miércoles, 23 de mayo de 2018
De la diatriba de la libertad mental a la noción de quiénes somos: La inteligencia como una forma de libertad.
Hará unos meses, alguien a quien apenas conozco me acusó de “no vivir sino para leer”, algo que en realidad es cierto — leo y escribo más que cualquier otra cosa en mi vida — pero que sin duda, no encuentro reprobable, como parecía sugerir la molestia que este buen hombre ofuscado le imprimió a sus palabras. Enfurecido, insistió que una mujer de mi edad debería “tener vida en lugar de libros” y que toda esta “cultura de los intelectuales” sólo “cohíbe la vida real”. No dejó de asombrarme tanta vehemencia y disgusto, además de provocarme un poco de risa.
— Según usted, entonces debería dejar de leer y escribir, para descubrir el mundo — comenté. Mi interlocutor me miró con los ojos entrecerrados de furia.
— En mis tiempos, eso era lo que hacia la gente joven. ¡Vivir coño!
“En mis tiempos”. Que frase más bonita y además, tan fácil de encajar en cualquier parte. Una especie de puente entre una época abstracta en la que puede calzar cualquier idea y la actualidad, tan llena de grietas y la mayoría de las veces, tan incómoda. Esta extraña conversación ocurría en los escalones del edificio en el que vivo desde la niñez y mi interlocutor, era uno de mis vecinos, que con más de ochenta, prácticamente me ha visto crecer. Uno de esos rostros que acostumbras a tropezarte de tanto en tanto, que forman parte de tu vida pero de manera tangencial, lenta, sin mucha importancia. Pero entonces, este proverbial desconocido, estalla contra mi hábito de llevar siempre un libro entre las manos. De encontrarme en todos los rincones del viejo edificio, con la cabeza hundida entre las páginas abiertas. O quizás, en los últimos tiempos, mirando con ojos muy abiertos la pantalla de mi Kindle. Cual sea el caso, la lectura me acompaña como una estela, una especie de presencia invisible más real que lo real. Toda una afrenta, para este abuelo sin nombre — no al menos, uno que recuerde — que por lo visto, ha vivido todo lo que hay que vivir.
— ¡Deje ese libro y váyase a vivir! — rezongo por último, antes de seguir su maltrecho camino hacia las escaleras más adelante — eso es lo que todo el mundo debería hacer.
Me quedé con mi libro entre las manos mientras miraba su figura encorvada alejarse con torpeza hacia la oscuridad gradual del jardín unos metros más allá. Y pensé, que me gustaría explicarle, que leer ha sido en mi vida una búsqueda más fuerte, más intensa y más profunda que cualquier otra. Que leer me ha permitido viajar, regresar, sobrevivir, renacer, morir y vivir de maneras inexplicables. Que ese sencillo hábito de quedarme perdida entre palabras — suena bastante poético pero es justo lo que me ocurre — me ha brindado una mayor capacidad para vivir y asombrarme que cualquier otra cosa en mi vida. ¿Eso es bueno? ¿Eso es malo? No lo sé.
Aprendí a leer a los tres años. O al menos, en eso insiste mi madre, porque yo no lo recuerdo. Pero tal parece que a tan corta edad, ya podía reconocer las primeras letras y tartamudear algunas frases, lo que para mi madre fue todo un triunfo de su método ameno y espontáneo de enseñarme a leer. Cuando me lo cuenta, casi siempre me río un poco de lo que suelo llamar su “fervorosa confianza maternal” en mi inteligencia.
— Probablemente te estaba imitando.
— No lo hacías. Reconocías las letras y las leías.
— Quizás relacionaba sonido con formas, como un loro.
— Eso es leer, de alguna manera.
La discusión se hace interminable, pero la conclusión siempre es la misma: desde niña, se me consideró “inteligente”. Una especie de niña prodigio o en el más tibio de los casos, una mente muy despierta desde temprana edad. Una idea que parece formar parte de mi identidad o mejor dicho, que en muchas oportunidades me ha definido de una manera muy particular.
Lo admito con toda franqueza: no me considero superdotada o particularmente inteligente. Sí, una gran curiosa. Más de una vez, me han insistido que ambas cosas se mezclan o que incluso forman parte de una misma interpretación del mundo. La verdad, no podría asegurarlo de manera categórica. Lo único que puedo decir con absoluta certeza es que disfruto aprendiendo y que ese hábito se hizo una necesidad que jamás se satisface por completo. Alguien que desea aprender, siempre intentará abrir puertas, avanzar un poco más de cualquier límite impuesto, social o cultural. Una visión sobre lo que te rodea y quien eres que se hace a diario mucho más amplia, rica en matices, que se construye así misma en piezas fundamentales. Pero ¿Eso me hace especialmente inteligente? La verdad, no sabría decirlo. Y cuando lo analizo, me pregunto incluso si es importante encontrar respuesta para ese cuestionamiento tan privado. Cual sea el caso, mi inteligencia, mi curiosidad, o incluso, mi simple afición por el conocimiento han sido parte de mi manera de comprender y analizar el mundo desde que recuerde.
La idea de ser inteligente — o serlo, en todo caso — me obsesionó. No sabía muy bien que era esa abstracción que parecía incluir mis habilidades y talentos, pero lo que sí tenía bastante claro, era que tenía una estrecha relación con mi manera de mirarme y concebir quien era. Por supuesto, nunca lo pensé en términos tan complejos: sólo tenía muy claro que la inteligencia — la inquietud mental, de espíritu, de conceptos — era una parte de mi mente siempre en constante transformación, muy viva. Poliédrica. Por cada vez que la experiencia de ser inteligencia — intentar serlo — me rebasaba, había una nueva manera de asumir mis opiniones, sentimientos e incluso esas pequeños deslices personales que me identificaban. Porque cuando te llaman inteligente o cuando aspiras a serlo, la idea se convierte en parte de tu identidad, te acompaña a todas partes, crea una visión sobre ti profundamente primitiva y esencial. Eres lo que piensas o mejor dicho, como te interpretas, como te asumes, como te contemplas a la distancia. Eres, con toda seguridad, tu mejor obra de arte.
En todo caso, lo de ser inteligente — como atributo — es una abstracción. Una imprecisa y que en realidad, no tendría por qué encajar en ninguna parte. Se puede ser asombrosamente hábil para las matemáticas y un ignorante funcional con respecto al arte y al humanismo. Y al contrario. La inteligencia no parece definir un rasgo específico de la personalidad, ni tampoco una expresión espiritual. Con frecuencia me he preguntado si lo que llamamos inteligencia, no es otra cosa que un tipo de sensibilidad muy específica, una capacidad muy concreta para elaborar una pensamiento complejo sobre quienes somos o cómo nos percibimos. No lo sé. Jamás he podido descubrirlo. Porque la inteligencia es quizás una de esas ideas que dependen de lo que puedan estimularla o muy probablemente, de lo que pueda alimentarla. Como pequeños fragmentos de un rompecabezas enorme o el matiz de una idea muchísimo más amplia.
Y eso, en un país donde hay más peluquerías que bibliotecas, significa recorrer un trayecto largo y difícil. Porque en Venezuela, la inteligencia no se celebra, tampoco se enfatiza. Con su festivo temperamento caribeño, el país donde nací no parece especialmente interesado en fomentar lo intelectual. El amor al estudio y al aprendizaje, no son elementos que se consideren indispensables ni mucho menos, un planteamiento que se estimule. En un país donde lo académico y lo racional se menosprecia, se considera un tipo de debilidad e incluso, una rareza social, ser inteligente — o mirar el mundo de manera inteligente, que al cabo es algo muy parecido — no es una tarea sencilla y mucho menos satisfactoria. O al menos, eso es lo que parece sugerir la experiencia.
Lo aprendí muy pronto: recuerdo que en una ocasión, una de las niñas con que estudiaba durante los primeros años de primaria, se burló de mi hábito de leer. Lo hizo con tanta frecuencia y encono, que terminé golpeándola con los puños cerrados, frustrada y angustiada. Más tarde, cuando la maestra le preguntó por qué me molestaba, la niña se encogió de hombros “Se la pasa leyendo y no le hace caso a la gente de verdad, es una niña rara”, contestó. La maestra no supo que responder y se limitó a recomendar “Conociera mejor a las otras niñas”. Confusa, le pregunté había algo malo en mi gusto por la lectura. La maestra sonrío y se encogió de hombros.
— Juega con tus amiguitas y disfruta. Habrá tiempo para leer cuando seas grande.
Intenté explicarle que prefería de hecho leer que jugar, pero a la maestra no pareció importarle mucho aquello. La niña agresiva continuó molestándome durante todo el año escolar y sólo dejó de hacerlo, cuando finalmente dejamos de compartir salón de clase. Pero la lección la tuve clara desde entonces: Leer no era tan importante. Eso me suponía una disyuntiva dolorosa, porque de hecho, leer era para mi más importante que cualquier cosa. Y aún así, asumí que era algo que nadie comprendería — no con facilidad — y que seguiría siendo un problema al que debería enfrentarme más de una vez, mucho después. Lo cual, claro está, resultó ser cierto.
Continué obsesionada con aprender y leer durante toda mi adolescencia. Le dediqué buena parte de mi tiempo y energía, a pesar que terminé aislándome, sintiéndome fuera de lugar en ese ambiente juvenil venezolano que suele ser tan restringido y tener normas sociales tan específicas. Un sensación que me acompañó durante largos años y que de alguna manera, definió y construyó mi opinión sobre como se mira al estudio, la preparación académica y el gusto literario en mi país. Era la nerd, la solitaria, la que solía dedicarse a leer a Cortázar en un pasillo desierto mientras el resto de mis conocidos y compañeros de clases celebraban unos cuantos metros más allá. Era la que solía aburrirse en las fiestas escandalosas, que carecía de temas de conversación “divertidos” y la que de hecho, no encontraba un lugar en el cual encajar en ese Universo de la identidad juvenil a la que se suponía debía pertenecer. Más de una vez, me pregunté si había algo mal en mi, si debía esforzarme “un poco más” por formar parte de esa noción mucho más amplia de mi misma sobre ser una mujer joven. Lo intenté varias veces, sin otro resultado que la frustración, hasta que al final decidió que insistir y asumí que no comprendía realmente a mi país. O quizás, mi país no me comprendía.
Una de mis amigas suele decir que Venezuela es un país visceral. La primera vez que se lo escuché decir, éramos compañeras en la Universidad. De las “fajadas” que asistían con puntualidad a todas las clases, que participaban activamente en debates, discusiones. De las que dedicaban un considerable tiempo y esfuerzo a estudiar y asumir su responsabilidad académica. En una ocasión, alguien comentó que tanto esfuerzo era excesivo, que esa dedicación al estudio era cuando menos “exagerada”. Siempre habría un camino menos arduo para obtener el mismo resultado, o ese era el parecer general de la mayoría con quienes compartíamos pupitre y pizarrón. Recuerdo que mi amiga escuchó el comentario y no respondió de inmediato. Y cuando lo hizo, fue con esa visión suya, tan lapidaria.
— No somos un país visceral, sino tropical — le rebatió uno de los que participaban en la conversación — aquí nadie se toma las cosas tan en serio. La vida es para disfrutarla. Y para disfrutarla bien.
Mi amiga no insistió en el tema, pero a mi me la frase me pareció esencial para comprender no sólo a nuestros compañeros de clase sino ademas, al temperamento de un país adolescente que siempre se comprendió a medias, en una visión elemental que nunca parece completarse del todo. Porque Venezuela es una cultura que se sustenta en sus errores, en sus inspiraciones súbitas y sobre todo en las emociones. Que reflexiona sobre si misma a través de lo voluble y vulnerable de su identidad caribeña. Esa predilección por el desorden y la fantasía de la banalidad que nos resulta tan indispensable para asumir las fracturas del gentilicio.
Y es que Venezuela no se mira así misma desde lo mesurado, lo cerebral. No necesita hacerlo, probablemente. Somos una cultura mestiza, bulliciosa, vitalista. Venezuela es un país donde lo impulsivo es la idea que prevalece, la que define la identidad nacional. Claro está, parte de ese análisis sobre nuestra cualidad mutable, desordenada y caótica, tiene estrecha relación con el hecho que en Venezuela la inteligencia se menosprecia, o mejor dicho se minimiza en contraposición a lo puramente sensitivo, primitivo, sensorial. La pasión del trópico, se le suele llamar. Una peligrosa dependencia a lo irracional, añadiría yo.
En una ocasión y por pura necesidad de reflexionar sobre Venezuela y su interpretación sobre lo intelectual, me dediqué a contar cuantas librerías y bibliotecas públicas existen en Caracas. Lo hice primero casi por casualidad, notando la proporción entre ambas cosas y las peluquerías, por ejemplo. Las tiendas de ropa femenina, los supermercados, los abastos. Prioridades que sobrepasaban en proporción de uno por cada tres, el sencillo habito de leer. Recorrí centros comerciales con peluquerías en cada piso, pero en los que sólo encontré una librería del ramo. Revisé los anaqueles de los libros a la venta: Best Seller, autoayuda, recetarios. Pocas veces grandes clásicos, los inolvidables, los imprescindibles. Caminé por calles y avenidas abarrotadas de tiendas de zapatos, bisutería, productos de belleza, sólo para tropezarme con una librería pequeña. Una papelería, mejor dicho, como me corrigieron más de una vez. Conversé con vendedores de libros, que me parecieron aburridos con mis preguntas sobre literatura y autores. “Aquí solo sacamos fotocopia y vendemos libros para niños”, me insistieron más de una vez.
Por supuesto, jamás asumí que llevaba a cabo una especie de comprobación social sobre algo tan duro como la manera como se concibe el Venezolano, pero poco a poco y a medida que el hábito se hizo una declaración de principios muy directas, lo acepté. Y es que esa caminata a ciegas por nuestra idiosincrasia, por ese recorrido a ciegas por quienes somos, mostrado era tan simple y directa, me dejó un poco abrumada. Me pregunté hasta que punto somos conscientes de la importancia de menosprecio directo a la cultura, de lo significa esa mirada banal a nuestra identidad como país. En una ocasión un amigo me llamó “fatalista” cuando le expliqué mis temores y dolores sobre la Venezuela indiferente y superficial.
— Caracas es un lugar que disfruta la cultura pero de una manera más amena y abierta que la que puede brindar un libro — me recriminó — hay conciertos, eventos callejeros, obras de teatro. La cultura no se basa sólo en lo que asumes de manera individual, sino en lo cotidiano.
Me pregunté entonces si minimizaba el valor del conocimiento a la manera como lo comprendía la cultura Venezolana. Una idea preocupante. Porque de ser así, la anomalía no se trataba de mi incapacidad para comprender al país intelectualmente, sino que en realidad de mi manera de juzgar esa anomalía, esa incomprensión. Me cuestioné muchas veces, me obligué a analizar la cuestión desde todos los puntos de vista. Resulta inevitable que te hiera esa urgencia por comprender la sociedad en la que creciste y la cultura donde naciste, sin lograrlo.
De nuevo, recorrí Caracas a ciegas. O mejor dicho, sin saber que buscaba. Ya no contaba librerias o bibliotecas, me detuve para mirar el país que se extendía a mi alrededor. Me recordé en esos años dolorosos de la adolescencia, abrumada por la necesidad de encajar aunque no supiera donde o por qué motivo. La sensación era la misma, una soledad inmensa, blanca y neutra que no sabía donde comenzaba o qué podría significar. Volví a analizar la idea sobre la inteligencia, el conocimiento, la necesidad de aprender a través de todo lo que me rodeaba. ¿Estaba menospreciando la cultura a la manera como mi país la muestra, la obsequia, la brinda? ¿O simplemente no era un lenguaje que pudiera comprender?
Nunca obtuve una respuesta clara, quizás porque no existe una. Quizás se trate de no sólo una manera de mirar a mi país, la cultura donde crecí, sino sus implicaciones. La idea me atormentó durante meses, mientras caminaba por la ciudad depauperada, arrasada y aún así festiva. La cultura en todas partes, la capacidad de entender su sentido y los finos hilos que la sostienen, en cada lugar, en cada rostro. Recordé de nuevo mis silenciosos debates sobre la inteligencia, quién podía ser inteligente o como podría llegar a serlo. Esa exclusión inmediata y quizás simplemente elemental de lo que asumimos como cierto y que quizás, sólo se trate de una interpretación de la verdad. De esa certeza mucho más amplia sobre qué nos define o de qué manera nos comprendemos. Un espejo convexo capaz de devolvernos dos reflejos de una misma realidad. Y esa íntima inquietud, esa necesidad de mirar más allá de lo limitado de mi propia opinión, fue mucho más satisfactorio que el mismo hecho de sólo mirar al país — su identidad — desde una única dimensión.
Ya lo dije antes, no podría decir si soy especialmente inteligente. Lo que sí tengo bastante claro, es que soy excepcionalmente curiosa. Y esa insistente necesidad de analizar lo que me rodea, quién soy y el paisaje extraño e intrigante del país donde nací, es quizás uno de los elementos más significativos en mi mente y en mi espíritu. Quizás, el arte de hacernos preguntas — aunque no tengan respuestas inmediatas — y asumir que somos piezas en un mecanismo social mucho más grande y antigua, es la primera lección que debamos aprender. Quien sabe si la más valiosa y profunda que podemos obtener.
C’est la vie.
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