jueves, 7 de junio de 2018
Crónicas de la loca neurótica: La vida, el poder de la imaginación y otras formas de sobrevivir.
Una vez, una de mis profesoras universitarias insistió que la pasión es una rareza. A pesar de las exhaustivas revisiones y reflexiones sobre el tema, nadie sabe con exactitud que es esa energía desordenada, brillante y enajenada que se supone bendice a algunos seres y otros no. Porque allí está la pequeña salvedad, de ese aparente poder secreto que sostiene a unos y que el resto sólo admira: no siempre parece ser equitativa tu existencia, su nacimiento, su potencia. En otras palabras, todos sabemos que la pasión existe — ese éxtasis, ya sea amoroso, abstracto, por la vida, por pequeñas y grandes cosas — pero en ocasiones, nos resulta una especie de idea inalcanzable. Convertida en un ideal tan lejano — abstracto, sin nombre, sin forma — que no sabemos exactamente en qué puede consistir o si lo poseemos, incluso. Queremos ser apasionados — supongo que la gran mayoría de las personas lo desean — pero en realidad no tenemos demasiada idea de en qué consiste o que se supone incluye un término tan amplio como ambiguo. Tan antiguo como poderoso. Tan simplemente humano.
Nunca me he considerado apasionado. Sí, bastante obsesiva, curiosa y “metomentodo” — maravilloso término acuñado en España y que mi familia del otro lado del mar me suele dedicar con especial júbilo — cosas que no tengo idea si me hacen “apasionada”. No lo creo, la verdad. Mi amiga Rao suele decir que soy “Intensa”. Con frecuencia insiste en que me tomo las cosas a la manera más extrema, sin matices. Que “me complico por cosas que deberían ser simples”. Que de alguna manera, todo lo que hago o pienso, tiene un ingrediente dramático que no siempre es lo simpático o incluso lo comprensible que pueda parecer a primera vista. Y tiene razón. Mi mamá lo piensa también. A menudo me cuenta que cuando era una niña, era sensible e irritante. Aún de chiquita, me obsesionaban temas e ideas e insistía en ellos con una impaciencia que le sorprendía.
— En un ocasión, me preguntaste por qué los bomberos vestían de rojo — me cuenta — recuerdo que llegaste muy preocupada del colegio, con los brazos cargados de dibujos e imágenes recortadas de revistas. “¿Por qué deben vestir de Rojo?” “¿No podrían vestir de amarillo? ¿O de blanco? ¿O de negro?”. Recuerdo que no te contesté de inmediato y me lo preguntaste hasta que te respondí “para parecerse a las llamas”. Lo primero que se me ocurrió.
— ¿Y que hice?
— Seguiste preguntando claro. Finalmente me obligaste a llevarte de la mano a una estación de Bomberos. El Comandante se rió con la pregunta. Tampoco sabía la respuesta.
Me hace sonreír el recuerdo. No había pensando en esa escena durante muchos años. Recordé con claridad el bello patio radiante, el perro — un bello dalmata, claro — durmiendo en una esquina y el hombre alto vestido de pantalones oscuros de dril y camisa blanca, mirándome un poco asombrado. Me había obsequiado una insignia de metal y me había prometido investigar al respecto.
— Eras obsesiva — continúa mi mamá. Me hace un guiño — aún lo eres.
No la contradigo. De hecho, estoy convencida que esa “intensidad”, esa necesidad de los extremos, esa impulsividad un poco a tontas y locas que es parte de mi personalidad, me define mejor que otra cosa. Durante toda mi vida, he tenido la clara sensación que necesito entenderme desde una región brillante de mi mente, como si los cientos de matices entre perspectivas distintas no fueran suficiente para brindarme una noción sobre el mundo. Por supuesto que, esa afición por la pasión o mejor dicho, esa necesidad de vivir de manera dolorosamente sentida nunca ha sido todo lo saludable que podría ser. Más de una vez, esa misma potencia y energía me ha herido y lastimado por el simple hecho de mostrarme un sólo punto de vista o lo que es más preocupante, por limitar mi visión de las cosas a varias ideas muy precisas.
Me enfurezco con suma facilidad. Tanto, que cuando los estribos muy pocas veces hay un motivo concreto para la cólera que me colorea las mejillas, esa sensación muy exacta de pérdida de control que en ocasiones me agobia. También lloro con facilidad: un llanto muy sincero y nervioso que me avergüenza. También me río a carcajadas, estruendosas, incluso groseras. En resumidas cuentas, mis emociones son siempre tan visibles como incontrolables. Y es que tal pareciera, que entre ambas formas de expresar mis sentimientos, existe esa necesidad mía, que no nunca he comprendido demasiado bien, por mirar el mundo desde una perspectiva de colores muy vivos. Una necesidad de empujarme a mi misma a una región fronteriza de mi mente, donde las lineas son muy gruesas y evidentes y las formas muy marcadas. Una sensación de encontrarme en medio de una tempestad violenta y en ocasiones, hasta insoportable.
Cuando estaba en la Universidad, me obsesioné con obtener altas calificaciones. Me refiero a que no sólo me dediqué a ser una buena alumna y aprender lo que pudiera. Necesitaba, además, ser la mejor alumna, obtener el reconocimiento más alto en cualquier asignatura que cursara. Me dediqué con un entusiasmo eufórico al estudio y la investigación. Lo hice, aun a costa de mi tiempo libre, de mi tranquilidad mental e incluso en ocasiones, mi salud. Pero la necesidad de obtener ese trofeo imaginario de conocimiento y aprobación de quienes admiraba — más tarde lo comprendería así, aunque en el momento no lo admitiera — terminó consumiéndome. Durante los últimos años de mi primera licenciatura, estuve agotada y débil constantemente y de hecho, cuando por fin recibí mi diploma — y me encontré entre los primeros de la promoción — el triunfo tuvo un sabor agridulce, a poca cosa.
Y es que de pronto, encontré que mi obsesivo esfuerzo me había hecho transitar los preciados años Universitarios casi a ciegas. Mientras la mayoría de mis compañeros tenían escenas que celebrar y también recuerdos que atesorar, yo tenía estupendas calificaciones en una carrera universitaria que no me agradaba del todo y cuyo ejercicio me producía dudas e incluso inseguridad. Una de mis amigas de la época, llegó a decirme que la Universidad me había transformado en un mecanismo de tics y manías, a cambios de estupendas calificaciones.
— Eso es injusto — le reclamé, muy ofendida. Ella se encogió de hombros, con cierta tristeza.
— No sé si sea justo. Lo que si sé, es que es real.
Recordé esa frase por años, a medida que esa afición mía por los extremos se hacia más evidente y sobre todo más incontrolable. Tal parecía que nunca podía estar lo suficientemente alejada de una situación límite, de una circunstancia incontrolable y que con toda seguridad, terminaría explotándome en las manos. Lo viví en numerosas ocasiones entre mi circulo de amigos, incluso en los lugares donde trabajé durante los primeros años como joven profesional. Uno de mis jefes llegó a decir que sufría de una desconcertante “afición al drama”.
— Eso es profundamente grosero — le reclamé — simplemente hago hincapié en lo que me interesa.
— Lo cual es estupendo — me respondió — la pregunta que me hago es si sabes cuando detenerte, si estás consciente del poder que ejerce sobre ti esa necesidad de extremos, de complicarte la vida. Si puedes tomar un respiro y analizar que te ocurre, cuando esa eterna carrera que llevas hacia un punto borroso, te abruma. ¿Lo has pensado?
Y más de una vez, me dije luego de la conversación. Aunque no quisiera admitirlo en voz alta, con frecuencia me había encontrado afligida y encerrada en una especie de lucha contra mis propios instintos, en esa necesidad de comprender esa prodigiosa capacidad mia para buscarme problemas. Incluso donde no debería haberlos. Porque todo parecía resumirse a esa idea: en numerosas ocasiones, parecía que perdía el control de mi vida y de mi mente, como si avanzara hacia una línea de desastre que me llevaba esfuerzos comprender, pero a la que siempre me acercaba a limites peligrosos. Era un patrón recurrente, de la obsesión a la necesidad de enfrentarme a mi misma, de continuar a pesar del cansancio, la aflicción, lo abrumada que me pudiera sentir. La angustia que me provocaba la idea de no cumplir mis metas, de decepcionar no solo a mi misma, sino a esa idea que había construido — ambivalente y vaga — sobre mi capacidad. Al final, el resultado era el mismo: una extraña sensación de agotamiento y la certeza, que el resultado del esfuerzo no era del todo lo que había aspirado podría ser.
Más de una vez, me pregunté de donde provenía esa afición mía por el desastre y lo que mentalmente yo misma calificaba de melodrama. Mi amiga Flor solía insistir en que no se trataba de uno o de lo otro, sino esa necesidad muy concreta que todos tenemos por encontrar nuestras propias respuestas — o entender las cosas desde nuestro punto de vista — llevado al límite.
— Casi siempre pierdes el control porque no encuentras un límite donde dejar de insistir en una idea — me dijo en una ocasión, mientras almorzábamos juntas — la vida no es tan simple como para que todo pueda explicarse. Y tampoco tan compleja como para que debas mirarla desde colores tan exuberantes. Te concentras demasiado en “como” vivir, más que en disfrutar la vida.
— Eso no parece explicar que siempre esté molesta o triste, o cansada o preocupada por alguna cosa — le respondí — es como si no pudiera apreciar nada de manera equilibrada, sino inclinado hacia algún lado, bajo un matiz muy específico.
— Claro que sí — me respondió — Miras a tu alrededor como si lo que te rodea debiera ser explicado o articulado para crear algo más, para satisfacer tus aspiraciones, para asumirse comprensible. Y por supuesto, no es así. No hay manera de explicar el mundo por completo. A pesar que de que lo intentes, de que lo creas necesario. La mayor libertad es asumir que el mundo es caótico.
Un pensamiento intrigante. Me recordé en todas las ocasiones en que me había obsesionado con puntos de vista, desechando otros, simplemente rechazando cualquier alternativa a mi propia interpretación de las cosas. Todas esas ocasiones en que me había enfurecido por pequeñas situaciones sin mucha importancia o que me preocupaba en exceso por otras, en un intento torpe de brindar sentido a lo que quizás, no lo tenía. Y de pronto, me pregunté si esa exaltación mía, el melodrama privado, no era una manera de intentar ejercer control o la ilusión de tenerlo al menos. Una visión limitada y restringida sobre el mundo y las cosas. O los que aún más desconcertante, sobre mi misma.
— Lo emocional es en esencia una manera de expresión. Una forma de construir ideas abstractas, de comunicarlas a través de fragmentos de información sensorial. En tu caso, es una búsqueda de razones : todas muy privadas y específicas — me dijo en una ocasión Mercedes, mi psiquiatra. Para ella, las emociones son formas de entender las aristas de nuestra mente, la expresión del yo más complejo. Y sin duda, mi exaltación habitual, esa desordenada aspiración a lo emocional, era a su criterio, algo más profundo y azaroso — Intentas entender lo que te rodea a tu manera, pero sólo a la tuya. Y te pierdes la extraordinaria oportunidad de usar toda esa energía para asumir los infinitos matices del mundo, todas las formas en que tu experiencia diaria puede transformarte.
Una lenta evolución, pienso, con los pies hundidos en el agua helada de un riachuelo de montaña. Tiemblo de frío, me encuentro a kilómetros de distancia de cualquier lugar que pueda considerar familiar. Me enfurece mi vulnerabilidad, la sensación de encontrarme a solas, como pocas veces lo he estado, con mis pensamientos. A solas con el viento que baja de la Montaña perfumado a tierra fresca, con el susurro del manantial misterioso a caer. Con esta fragilidad de no ser parte de nada, de no tener nada a que aferrarme. Después la sensación me emociona, me aterroriza. Quiero retroceder. Quiero huir un poco quizás.
No lo hago. Continuó allí, con los pies doloridos por el agua que de tan fría, quema. Como fuego. Y escuchando ese silencio gigantesco. No lo entiendo y eso está bien, pienso con las manos apretadas contra el pecho. No me pertenece y eso es extraordinario. Miro a alrededor y de pronto el azul interminable del cielo y el verde inmemorial de la montaña se unen en un sólo escenario, en un pequeño fragmento de belleza interminable, que no me pertenece pero que forma parte de mi vida, que me envuelve, me consuela, me brinda un tipo de paz muy singular. Suelto una bocanada de aire, me aferro a la idea de libertad. El poder de creer y confiar.
— No te cuestiones tanto — dice entonces mi amiga Arianna. De pie, sobre una roca, empapada de agua con olor a tierra primitiva, los ojos brillantes de felicidad — la vida es así, sin explicación.
Y se arroja al agua, con los brazos abiertos, gritando de emoción. De pronto, la emoción está en todas partes. Forma parte de un todo indivisible, es una idea que me trasporta, me eleva. Más allá del miedo, más allá de cualquier otra cosa. Cuando miro al cielo dolorosamente azul, solo estoy sonriendo, a solas, en medio de cientos de ideas nuevas. Creciendo, siendo por un momento, sólo un rostro en medio de la inmensidad.
***
El comandante de la estación de Bomberos me escucha con una sonrisa. No es el mismo hombre que me atendió hace años, aunque lleva el mismo pantalón de Dril azul y camisa blanca. Le hago la misma pregunta que me obsesionaba de niña. Parpadea, ríe en voz baja, sacude la cabeza.
— En realidad, el Uniforme de los bomberos es amarillo, es una chaqueta impermeable inventada en Denver en el año 1940 — me explica. Sacudo la cabeza.
— ¿No es rojo?
— Solo el camión.
El perro al fondo del patio ladra alegremente y viene para olfatear mis manos. Lo acarició entre las orejas y pienso, que tal vez todas las cosas, tienen dos visiones y ninguna es la correcta. Tal vez, me insisto mirando al cielo azul, esa linea vertical que se abre en todas direcciones en pura belleza, en asumir que nada es evidente, todo es ilimitado y que cada idea, en si misma un mundo. Infinitos mundos, pienso, mientras el perro me hace fiestas, ladrando y me olisquea los dedos. Una manera de soñar.
C’est la vie.
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