lunes, 21 de mayo de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: ¿Puede la segunda temporada de “Por trece razones” sobrevivir al fenómeno de la primera?






El suicidio — y sobre todo, entre adolescentes — no es un tema sencillo, a pesar que en varios países del mundo ocupa los primeros lugares como causa de muertes entre los más jóvenes. Quizás por ese motivo 13 Reasons Why — que contó con la producción de la estrella Juvenil Selena Gómez — despertó expectativas y, sobre todo, polémica incluso antes de su estreno. La adaptación televisiva de la novela del mismo nombre del escritor Jay Asher podía ser tanto un suceso televisivo como una decepción de audiencia y crítica. El resultado fue una extraña mezcla entre las buenas intenciones de Netflix al crear un producto televisivo que intenta visibilizar temas álgidos y los evidentes fallos argumentales y de ritmo que atentaron contra la coherencia de la serie. La segunda temporada — que se anunció en medio del éxito y controversia de la primera — intenta profundizar en el fenómeno del dolor adolescente y sus implicaciones, sin lograrlo por completo. Ya sea porque el ingrediente esencial que sostenía la trama — esa mirada dura y acongojada de Hannah Baker sobre su vida y trágica muerte — ya obtuvo una resolución clara o simplemente, a que la mirada sobre la juventud abrumada por la pesadumbre necesita una reflexión menos edulcorada, el regreso de la serie carece de la contundencia, el poder para conmover y la fuerza emocional de su predecesora.

Por supuesto que, 13 Reason Why se asume como el fenómeno de audiencia y discusión pública en que se convirtió y comienza con la sugerencia que quizás, no deberías verla si los temas que toca — o tocará — te resultan sensibles o dolorosos. Toda una declaración de intenciones levemente maliciosa que en un principio parece responder a las críticas que despertó la descarnada primera temporada pero que en este nuevo contexto, tiene algo de artificial y poco creíble. La serie conserva su tono melancólico, duro y casi abrumador, en medio de una percepción de la juventud sesgada por el miedo y los sufrimientos privados, pero ahora, los temas potencialmente inquietantes — suicidio, abuso sexual, violencia explícita — tienen un elemento orquestado y premeditado que sesga y limita su impacto directo. Mientras que la primera temporada sorprendió por su frescura y la forma en que manifestó el sufrimiento como una expresión de dolor y especulación del Locus colectivo sobre el pensamiento individual, la segunda temporada resulta sencilla, poco convincente y lo que es aún más lamentable, construída como reflejo de un fenómeno espontáneo que resulta irrepetible por el mero hecho de ser elaborado desde la intención de sorprender.

“Si usted mismo está luchando con estos problemas, esta serie puede no ser la adecuada para usted”, dice la actriz Alisha Boe, cuyo personaje fue violada en la primera temporada en una durísima escena que despertó polémica por su dureza “O tal vez quieras verlo con un adulto de confianza”. No obstante, la advertencia tiene una evidente carga de morbo sugerido y deja bastante claro que a medida que avance la trama, habrá mucha más violencia, dolor y angustia en medio de una versión de la realidad poco verídica. Porque mientras la primera temporada mostraba como en un espejo deforme, el sufrimiento de una adolescente cualquiera, agredida y atacada por situaciones que cualquiera de sus contemporáneos podrían reconocer, la segunda intenta justificar su existencia por medio de una versión de la realidad sometida al escrutinio y a la comprensión de la naturaleza de la juventud — sus dolores e implicaciones — desde cierto plano cliché que carece de verdadera profundidad.

La primera temporada — adaptación del libro del mismo nombre de Jay Asher — tenía una estructura pensada y concebida para alimentar la noción multidimensional de los personajes: Las cintas grabadas por Hannah Baker (Katherine Langford) antes de su suicidio, convierten la narración en una experiencia dolorosa a través de la pesadumbre adolescente pero sobre todo, los duros y crudos estratos del miedo a la incertidumbre, la ruptura de la ingenuidad de la primera juventud y el trayecto hacia una idea más elemental que meditaba sobre el sufrimiento joven como una perspectiva sobre la sociedad actual. A través de una serie de flashbacks bien concebidos, tanto los personajes como el público atravesaron el largo y tortuoso trayecto de Hannah hacia su propia muerte, traducida en una destrucción de su identidad y un dolor desesperado hacia la percepción del yo como una forma de pérdida de todo sentido de la individualidad. Hannah muere pero a la vez, está más viva que nunca, en el juego de grabaciones que cuentan su historia con toda la subjetividad, angustia y miedo de su lento descenso a un sufrimiento insoportable. Con la percepción de Hannah como centro motriz de la narración, la serie entera pareció moverse a través del centro de gravedad de su historia y sostenerse como una forma de expresión insistente sobre los matices de la angustia existencialista que quiso mostrar con firme sincronía.

De manera que la segunda Temporada, hace que sea inevitable preguntarse si tiene justificación continuar una historia narrada y concluida, sin otro sentido, que ampliar o profundizar en los tópicos que construyeron una columna vertebral narrativa consistente. En esta ocasión, el hilo conductor es una demanda civil presentada por los padres de Hannah contra Liberty High School en busca de una especie de justicia aciaga, terciaria y por momentos insustancial, acerca de los motivos que llevaron a su hija al suicidio. Claro está, dentro de la trama, la percepción del juicio es un espejo que refleja y concibe la noción sobre la multiplicidad emocional de los personajes como una coyuntura existencial evidente y no obstante, no logra que sea lo suficientemente coherente para resultar creíble. De nuevo, nos encontramos discutiendo los mismos conflictos ya resueltos en las grabaciones de Hannah, solo que sin su contexto, percepción y dolor, lo que transforma el debate en una escueta exposición de motivos que por momentos carece de interés. Muchos de los compañeros y amigos de Hannah suben al estrado y de alguna forma, el mapa de ruta a través de la mente del personaje se amplía, como si la serie necesitara reversionar a Hannah y brindarle un nuevo sentido de la belleza, el temor y el dolor. En teoría, esa percepción de una nueva Hannah desconocida apoya el sentido de la primera temporada: hay una versión multidimensional de cada historia, una comprensión elaborada y convincente sobre el hecho que el rostro psicológico de Hannah comienza a dibujarse de una manera por completo distinta. No obstante, el truco no funciona demasiado bien y a mitad de la temporada, es bastante notorio que atenta contra la coherencia y la percepción del show como producto específico. El problema de esta nueva Hannah, nacida de los testimonios y miradas de sus compañeros, parece contradecir en más de una oportunidad al personaje original — como la relación romántica entre Hannah y cierto personaje que nunca se insinuó o se mostró en la primera temporada — lo que provoca, que cada nuevo descubrimiento carezca de valor o en el mejor de los casos de sentido. ¿Hannah mintió entonces en cada una de sus cintas? ¿Mienten sus compañeros de clase y quienes le conocieron? ¿Existe una idea que conecte ambas percepciones más allá del bien y del mal ético que no deja de sugerirse en mitad de la trama?

Claro está, la serie también explora la cultura de la violación y el dolor que provoca la agresión sexual en medio de un ambiente de negación y autopreservación de ciertos privilegios específicos para determinados alumnos, como ocurre en Liberty High. La esperanza de la justicia — tanto para los padres de Hannah como para las víctimas de otros hechos de violencia dentro de la trama — parece enfrentarse a la idea persistente que la violación, como crimen, es parte de un ecosistema que debe luchar contra una normalización terrible y cruda. Una y otra vez, la serie analiza la vertiente insistente sobre la capacidad de nuestra sociedad para convertir la violación en un hecho justificable pero aún más, en una noción sobre la identidad rota que evade todo sentido de la estratificación y la masificación de la responsabilidad colectiva. Un acierto del guión que concede especial interés en la búsqueda de la justicia. Pero a pesar de sus esfuerzos, 13 reason Why no es capaz de aglutinar el concepto del miedo y el abuso como una versión real. Hay algo de dramático y exagerado en toda la forma en que asimila el centro de la acción y es quizás ese, su punto más bajo.

Con todo, la segunda temporada de la serie continúa tomando riesgos y lo hace con un meditado sentido de la identidad que hace pensar que habrá una tercera ocasión de analizar lo que ocurre en Liberty High, como representación exigua de la cultura norteamericana adolescente. Con capítulos de más, casi todos de excesiva duración y una banda sonora interesante (aunque no especialmente llamativa) la serie cumple apenas su cometido de extender un fenómeno llamado a convertirse en discusión pública. Lo logra, pero sin la suficiente perseverancia para ser algo más que una percepción pasajera de lo obvio. Una mirada que quizás necesite refrescar sus opciones para elevar su percepción de lo verídico como algo más que un teledrama lujoso y actual.

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