo con los estratos del enigma que se enlazan unos a otros hasta crear dimensiones extrañas sobre la circunstancia que narra con delicada fluidez. La actriz Natalie Dormer (Juego de Tronos) crea un personaje extravagante y ambivalente, tan peculiar en su doble percepción que hace al espectador dudar no sólo sobre sus intenciones — siempre en entredicho — sino también, de sus pequeños gestos inquietantes sobre la desaparición de las pupilas bajo su cargo. La actriz logra un perfecto equilibrio entre el terror, el vigor histriónico de una jugadora experta — dos rostros perfectamente discernibles y contradictorios — y una somera revisión a una capa más profunda sobre el análisis de la trama sobre el control y la represión. En mitad de todo lo anterior, la fluidez de una narración con un indudable aire adolescente cambia y se transforma en medio de una percepción en la que gravita una sensación casi onírica, que recuerda inmediatamente a las obras exclusivamente femeninas de Sofía Coppola. La puesta en escena es cuidadosa, tan delicada que parece flotar en medio de las agrestes colinas que lo rodean, lo que además brinda a los personajes una cualidad de flor en primavera recién nacida, con sus trajes coloridos y voces llenas de animación y viveza. En contraposición, lo tenebroso parece acechar tan cerca y de manera tan inquietante, que es casi un personaje en si mismo. Una simetría provocadora que convierte a las jóvenes alumnas en fantasías a medio construir de una morbidez inquietante. Con su aire resplandeciente, lento y casi fatigado, “Picnic at Hanging Rock” crea una versión de la realidad distante, cristalina y peligrosa que atrapa al espectador desde la primera escena.
viernes, 25 de mayo de 2018
Una recomendación cada viernes: The Outsider de Stephen King.
El género del terror suele ser menospreciado o en el mejor de los casos, estigmatizado dentro de la literatura. Tal vez se deba a su capacidad para tocar todos los extremos emocionales e intelectuales — desde la sutileza de lo entrevisto a la brutalidad de la violencia despiadada — o sólo al hecho, de encontrarse en mitad de camino entre la aseveración y la representación sensorial. Por los mismos motivos, a Stephen King se le suele criticar y adorar a partes iguales. Es probablemente uno de los escritores más leídos del mundo y también, de los más menospreciados. Una contradicción que sin embargo, no llega afecta su pluma prolífica: ha escrito más de 50 novelas y vendido unos 300 millones de ejemplares, lo cual lo convierte no sólo en un fenómeno mediático, sino también en una rareza en el mundo editorial actual. Porque King vende — ¿quién podría dudarlo? — pero también escribe bien. Eso, a pesar de sus pequeños gazapos, sus escenas que suelen acusarse de blandas y sus enrevesados argumentos entre terroríficos, emocionales y místicos. Pero King, más que escritor — que lo es, por derecho propio, por perseverancia, por su capacidad para reinventarse — es también un símbolo de las literatura actual, con su considerable dosis de cultura pop a cuestas y sobre todo, símbolo del escritor que atraviesa esa compleja red de intrigas y opiniones disparejas que es el mundo editorial contemporáneo. Humilde, sincero, muy consciente de la importancia de su labor como narrador de historias pero aún así, incapaz de obsesionarse con el reconocimiento, Stephen King es un mito creado a la medida del lector, una metáfora de lo que la literatura — como propuesta — puede llegar a ser.
Y además de lo todo lo anterior, King escribe sobre el terror. Lo hace bien, de una manera concienzuda, se toma en serio un género la mayoría de las veces menospreciado, minimizado y ridiculizado. Porque para King, el miedo no es sólo una reacción, una mezcla confusa entre una percepción física y emocional, sino algo más intricado, profundo. Inquietante. Para King, el terror es una idea sugerida, a la que el lector da forma, construye, brinda rostro. Una perspectiva que revolucionó no sólo la manera de concebir el terror sino también de como asumirlo como una idea literaria por derecho propio. De pronto, el terror no era sólo imágenes fantásticas, escalofriantes, un poco absurdas. Tampoco la provocación, la sangre, incluso la repugnancia sino algo más. Un planteamiento tan profundo que parecía abarcar no sólo lo que tememos sino por qué nos produce temor. Cuando en 2003 King ganó la medalla National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, el crítico Walter Mosley describió su talento como una noción “casi instintiva sobre los miedos que forman la psique de la clase trabajadora estadounidense”. Una reflexión que transforma el terror en parte de lo cotidiano, de lo que consideramos natural. “Conoce el miedo, y no solo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido” añadió.
Por supuesto, con casi sesenta libros a cuestas (con una periodicidad y frecuencia que sorprende a sus lectores y despierta críticas mal intencionadas en sus detractores) King comienza a tener problemas para sorprender a sus lectores, lo que equivale a interpretarse como un reto para un escritor prolífico que prácticamente ha tocado todos los temas dentro de ese gran Universo tenebroso del terror. No obstante, King evita el tedio con jugadas inteligentes que además, brindan una consistencia nueva a su trabajo y abren nuevos espacios para analizar la forma en que se construye una percepción sobre el terror siempre novedosa. Para comenzar, se atrevió a tocar una de sus obras clásicas como lo es “El Resplandor” con una secuela de menor calidad pero que aún así, otorgó matices singulares a la historia original. Después escribió suspenso policiaco (la trilogía Mr Mercedes, Finders Keepers, End of Watch no sólo demostró la capacidad del autor para desdoblarse en una narración rápida, inteligente y abierta a todo tipo de interpretaciones, sino sorprendente en su profundidad) y por último, incluso creó ese extraño híbrido entre una distopia con conciencia ideológica e historia de terror en pleno derecho como lo es “Las bellas Durmientes” en compañía de su hijo Owen, un experimento más o menos exitoso que le acarreó algunas críticas pero que demostró que King sigue insistiendo en crear Universos alternativos de enorme riqueza y complejidad. Ahora con “The Outsider”, el escritor lleva la experimentación a un siguiente nivel y lo hace como una versión de la realidad basada en lo cotidiano transformado en una superficie inquietante, bajo la cual subsiste algo más tenebroso y aciago. Por supuesto, se trata de un truco habitual en las narraciones de King, pero “The Outsider” logra un nuevo nivel de complejidad y asombra por su capacidad para subvertir el orden de lo ordinario (esa noción sobre lo corriente que King utiliza con tanta frecuencia como elemento imprescindible en sus narraciones) en algo más extraño, duro e inquietante. Lo hace además, sin dejar a un lado su prosa fluida y su capacidad para interconectar hechos en apariencia fortuitos en una amalgama de extraños sucesos que al final, crean una versión de la realidad por completo nueva. Eso, a pesar que “The Outsider” es un reflejo del estilo habitual de King, en lo que lo temible subsiste bajo cierto aire ordinario y vulgar. Pero a diferencia del resto de sus obras, “The Outsider” es una trampa bien concebida para analizar el bien y el mal bajo lo rudimentario, el espectro de lo hórrido y sobre todo, lo coloquial bajo la concepción del absurdo.
La novela tiene una percepción de sí misma que refleja la intención de King por innovar en pequeños fragmentos de horror sugeridos: narra la extraña historia de como Terry Maitland, hombre intachable, buen esposo y ciudadano ejemplar (además del entrenador de béisbol de ligas juveniles) es acusado del cruel asesinato de un niño. De figura apreciada, querida y respetada, Maitland se transforma muy pronto no sólo en un paria sino también en el chivo expiatorio de los peores dolores y terrores de un pueblo obsesionado con su culpabilidad. Aún peor: Maitland ha formado parte de la vida de la mayoría de quienes le acusan (La mayoría de los personajes le conocen por haber sido entrenador en algún momento dado de su hijo, nieto, sobrino) lo que hace la confusión y la ira acerca de su culpabilidad aún más dura de asimilar. La investigación corre a cargo del detective Ralph Anderson, que como todos el resto de los personajes de la trama, también conocía a Maitland lo suficiente como para agradarle (esa visión periférica y tangencial de un hombre corriente dentro un espacio corriente) y a quien le lleva esfuerzos comprender que pudo cometer un crimen tan atroz. No obstante, la evidencia — y al principio de la novela, todo parece resumirse a lo comprobable — apunta a que no sólo es culpable sino que de hecho, es el único sospechoso en medio de una situación enrevesada y dificil de digerir.
King juega entonces con la línea temporal, el narrador y las pequeñas estructuras argumentales — de la prosa en tercera persona va a los testimonios y declaraciones, de una forma muy parecida en que lo hizo en los primeros capítulos de “It” — y crea la sensación que la historia tiene un único objetivo o mejor dicho, una sola forma de comprender el motivo y la percepción sobre lo moral y lo ético. Pero como siempre, King encuentra una arista no explorada sobre el tema — en esta ocasión, la culpabilidad, la acusación colectiva y la percepción de lo ético en medio del estigma — y lo transforma en algo por completo nuevo y lóbrego. Con su estupenda documentación legal — es notorio que King se tomó una buena cantidad de tiempo para construir una visión del sistema legal creíble — pero sobre todo, su lenta aproximación a la culpa como hecho casi fortuito, de pronto la novela toma el riesgo de contradecirse en sus líneas más elementales y es entonces, cuando el mejor estilo King sale a relucir: Maitland no sólo tiene una sólida, comprobable y sustentable coartada, sino además una grabación de video, en la que puede constatar que se encontraba en otra ciudad al momento en que ocurrió el crimen del cual se le acusa. De manera que ahora Anderson deberá lidiar no sólo con un caso por completo distinto sino también, con la singular sensación que algo sin explicación está ocurriendo en mitad de todo el misterio que trata de resolver, sin lograrlo. De pronto, lo que parecía ser un delito forense — y una narración policíaca al uso — se transforma en algo más. King, con su habitual habilidad para la construcción de peculiares capas de información y dimensión de lo temible, encuentra en “The Outsider” una manera por completo nueva de analizar el terror pero sobre todo, la identidad colectiva como una forma de expresión individual.
Con Maitland, no todo es lo que parece y a partir del segundo tramo de la novela, King comienza a mostrar el personaje como una extraña visión de elementos sobrenaturales inexplicables y tan novedosos que lleva unas cuantas páginas comprenderlo a cabalidad. Con el misterio convertido en una percepción del miedo — uno de los personajes se pregunta en voz alta “¿Es esto un asesinato o algo más que lleva al Infierno?” todo un juego de palabras que podría describir los momentos más oscuros de la historia — King de nuevo rinde homenaje a Shirley Jackson (su principal referente) pero sobre todo, a la percepción dura y más cruel sobre el hecho del terror convertido en un elemento existencial perpendicular a la realidad. El enigma transcurre como un rio subterráneo, convertido en una idea demencial e ilógica, pero también, entremezclada con la naturaleza humana de manera inevitable.
Además, King parece decidido a utilizar la trama de “The Outsider” para narrar a la norteamérica real como si se tratara de una fantasía inquietante y dolorosa. Desde el hecho que buena parte de los que acusan a Maitland llevan la gorra roja con la frase “Make America Great Again” hasta los paralelismos obvios que el escritor establece con su propio Universo para comparar a Trump con Greg Stillson, el aterrador candidato presidencial de “Dead Zone”, King estructura “The Outsider” como una planificada mirada al temor dentro del temor. Con su más reciente novela, King crea un reflejo de una narración de la norteamérica que teme y la incluye en una versión de la realidad inquietante. La mezcla es un paradoja entre lo sobrenatural y la certeza ilógica, hasta crear una versión de lo terrorífico que sorprende por su cualidad inusual, flexible y desconcertante. De nuevo, King logra lo que cada vez parece más imposible: sorprender al lector. Y hacerlo usando los recursos de una época frágil, rota y extraña en su país. Una historia de terror dentro de una historia de terror.
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The Outsider de Stephen King.
miércoles, 23 de mayo de 2018
De la diatriba de la libertad mental a la noción de quiénes somos: La inteligencia como una forma de libertad.
Hará unos meses, alguien a quien apenas conozco me acusó de “no vivir sino para leer”, algo que en realidad es cierto — leo y escribo más que cualquier otra cosa en mi vida — pero que sin duda, no encuentro reprobable, como parecía sugerir la molestia que este buen hombre ofuscado le imprimió a sus palabras. Enfurecido, insistió que una mujer de mi edad debería “tener vida en lugar de libros” y que toda esta “cultura de los intelectuales” sólo “cohíbe la vida real”. No dejó de asombrarme tanta vehemencia y disgusto, además de provocarme un poco de risa.
— Según usted, entonces debería dejar de leer y escribir, para descubrir el mundo — comenté. Mi interlocutor me miró con los ojos entrecerrados de furia.
— En mis tiempos, eso era lo que hacia la gente joven. ¡Vivir coño!
“En mis tiempos”. Que frase más bonita y además, tan fácil de encajar en cualquier parte. Una especie de puente entre una época abstracta en la que puede calzar cualquier idea y la actualidad, tan llena de grietas y la mayoría de las veces, tan incómoda. Esta extraña conversación ocurría en los escalones del edificio en el que vivo desde la niñez y mi interlocutor, era uno de mis vecinos, que con más de ochenta, prácticamente me ha visto crecer. Uno de esos rostros que acostumbras a tropezarte de tanto en tanto, que forman parte de tu vida pero de manera tangencial, lenta, sin mucha importancia. Pero entonces, este proverbial desconocido, estalla contra mi hábito de llevar siempre un libro entre las manos. De encontrarme en todos los rincones del viejo edificio, con la cabeza hundida entre las páginas abiertas. O quizás, en los últimos tiempos, mirando con ojos muy abiertos la pantalla de mi Kindle. Cual sea el caso, la lectura me acompaña como una estela, una especie de presencia invisible más real que lo real. Toda una afrenta, para este abuelo sin nombre — no al menos, uno que recuerde — que por lo visto, ha vivido todo lo que hay que vivir.
— ¡Deje ese libro y váyase a vivir! — rezongo por último, antes de seguir su maltrecho camino hacia las escaleras más adelante — eso es lo que todo el mundo debería hacer.
Me quedé con mi libro entre las manos mientras miraba su figura encorvada alejarse con torpeza hacia la oscuridad gradual del jardín unos metros más allá. Y pensé, que me gustaría explicarle, que leer ha sido en mi vida una búsqueda más fuerte, más intensa y más profunda que cualquier otra. Que leer me ha permitido viajar, regresar, sobrevivir, renacer, morir y vivir de maneras inexplicables. Que ese sencillo hábito de quedarme perdida entre palabras — suena bastante poético pero es justo lo que me ocurre — me ha brindado una mayor capacidad para vivir y asombrarme que cualquier otra cosa en mi vida. ¿Eso es bueno? ¿Eso es malo? No lo sé.
Aprendí a leer a los tres años. O al menos, en eso insiste mi madre, porque yo no lo recuerdo. Pero tal parece que a tan corta edad, ya podía reconocer las primeras letras y tartamudear algunas frases, lo que para mi madre fue todo un triunfo de su método ameno y espontáneo de enseñarme a leer. Cuando me lo cuenta, casi siempre me río un poco de lo que suelo llamar su “fervorosa confianza maternal” en mi inteligencia.
— Probablemente te estaba imitando.
— No lo hacías. Reconocías las letras y las leías.
— Quizás relacionaba sonido con formas, como un loro.
— Eso es leer, de alguna manera.
La discusión se hace interminable, pero la conclusión siempre es la misma: desde niña, se me consideró “inteligente”. Una especie de niña prodigio o en el más tibio de los casos, una mente muy despierta desde temprana edad. Una idea que parece formar parte de mi identidad o mejor dicho, que en muchas oportunidades me ha definido de una manera muy particular.
Lo admito con toda franqueza: no me considero superdotada o particularmente inteligente. Sí, una gran curiosa. Más de una vez, me han insistido que ambas cosas se mezclan o que incluso forman parte de una misma interpretación del mundo. La verdad, no podría asegurarlo de manera categórica. Lo único que puedo decir con absoluta certeza es que disfruto aprendiendo y que ese hábito se hizo una necesidad que jamás se satisface por completo. Alguien que desea aprender, siempre intentará abrir puertas, avanzar un poco más de cualquier límite impuesto, social o cultural. Una visión sobre lo que te rodea y quien eres que se hace a diario mucho más amplia, rica en matices, que se construye así misma en piezas fundamentales. Pero ¿Eso me hace especialmente inteligente? La verdad, no sabría decirlo. Y cuando lo analizo, me pregunto incluso si es importante encontrar respuesta para ese cuestionamiento tan privado. Cual sea el caso, mi inteligencia, mi curiosidad, o incluso, mi simple afición por el conocimiento han sido parte de mi manera de comprender y analizar el mundo desde que recuerde.
La idea de ser inteligente — o serlo, en todo caso — me obsesionó. No sabía muy bien que era esa abstracción que parecía incluir mis habilidades y talentos, pero lo que sí tenía bastante claro, era que tenía una estrecha relación con mi manera de mirarme y concebir quien era. Por supuesto, nunca lo pensé en términos tan complejos: sólo tenía muy claro que la inteligencia — la inquietud mental, de espíritu, de conceptos — era una parte de mi mente siempre en constante transformación, muy viva. Poliédrica. Por cada vez que la experiencia de ser inteligencia — intentar serlo — me rebasaba, había una nueva manera de asumir mis opiniones, sentimientos e incluso esas pequeños deslices personales que me identificaban. Porque cuando te llaman inteligente o cuando aspiras a serlo, la idea se convierte en parte de tu identidad, te acompaña a todas partes, crea una visión sobre ti profundamente primitiva y esencial. Eres lo que piensas o mejor dicho, como te interpretas, como te asumes, como te contemplas a la distancia. Eres, con toda seguridad, tu mejor obra de arte.
En todo caso, lo de ser inteligente — como atributo — es una abstracción. Una imprecisa y que en realidad, no tendría por qué encajar en ninguna parte. Se puede ser asombrosamente hábil para las matemáticas y un ignorante funcional con respecto al arte y al humanismo. Y al contrario. La inteligencia no parece definir un rasgo específico de la personalidad, ni tampoco una expresión espiritual. Con frecuencia me he preguntado si lo que llamamos inteligencia, no es otra cosa que un tipo de sensibilidad muy específica, una capacidad muy concreta para elaborar una pensamiento complejo sobre quienes somos o cómo nos percibimos. No lo sé. Jamás he podido descubrirlo. Porque la inteligencia es quizás una de esas ideas que dependen de lo que puedan estimularla o muy probablemente, de lo que pueda alimentarla. Como pequeños fragmentos de un rompecabezas enorme o el matiz de una idea muchísimo más amplia.
Y eso, en un país donde hay más peluquerías que bibliotecas, significa recorrer un trayecto largo y difícil. Porque en Venezuela, la inteligencia no se celebra, tampoco se enfatiza. Con su festivo temperamento caribeño, el país donde nací no parece especialmente interesado en fomentar lo intelectual. El amor al estudio y al aprendizaje, no son elementos que se consideren indispensables ni mucho menos, un planteamiento que se estimule. En un país donde lo académico y lo racional se menosprecia, se considera un tipo de debilidad e incluso, una rareza social, ser inteligente — o mirar el mundo de manera inteligente, que al cabo es algo muy parecido — no es una tarea sencilla y mucho menos satisfactoria. O al menos, eso es lo que parece sugerir la experiencia.
Lo aprendí muy pronto: recuerdo que en una ocasión, una de las niñas con que estudiaba durante los primeros años de primaria, se burló de mi hábito de leer. Lo hizo con tanta frecuencia y encono, que terminé golpeándola con los puños cerrados, frustrada y angustiada. Más tarde, cuando la maestra le preguntó por qué me molestaba, la niña se encogió de hombros “Se la pasa leyendo y no le hace caso a la gente de verdad, es una niña rara”, contestó. La maestra no supo que responder y se limitó a recomendar “Conociera mejor a las otras niñas”. Confusa, le pregunté había algo malo en mi gusto por la lectura. La maestra sonrío y se encogió de hombros.
— Juega con tus amiguitas y disfruta. Habrá tiempo para leer cuando seas grande.
Intenté explicarle que prefería de hecho leer que jugar, pero a la maestra no pareció importarle mucho aquello. La niña agresiva continuó molestándome durante todo el año escolar y sólo dejó de hacerlo, cuando finalmente dejamos de compartir salón de clase. Pero la lección la tuve clara desde entonces: Leer no era tan importante. Eso me suponía una disyuntiva dolorosa, porque de hecho, leer era para mi más importante que cualquier cosa. Y aún así, asumí que era algo que nadie comprendería — no con facilidad — y que seguiría siendo un problema al que debería enfrentarme más de una vez, mucho después. Lo cual, claro está, resultó ser cierto.
Continué obsesionada con aprender y leer durante toda mi adolescencia. Le dediqué buena parte de mi tiempo y energía, a pesar que terminé aislándome, sintiéndome fuera de lugar en ese ambiente juvenil venezolano que suele ser tan restringido y tener normas sociales tan específicas. Un sensación que me acompañó durante largos años y que de alguna manera, definió y construyó mi opinión sobre como se mira al estudio, la preparación académica y el gusto literario en mi país. Era la nerd, la solitaria, la que solía dedicarse a leer a Cortázar en un pasillo desierto mientras el resto de mis conocidos y compañeros de clases celebraban unos cuantos metros más allá. Era la que solía aburrirse en las fiestas escandalosas, que carecía de temas de conversación “divertidos” y la que de hecho, no encontraba un lugar en el cual encajar en ese Universo de la identidad juvenil a la que se suponía debía pertenecer. Más de una vez, me pregunté si había algo mal en mi, si debía esforzarme “un poco más” por formar parte de esa noción mucho más amplia de mi misma sobre ser una mujer joven. Lo intenté varias veces, sin otro resultado que la frustración, hasta que al final decidió que insistir y asumí que no comprendía realmente a mi país. O quizás, mi país no me comprendía.
Una de mis amigas suele decir que Venezuela es un país visceral. La primera vez que se lo escuché decir, éramos compañeras en la Universidad. De las “fajadas” que asistían con puntualidad a todas las clases, que participaban activamente en debates, discusiones. De las que dedicaban un considerable tiempo y esfuerzo a estudiar y asumir su responsabilidad académica. En una ocasión, alguien comentó que tanto esfuerzo era excesivo, que esa dedicación al estudio era cuando menos “exagerada”. Siempre habría un camino menos arduo para obtener el mismo resultado, o ese era el parecer general de la mayoría con quienes compartíamos pupitre y pizarrón. Recuerdo que mi amiga escuchó el comentario y no respondió de inmediato. Y cuando lo hizo, fue con esa visión suya, tan lapidaria.
— No somos un país visceral, sino tropical — le rebatió uno de los que participaban en la conversación — aquí nadie se toma las cosas tan en serio. La vida es para disfrutarla. Y para disfrutarla bien.
Mi amiga no insistió en el tema, pero a mi me la frase me pareció esencial para comprender no sólo a nuestros compañeros de clase sino ademas, al temperamento de un país adolescente que siempre se comprendió a medias, en una visión elemental que nunca parece completarse del todo. Porque Venezuela es una cultura que se sustenta en sus errores, en sus inspiraciones súbitas y sobre todo en las emociones. Que reflexiona sobre si misma a través de lo voluble y vulnerable de su identidad caribeña. Esa predilección por el desorden y la fantasía de la banalidad que nos resulta tan indispensable para asumir las fracturas del gentilicio.
Y es que Venezuela no se mira así misma desde lo mesurado, lo cerebral. No necesita hacerlo, probablemente. Somos una cultura mestiza, bulliciosa, vitalista. Venezuela es un país donde lo impulsivo es la idea que prevalece, la que define la identidad nacional. Claro está, parte de ese análisis sobre nuestra cualidad mutable, desordenada y caótica, tiene estrecha relación con el hecho que en Venezuela la inteligencia se menosprecia, o mejor dicho se minimiza en contraposición a lo puramente sensitivo, primitivo, sensorial. La pasión del trópico, se le suele llamar. Una peligrosa dependencia a lo irracional, añadiría yo.
En una ocasión y por pura necesidad de reflexionar sobre Venezuela y su interpretación sobre lo intelectual, me dediqué a contar cuantas librerías y bibliotecas públicas existen en Caracas. Lo hice primero casi por casualidad, notando la proporción entre ambas cosas y las peluquerías, por ejemplo. Las tiendas de ropa femenina, los supermercados, los abastos. Prioridades que sobrepasaban en proporción de uno por cada tres, el sencillo habito de leer. Recorrí centros comerciales con peluquerías en cada piso, pero en los que sólo encontré una librería del ramo. Revisé los anaqueles de los libros a la venta: Best Seller, autoayuda, recetarios. Pocas veces grandes clásicos, los inolvidables, los imprescindibles. Caminé por calles y avenidas abarrotadas de tiendas de zapatos, bisutería, productos de belleza, sólo para tropezarme con una librería pequeña. Una papelería, mejor dicho, como me corrigieron más de una vez. Conversé con vendedores de libros, que me parecieron aburridos con mis preguntas sobre literatura y autores. “Aquí solo sacamos fotocopia y vendemos libros para niños”, me insistieron más de una vez.
Por supuesto, jamás asumí que llevaba a cabo una especie de comprobación social sobre algo tan duro como la manera como se concibe el Venezolano, pero poco a poco y a medida que el hábito se hizo una declaración de principios muy directas, lo acepté. Y es que esa caminata a ciegas por nuestra idiosincrasia, por ese recorrido a ciegas por quienes somos, mostrado era tan simple y directa, me dejó un poco abrumada. Me pregunté hasta que punto somos conscientes de la importancia de menosprecio directo a la cultura, de lo significa esa mirada banal a nuestra identidad como país. En una ocasión un amigo me llamó “fatalista” cuando le expliqué mis temores y dolores sobre la Venezuela indiferente y superficial.
— Caracas es un lugar que disfruta la cultura pero de una manera más amena y abierta que la que puede brindar un libro — me recriminó — hay conciertos, eventos callejeros, obras de teatro. La cultura no se basa sólo en lo que asumes de manera individual, sino en lo cotidiano.
Me pregunté entonces si minimizaba el valor del conocimiento a la manera como lo comprendía la cultura Venezolana. Una idea preocupante. Porque de ser así, la anomalía no se trataba de mi incapacidad para comprender al país intelectualmente, sino que en realidad de mi manera de juzgar esa anomalía, esa incomprensión. Me cuestioné muchas veces, me obligué a analizar la cuestión desde todos los puntos de vista. Resulta inevitable que te hiera esa urgencia por comprender la sociedad en la que creciste y la cultura donde naciste, sin lograrlo.
De nuevo, recorrí Caracas a ciegas. O mejor dicho, sin saber que buscaba. Ya no contaba librerias o bibliotecas, me detuve para mirar el país que se extendía a mi alrededor. Me recordé en esos años dolorosos de la adolescencia, abrumada por la necesidad de encajar aunque no supiera donde o por qué motivo. La sensación era la misma, una soledad inmensa, blanca y neutra que no sabía donde comenzaba o qué podría significar. Volví a analizar la idea sobre la inteligencia, el conocimiento, la necesidad de aprender a través de todo lo que me rodeaba. ¿Estaba menospreciando la cultura a la manera como mi país la muestra, la obsequia, la brinda? ¿O simplemente no era un lenguaje que pudiera comprender?
Nunca obtuve una respuesta clara, quizás porque no existe una. Quizás se trate de no sólo una manera de mirar a mi país, la cultura donde crecí, sino sus implicaciones. La idea me atormentó durante meses, mientras caminaba por la ciudad depauperada, arrasada y aún así festiva. La cultura en todas partes, la capacidad de entender su sentido y los finos hilos que la sostienen, en cada lugar, en cada rostro. Recordé de nuevo mis silenciosos debates sobre la inteligencia, quién podía ser inteligente o como podría llegar a serlo. Esa exclusión inmediata y quizás simplemente elemental de lo que asumimos como cierto y que quizás, sólo se trate de una interpretación de la verdad. De esa certeza mucho más amplia sobre qué nos define o de qué manera nos comprendemos. Un espejo convexo capaz de devolvernos dos reflejos de una misma realidad. Y esa íntima inquietud, esa necesidad de mirar más allá de lo limitado de mi propia opinión, fue mucho más satisfactorio que el mismo hecho de sólo mirar al país — su identidad — desde una única dimensión.
Ya lo dije antes, no podría decir si soy especialmente inteligente. Lo que sí tengo bastante claro, es que soy excepcionalmente curiosa. Y esa insistente necesidad de analizar lo que me rodea, quién soy y el paisaje extraño e intrigante del país donde nací, es quizás uno de los elementos más significativos en mi mente y en mi espíritu. Quizás, el arte de hacernos preguntas — aunque no tengan respuestas inmediatas — y asumir que somos piezas en un mecanismo social mucho más grande y antigua, es la primera lección que debamos aprender. Quien sabe si la más valiosa y profunda que podemos obtener.
C’est la vie.