jueves, 28 de junio de 2018
Drácula: El monstruo impenitente. De la leyenda a la realidad: Un recorrido por la historia detrás del mito.
Decía Paul Barber — investigador del folclore de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California — que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo con siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno — y del monstruo — como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante el vampiro, como símbolo de esa aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá, de esa tentación del mal en Estado puro, parece incluso trascender a esa idea. Tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y también, lo que tememos ser.
Pero ¿Qué es un vampiro? Para la mayoría de la cultura es un mito, una criatura entre la leyenda y el enigma que metaforiza el temor del hombre hacia la muerte. Por centurias, el vampiro acompañó el hombre al límite de la conciencia cultural: desde las misteriosas mujeres vampiros Egipcias, que robaban a bebés recién nacido para beber su sangre y condenarlos al castigo eterno — los llamados Gules — hasta las larvae y las Lamia griegas, la figura del monstruo bebedor de sangre es común en todas las épocas. Casi siempre relacionado con el inframundo o la oscuridad, se le describe como asesinos y también como la “maldad con rostro humano”. No sorprende, por tanto, que la mitología del vampiro se extendiera en épocas especialmente aterradoras y sobre todo, en lugares donde el temor a la muerte forma parte de la cultura. En Europa, la primera huella histórica sobre el mito del vampiro proviene de Rumanía, en donde se le llamada Strigoï, una figura lúgubre a quien se le achaca poderes sobrenaturales y la capacidad para beber sangre de niños. En Albania, se le llamó Shtriga y Strzyga, todos derivados de la mitología romana. No obstante, la mitología del vampiro Europeo parece tener un alcance y sustancia propia: poco a poco la visión del monstruo sobrenatural que vuelve de la muerte para matar se extendió en todas las regiones de Europa del Este, especialmente durante los largos años de la peste y guerras locales. De nuevo, el vampiro representa ese afán por la inmortalidad, en momentos donde la fragilidad de la naturaleza humana parecía tan inevitable como evidente.
Drácula, de Bram Stoker: la consagración del Vampiro
Por supuesto, las leyendas sobre vampiros y otras criaturas similares forman parte de todo tipo de ciclos mitológicos alrededor del mundo. No sólo se trata de una mirada a la búsqueda de la inmortalidad a través de la visión escindida del bien y del mal, sino un análisis persistente sobre la naturaleza humana y su relación con violencia. Y Drácula — personaje inmortalizado en la novela del mismo nombre del escritor Bram Stoker publicada en 1897 — es quizás el símbolo más notorio de la intrincada visión de la cultura occidental sobre lo desconocido, la incertidumbre de la muerte e incluso, el erotismo. Detrás de lo que a primera vista podría interpretarse como una tradicional historia gótica, hay toda una poderosa visión del símbolo de la sangre como una forma de trascendencia — una idea tan antigua como persistente en diversas culturas — y también de la percepción de la violencia como una expresión de poder. También se trata de una revisión a la noción acerca de lo sobrenatural de una Europa recién liberada del oscurantismo, la superstición y el miedo cultural. Como obra, Drácula no sólo reflexiona sobre las usuales preguntas existenciales tan en boga en una época positivista sino que además, profundiza en cuestiones de profundo valor incidental para la comprensión intelectual de la época en que fue publicada.
¿Realmente Drácula fue Vlad el empalador?
El príncipe Vlad Tepes (apodado Vlad el empalador). Siglo XVI.Se ha especulado con frecuencia que el personaje de Drácula está basado por completo en la figura del Príncipe Valaco del siglo XV, Vlad el empalador. No obstante una revisión del texto sugiere que Stoker no sólo se basó en la siniestra figura del personaje histórico — y símbolo de poder rumano — sino también en diversas leyendas del folclore irlandés, para crear un híbrido intelectual entre ambas visiones del monstruo bebedor de sangre. El punto de vista de Stoker sobre el vampiro, parece más relacionada con la agresivo concepto de la sangre y la lucha contra la inmortalidad entremezclada con nociones de magia y brujería, que la simple percepción de una controvertida y oscura figura medieval. Para Stoker — que tenía un especial interés por el ocultismo y otros temas herméticos — era de especial interés revestir a su novela con cierto sustrato esencial sobre la reflexión de la vida y la muerte como etapas del ser y más allá de eso, una dimensión por completa nueva sobre la comprensión de la moral y lo sexual. Meses después de la publicación de la novela, se sugirió que la historia había sufrido todo tipo de censuras y revisiones, hasta llegar al manuscrito levemente edulcorado y con toques románticos que llegó al público y a las librerías. Una versión que Stoker jamás desmintió — tampoco confirmó — y que hizo correr ríos de tinta sobre las verdaderas intenciones del escritor con respecto a su historia más conocida.
De hecho, toda novela parece rodeada por un halo de fortuito misterio: El titulo original del primer borrador que Stoker entregó a su editor llevaba por título “El no muerto” — en referencia a la naturaleza monstruosa de Drácula — y era mucho más enrevesado que la estructura epistolar que más tarde adoptaría la historia. Resulta curioso que más de un investigador, ha encontrado pruebas consistentes que Stoker no parecía interesado en contar la historia del Príncipe Valaco, sino en realidad, concentrarse en la extrañísima visión de la vida, la muerte y el amor en la leyenda del vampiro. En 1998, la profesora del Memorial University of Newfoundland Elizabeth Miller, publicó un ensayo en el que sostenía — y probaba — que las notas de investigación de Bram Stoker para el libro, no indicaban que tuviera un conocimiento biográfico detallado ni tampoco muy amplio sobre Vlad III. Para el 2015, Miller amplió su hipótesis en el “A Dracula Handbook”, en el que analiza el hecho que Stoker no sólo no parecía especialmente interesado en analizar la vida y obra del Príncipe Valaco, sino que utilizó la mera posibilidad de su existencia para sostener una serie de ideas sobre la violencia que parecían sustentarse sobre la historia conocida sobre el héroe Rumano. Para Miller, era evidente que la mezcla entre la figura del Vampiro en el libro de Stoker y Vlad III fue un añadido posterior a la primera versión de la novela original. Y aunque la académica no llega a conclusiones sobre el motivo de Stoker para revestir a su personaje de cierto peso histórico, deja entrever que el escritor estaba mucho más interesado en los símbolos y supersticiones relacionadas con el vampiro que con la identidad de uno de las figuras preponderantes de la Europa medieval.
Los vampiros en el folclore irlandés: la leyenda de Abhartach y Cathain
Basados en las investigaciones de Miller, algunos historiadores sugieren que Stoker no se inspiró en absoluto en la brutal y retorcida vida de Vlad II para su personaje, sino que enteramente utilizó el folclore irlandés para crear la atmósfera malsana e inquietante que rodea al mundo del vampiro y su identidad como alegoría a lo sobrenatural. Hace unos años, el profesor de Historia Natural y Folclore de la Universidad de Ulster Bob Curran fue más allá y teorizó que la verdadera figura detrás de Drácula era algo más que una recombinación aleatoria de datos históricos incompletos y superstición. Para el académico, la percepción sobre la maldad y la bondad en la novela de Stoker tiene una clara reminiscencia pagana, lo que remite su origen a ciertos mitos irlandeses pre cristianos que no sólo asumen la figura del vampiro como heroína sino también, su trascendencia como parte de la historia rural de la región. En un artículo publicado en la revista History Ireland, el investigador sugiere que Stoker además, basó a su legendaria criatura en la vida y obra de Abhartach, un líder irlandés del siglo V conocido por sus hábitos violentos y sobre todo, por el hecho de utilizar la sangre con propósitos ritualistas y sacramentales. Para Curran es evidente que Stoker no sólo mezcló la percepción del vampiro como figura de talla histórica sino que también, sostuvo su personalidad y poder a través de los datos conocidos del violento líder.
Claro está, cualquier aproximación a la figura de Abhartach está oculta entre el velo del misterio y las escasas aproximaciones académicas que se han llevado a cabo para verificar la realidad de su existencia. En el siglo XVII, el historiador Geoffrey Keating publicó un registro pormenorizado sobre los hechos y vicisitudes de Irlanda durante al menos tres siglos e incluyó a Abhartach como parte del legado histórico del país. Fue la primera vez que el líder histórico fue considerado como algo más que una leyenda local. Keating fue más allá: lo identificó como parte de las guerras interinas de la región V y concluyó que no sólo se había tratado de un hombre real sino que además, ya por entonces era temido y considerado peligroso por su pueblo. El académico no incluyó entre sus investigaciones los rumores que apuntaban que Abhartach era un No muerto o una criatura eterna, pero dejó entrever que su pueblo le temía “por razones misteriosas y ocultas pero sobretodo debido su antinatural longevidad”.
Según las investigaciones de Keating — ampliadas en los años posteriores por relatos orales recopilados y analizados a la luz de sus conclusiones — Abhartach era un guerrero brutal que provocaba el terror no sólo entre sus enemigos sino incluso, su propio pueblo. Además, se aseguraba que tenía poderes mágicos y que bebía la sangre de niños y ancianos para “mantenerse lozano y con aspecto atractivo”. Aterrorizados por la maldad y la violencia de su líder, los miembros más viejos de la tribu pidieron a un guerrero vecino llamado Cathain, que lo asesinara. Se trató de un combate épico que se alargó durante casi una semana. Cada amanecer Abhartach, se retiraba a las cuevas antes de la llegada de la luz para “reponer fuerzas” y sólo al anochecer, volvía al campo de batalla. Finalmente Cathain consiguió matar a Abhartach clavándole una hoja de plata y oro y lo enterró de pie, como respetando su dignidad como líder. Según las leyendas y otras tradiciones orales, Cathain se asombró de la belleza aún en la muerte del líder asesinado y le hizo velar, para recordar “sus grandes obras a pesar de su crueldad”.
Es entonces cuando la historia adquiere tintes sobrenaturales y emparenta de manera directa con las leyendas folclóricas irlandesas: Un día después de morir Abhartach volvió de la tumba y atacó a su propia aldea. Mató a hombres y mujeres para beber su sangre y recuperar la energía. Aterrorizado, Cathain mató de nuevo Abhartach por segunda vez, pero de nuevo, el líder se levantó de la Tierra, enfurecido y sediento de sangre. Tanto el pueblo de Cathain como el de Abhartach huyeron de la figura del líder resucitado, que les perseguía durante la noche “para cebarse en la sangre y piel de quienes le habían traicionado”.
Aterrorizado por los poderes misteriosos de Abhartach, Cathain buscó el consejo de un sabio cristiano, quien le invitó a su biblioteca y le mostró libros en los que se hablaba de criaturas semejantes a la que se había enfrentado. El erudito le explicó además, Abhartach era un “No muerto” que debía ser asesinado con una espada hecha de tejo, antes de ser enterrado boca abajo con una gran piedra. Cathain siguió el consejo y finalmente, asesinó a Abhartach en una batalla se extendió “seis días con sus noches, en medio del terror de la sangre y el fuego”. Como conmemoración a la proeza, aún hoy, en la ciudad de Slaghtaverty, se recuerda el valor de Cathain en batalla. Pero también, la ferocidad “brutal y enigmática” de Abhartach.
La historia de Cathain y Abhartach fue contada como pieza literaria por Patrick Weston Joyce, en los tres volúmenes de su “The Origin and History of Irish Names of Places (1869, 1875, 1913), que se publicó doce años antes que Bram Stoker escribiera la novela que le hizo famoso. En el texto, Weston Joyce analiza las relaciones de poder y misterio en la tradicional historia de Abhartach y utiliza la palabra celta “dreach-fhuola” (que se traduce literalmente como sangre contaminada del gaélico irlandés) para referirse a su extraña naturaleza dual. Hay investigaciones que sugieren que en realidad el “Drácula” de Stoker no es más que una recombinación del término para adecuarlo a una mirada más sofisticada sobre la figura del vampiro. Y aunque nunca pueda probarse de manera definitiva el origen de la criatura literaria imaginada por Stoker, la figura de Abhartach permanece como uno de los misterios más sugerentes de la rica historia de Irlanda. Como si se tratara de una rarísima visión entre el poder y la trascendencia, la muerte y la inmortalidad.
martes, 26 de junio de 2018
El Universo de las muñecas anónimas Todas las razones por las que una mujer no quiere ser madre, aunque todo a tu alrededor insista en lo contrario.
tenía ocho o nueve años — no lo recuerdo con claridad — mi tío materno me obsequió un microscopio. No era la gran cosa: era un aparato antiguo, con el metal del cuerpo mellado y los cristales de aumento opacos y uno incluso, roto al borde. Pero a mi me pareció fascinante: Cuando miré por primera vez a través del lente para contemplar toda la gloria de un par de granos de azúcar, pensé en la complejidad del mundo, en lo asombroso de todas las cosas ocultas en medio de la realidad.
Por supuesto, a esa edad tenía muñecas pero preferí al microscopio. Y después al telescopio que le siguió — capricho cumpleañero que mi madre complació un poco desconcertado — , el pequeño juego de química que hacía estallar pequeñas mezclas aleatorias e inofensivas. Las muñecas seguían allí — y me interesaban de vez en cuando — pero por supuesto, seguían pareciéndome mucho más divertidos, los pequeños descubrimientos e inventos. Más de una vez, miraba a mis muñecas — unas diez, algunas de plásticos, unas cuantas e inevitables Barbies, una que hablaba un incomprensible inglés si apretabas un botón — y me parecían pequeñas curiosidades sin interés. Como artefactos venidos de otro planeta. No es que no me agradaran — lo hacían — sino que simplemente no podían compararse con instrumentos científicos, pelotas, libros y la variedad de objetos que consideraba juguetes, aunque la gran parte de ellos no lo era.
Por supuesto, no pensé en esos términos -nadie lo hace a esa edad — pero definitivamente, encontraba mucho más intrigante lo que había más allá de lo que se suponía hacía una niña a esa edad. O lo que al menos suponían las monjas bigotonas del colegio en el que estudié, que me miraron entre escandalizadas y un poco desconfiadas cuando mostré mi flamante telescopio. Una de ellas, una novicia muy joven, con el rostro rollizo y el cutis un poco estropeado, sobre todo pareció en realidad preocupada porque prefiriera “aquel pedazo de metal” a una “bella muñeca”.
— Las muñecas no hacen mucho — le expliqué con toda la sabiduría de mis ocho o nueve años recién cumplidos — pero con un telescopio…
— Eso no hace nada tampoco — me insistió. Los ojos muy abiertos y sorprendidos — a todas las niñas les gustan las muñecas.
Bueno, a mi me gustaban, pensé mientras intentaba explicarle a un par de compañeras de clases curiosas el hecho asombroso que aquel tubo de metal blanco podía mostrarte — ¡mostrarte de verdad! — las estrellas. Pero no sentí que fuera importante que mi relación con las muñecas se limitara a vestirlas de vez en cuando, peinar su cabello y fingir pequeñas escenas de conquista — todas se llamaban Juana de Arco, claro — y después, simplemente abandonarlas. Eran sólo plástico, un objeto rudimentario carente de cualquier interés.
De nuevo: Nadie piensa de semejante manera durante la niñez. Pero si tienes bien claro lo que es divertido y lo que no. Y yo sabía que mi colección de cacharros científicos eran mucho más entretenidos que los rostros de plástico — indudablemente bonitos — de las muñecas. Pero cuando intenté explicarle eso a la novicia, ella ladeó la cabeza, suspiró y me dedicó una mirada impaciente.
— A todas las niñas les gustan las muñecas — sentenció — y eso es todo. Forma parte de tu vida.
Por supuesto, las muñecas no gustaron más por su proclama exaltada ni comencé a jugar con ellas para obedecer, pero de vez en cuando, miraba a mi pequeña colección de juguetes y me preguntaba si había algo en mí, que hacía prefiriera cualquier otro objeto a las muñecas. Que hacía que al contrario de otras niñas de mi edad, pareciera más interesada en perderme en las aventuras literarias de mis libros favoritos que sostener entre los brazos a una risueña carita de plástico. No pude explicarmelo y con el transcurrir del tiempo, siempre recordaría el rostro preocupado de la novicia como un símbolo de algo más complejo y extraño. La noción sobre esa ideal sobre lo femenino que tantas veces se inculca y se hace obligatorio. Ese “es parte de tu vida” que acompaña a todas las mujeres en su forma de ver el mundo.
***
La escena es desconcertante: la pareja mira en silencio al bebé que patalea sobre la pequeña cuna. Unos minutos antes, el guión dejó claro que ambos son solteros, se detestan convenientemente y que la niña rubia que cuidan, es la hija de una fallecida pareja de amigos en común. Tal vez por todos esos motivos, Ella parece muy incómoda y abrumada. Él, cuando menos confuso. Cuando la bebé agita sus puñitos y comienza a llorar, el hombre se aleja un paso, con expresión de preocupación y mira a la mujer a su lado.
- ¡Haz algo! — murmura, ansioso — ¡No sé que tiene!
- Ni yo tampoco.
- Pero tu debes saberlo.
- ¿Por qué? ¿Por que soy mujer?
El hombre no responde, pero la mirada elocuente que le dedica a la mujer es suficiente para dejar muy claro que a pesar de que no lo responderá en voz alta, eso es justamente lo que piensa sobre esa situación. Ella parpadea, mira de nuevo al bebé y de pronto, pareciera que ese instinto misterioso que todo mujer aparentemente posee comienza a funcionar, a dulcificar su expresión, incluso la manera dulce con que levanta a la bebé entre sus brazos. El hombre la observa, supongo que aliviado, y pareciera que la escena anuncia que muy pronto ocurrirá lo inevitable: esa empatía profunda y espontánea de la mujer consolará toda angustia de la bebé en desgracia y la convertirá a ella, en madre.
Cuando apago el televisor, me queda un cierto regusto amargo en la boca. ¿Cuantas veces habré visto la misma escena, repetina, reversionada y reconstruida para consumo público? ¿En cuantas películas, libros, noticias habré encontrado esa insistencia en que el instinto materno es una especie de elemento esencial de la personalidad femenina? Peor aún ¿Cuantas veces se da por supuesto, cierto e incontestable que toda mujer quiere ser madre? Una idea que me inquieta pero más allá, me duele porque yo, no quiero serlo.
Hablemos claro: no se trata que me considero más moderna, más culta o distinta por el mero hecho de no sentir ningún llamado hacia la maternidad o ese tránsito biológico que parece insistir en que toda mujer de mi edad desea ser madre. O que debería serlo por una especie de responsabilidad social brumosa que nos empuja hacia esa decisión. Sólo se trata de una elección, tan libre y consciente como la de escoger en qué deseo trabajar o donde debo vivir. Pero mientras en otros aspectos de la vida, la sociedad parece ufanarse de haber comprendido — finalmente — que toda mujer tiene derecho a escoger lo que mejor le convenga de la manera de su preferencia, en lo tocante a la maternidad, la historia parece ser distinta. Porque la idea que toda mujer debe, quiere o al menos necesariamente considera la maternidad con una opción se asimila de manera tan profunda que cuando se contradice, desconcierta. Más de una vez, he recibido la misma mirada de asombro e incredulidad cuando dejo muy claro que no sólo no me interesa el tema de la maternidad.
- Todas las mujeres saben algo sobre niños, les viene natural — me insiste Joaquin, uno de mis amigos de la Universidad, casado y padre de dos. Me hace sonreír su certeza, esa infantil convicción que la naturaleza femenina parece irremediablemente mezclada con su capacidad para concebir.
El rostro de la novicia aparece por alguna parte de mis recuerdos. Núbil, lleno de acné, los ojos inquietos. Sostiene mi telescopio nuevo — ese pequeño tubo de metal que tantas alegrías me prodigó durante años — como si se tratara de una criatura extraña, elaborada y desconcertante. “Forma parte de tu vida” había dicho al hablar de las muñecas. Recordé el escalofrío que me recorrió, la sensación de no encajar bien en ninguna parte.
- Yo no sé absolutamente nada sobre niños — le respondo — me conoces desde hace el suficiente tiempo para saber que no se trata de una postura ni tampoco un capricho. No me interesa.
Joaquin sonríe, mientras toma un sorbo de café. Hemos tenido la misma discusión como para podamos recordar con toda exactitud las anteriores. Siempre transcurren de la misma manera: primero esa incredulidad juguetona, luego la insistencia un poco más seria y finalmente, el desconcierto. Porque para Joaquin, el tercer hijo de una familia numerosa, con madre tradicional y que se llama así mismo abnegada y padre de dos niñas pequeñas, la maternidad está en todas partes y forma parte de lo esencialmente femenino. Para él, la idea es indivisible e irremediable.
- Es natural que toda mujer tenga nociones sobre lo que es cuidar a un niño — insiste — mira, es simple: la evolución hizo a la mujer apta para concebir. Su cuerpo no es sólo capaz de dar a luz un niño sino además, de saber, sin que nadie se lo enseñe como cuidarlo. ¿No te parece lógico eso?
No, no me lo parece. Recuerdo mi torpeza, mi preocupación y sobre todo mi ignorancia en las contadas ocasiones en que he tenido que cuidar de un bebé. El pánico que me provoca esa confusión sobre el llanto, la risa de un bebé o como puedo consolarlo. No hay ninguna sabiduría antigua, un instinto primigenio que venga a mi rescate mientras sostengo a un bebé que llora a todo pulmón o intento divertir a otro que parece más interesado en destrozar mis libros que en prestar atención a lo que hago. De manera que, ¿De qué se trata esto? ¿Me falta algún elemento imprescindible? ¿Soy una especie de rareza biológica? ¿Qué ocurre conmigo que no disfruto de esa conexión universal con un niño? Cuando se lo comento a Norma, la ginecologa que me ha atendido desde que era una niña, suelta una carcajada.
- Que tengas un útero no te hace inmediatamente capaz de criar y educar. Te hace capaz de concebir, son ideas ligeramente distintas — me explica.
También hemos sostenido conversaciones parecidas antes. En ocasiones, le cuento esas extrañisimas opiniones que todo el mundo parece tener sobre la mujer, la maternidad y las relaciones entre ambas cosas. Y Norma ríe a carcajadas, venida de todas partes y de todas las opiniones, desconcertada y un poco asombrada que algún nuestra cultura sea tan tradicional como simple. Pero claro que lo es, y por ese motivo, la presión sobre quien contradice esas pequeñas líneas de comportamiento se hace cada vez más fuerte a medida que el tiempo pasa — lo que ocurre es que en esta Venezuela que considera la maternidad como un atributo, esas cosas no se entienden muy claro.
Me cuenta de la mujer que llegó a su consultorio llorando porque luego de seis meses de casada aún no quedaba embarazada. Cuando Norma le explicó que podía deberse a cientos de factores biológicos y no solamente a una probable infertilidad, suspiro con un alivio ancestral que la desconcertó. La mujer le explicó entonces que su flamante esposo tenía dos hijos de su anterior matrimonio y que el peso de tener “los suyos” la estaba asfixiando.
- ¿Pero no deseas esperar un poco? — me cuenta Norma que le preguntó, preocupada por su nerviosismo — me refiero, a darte un poco de tiempo a ver que tal te llevas con los hijos, con tu esposo, con tu nueva vida.
- ¿Tiempo para qué? Uno se casa para tener hijos — le respondió aquella mujer, ingeniera, triunfadora, en mitad de la treintena — no puedo perder más tiempo.
- La presión social es inmensa, aunque nadie parece creérselo demasiado — me dice Norma con cierto cansancio — en Venezuela, todo el mundo insiste en ser bastante moderno como para no pensar en la maternidad como una obligación. Eso, claro, hasta que la mujer pasa la treintena. Después de allí, las cosas parecen complicarse un poco.
Y de qué manera. Durante los primeros años de mi veintena, nadie a mi alrededor pareció preocuparse demasiado porque al parecer hubiera decidido no sólo ser soltera sino además, no tener un bebé. De hecho, recibí felicitaciones de los bienintencionados que consideraron muy sabia mi postura. “Oye, está muy bien que termines primero la Universidad y conozcas el mundo real antes de involucrarte en algo tan complejo como una familia”, me decían, muy orgullosos al parecer de su comprensión. Cuando les insistía que se trataba de algo más terminante que un mero experimento personal, me dedicaban esa sonrisa paternal — o maternal, en todo caso — que dejaba muy claro que mi postura era postura era poco menos que una señal de inmadurez.
- Te quedan una buena cantidad de años por delante ¿Como puedes saber que querrás después?
- Tengo muy claro que la maternidad no es una opción.
- ¿Cómo lo tienes tan claro?
- Porque de la misma manera que a ti te parece debería sentir una inclinación natural por la maternidad, la tengo por otras cosas.
La conversación anterior resume las docenas de pequeñas discusiones, encontronazos y díficiles conversaciones que he sostenido con mi madre durante los últimos diez años, sobre todo, después que atravesé esa línea imaginaría de los treinta. Para ella, es impensable que tome una decisión tan terminante sobre un tema que definitivamente, me define. O que al menos, debería hacerlo.
- Estas asustada, eso es todo — me dice entonces — te asusta la responsabilidad de concebir y criar un niño. En eso te entiendo. Cuando tenía tu edad…
Cuando tenía mi edad, ya era madre. Mi madre tomó decisiones muy concretas siendo aún muy joven. Lo sé. Como otras tantas mujeres de su generación, mi mamá decidió que podía combinar su vida y aspiraciones maternales con la maternidad, en una especie de deber ser que definió de alguna forma esa revolución de la mujer “que lo tenía todo”. La recuerdo siempre muy contenta de tener esa capacidad de de disfrutar de su vida profesional y a la vez, de los pequeños placeres de la maternidad. Mi abuela, por su parte, se había dedicado a la vida hogareña desde el nacimiento de sus hijos y muchas veces, me comentó que quizás no fue la decisión más idónea. “Siento que me perdí de muchas cosas”, me comentó en más de una ocasión con cierta tristeza que yo podía entender. Entre ambas, descubrí todos los matices de esa maternidad a dos tiempos, de esa necesidad de entender la crianza de un niño como una obsequio cultural y también, como una necesidad insatisfecha. Cuando le explico a mi mamá no deseo por ningún motivo, convertirme en madre, tuerce el gesto. Se irrita. Se ofende un poco, quizás.
- A ver, explícame, ¿Por qué te parece tan poco importante ser madre? De yo haber pensado de esa manera ¿Donde estarías tu?
La pregunta no es donde estaría yo sino donde estarías tu, pienso pero no se lo digo. Y es que además de la inevitable brecha generacional, hay algo más profundo, elemental y desconcertante en esas dos visiones de algo tan primitivo y personal como la maternidad. Porque la capacidad para concebir de la mujer, parece ser del dominio público, un tema en el que todos pueden opinar y en el que de hecho, todos tienen una opinión. Resulta asombroso y cuando menos inquietante, que la maternidad se debata como un atributo cultural necesario de la mujer y no como una de las tantas opciones y visiones de un mundo tan complejo como el femenino. Pero vamos, me digo, observando la expresión agría y dura de mi madre, la madre es una figura que se idealiza y se engrandece en nuestra sociedad. La abnegada, la mártir, la fuerte, la sensible, la amorosa, la luchadora. El refugio de las angustias, los brazos abiertos del amor. Toda esa letanía entre cursi y levemente manipulador que la cultura asume como real. Pero ¿Qué pasa con la mujer que no desea ser madre? Que no lo considera una opción viable, que cierra una puerta con delicadeza y firmeza a la opción. ¿Qué ocurre con la que simplemente ejerce esa libertad de decisión que no afecta a nadie más que su posible concepción de las cosas?
***
Casi todas mis amigas han contraído matrimonio. La gran mayoría son madres. De manera que la discusión continúa: Durante toda mi vida, me he tenido que enfrentar no sólo a quienes consideran mi opinión sobre la maternidad como antinatural, sino a quienes también creen que se trata de algún capricho intelectual inexplicable. Más de una vez, he recibido de varias de ellas largos sermones sobre el hecho que debo “afrontar” seré madre en alguna oportunidad de mi vida. Cuando les respondo que simplemente no tengo ninguna inclinación por la maternidad, la respuesta es una especie de desconcierto que tiene mucha relación con esa insistencia de la mujer como parte de un entramado tradicional de roles y estereotipos. Sólo que en esta ocasión, la discusión familiar se hace más enrevesada ¿Donde encajo yo que no quiero criar como una madre devota, ni volverme abnegada después o sabia de cabellos blancos en la vejez, siempre junto a mis hijos? ¿Quién soy yo para contradecir a lo que madre naturaleza tiene dispuesto para mi desde antes de mi nacimiento?
Porque en lo tocante a la maternidad, la sociedad parece confiar muy poco en el criterio de quienes no la ejercen de manera natural o que no quieren hacerlo, en todo caso. He sostenido discusiones realmente incómodas con quienes opinan que mi negativa a convertirme en madre — o al menos, contemplar la posibilidad — disminuye mi rol femenino, me transforma en un personaje a la periferia sin mayor relevancia en la cultura a la que pertenecemos, un elemento sin definición en medio de un mundo de etiquetas.
— Estoy segura que en unos años, tu reloj biológico hará click y empezarás a enternecerte con los niños — me insiste con frecuencia una de mis amigas más queridas, madre de tres. La última vez que me lo comentó, nos encontrábamos sentadas en el parque preferido de sus hijos, mirándolos jugar. Suspiré cansada.
— ¿Trato mal a tus hijos?
— ¿De qué hablas?
— ¿Lo hago?
— No, eres la mejor tia consentidora del mundo.
Lo soy. Cada tanto, escribo un cuento dedicado para la menor de sus hijas, que ama la costumbre y siempre que puedo, telefoneo al mayor para conversar, ahora que tiene casi diez y sus padres le obsequiaron un teléfono celular. Y es que no se trata que tenga o sienta una antipatia especial por los niños: hablo que no deseo ser madre. No hay un sólo rasgo maternal en mi carácter, en mi manera de ver el mundo, en mi forma de concebirlo. Ninguno de mis planes futuros incluyen concebir ni mucho menos la crianza de un niño. Tal vez se trata de un tema de egoísmo, como me han sugerido algunos incrédulos o algo más profundo que aún no lo analizo, pero el hecho es que la maternidad no forma parte de mis opciones. Ni creo que lo sea en el futuro.
— ¿Entonces por qué supones se trata de un tema de decisiones o de temperamento? — le pregunto a mi amiga. Me mira un momento, se encoge de hombros.
— No entiendo como alguien no puede querer un hijo. En mi caso fue algo tan natural que nunca dudé sucedería.
— Y te entiendo — le digo con franqueza — pero eso no me ha sucedido a mi.
Durante mis tempranos veinte, yo también creí que se trataba, tal y como me aseguraba la mayoría de la gente, de una etapa. Me pregunté si se trataba de haber crecido sin niños a mi alrededor — soy hija única y la menor de las primas de una familia muy pequeña — o del hecho, que estaba tan concentrada en mis logros intelectuales, que todavía no había comenzado a considerar mi vida como algo más allá que un proyecto profesional o académico. Pero a medida que transcurrió el tiempo y continué sintiéndome de la misma forma, comencé a cuestionarme que todo fuera tan sencillo como una interpretación sobre mi estado de ánimo y mi manera de asumir mi feminidad. Porque mientras todas las mujeres a mi alrededor sentían lo que parecía ser un llamado cultural a la maternidad y luego un impulso natural muy real, yo continuaba debatiéndome entre las dudas morales sobre el tema y el hecho simple y evidente que no deseaba tener hijos. Ni antes ni después. Por ningún motivo concreto pero tampoco una razón coherente. No deseaba hijos por la misma razón que algunas personas no disfrutan del café u otras tienen un gran talento para el baile. No forma parte de mi naturaleza integral.
Pero comprender eso, no hizo más sencillo mi tránsito de la primera juventud a la adultez en medio de un país que considera meritorio, necesario y casi indispensable que una mujer se mire asi misma como futura madre. Desde los inevitables comentarios familiares “¿Y para cuando los niños’” hasta enfrentarme con reales problemas con respecto al tema. En una ocasión, un hombre con el que salía, pareció aterrorizado cuando le comenté que no sentía mayor inclinación por la maternidad. Primero bromeó sobre el tema y luego, cuando le expliqué que realmente no deseaba ser madre, ni antes ni después, no se lo tomó bien.
— Eso es antinatural. Además ¿Cómo puedes saberlo?
— ¿Quién mejor que yo para saberlo?
— Todas las mujeres quieren tener hijos.
— Yo soy mujer y no quiero.
— No…ahora.
La discusión terminó de manera muy incómoda, por supuesto. No hay manera de explicarle a alguien que contradices voluntariamente lo que parece ser el deber ser de tu género y sexo. Alguien lo comparó a una contradicción a lo “esencial” de ser mujer, como si mi capacidad para concebir fuera de hecho, la única característica destacable de mi identidad femenina.
— Si no eres madre, ¿Qué eres entonces?
— Soy una profesional preparada y además, una mujer con muchas aspiraciones.
— Un bebé es una aspiración.
— No la mía.
— Eso no puede ser natural.
Y es que esa es la objeción más frecuente cuando expreso una opinión que nadie parece entender y que de hecho, no desea entender. Con los años, he aprendido que quizás, debo enfrentarme al hecho que no ser maternal o en el mejor de los casos, no ser una hija de esa escuela de pensamiento que sugiere que toda mujer es madre por necesidad, me coloca en esa incómoda franja de quienes no encuentran su lugar en el mundo de las cosas comunes. Una de esas personas que siempre parece encajar con incomodidad donde no debe. Porque la sociedad se define así misma a través de roles, pequeños papeles a desempeñar y tal vez, el hecho de rechazar lo que pone debes aceptar por las buenas, siempre te llevará a ese nada deseable rincón de los marginales, de quienes viven al borde, los que se replantean las costumbres culturales con más o menos éxito. Porque al fin de cuentas, la maternidad es una exigencia cultural que te brinda una lugar bajo el sol, que te otorga un lugar concreto en esa invisible pero evidente jerarquía social que todos obedecemos quizás a ciegas. Una herencia histórica dispareja que define a la mujer de la limitada experiencia de su rol biológico.
Con el transcurrir del tiempo, aprendí que muchas veces es mejor no explicar demasiado ese tipo de fisuras incómodas en la opinión popular. No sólo porque simplemente no hay un interlocutor que quiera escucharte — aunque sí opinar, lo que no deja de ser extraño — sino porque además, esa pequeña batalla intima continúa, se extiende a todas partes, y tendrás que sobrellevarla con cierta tranquilidad probablemente por el esto de tu vida. Después de todo, al parecer hay un límite entre lo que asume natural, lo que desconcierta a la mayoría y esa interpretación del mundo tan privada como intima.
Una grieta en la identidad cultural.
jueves, 21 de junio de 2018
La eterna juventud y la trascendencia de la memoria: La divina locura de la Condesa de Castiglione.
En la fotografía, la mujer tiene una expresión levemente arrogante, o eso me gusta imaginar: en realidad, cubre la mayor parte de su rostro con una de las antiguas cajas de daguerrotipo. Lo único visible es el ojo, atento y brillante. Como si pudiera mirarme y como si de hecho, lo estuviera haciendo a la distancia de décadas y siglos. Y es justamente esa sensación la que aún conservo cada vez que miro uno de sus autorretratos. La Condesa de Castiglione siempre mira con un gesto fijo y alerta a la cámara. No era algo habitual en el siglo XIX, cuando la fotografía apenas nacía y la cámara era aún una criatura por descubrir. Pero en lugar de mirar con cierta perspicacia o quizás prudencia, la Condesa lo hacía con una atención vivaz. El rostro relajado, una sonrisa leve y maliciosa en los labios redondeados. Y eso le daba un aspecto moderno, tan contemporáneo que cuando después leí su historia, me costó creer que hubiese vivido casi dos siglos antes que yo.
En todas sus fotografías, la Condesa de Castiglione aparece en un glorioso primer plano. El cabello abundante y grueso suelto sobre los hombros. El cuerpo en una postura de leve arrogancia. Las imágenes rezuman poder y algo parecido a una serenidad extraña que por años, nadie supo imitar. No fue una mujer bella — no al menos, en los términos modernos — pero su apariencia fue tan magnética que desconcertó a los pioneros de la cámara y sobre todo, a esa sociedad que no comprendió muy bien su obsesión por la imagen. Con toda seguridad por ese motivo, la Condesa continúa siendo un personaje raro y fascinante que desconcierta con su historia, tanto como por su aspecto. Era la prima del Conde Cavour, el hombre que orquestó la unificación alemana y por más de veinticinco año, fue considerada una belleza deslumbrante que escandalizó por su “desvergüenza” que consistía en esencia, en mostrarse en la plenitud de su cuerpo curvilíneo y su rostro fresco. Fue la amante de Napoleón III y se le conoció en beau Monde de París del Segundo Imperio como una “mujer temible”. Más de una vez, se acusó a la Condesa de “provocadora” y por último, de “misterio entre misterios” en un intento por definir la cualidad que la hacía escandalosa y sobre todo, inolvidable.
Pero el verdadero rostro de la Condesa Castiglione se mostró frente a ese invento desconocido llamado fotografía. En 1856, comenzó a posar para el lente de Mayer y Pierson, los fotógrafos favoritos de la corte Imperial. Y siguió haciéndolo por cuatro décadas. Cientos de sesiones y miles de fotografías que conmemoran no sólo la belleza de la Condesa sino también, ese inédito afán de permanencia y memoria que comprendió antes que nadie y que la fotografía fructificó con total naturalidad. Un legado que analiza no sólo la cualidad de la belleza en un siglo donde aún la idealización pictórica era parte de una idea más amplia sobre la mujer, sino que además elaboró una versión inmediata sobre la imagen íntima. Castiglione no sólo permitió que se le fotografiaran tantas veces como su curiosidad, vanidad y misteriosa necesidad de reconocimiento le permitió, sino que además profundizó en recién nacida idea de la intimidad a través de la imagen. Antes que cualquiera pudiera siquiera imaginarlo, la Condesa asumió a la fotografía como una obra de permanencia y observación de lo personal y lo íntimo. Y dejó numeroso testimonio de su ambición por trascender a la mera idea del tiempo.
La vida de la Condesa estuvo marcada por el drama de folletín: nacida con el nombre de Virginia Oldoini, la Condesa llegó a París en la navidad del año 1955 del brazo de su marido, el Conde Verasis de Castiglione y su hijo Giorgi. Por entonces, era una mujer anónima a pesar de su esplendorosa presencia física y uno de sus objetivos en la ciudad considerada el centro del Mundo, fue hacerse famosa. Así, sin más. Sin otro apelativo que demostrar que la belleza y sobre todo, el donaire podían conquistar a la buena sociedad de la época. La versión oficial insistía en que la Condesa — por entonces de dieciocho años — y su familia, llegaban a la ciudad para devolver la visita a su prima, cuyo marido, el conde Alexandre, era el hijo de Napoleón I. Pero, a la distancia, es evidente que había toda una componenda discreta en la llegada de esta mujer de impactante estampa a una corte conocida por sus intrigas de alcoba y riñas de salón. Más tarde se comprobaría que el Conde de Cavour, ministro de Víctor Manuel II, rey de Cerdeña y el Piamonte, le había enviado para conquistar a Napoleón III para sus objetivos. Y lo había hecho, prendado de la belleza de una mujer que parecía representar el paradigma de la belleza de la época: voluptuosa, con sus rasgos pequeños y delicados, una abundante cabellera clara. Para entonces Castiglione, era una pieza en un complejo entramado en donde se movía a través de calculados golpes de efecto.
A los Castiglione le llevó muy poco tiempo ser presentados a la corte: La Condesa decidió asombrar a las cabezas coronadas Europeas con entradas dramáticas que sorprendían y maravillaban por su desparpajo. Siempre tarde, obligaba a su marido a que la escoltara a una esquina del salón y luego aparecía sólo cuando el Emperador la saludaba con paso lento y ceremonioso, cubierta de joyas y con los peinados más elaborados que el dinero podía comprar. En una época en la que el valor social se medía a través del aspecto físico, Castiglione se convirtió de inmediato en una estrella en alza.
No obstante, como buen peón en un juego mucho más elaborado del que podía entender, la Condesa se limitó a un bello objeto en disputa en medio de una Corte conocida por sus batallas interinas de influencia y poder. Del éxito de su misión para conquistar a Napoleón III se sabe poco. De hecho, más de un historiador coincide que en el Emperador supo manipular a la Condesa para convertirla en un doble agente involuntario que luego desechó sin miramientos. Tal vez por eso, el real papel que la Condesa cumple en la historia sea la predecesora de una obsesión que en nuestra época conocemos muy bien: esa mirada insistente y en ocasiones, temeraria sobre lo privado como objeto de arte. Esa noción sobre la identidad como parte de la construcción de la memoria colectiva y sin duda algo más complejo: la vanidad comprendida — y aceptada — como una forma de expresión estética.
Castiglione posó en más de 400 sesiones frente a la cámara de Pierson. El resultado es una magnífica obsesión que permanece como un estudio formal sobre la belleza, el tránsito del tiempo, la vanidad, la ambición y sobre todo, una curiosidad extraordinaria por la capacidad de la identidad humana para crear una pieza visual trascendente. Antes que Cindy Sherman creara sus incesantes y complejas variaciones sobre la identidad, mucho antes que Francesca Woodman se reconociera libre e imperfecta frente a la cámara, predecesora de las grandes Divas de la Pantalla grande que la emularon después, la Condesa de Castiglione fue la primera celebridad de la historia obsesionada por su imagen. Un referente directo a la actual necesidad de componer la identidad colectiva a través de símbolos de poder estético.
Cada uno de los pequeños triunfos de la Condesa en la Corte de Napoleón III y luego como Dama aristocrática admirada por derecho propio, se retratan en una serie de imágenes que muestran su evolución personal con meticuloso detalle. Cada uno de los momentos de la vida de la Condesa formaban parte de una ingente colección de fotografías que creó un concepto por entonces nuevo y asombroso: la de la Modelo que además es su propia artífice. Pierson le permitía tomar decisiones artísticas sobre las fotografías, le ayudaba a preparar elaborados escenarios y le permitió una libertad de decisión sobre las fotografías que al final, creó todo un nuevo concepto sobre la fotografía que resultó desconcertante para una época donde la personalidad debía ser un calco al estereotipo de la fama y la idealización. Castiglione parecía incapaz de conformarse con ser una “beldad de la corte” y a través de sus imágenes, logró encontrar una forma desconocida de personalidad y reafirmación.
La obsesión de la Condesa por la fotografía tomó dimensiones extraordinarias: Cuando su colaboración con Pierson dejó de serle satisfactoria -el fotógrafo comenzó a opinar de manera muy directa en las sesiones de fotografía — buscó continuar bajo el auspicio de otros fotógrafos que aceptaran sus en ocasiones insólitas exigencias. No obstante, Castiglione tenía un carácter difícil y sobre todo, un clarísimo conocimiento sobre su imagen y lo que deseaba obtener de ella que resultó chocante a los fotógrafos de la época. Se decía que la condesa había roto su retrato de Baudry cuando alguien sugirió que éste era más hermoso que ella misma. Y un retrato de George Frederic Watts nunca fue terminado porque según contó el pintor, “ el excesivo amor de la condesa por la adulación me era tan desagradable que preferí abandonar el proyecto, sabiendo que nunca la iba a complacer.”
El trabajo de Castiglione y Pierson, también incluyó momentos de intimidad fotográfica muy poco frecuente en un siglo donde lo decoroso y el pudor de una mujer eran exigencias sociales que no eran tan sencillo ignorar. En algunas imágenes, Castiglione muestra con aire seductor sus hombros a través de nubes de tul, lo que desató todo tipo de habladurías y la condenó al ostracismo de la corte. En otras, está recostada y cubierta con un delgado chal que revela sus pechos sin corsé. Un juego erótico que la Condesa creó a riesgo propio y que cuando se hizo público, dañó de manera irreparable su reputación. Pero para la Condesa, obsesionada ya por su imagen pero sobre todo por su capacidad para mirarse a través de la fotografía, esas consideraciones del buen hacer y el buen sentido de la cortesía carecían de valor. Se esforzó por llegar al límite del escándalo: hay varias imágenes en las que muestra sus piernas regordetas mientras se sube las faldas. La cabeza de Castiglione no aparecía en esos retratos, que eran chocantes en su tiempo, por la desenfrenada adoración del siglo XIX por las piernas y pies femeninos que se escondían bajo capas de crinolina. Incluso para actuales espectadores, estos trabajos aún contienen una carga erótica.
Castiglione estaba fascinada por la posibilidad de lo impúdico y lo ilícito. Como otras mujeres con estilo en los altos círculos, la condesa sentía una poco disimulada admiración por las cortesanas elegantes, las prostitutas bien arregladas cuyas extravagantes vestimentas y posturas adoptó en su repertorio. Castiglione incluso se aventuró en su oscuro mundo de Glamour y cenó una vez con Giulia Barucci, quien se jactaba de ser “la grande puttana del mondo”. Durante años se murmuró que la Condesa frecuentaba burdeles y casas de poca reputación, en busca de inspiración para su fotografías. Por entonces, el rumor de su desmedida vanidad captada por la cámara provocaba escándalo y sorpresa. Se habló de sus “prácticas escandalosas” y para cuando una de sus fotografías llegó a manos del Emperador (en ella se le ve tendida de costado sobre un sofá de orejas de terciopelo, vestida apenas con una camisola de canesú) su reputación estaba tan herida de muerte que no tuvo otro remedio que abandonar París en medio de la verguenza.
La flor de Narciso se marchita lentamente.
Luego de su discreta expulsión de la corte, la vida de Castiglione toma tintes cada vez más trágicos. En el año 1861, Castiglione regresó a Francia, luego de una breve temporada recluida en Nápoles por motivos de salud y se fue a Passy, donde tenía de vecinos a Pierson — con quien ya se había reconciliado y volvía a compartir pasión artística — y al famoso doctor Blanche, cuyo hijo era el artista eduardiano Jacques Émile Blanche. Hacia el año 1963, Castiglione fue expulsada de iluminados salones de la realeza: eclipsada por los múltiples escándalos en que se vió envuelta y su actitud arrogante, no sólo sufrió la expulsión de los predios del poder sino además, de la buena sociedad que la rodeaba. Las Damas de la corte de la Emperatriz tuvieron un papel preponderante en su Ostracismo; La princesa Metternich escribió en sus memorias que si Castiglione “hubiese sido simple y natural, habría conquistado al mundo. Por supuesto, estamos felices de que la condesa no fuera más simple…”
A pesar de ello, la condesa continuó canalizando su talento dramático en sus retratos. Una imagen la muestra admirandose en un gran espejo que Pierson tenía en el estudio. Como lo noan Pierre Apraxine y Xavier Demange, criticos de fotografia, Pierson y Castiglione tenían una sofisticada forma de transmitir la emoción, drama e incluso movimientos con las limitadas técnicas con que trabajaban. Pero más allá de eso, había una verdadera intención artística en cada una de las imágenes: Castiglione sabía que se trataba de algo más que una mirada fugitiva y accidental a través del ojo de la cámara. Quizás en una de las fotografías más memorables, Castiglione asienta una disimulada mirada de soslayo al observador a través de un marco vacío de una pintura; detrás de ella se puede ver el instrumento que se utilizó para mantener fija la cabeza de la modelo durante el largo tiempo que requerían las exposiciones. En otras, es captada fuera de foco, abstracta, una ensoñación de otro.
Luego de la muerte de su hijo en 1879, la condesa comenzó a mostrar signos de extremo desequilibrio mental. En un nuevo departamento en Place Vendome, hizo decorar las habitaciones de negro. Las persianas se mantuvieron cerradas y retiraron los espejos: La condesa no podía enfrentar su decadencia física. En esta fúnebre atmósfera, clava la mirada en los testimonios de Pierson, huella de su belleza. No es extraño que simbolistas y estetas como Jacques- Emile Blanche, su buen amigo y posible amante, el poeta Robert de Montesquiou y la Marquesa Luisa Casati, aristócrata italiana, se obsesionaron con esta visión, un vestigio decadente de un período considerado licencioso y amoral.
A veces, Castiglione salía de su hermetismo para ser captada una vez más por Pierson. Los resultados son dramáticos y relevan el desengaño y demencia de Castiglione. En las fotografías, ella ha perdido su figura, diente y pelo; con su endurecida cara maquillada como prostituta y su ropa raída como vagabundo. En una, quebrantada y artrítica, yace en un sofá en una extraña evocación de la antigua seductora, mientras en otra, posa con un abrigo de terciopelo rodeado de piel de armiño de sus tiempos de gloria, ahora arrugado y apolillado como ella. En un eco macabro, incluso tiene sus pies y tobillos hinchados captados por la cámara de Pierson.
Un poco antes de su muerte, la Condesa hizo un desesperado último salto a la inmortalidad al planear una muestra como parte de la Exhibición Universal de 1900, la Gran exposición de París. Ella propuso mostrar con el título “La mujer más bella del siglo” casi 500 imágenes de sí misma en sus horas brillantes. En la víspera del nuevo siglo, muere a la edad de 62 años y su proyecto quedó en la nada.
Incluso, uno de sus últimos deseos, era ser enterrada con un vestido que usó en Compiégne ( la casa de campo de Napoleón III) en 1857, fue ignorado. En cambio, los recuerdos de su vida fueron rematados. Todas sus posesiones terminaron en manos de la excéntrica marquesa Casati, la musa de Gabriel D’Annunzio y Montesquiou compró la mayoría de las fotografías en venta. El libro homenaje que publicó en 1913, puede incluso haber favorecido a su protagonista. Más tarde, la colección de Montesquiou se dispersó en museos como el Metropolitano y el Compiegne, asegurando, como lo deseaba la condesa, que sus enigmáticos retratos permanecieran como persistente testimonio de su fascinante belleza.
Una imagen radiante, un sueño esporádico donde la vanidad, la locura y una muestra inigualable de imaginación se alzan para recrear la búsqueda de la estructuración detrás de la imagen. Como fotógrafa, los retratos de Castiglione me han fascinado desde la primera vez que los ví, por su magnífica expresión de una idea frágil y quebradiza de la belleza. Una irreal contundencia, una visión hecha realidad. Como autorretratista, me asombra la compulsión de la imagen como identidad, de la belleza y el estereotipo como símbolo del poder creativo. Entre ambas cosas, el trabajo de Castiglione sigue pareciéndome intrigante por su poder de seducción y doloroso, por su caída en el simple dolor humano. Un documento visual único.
miércoles, 20 de junio de 2018
Crónica de la ciudadana preocupada: Venezuela sin rostro, el Venezolano sin país.
De niña, creí que el Ávila — la montaña que rodea a Caracas, la ciudad en la que vivo — era el mar. Lo creía con esa convicción de la infancia: Imaginaba que se trataba de una gran ola de vegetación verde, que se alzaba sobre la ciudad y luego, se quedaba petrificada, inmóvil en mitad de un paisaje imposible. Como buena caraqueña — y ya lo era desde esa edad — sentía una conexión asombrosa con esa enorme mole que rodeaba a la ciudad como un muro de contención hacia otro mundo. Una mirada asombrada hacia la tierra y el cielo más allá, convertidos en una sola cosa.
— Todo caraqueño se enamora de manera muy cursi del Ávila — me dijo una vez uno de mis primos, descreído y cínico — es como una etapa que atraviesan todos alguna vez. Pero es sólo una montaña. ¡Y ni siquiera es bonita!
Ah, ¡Como me enfureció esa frase malintencionada! Tuvimos una de esas discusiones de adolescentes que terminan en empujones y patadas, gritos y por último, groserías y acusaciones mutuas. Al final, odié a mi primo por meses, no sólo por insultar a la montaña sino por hacerme sentir…cursi. Porque la verdad era que ese enamoramiento sin sentido ni forma con el Ávila, era algo profundo y verdadero. Una conexión real no sólo con el país sino con mi ciudad. Esa que podía inspirar, asustar e incluso sorprender. Todo a la vez. Recuerdo que lloré un poco al comprender que sí, que el Ávila no era otra cosa que una montaña, una entre miles, sin otro encanto que ser nuestra — mía, me repetía secretamente — , que formar parte de mi paisaje cotidiano. De definir un poco mi identidad como habitante de una ciudad extravagante, dura y bella. O así lo pensé, con la deliberada ternura de la adolescencia, con esa necesidad de elaborar todo tipo de ideas románticas sobre el mundo. El Ávila era el Ávila. Y su belleza tenía significado. O yo quería que lo tuviera.
Una forma de llamarme Venezolana, quizás.
Recordé la anécdota -quizás no la olvidé del todo — hace unos días, cuando uno de mis amigo de toda la vida me dijo que luego de emigrar, descubrió que detestaba ser Venezolano. Fue la frase exacta que utilizó. “Lo detesto” dijo con una firmeza y una desapasionada dureza que me dejó aturdida. Me quedé sin saber que decir, mirando su rostro en la pantallita del Skype con una vaga sensación de alarma y amargura.
— Eso es…un pensamiento durísimo.
— Es la verdad. Te basta salir del país para entender lo miserable que somos.
Parpadee, con un nudo de miedo y furia en la garganta. Mi amigo pareció notar mi incomodidad y comenzó a sacudir la cabeza en un gesto comprensivo.
— Se que no me entiendes.
— Lo que no entiendo, es esa noción sobre el país desastre y el país caos que implica el gentilicio, tu historia, lo que eres. No es que niegue lo que está pasando aquí, jamás lo hago. Pero lo que me dices es algo más.
— ¿Eres más nacionalista de lo que creías?
La pregunta me enfurece y a la vez, me hace sentir desalentada. Una rara mezcla de sentimientos que tiene una directa relación con la manera como aún comprendo el país y sobre todo, la forma en que lo vivo y lucho por evitar que la amargura, sea el único sentimiento que me conecte a mi identidad como Venezolana. Siento una diáfana sensación de angustia al pensar que Venezuela, el país donde nací y crecí, se haya convertido en una especie de símbolo del dolor, la frustración y decepción que la mayoría de los Venezolanos padecemos. Como si el gentilicio — esa abstracción confusa y personal que nos define como parte de una idea más amplia del lugar que consideramos nuestro — también estuviera roto y perdido, como otras tanta cosas que podían definir nuestra identidad. Tal vez lo esté, pienso con nerviosismo. Quizás el ser Venezolano dejó de ser una idea sobre quienes somos para convertirse en algo más parecido a un temor, al reflejo de todas las pequeñas desgracias que llevamos a cuestas.
— No se trata de nacionalismo alguno — le digo — sino del hecho que la mezcla entre la crisis que vivimos y la manera como nos percibimos me parece una mezcla injusta. Un extremo que nos hace desdeñar todo lo que Venezuela puede ser más allá de la crisis que padecemos. A eso me refiero.
— Somos esta crisis — me dice mi amigo casi con resignación — ¿No lo ves? no sólo se trata de un sistema político que resultó ser una estafa histórica, sino que además, hay una resignación general, una aceptación de lo que ocurre que tiene una relación directa con lo que lo Venezuela es y se ha convertido durante los últimos años. No me digas ahora que el Venezolano no tiene responsabilidad en esta crisis. Que no ha sido su desidia, irresponsabilidad, indiferencia lo que llevaron al país al abismo donde está. ¡No se puede ser tan inocente!
No lo soy. Pero las cosas se perciben desde un cariz distinto cuando la crisis forma parte de tu día a día. Ya sea por el miedo que llevas a todas partes, la insistente sensación de frustración e indefensión, no es fácil comprender los alcances de la situación general del país mientras debes lidiar con ella. No obstante, la idea de ser responsable de lo que vivimos por el mero de hecho de no saber cómo enfrentarla me parece escandalosa. Sí, asumo que quizás no tengo una visión concreta y muy elaborada del monstruo político y económico que enfrentamos. Asumo que hay una mirada en ocasiones escapista, incluso simple sobre la situación cada vez más compleja que enfrentamos. Pero hay una diferencia entre esa percepción de lo que vivimos — y como nos afecta — y el hecho que esa percepción sobre lo que sufrimos destroce todo lo demás. Nos arrebate incluso la memoria histórica.
— Venezuela era un caldo de cultivo ideal para que un tipo como Chávez hiciera justamente lo que hizo — insiste mi amigo — ¿No lo ves? Chávez tomó el resentimiento social, la envidia y la desidia Venezolana y la convirtió en arma política. Está bien odiar, está bien señalar y estigmatizar al otro. El chavismo tomó al odio y lo hizo redituable.
Mi amigo emigró del país hace diez años, huyendo de la mera posibilidad de lo que el chavismo podía hacer. Por entonces, el país aún mantenía una cierta normalidad, una engañosa apariencia de democracia perfectible. Pero ya era bastante claro que las decisiones de un líder carismático e irresponsable nos conducían a la crisis devastadora que diez años después, copa todos los espacios. Recuerdo la última conversación que tuvimos antes que abandonara el país, el miedo que tenía de la mera idea de lo que un sistema fallido basado en el control podía hacer. Y mucho más preocupante aún, lo que podía significar que buena parte de la población diera su voto sincero y sucesivo a una cúpula política obsesionada con construir un planteamiento político sobre las cenizas del país.
— El comunismo no perdona a nadie — me había dicho — y en Venezuela, mucho menos. El Venezolano está cavando su propia tumba, su propia interpretación del socialismo estatista. Y lo hace gracias a su manera de comprender el país como proyecto.
Tendría que transcurrir una década y media para que comprendiera esa frase. Para asumir sus alcances y padecer las consecuencias directas de un proyecto político cuyo principal objetivo es el control del Estado de cada parte de la vida ciudadana. Una autocracia basada en el odio, la exclusión y el castigo de la diferencia. Aún así, no puedo admitir que sea el país — como entidad y visión de futuro — sea el “culpable” de una situación insostenible. Que la decepción histórica del chavismo se traduzca en un ataque hacia lo que Venezuela fue y es y sobre todo, lo que puede ser.
— No lo crees porque para ti es normal es la viveza tropical del Venezolano, la dependencia del estado, la vulgaridad y la chabacanería. Asumes que es inevitable que el país sea parte de esa vieja tradición asumir el poder como servilismo. Alma de esclavo, le llaman algunos analistas. Y terminé creyendo que es cierto. Hay una interpretación del país que se basa en la trampa, en el enfrentamiento y en el odio . Es inevitable y se hace cada vez peor y más preocupante. ¿Qué crees que es el chavismo sino un reflejo de lo peor de lo que somos?
Todo el razonamiento de mi amigo podría resultar insultante y prepotente a no ser por la sincera preocupación en su tono. Y es que quizás, el dilema no se base únicamente en la idea del país como un proyecto a cuatro manos, sino de ese intento fallido de asumir lo que Venezuela puede ser a través de lo que somos. Para mi amigo y tantos como él, Venezuela no es otra cosa que un ejemplo fidedigno de la ruptura de lo esencial que define a un país, de esa convivencia entre la diferencia que puede sostener una sociedad y quizás, un planteamiento cultural. ¿Qué es Venezuela ahora mismo? ¿Quienes somos los Venezolanos que sobrevivimos a esta derrota histórica? No lo sé, me digo intentando contener las lágrimas y quizás esa incertidumbre sea lo más doloroso de una situación que empeora a diario, que se hace insostenible a un nivel más radical.
— El Venezolano creó al chavismo a su imagen y semejanza, no al revés como suele creerse — concluye a mi amigo y lo hace en voz baja y pesarosa — ¿Qué es el chavismo en realidad? Es cada uno de los defectos y dolores del gentilicio traducido como política. Es el rentismo llevado a una nueva dimensión de cuota política peligrosa. Es ese clima de odio latente que el Venezolano siempre llevó como un estigma. Si el Chavismo continúa donde está es porque buena parte de los Venezolanos son incapaces de luchar contra sus propias miserias. Porque el Chavismo encarna al monstruo dentro del monstruo. A una idea muy compleja sobre cómo nos comprendemos y como asumimos el país. Venezuela era un país chavista incluso antes que Chávez existiera.
Sigo pensando en sus palabras por horas, seguramente lo haré durante semanas. Con una sensación mezcla de dolor y de miedo difícil de explicar. ¿Cómo miras e interpretas tu responsabilidad histórica cuando lo peor del país donde naciste es parte de la percepción del poder?
***
Un par de años atrás, una columnista de un diario web publicó un artículo donde criticaba la posición de la vocera política María Corina Machado con respecto a la posibilidad que el Referéndum revocatorio contra Nicolás Maduro se llevaría a cabo a mediados del año 2017. En el texto, la autora además de criticar directamente la posición de Machado — lo cual es parte de la diatriba política habitual en un país en extremo polarizado — acusó a la llamada “clase media” venezolana de “malcriada” e insistió en una serie de estereotipos que no sólo estigmatiza a la población del país bajo una serie de prejuicios clasistas, sino que además, los convierte en elementos válidos para definirla. Una y otra vez, la autora del artículo insistió en toda una visión sobre la sociedad venezolana basada en la discriminación y la exclusión, pero todo en la peligrosa generalización de tópicos sociales basados en un obvio — y preocupante — resentimiento social.
El artículo se viralizó con la habitual rapidez de las redes sociales y días más tarde, uno de mis viejos profesores universitarios me habló sobre el texto mientras almorzábamos juntos en el Campus de la Universidad. Con una expresión de preocupación, me leyó algunos fragmentos en voz alta y lamentó que la sociedad venezolana continúe luchando — sin vencerlos nunca — contra un tipo de discriminación muy específica y dolorosa. Para el profesor, el artículo resume algo mucho más preocupante que el menosprecio a la identidad social de una porción considerable de la población Venezolana. Se trata de un reflejo evidente de cómo el Venezolano perpetúa viejas ideas sobre la lucha de clases y las transforma en un elemento consistente dentro de una discusión política por la alternativa del poder. Palabras, palabras menos para el profesor el hecho que aún se debata la diferencia de clases como un arma de opinión resulta sintomático de nuestra época.
— El Venezolano siempre ha sido clasista y eso nadie lo duda — me explica — pero el problema radica que ese clasismo se transformara en una disculpa para la diatriba ideológica. La autora del artículo acusa a la clase media Venezolana de “malcriada y corta de miras” y lo hace desde la presunción que esa actitud es lo que sostiene el poder. Que es ese comportamiento lo que provoca que el chavismo siga teniendo una base de electores y una militancia considerable. Un error común.
Sacudo la cabeza. Lo que más me desconcierta del artículo y la forma como se refiere a la parte de la población que quizás ha sufrido de manera más evidente la crisis política, es que la autora es una mujer de mediana edad que precisamente, forma parte de ese conglomerado abstracto y en ocasiones, tan menospreciado como lo es la clase profesional venezolana. Una mujer que además tuvo que lidiar con todos los sinsabores y diatribas de una sociedad maltrecha, exhausta y crítica como la nuestra. ¿No debería tener una visión mucho más concreta, realista y sobre todo profunda sobre el país que la que expresa en el artículo? ¿Por qué la necesidad de achacar culpas históricas a un número considerable de hombres y mujeres cuyo mayor pecado social consiste en reflejar la motilidad cultural de un país que ya no existe?
— Somos un país adolescente que estuvo medio enamorado de la izquierda histórica por décadas — el profesor sacude la cabeza — la mayor parte de los adultos de la generación anterior a la tuya, nos consideramos “comunistas” en algún momento. Defendimos el derecho de Fidel Castro a la autodeterminación y argumentamos sobre las bondades del colectivismo. Supongo que es normal. Pero la consecuencia es esta: la infravaloración del esfuerzo individual es cosa normal. El resentimiento disfrazado de culpa social. La idea del humanismo y sensibilidad por las diferencias, envuelto en un paquete de moralismo utópico.
Unos años atrás, uno de mis compañeros de clases universitarios me insistió que era “chavista” porque “pagaba una deuda cultural” de toda una sociedad que olvidó “al buen pobre”. Cuando le pregunté el motivo por el cual consideraba que la desigualdad debía analizarse a través de la culpa y no de la responsabilidad ética — y el compromiso de restañar heridas históricas — me llamó “inocente”.
— En Venezuela nadie quiere al pobre — me explicó — todos quieren ser millonarios, derrochar, ser ostentosos. La clase media se pasa la vida aspirando a que los burgueses los acepten ¿y los pobres? que se jodan. Hay que cuidar a los pobres.
Mi amigo era el hijo único de una pareja de médicos que le obsequió un apartamento de soltero cuando cumplió la mayoría de edad. Cuando se lo recordé se enfureció. Pareció ofendido y sorprendido que no comprendiera que su necesidad de “reivindicar” lo que llamó la pobreza noble, provenía justo de ese “despilfarro”.
— ¿Cómo crees que me siento? Gente muere de hambre mientras yo tengo un automóvil último modelo y dinero para gastar a diario.
La verdad no lo sabía, pero me pregunté por qué en lugar de militar en un partido político de corte socialista, no dedicó sus esfuerzos a la búsqueda de soluciones realistas para aliviar el sufrimiento de esa pobreza que tanto le preocupaba. Parpadeó cuando se lo dije.
— Las cosas se cambian desde el fondo — terció — no desde las apariencias.
— Me refiero en específico, a dedicar tu trabajo voluntario a planear mejor educación para los niños que lo necesitan, abrir fuentes de trabajo, luchar por una sociedad basada en el progreso y no en el control.
Mi amigo me dedicó una mirada incrédula, como si lo que le dijera contradijera no sólo su pensamiento político sino que además, le resultaran incomprensible. Comenzó a sacudir la cabeza, preocupado y desconcertado.
— Mira, no entiendes de verdad lo que es la pobreza.
— Tu tampoco — le recordé.
— ¡Pero soy sensible al hecho que existe! ¡La respeto! ¡Sé su valor!
— La pobreza no es algo que deba valorarse, sino es una condición que debe evitarse — le insistí — el problema del chavismo y toda izquierda que basa su propuesta en la veneración de la carencia, es que no asume la necesidad de construir medios para que cada ciudadano pueda beneficiarse.
Recuerdo esa extraña e incómoda conversación mientras el profesor y yo caminamos por el campus soleado. A mitad del período vacacional, sólo hay unos pocos alumnos rezagados sentados aquí y allá. Una pareja almuerza en el comedor. Hay un aire de definitiva tristeza y decepción que no sé si estoy imaginando o realmente está allí.
— Es típico del “humanista” superficial hacerse preguntas genéricas sobre la desigualdad: La pobreza se asume como una condición del ser, una característica que te brinda una nobleza insuperable. Un buen salvaje aplastado y devorado por las circunstancias. El capitalismo no lo hace mejor, sin duda, percibe al individuo como una pieza. Pero entre ambas cosas, hay una enorme irresponsabilidad con proveer los medios — y reconocer la existencia de un problema — que pocas veces se reconoce y mucho menos, se acepta.
Hugo Chávez solía insistir que amaba a los pobres Venezolanos. Esa mirada en apariencia compasiva y preocupada sobre la preocupante desigualdad en Venezuela le aseguró una enorme influencia social y una definitiva, simpatía electoral que le convirtieron en un ícono y poco después, en un líder carismático más cerca del caudillismo que de la política tradicional. De hecho, varios de sus ministros insistieron de su muerte, que Chávez estaba “obsesionado” con la pobreza en Venezuela, lo que devino en la creación de toda una serie de misiones y la supuesta inversión del ingreso petrolero en el intento de mejorar las condiciones de vida de la población de Venezuela. No obstante, esa noción de Chávez sobre la pobreza no incluía el progreso social y cultural, sino la insistencia de una idea de la pobreza como un mal necesario que además, había debía dignificarse y asumirse como un elemento imprescindible para la construcción del país. Para Chávez la pobreza era una condición que debía asumirse como parte de la identidad del país y un problema el cual debía remediarse. El matiz entre ambas cosas resultó en una lucha de clases encarnizada que por último, se transformó en su mejor herramienta política.
— Por supuesto, la pobreza enmarcó el proyecto personalista de Chávez en una percepción sensible y sobre todo, un icono de la lucha de social del continente — dice mi profesor con un suspiro — y eso es justo lo que permitió crear una plataforma electoral que se mantuvo firme por casi veinte años. En medio de una bonanza económica sin precedentes, el hecho que Chávez dedicara atención mediática y propagandística a la pobreza, sin ocuparse en realidad de transformar las condiciones que la producían, creó quizás el populismo más saludable del continente.
Sacudo la cabeza, no sé que decir a eso. Recuerdo las largas discusiones que sostuve sobre la ideología que sostenía el gobierno de Hugo Chavez, la manera como el socialismo romántico de latinoamérica, perdonó su talante autocrático en un esfuerzo por ganar representatividad y visibilidad mediática. Muerto Chávez, los diferentes proyectos que se sostenían de su diatriba y la chequera de petrodólares Venezolanas, comenzaron a caer uno a uno. Un golpe de timón previsible aunque continúa resultando sorprendente por su rapidez.
— Porque el proyecto de Chávez nunca se sostuvo en otra cosa que no fuera Chávez como figura y el discurso clasista que el Venezolano compra con tanta facilidad. Aquí la mayoría de quienes analizan el mapa político Venezolano lo hacen desde la generalización y no se trata de un error histórico consciente, sino que siempre se ha hecho de esa manera. Una y otra vez, hay una predisposición en analizar al país como dos toletes. Los buenos y los malos, los ricos y los pobres, los nobles y los malos. El país adolescente, sin duda.
Por supuesto, el profesor tiene razón. Estoy harta de las generalizaciones: harta de los pobres nobles, los ricos malvados, la clase media malcriada. Harta de los negros malandros, los blancos sifrinos, los rubios gringos. Harta que cada palabra que se dedique a Venezuela sea fruto de una segmentación artificial, ridícula y retrógrada. Harta de vivir al margen de todo movimiento de comprensión y tolerancia hacia el otro. Harta muy harta que se nos falte el respeto como país ecléctico, mestizo y crisol de cien etnias que somos.
Estoy harta que se celebre el insulto, la grosería y la vulgaridad. Estoy harta del viveza barata, del chauvinismo peligroso, de la falta de sentido común. Estoy harta de la superioridad moral, de la arrogancia y el sermón moral basado en el resentimiento.
Estoy harta que cada vez seamos más trozos desiguales de un mapa borroso.
Sí, sé que trata de una queja anónima, en una trinchera sin nombre. Pero a veces es imposible soportar en silencio el lento goteo de un país cada vez más venenoso.
El profesor suspira cuando me escucha decir lo anterior en voz alta. Me mira con tristeza pero sobre todo, con una enorme preocupación. Cuando me acompaña a la salida de la universidad, me pone una mano en el hombro con cariño, como solía hacer cuando era una de sus alumnas. Cuando debatir sobre el país no era un tema tan doloroso y espinoso.
— Venezuela es lo que hemos hecho de ella — comenta entonces — y es evidente que hemos fallado en muchas cosas. Pero insistir en los errores del pasado continúa siendo nuestra decisión. Y la seguimos tomando tantas veces que comienza a ser un riesgo, un peligro inevitable y una puerta cerrada hacia el futuro.
Pienso en esa idea unas horas después, sentada junto en un trasporte público y rodeada de una multitud de rostros cansados, tristes, abrumados. Los Venezolanos que sobrevivimos al diario vivir. Los Venezolanos que nos enfrentamos como podemos a una crisis histórica que nunca estuvimos preparados para afrontar. Pero que llegó y nos mostró la debilidad de una sociedad niña, de una cultura a fragmentos que no sabe cómo protegerse de una herida social e ideológica colosal.
¿Quienes sobrevivimos a la debacle? ¿quienes somos los venezolanos a la periferia? No lo sé y esas preguntas sin respuestas, quizás sean el síntoma más doloroso de todos lo que poco que hemos aprendido acerca de la situación que enfrentamos. Este fracaso como sociedad que atravesamos y este silencio social sin sentido que apenas logramos comprender.
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martes, 19 de junio de 2018
Crónicas de la feminista defectuosa: El consentimiento y la violencia sexual.
Frame del cortometraje "Para" de Samuel Miró. |
Cuando tenía catorce años, mi mejor amiga de por entonces me contó que ella y su novio habían tenido sexo. Lo hizo en voz baja, el cuerpo rígido, las manos apretadas sobre el vientre en un gesto involuntario de puro temor. Una única frase “Lo hicimos”. Sin más detalles, sin añadir otra cosa que la expresión angustiada con que me miró. La quedé sin saber que pensar. Me sobresaltó su rostro tenso y pálido. La sensación que no solamente se encontraba abrumada y sobresaltada por lo que sea que hubiese sucedido, sino que además, que algo en ella — en su identidad quizás — estaba roto y lastimado. No lo pensé en esos términos — nadie piensa de semejante forma a esa edad — pero lo que si supe es que algo grave y doloroso había ocurrido.
— ¿Y cómo fue? — pregunté por último.
— Normal.
“Normal”. Esa fue la palabra que utilizó. A pesar de la mirada huidiza, el cuerpo enroscado con fuerza sobre sí mismo, en un gesto tenso y violento. Recuerdo que no supe que otra cosa preguntar y que de pronto, me invadió la urgencia de saber si ella se encontraba bien, si todo había transcurrido como era debido — aunque yo no supiera de qué manera podía serlo — y sobre todo, si había sido una experiencia agradable y hermosa, tal y como había soñado y fantaseado por semanas. Pero no dije nada. Con esa solidaridad del miedo, simplemente me quedé allí, en medio de un silencio lento e incómodo que pareció extenderse en todas direcciones. Al final, recuerdo que comencé a hablar sin parar, para llenar ese vacío tan doloroso como terrible y ella pareció agradecerlo, en una larga conversación sin sentido ni verdadera sustancia que de alguna manera, nos tranquilizó a ambas a medias. Pero el miedo siguió allí, muy presente, muy visible. Casi peligroso.
Dos meses después, mi amiga se suicidó. Durante todo el tiempo que transcurrió antes que muriera, perdió peso, se volvió hosca y silenciosa. Poco a poco, dejó de dirigirme la palabra, aunque jamás me explicó el motivo o al menos, nunca supe la razón por lo que lo hacía. Se aisló del resto de nuestras compañeras. Incluso dejó de asistir a la escuela, bajo la excusa de malestares poco claros y cuando lo hacía, había algo de espectral en ella, sentada al fondo del salón, cada vez más delgada, las uñas carcomidas, el cabello despeinado, el rostro tenso y flaco. Sólo una vez, me atreví a preguntarle que ocurría, que había cambiado en ella en tan poco tiempo, por qué nos apartaba a todos de su vida.
Nos encontrábamos en el patio de recreo. Levantó el rostro y me miró. Una niña, aún. Con el cabello castaño abundante, los ojos verdes muy claros y lucidos. Apretó los labios, las manos. De nuevo el cuerpo tenso alrededor de una pared invisible que la separaba de de mí y de todos. Suspiró.
— No me creerías.
— Claro que sí.
— Yo sé que no.
Nunca me dio la oportunidad de creerle o escuchar su versión. Después de ese día, no volvió a dirigirme la palabra. Dos meses después, estaba muerta. Uno de esos incidentes que marcan la historia de tu vida, que la abren en un antes y un después. Recuerdo que no acudí a su funeral, incapaz de enfrentarme a la idea de su muerte, de su ausencia, pero si a la casa de sus padres, para dar el pésame junto a mi madre. Y fue allí donde escuché por primera vez la palabra violación. Cuando por primera vez, alguien la dijo en voz alta, aunque no la suficiente. Su hermano la murmuró, con los diente apretados, oculto en una esquina, enfurecido, los ojos enrojecidos de llanto. Era un muchacho de dieciseis años, aturdido por la tragedia, pero sobre todo, por el miedo.
— Ese desgraciado la violó — me dijo, así sin más. No eramos amigos, solo era la amiga de su hermana. Una muchacha desconocida que quizás había visto en un par de ocasiones. Pero de las pocas que acudieron a la casa en medio de la tragedia — eso fue lo que pasó. Por eso se mató. Fue por ese desgraciado.
La palabra flotó en mi mente por semanas enteras, como una pesadilla que llevaba a todas partes. Porque yo sabía que había ocurrido y no dije nada. Porque yo había sospechado que eso era lo que mi amiga creía nadie le creería, lo que la había reducido al silencio, lo que la había llevado a la muerte, quizás. Y de pronto, la palabra tomó un sentido retorcido: porque yo conocía al novio de mi amiga, me caía bien. Nos había llevado a ambas al cine. Solía saludarme con un beso en la mejilla. Pero ese mismo muchacho desgarbado, con el rostro cubierto de acné y la sonrisa torcida, le había hecho un daño inimaginable a mi amiga, uno tan violento y definitivo que había matado una parte suya incluso antes de su muerte física. Fue la primera vez que comprendí el impacto de la violación, algo más que una palabra en un libro de texto, en una película, en conversaciones susurradas y levemente morbosas. Comprendí lo que realmente significaba un acto de violencia semejante. Sus consecuencias. El horror que podría entrañar.
Recordé la historia de mi amiga mientras miraba el corto del director Samuel Miró, titulado “Para”.“Eres un violador”. Con esa esa única y contundente frase finaliza la obra que ilustra, de manera dolorosamente directa y cruda, como la violación — como delito, como hecho de violencia — continúa siendo objeto de cuestionamiento y confusión en una sociedad que sigue estigmatizando a la víctima y justificando el agresor. La pieza es corta, durísima y está protagonizada por dos rostros habituales y conocidos del cine español: Kira Miró y Alejo Sauras, un elemento que dota al corto de una escalofriante sensación de normalidad. Cosa de todos los días. Una pareja coquetea, disfruta una primera cita placentera y finalmente, ambos terminan en la cama. Una historia simple que no lo es tanto: Porque lo realmente inquietante de la forma en que narra la historia, es el hecho básico que deja claro que aún nuestra cultura necesita debatir el hecho del abuso sexual desde una óptica menos permisiva y casi complaciente que convierte al delito sexual en una debate sobre la moral y no sobre la agresión en sí misma.
Miró no sólo creó un alegato contra la violación normalizada sino que además, lo llevó hasta las últimas consecuencias: Es la mujer quien toma la iniciativa, es la mujer la que acepta mantener relaciones sexuales, pero también es la mujer la que insiste en “Para” sin ser escuchada, la que se convierte en víctima de una durísima percepción sobre la sexualidad y el consentimiento que resulta escalofriante por sus implicaciones. En el corto “Para” hay una cierta percepción del horror invisible, el hecho que el abuso sexual es algo más que un estereotipo de violencia generalizado y convertido en una idea común en nuestra cultura.
Quizás lo más escalofriante del corto de Miró sea la mirada corriente a las relaciones modernas y la noción, que el delito de la violación — y lo que parecen ser sus matices y horrores — están supeditados a la noción del consentimiento como un concepto borroso e incluso confuso para la mayoría. Después de todo, la pieza parece resumir lo que parece ser la percepción cultural sobre la violación y la violencia sexual como hecho y delito: ¿Pudo la mujer evitar lo ocurrido? ¿Pudo provocar la situación que sufrió? En el corto, la mujer le pide al hombre que pare, ambos desnudos en la cama, sosteniendo un encuentro sexual que hasta entonces parecía consentido. “Para” repite y trata de empujarle. “Para” insiste y comienza a llorar. “Para” le suplica, pero la escena — un terrible plano secuencia que resulta por momentos insoportable de ver — parece reflejar el horror, el miedo y la angustia que la mujer padece cuando pierde el control de su cuerpo bajo la violencia. Para el director, se trató de una manera de demostrar que nuestra cultura aún no comprende en realidad el hecho de la violencia sexual como un hecho absoluto “Aunque la mujer lleve la iniciativa, como en este caso hace Kira Miró, en el momento en el que dice ‘no’ o dice ‘para’, el hombre tiene que frenar. De lo contrario, es una violación” insistió Miró al periódico El País de España. Pero lo que Miró crea como alegato es algo mucho más grave y profundo: es la mirada de la sociedad sobre la violación como una circunstancia en la que la víctima tiene algún tipo de culpabilidad sobre el crimen que sufrió o incluso, que pudo evitarlo de una u otra forma.
Porque se trata sobre el consentimiento, pienso mientras leo la encendida discusión que el corto provocó en redes sociales y como no, en las páginas en que fue publicado. Se trata de una percepción sobre los derechos de la mujer sobre su cuerpo pero también, de la manera como nuestra cultura analiza la sexualidad femenina, siempre supeditada al hombre. En el corto de Miró es la mujer quién lleva la iniciativa, es la mujer quién invita y se insinúa y es también, la que intenta detener el acto sexual. La combinación de factores parece crear una visión sobre la circunstancia temible porque añade una perspectiva distorsionada sobre el consentimiento — sus matices e implicaciones — y la violencia que puede sufrir una mujer en medio de esa concepción de la violación como un hecho que puede interpretarse desde puntos de vista ambiguos o incluso, entre matices. “Hay una confusión sobre la violación” explicó Miró, para quién el corto es una respuesta directa al veredicto contra la llamada Manada de Pamplona que dividió la opinión pública mundial sobre el abuso sexual y la manera en que se comprende la violencia contra la mujer en diversos ámbitos de nuestra cultura “Parece que solo podemos llamarlo así cuando desnudan a una mujer en la calle, la fuerzan sexualmente y la dejan tirada en una esquina. Pero hay muchas más formas y puede hacerlo tu pareja, tu amante, tu amigo o tu ligue de una noche”, añade. Una mirada sobre la violencia sexual que pocas veces se asume y que sin duda, es inquietante en toda su especulación sobre lo que en realidad es un hecho de naturaleza específica, directa y brutal.
Para el realizador se trata de una forma de asumir el riesgo del debate pero también, de profundizar sobre el hecho de la violencia sexual desde un punto de vista por completo nuevo: “Una amiga me decía que trabaja con chicas que han sufrido una violación como la del corto pero que no lo asumen ni son conscientes de que lo es”, contó Miró en una entrevista y también el hecho, que para muchas mujeres, el consentimiento parece encontrarse sesgado por una condición específica sobre el comportamiento de la mujer, como si el hecho de intercambiar besos y caricias, incluso encontrarse desnuda con un hombre, fuera suficiente justificación para un acto de violencia sexual. A palabras del director, lo más preocupante es que su corto amplificó y llevó a una nueva dimensión el análisis sobre lo que implica consentir una relación sexual. Cuenta que varias mujeres que han visto el corto, han justificado el comportamiento masculino asegurando que la mujer tomó la iniciativa y por tanto “tomó un riesgo evidente” que provocó la situación de violencia que padeció. “Me sorprende mucho que incluso chicas jóvenes piensen así. Es importante concienciar de que, aunque no nos haya pasado, puede pasarnos o podemos conocer a alguien que lo haya vivido” añade el director.
Se trata de un debate más actual que nunca: con el caso Weinstein en plena discusión pública y movimientos como #MeToo y otros semejantes debatiendo sobre la noción del consentimiento y la violencia sexual, la gran pregunta es si nuestra sociedad puede asumir el cambio y la transformación necesaria para analizar la violación desde un punto de vista mucho más profundo del que ahora lo ha hecho. Que la coacción, la presión y manipulación psicológica también son formas de agresión que se relacionan directamente con la percepción sobre el consentimiento o al menos y sin duda alguna, con la comprensión sobre la naturaleza real de lo que una violación puede ser y significar como hecho de violencia y sobre todo, como una circunstancia delictiva.
La agresión y la violencia contra la mujer violada está en todas partes y es quizás, esa idea la que Miró expone en su corto pero sin duda, también forma parte de un debate público en medio de un clima político y legal de enorme importancia sobre el tema. Sin embargo, no parece ser suficiente. Lo pienso, mientras leo las escalofriantes estadísticas sobre violación que parecen ser parte del mundo globalizado: Cada dos horas, una mujer es Violada en algún lugar del mundo. Cada veinte minutos, una mujer sufrirá acoso sexual. Cada doce horas, una mujer será golpeada y sometida algún tipo de abuso físico. Sólo el 20% denunciará la agresión. Más del 70% jamás le contará a nadie lo que ocurrió. La gran mayoría conoce a su agresor.
Lo que sugiere la anterior estadística me produce un miedo real, doloroso. Y recuerdo a mi amiga, tan joven, tan herida, tan aterrorizada. Recuerdo a su novio, un hombre cualquiera del que nunca volví a tener noticia pero como bien señala el corto de Miró, era un violador. Las leo con una profunda preocupación cuando me pregunto en voz alta si nuestra cultura no sólo propicia la violencia sexual en cualquiera de sus formas sino el silencio que las oculta, menosprecia a la víctima y las convierte en parte de esa noción que insiste en que la moral puede atenuar un crimen como la violación. Una idea que parece no sólo persistir a pesar de la evidencia y lo que es aún peor, el dolor de ese silencio inquietante que parece ser el símbolo de quien sufre una agresión semejante.
lunes, 18 de junio de 2018
Crónicas de la nerd entusiasta: Todas las razones por las que deberías ver “The Incredibles 2” y disfrutar de su engañoso optimismo.
Durante toda la historia del cine, el concepto del Superhéroe se ha transformado de tantas maneras disímiles que finalmente resulta poco menos que una mezcla de valores y nociones intelectuales contradictorios. Por un lado, está la versión limpia y heroica, heredada de primitivas concepciones sobre el bien y por el otro, la más sucia y quizás retorcida, emparentada con el existencialismo moderno pero sobre todo, el temor paranoico al poder como un extremo de la racionalidad social. Por ese motivo, cuando la película “The incredibles” (Brad Bird — 2004) se estrenó, su argumento desenfadado pero sobre todo su extraña dimensión de lectura y reflexión sobre el heroísmo fue comparado de inmediato — guardando las distancias — con la historia del cómic “Watchmen” — obra fundacional de Alan Moore, publicada en el 1986 — y de la que sin duda, Bird tomó algunas ideas al momento de analizar el super heroísmo desde la pérdida de la fe, el pesimismo y la figura erosionada del héroe como parte de una degradación moral e intelectual de lo que se considera “poderoso”. Fue una jugada arriesgada: después de todo, la película tenía aires de comedia familiar y estaba dirigida a esa gran plataforma de público Pixar, que incluye desde niños en edad escolar hasta adultos, por lo que la doble lectura de su historia (que incluía un intuitivo análisis sobre el desencanto de la vida adulta, la desesperanza moderna y el dolor del desarraigo de cierta madurez espiritual) sorprendió a la crítica y al público. Pero además, era inteligentísima sátira que se burlaba de cada cliché superheroico mucho antes que el Universo Cinematográfico Marvel y su contraparte DC llegaran a la gran pantalla. La combinación convirtió la película en un éxito y además, brindó al cine animado una inédita profundidad que sorprendió por sus implicaciones. Pixar — como concepto — acababa de abrir una nueva dimensión de su propuesta sobre la animación y llevarla a un nivel por completo desconocido.
Casi quince años después, la secuela de “The Incredibles” llega en quizás el mejor y el peor momento para enfrentarse al heroísmo convertido en panacea cinematográfica y sobre todo, a un género creado a partir de la sobre explotación visual y argumental del mundo del cómic. Ya no hay nada nuevo que contar o narrar sobre el mundo de los superhéroes — quizás nunca lo hubo — pero en esta ocasión, el reto de Brad Bird — que repite en dirección y guión — es encontrar la salvedad que permita a los Parr— con toda su carga de simbolismo pendenciero — construir una historia a su medida, en medio de una época descreída, cínica y saturada del heroísmo impostado y artificial. Como símbolo, la familia superheroica tiene el objetivo de asumir la noción sobre el poder como una forma de comprender lo contemporáneo, tal y como lo hizo su predecesora. Con su peculiar capacidad para conmover y emocionar, la historia de “The Incredibles” se enfrenta a la fastuosidad de Universos enormes y complejos. Y triunfa en su extraordinaria sutileza como parte de algo más amplio y denso que cualquier otra propuesta al uso.
La película empieza justo en donde termina su predecesora, lo que permite una sensación de continuidad que se agradece pero que también, es del todo intencionada como hilo conductual de las ideas más profundas de la película. Durante la primera escena un grupo de policias riñen al Señor Increíble (con la voz de Craig T. Nelson) y a su esposa y Elastigirl (Holly Hunter), por entrometerse en medio de una situación que se encontraba “por completo controlada”. Se trata de un diálogo rápido, elemental que deja muy claro que nadie tiene muy claro el papel del héroe en una sociedad que insiste en asumir el costo de su existencia como una excentricidad menor en medio de la fauna cotidiana. Los policias parecen impacientes, cansados, un poco hastiados. Le recuerdan a los Parr la franja de destrucción que dejaron a su paso y además, que el edificio que acaban de salvar, se encuentra bajo las bondades de un cuantioso seguro. En resumen: ya los héroes no son necesarios, mucho menos indispensables. Agua pasada y reconvertida en una curiosidad pop a la que nadie presta demasiada atención. Con la misma sutileza que Moore en “Watchmen” (que vuelve a ser el referente inmediato de esta pequeña gran epopeya de lo cotidiano), el heroísmo es una rareza innecesaria, una versión de la realidad que a nadie importa demasiado. Para los primeros minutos de la película, la propuesta ya está sobre la mesa y la premisa, muy clara. Ahora sólo necesita construir algo más sólido que la mera idea sobre la heroicidad carente de verdadera utilidad.
Y la película lo hace. Con su juego de pequeñas y extrañas ironías, la película avanza entre autoreferencias — la mera mención al seguro del Banco destruido de la primera escena nos recuerda que la identidad secreta de Bob Parr, Mister Incredible solía ser empleado descontento de una aseguradora — y también, en medio de la percepción del poder como una forma de expresión lineal de una época que no comprende bien lo esencial sobre el héroe tradicional. El mundo tradicional de los Parr, creado por Brad Bird con minucioso detalle y esa plana sencillez de lo cotidiano, encuentra en “The Incredibles 2” un reflejo extravagante pero sobre todo, un aire renovado que aunque no supera a la película original, si brinda cierto aire de asombro sin llegar al virtuosismo de esa gran explosión dinámica que asombró a la audiencia en el 2004. Y mientras en la primera película la identidad de la familia de superhéroes era secreta y debía ser protegida — lo que obligaba a los Parr a malvivir bajo un disfraz hogareño que provocaba una desigual frustración en cada miembro de la familia — su secuela disfruta ampliando el Universo y creando algo más elaborado y complejo. La vieja casa anónima de los suburbios se convierte ahora en algo mucho más elegante y lujoso, una Mansión que con cascadas y un aire retrofuturista que deja muy claro, que la familia Parr no está dispuesta a ocultarse otra vez o al menos, no de la misma manera en que les habían obligado hacerlo hasta entonces.
La película continúa siendo una fantasía atemporal que sin embargo, podría ubicarse de una manera u otra — ya sea por detalles de diseño o por mera deducción visual — en la década de 1962, como sugieren las líneas rectangulares y abierta de los automóviles, las ropa sencilla y pulcra pero sobre todo, la decoración repleta de estampados y pequeños puntos focales romboides que recuerdan sin duda a la segunda mitad del siglo pasado. Esa visión tiene su encanto, su versión de la realidad y sobre todo, su profundidad al momento de narrar una historia que no depende de la época, sino más bien, de la combinación sensorial y de ideas que confluyen en el argumento. Porque a pesar de los catorce años transcurridos, el espectador de inmediato se reconecta con la acción como si en realidad la original y la secuela, fueran parte de una misma cosa, levemente diferenciadas por los apreciables avances técnicos de la animación. Pero además de eso, Bird deja muy claro que el tiempo interior de la historia ha transcurrido y lo ha hecho, bajo la concepción de algo más profundo: el mito del superhéroe se ha transformado de tantas maneras distintas que parece ubicuo y definitivamente omnipresente. Por extraño que parezca, Bird lucha contra la amenaza de Syndrome, el espléndido villano de la primera, cuya frustración y odio parece encajar de pronto en la premisa entera de la película dentro de un Universo saturado de propuestas idénticas: “Cuando todos sean súper, nadie lo será”.
Pero “The incredibles 2” supera el escollo con elegancia y una profunda gallardía amable: sin importarle los debates sobre los superhéroes o el hecho de su existencia, la idea de y la plenitud argumental del film, se sostiene sobre una coexistencia amable y persistente, que construye un reflejo de la realidad de enorme inteligencia conceptual. Sin que importe demasiado el ánimo colectivo, las discusiones sobre el heroísmo o mucho menos, la versión del héroe machacada y reconstruida en pantalla durante la última década, “The Incredibles” funcionan como lo que son: una familia que evoluciona, madura, crece y se hace cada vez más singular en sus pequeñas versiones de la realidad.
Bird se burla con inteligencia de ideas que llevan machacándose demasiado tiempo en pantalla (la necesidad de una figura poderosa, el rescate, el verdadero villano detrás de las aparentes buenas intenciones, una percepción común sobre los temores generales sobre las grandes corporaciones), pero también, de los roles de género, la noción de la identidad en medio de una época opaca y homogenizada. En conjunto “The Incredibles 2” es una secuela que aprovecha lo mejor de la película original pero además, encuentra una forma de dejar muy claro, que las grandes historias sobre la permanencia, la emoción y los vínculos esenciales siempre encuentran una forma de expresar ideas Universales. Quizás el mensaje más contundente de una película pulcra, inteligente pero sobre todo, emocionalmente compleja. Todo oculto bajo la identidad secreta de una aparente película infantil.
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