jueves, 3 de mayo de 2018
De lo Divino, lo fálico y otras ideas trascendentales: Lo sagrado femenino y los pequeños secretos del bosque.
Hace unos meses, sostuve una larga discusión con un amigo Jesuita sobre la Divinidad femenina, un tema que en la actualidad parece estar en todas partes y que incluso, ha tomado cierto tinte político. Mi amigo insistía que la percepción de la “Mujer sagrada” tenía algo de vieja reminiscencia al desconocimiento sobre el cuerpo femenino y la capacidad de la mujer para concebir, mientras yo sostenía la idea que había algo más sacramental en todo el planteamiento. Después de todo, para la mayoría de las tribus antiguas, la mujer era sagrada por representar el ciclo natural de todas las cosas. Esa versión carnal sobre el paso de las estaciones, la versión del tiempo como una forma de identidad y la noción de la psiquis colectiva. Mi amigo me dedicó una mirada socarrona.
— La mujer como vientre del mundo — comentó con cierto aire socarrón — lo que deja muy mal parado y sobre todo, incompleto a toda la percepción sobre la mujer y el hombre como comunidad tribal. ¿No te parece injusto eso?
Que monoteísta sonó eso, pensé con cierta sorna. Pero por supuesto, se trata de una noción que está profundamente mezclada con una idea sobre la mujer y el hombre como ideas contradictorias. Claro que también, hablamos de contexto: de analizar el género desde su trascendencia cultural y sobre todo, la religión que atomizó — y aglutinó — toda idea sobre lo sagrado como una idea secular. Pero antes de eso, hubo una época en que la conexión con lo sagrado no atravesaba institución alguna, sino que analizaba la percepción de lo colectivo y lo individual como una amalgama de ideas específicas concatenadas entre sí por un propósito. Cuando se lo digo, mi amigo suelta una carcajada.
— Está bien, hubo un tiempo de Dios antes que Dios — pondera — pero sin duda, incluso en esa versión de la historia, el desconocimiento sobre el cuerpo de la mujer y el hombre, tenía mucha relación con la forma como se asimilaba la idea de lo Divino.
Le escucho y recuerdo una anécdota que leí en una ocasión en el libro “El Dios de las Brujas” de Margaret Murray. Según la escritora, para buena parte de la población Europea de la edad de Bronce, la “Diosa Muda” era un entidad todopoderosa que además, representaba el acto extraordinario de engendrar vida. Una inmediata asociación a la capacidad de la mujer para hacer lo mismo o lo que es más intrigante — o lo fue, en todo caso — , su decisión sobre la vida y la formas en que se manifestaba. Murray cuenta que a diferencia de las tribus asiáticas que asimilaban la idea del Dios como un gran Padre creador y mecanicista — yo construyo — , las Europeas miraban a la Diosa desde la fertilidad y la crueldad de la naturaleza imprevisible. De modo que no se trata de desconocimiento, me digo con cierta impaciencia, sino una noción sobre lo sacrosanto totalmente distinta.
Claro está, mi amigo es jesuíta y por lo tanto, educado según un modelo dogmático muy específico. Para él, lo divino atraviesa necesariamente lo religioso, cosa que no necesariamente fue así para buena parte de la población Europa que veneraba a una Diosa muda y sin nombre que habitaba entre los tupidos bosques intocados. No es idea reciente: Tanto en griego como en latín, existen dos palabras distintas para designar lo sagrado y ambas resultan contradictorias, bajo su contexto específico. En griego “Hierós” significa lo sagrado como fuerza y luz — una capacidad externa y por tanto creadora, nacida de cierta idea elemental — y también “Hagios”, que acoge no sólo la idea anterior sino también, su aseveración como algo mucho más carnal, lo que le hace incluir la acepción de “maldito”, “profano”, “alejado de la luz”. En latín ocurre otro tanto: “Sanctus” podría traducirse como sagrado y santo y “Sacer” al sacerdote, al que practica la fe, al que puede alejarse de ella. En otras palabra, en ambos idiomas se llevaba a cabo la diferencia evidente entre lo Divino como un hecho fuera de la percepción humana y su traducción como una forma de creencia organizada. Ambas ideas chocan aunque también pueden complementarse. El caso es que para las culturas antiguas, eran cosas lo suficientemente distintas como para definirse por separado.
— Por supuesto, la idea de “Dios” y “Diosa” son inherentes a la capacidad del hombre en la búsqueda de una respuesta a la incertidumbre — dice mi amigo — pero tanto la deidad como el Dios único, son comprensiones de espacios culturales. Evoluciones de lo mismo. De la santidad a lo sacrosanto, de lo bueno a lo malo.
— ¿De lo bueno a lo maldito?
Ah, esa esa una idea que puede llevarnos años debatir, pienso mientras me sirve otra taza de café. Nos encontramos en su pequeña oficina en la Universidad en la que eduqué — dirigida por jesuitas — y a mi alrededor, hay pocas cosas que recuerden que alguna vez, la mujer fue parte de la idea de lo divino. Hay un enorme crucifijo que cuelga sobre el escritorio y la figura de Jesucristo, circunspecto y severo, como flotando sobre los anaqueles de libros. A su lado, la Virgen María — una talla delicadísima de porcelana vidriada — tiene un aspecto prístino, etéreo, inalcanzable.
— Sabes que la mayoría de las percepciones sobre el mal están asociadas a la mujer debido a Eva — dice mi amigo comprendiendo mi insinuación — y no sólo a su figura, sino su simbología entera. Pecadora, curiosa, arrojada del Paraíso.
— Como si la inteligencia fuera un síntoma de maldad.
— Ya sabes que para la iglesia, la bondad empieza por la obediencia.
Un pensamiento inquietante, me digo. Sin duda uno que ha convertido a la mujer en paria durante buena parte de su historia. Después de todo, la mujer ha estado maldita desde los albores de la cultura basada en la idea judeocristiana del bien y del mal. Incluso identificada como “lo malévolo”, como insistían Kramer y Sprenger, los infames autores del “El martillo de las brujas” : “Toda maldad es nada comparada con la maldad de las mujeres”. Cuando leí por primera vez aquella frase, comprendí la insistencia de tantas culturas y mitos en relegar a la mujer a la maldición del género, una idea que parece formar parte de algo mucho más complejo, extraño y duro de digerir de lo que podemos comprender en la actualidad. Tanto Eva — como Lilith, Pandora, tantos otros nombres en los pasillos de la injuria histórica — representan los males que han golpeado a la humanidad durante toda la historia universal, como si se trataran de elementos análogos al mal, convertidos en símbolos de lo reprobable y lo “maldito” a través de una serie de ideas que se cimentan en la versión residual de lo monoteísta: La mujer es el símbolo de la desobediencia. De manera que desde tiempos inmemoriales, las sociedades que asumen a la divinidad como una entidad masculina, han insistido en la “maldad” de la mujer por el mero hecho de ser “curiosa, desobediente, incontrolable”. Resulta incluso paradójico que la “maldad” según las religiones monoteístas esté sustentada en esa concepción residual del bien como ausencia de voluntad.
— Oye, hay voluntad en el bien — me dice mi amigo cuando le digo lo anterior — lo que ocurre es que para la religión, la obediencia es una forma de confianza. Tu voluntad se encuentra supeditada tus a una idea de fe que se sustenta en un total abandono de resistencia. Eso tiene algo de belleza.
Siempre según Murray, las brujas de antaño exigían a los hombres demostrar su poder siendo más fuertes, más creativos y más persistentes en ideas “poderosas” que otros, lo que viene a significar que se acogían a cierto rito y percepción sobre lo que somos y como nos comprendemos, dentro de un concepto único de comunidad. De manera que los hombres era para la percepción de lo divino, una continuidad casi elemental sobre el bien y el mal concebidos como idea complementaria. Una forma de transformación — el poder masculino relacionado con el Sol y más allá, la creación de una noción sobre lo Divino basado en la fuerza y el poder — que se enuncia constantemente en cientos de leyendas y mitos, en el que Dios — al contrario de la Diosa — realiza grandes proezas y lucha de manera desigual para lograr sus atributos. A excepción del Dios judío — cuyo poder radica en la capacidad para representar lo esencial — la antiguas divinidades masculinas se expresaban como ideas muy amplias sobre la capacidad y lo poderoso. Y por supuesto, también la desobediencia. Dioses salvajes, llevando a cuestas armas místicas, maravillosas deidades capaces de matar, cometer errores, llenos de amor, lujuria y deseos. Mi amigo sonríe cuando me escucha describir a Zeus con tales atributos.
— Nadie lo duda: las deidades masculinas de los pueblos antiguos representaban al hombre en muchas formas, mientras que las femeninas sublimaban a la mujer — me dice — aunque es evidente y nadie lo duda, que es lo masculino lo que dio inicio a lo sacramental como lo conocemos. Al rito, a la forma como se construye y se elabora una idea. Mientras la Deidad femenina lo abarcaba todo en su capacidad creadora, la masculina era la que unía a los creyentes con la Tierra, con la percepción del bien y del mal elaborado como un concepto físico.
Tengo mis dudas sobre eso, aunque es evidente que mi amigo toca un punto importante: lo sagrado se refiere a objetos o lugares que forman parte del culto y mientras a la Diosa — la muda, anónima, magnánima — se le consideraba parte de un todo indivisible con la naturaleza, la Deidad masculina tenía la virtud de la transformación, lo que hacía que de una u otra forma, se le adjudicaran objetos de culto. Y es esa idea la que sostiene por supuesto, quizás el objeto religioso más antiguo de todos: el Falo sagrado o mejor dicho, la percepción de la virilidad como algo sacrosanto y potencialmente constructor y destructor.
— Es decir, la mujer fue divina en lo esencial, el hombre construyó templos — dice mi amigo enarcando una ceja. Me encojo de hombros.
— No necesariamente. Hay una idea evidente que analiza lo masculino como fuente de lo sacro. El primer símbolo fue el Falo y eso es un hecho que marcó la iconografía religiosa, la noción sobre lo sagrado e incluso el dogma, desde más de un punto de vista.
Se trata de un tema amplio, sin duda. El símbolo masculino de la fecundidad, era ya venerado en cultos dionisíacos y evolucionó hasta convertirse en una forma de expresar poder, autoridad y fertilidad. En su libro “The Witch-Cult in Western Europe: A Study in Anthropology” Margaret Murray insiste que el falo tradicional de las tradiciones griegas y romanas, se transformó en la escoba de las brujas, que además untada con sustancias alucinógenas, creaban delirios y una versión de la realidad alterada que engrosó los mitos sobre brujerías y vuelos nocturnos que aterrorizaron a buena parte de la población medieval. El Falo, como objeto de veneración, es sin duda metonimia de lo masculino y lo es tanto como para que el símbolo persista como una idea relacionada con lo Divino esencial. Lo que se crea, lo que nace, tiene un ingrediente de fecundidad inmediata asociada casi sagrada: el falo se manifiesta como una unidad que se separa de la mujer y es excluyente por necesidad. L a lógica de lo binario, engendró el posterior monoteísmo en el que Dios es Uno y Único y tiene la plenitud del ser. “Yo soy el que soy”, dice Yahvéh a Moisés, en lo que parece ser el nacimiento de la idea de Dios como hombre — y con características masculinas — y el declive de la mujer como Divina o mejor dicho, como obra sagrada.
— Es decir, Dios como lo conocemos nació por obra y gracia de la masculinidad — dice mi amigo con cierta incomodidad — eso es una idea que rechaza toda la conciencia sobre el Dios creacionista, la obra de la religión como ente unificador e incluso, la versión de lo Divino como cultural.
— El Dios judeo cristiano es hombre y padre.
— Sí, pero eso no quiere decir que sea un reflejo de lo masculino.
No sé por qué su insistencia en la idea me hace recordar a Lacan, que analiza el inconsciente de acuerdo con el modelo de lenguaje, lo que viene a significar que tanto la metáfora como la metonimia suponen una ruptura del significante con el significado, que emerge en lo consciente bajo una idea clara. En otras palabras: que si el Falo es el símbolo sagrado cuya perdurabilidad aún es evidente en nuestra cultura, la idea de un Dios Masculino, mecanicista y todopoderoso, es una forma de expresión sobre ambas ideas unidas en una percepción sobre el hombre como figura central de la historia. La Diosa — y la mujer, como su personificación — parecen quedar muy lejos de esa idea, convertida en algo más inquietante y extraño.
En una ocasión leí, que todas las Diosas de la Tierra y la historia, fueron desterradas cuando Eva tomó su lugar en el altar de la historia. Pienso en esa imagen tan dolorosa, mientras mi amigo y yo caminamos por el viejo campus de la Universidad en la que me eduqué. En el enorme jardín que rodea los viejos edificios hay árboles casi centenarios, retorcidos y de ramas enormes y gruesas. Por alguna razón, pienso que hace centurias, se insistía que viejos diosecillos, los cabiros y los dáctilos poblaban entre las sombras de bosques enormes y antiguos. Pero también, se insistía que la Diosa — la que no tenía nombre, la muda, la Todopoderosa — brotaba desde la Tierra para santificar con las manos abiertas la oscuridad. Una idea que acompañó a la humanidad por siglos y que en la actualidad, resulta virtualmente intraducible. La figura de la Diosa convertida en mera versión de la Madre y restringuida a su cualidad como doncella, la versión más simple de un poder intrínseco, elemental, transcendental. La idea me hace suspirar con cierta tristeza. Que lamentable olvido ese, de una época en la que Dios era una fuente de sabiduría natural, un poder inaudito e inexplicable. Cuando Dios era mujer.
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