jueves, 30 de agosto de 2018
Crónica de la nerd entusiasta: Todas las razones por las que deberías leer “Doctor Sueño” de Stephen King antes que llegue su adaptación al cine.
Los Universos literarios suelen ser complicados de elaborar, por una razón bastante simple: necesitan persistencia. El escritor debe persistir — con esa fiebre sin nombre y en ocasiones, sin sentido — en ampliar sus propios horizontes y elaborar algo más detallado que esa primera noción que inspiró la célebre primera línea de toda obra. De modo que un Universo literario, desafía no sólo al lector — a seguir las huellas, nuevas fronteras y episodios recién nacidos página tras página — sino también al escritor, que debe enfrentarse al hecho de elaborar su propia visión sobre los mundos que crea de una manera por completo distinta.
A Stephen King se le da especialmente bien crear Universos. No sólo gracias a la Saga “The Dark Tower” (obra constitutiva y génesis improbable de la mayoría de sus novelas) sino en su necesidad de brindar profundidad a las preguntas que la última página de cualquier novela deja sin responder. ¿Qué ocurrió con ese querido personaje que seguimos afanosamente capítulo a capítulo? ¿Qué ocurrió con el pueblo que aprendimos a conocer como si de un lugar real se tratase, desde sus misterios hasta sus miserias? Sin duda, King conserva el suficiente pulso narrativo para crear algo más que las narraciones nucleares de todas sus historias y más allá de eso, para elaborar un discurso consistente que desborda cada una de ellas.
Tal vez por ese motivo, no le sea en absoluto complicado volver a viejos escenarios. Sobre todo, los que incluso a la distancia crearon una percepción muy nítida de la intención de Stephen King sobre el miedo, la belleza y el horror. Como esa escena en la que un niño avanza pedaleando en su pequeño triciclo en un largo pasillo tapizado. Con los hombros encorvados, el rostro contraído — ¿de preocupación? ¿de miedo? — el pequeño Danny Torrance avanza de corredor en corredor mientras el Overlock observa. De pronto, en una vuelta inesperada, se detiene: Una puerta cerrada invita a ser abierta. Una puerta que parece contener todos los secretos del Hotel que les cobija (y les contempla con el aire malicioso y envilecido de un depredador silencioso) y los de su padre, atrapado en la fina telaraña de terrores invisibles que se extiende a su alrededor. El niño observa y la atmósfera parece espesarse, hacerse irrespirable. Porque hay algo aterrorizante en la visión, en la quietud ultraterrena de las niñas que no deberían estar allí y la mirada asombrada del niño sobre el triciclo. Y de pronto, la imagen parece alargarse, hacerse enorme y contundente. Porque lo sobrenatural tiene un brillo propio, una identidad ineludible. Y ese silencio que envuelve la escena, con las niñas simplemente de pie y tomadas de las manos mientras Danny las observa, lo abarca todo. Tiene su propio peso y su propia cualidad inquietante. La normalidad rota en lo inexplicable.
Como cualquier cinéfilo que se precie sabrá, la escena que describo más arriba forma parte de la película “El Resplandor”, pieza de culto dirigida por Stanley Kubrick y que aterrorizó a toda una generación y que aún continúa provocando uno que otro sobresalto. La película, alabada por su fría belleza y su directo manera de presentar el miedo, es sin embargo una pálida sombra de la obra en la que se basó. El libro “El Resplandor” con su prosa directa de un Stephen King en plena forma, expresa de forma mucho más profunda y compleja la raíz del temor del hombre, esa oscuridad que subyace en la mente, más allá de toda racionalidad. Muy probablemente tanto libro como película se complementan para crear un discurso nuevo sobre el miedo: el monstruo hombre, la victima de la circunstancia que se escuda en la violencia. No obstante, el Resplandor, como obra literaria, ofrece quizás una visión mucho más completa y dura sobre esa escandalosa caída al infierno que padecen sus protagonistas, atrapados y devorados por un monstruo invisible encarnado en el mítico Hotel Overlock.
Tal vez por ese motivo, cuando Stephen King anunció que escribía una secuela de la historia, los devotos a la novela, a su ambiente enrarecido y opresivo, al horror que nace de esa progresiva caída en el desastre cotidiano, se preocuparon. Y con razón; El Resplandor es considerada una de las novelas más terroríficas del pasado siglo, reverenciada no solo por su capacidad para elaborar un discurso poderoso sobre el origen del miedo y la violencia como parte del espiritu humano, sino combinarla con una visión de lo sobrenatural como eminentemente maligno. Con gran pulso, King logró en “El Resplandor” combinar esa visión pesimista del hombre moderno, la caída en desgracia del héroe cotidiano y además recrear de manera muy convincente el terror tradicional, construir un lenguaje donde el miedo forma parte de cada elemento que forma parte de la narración. Porque en la historia que cuenta “El Resplandor” no hay inocentes, quizás solo victimas propiciatorias de un demonio tan viejo como abstracto: el mal sobrenatural en estado puro. Ese terror que nace de la brecha entre lo racional y lo que no lo es, lo que se esconde más allá de lo que asumimos evidente y lo que tenemos pueda esconderse junto en el límite de lo que podemos comprender.
De manera que la pregunta lógica que cualquier lector del libro podría formularse ante la posibilidad de una secuela es obvia: ¿Podría Stephen King mantener no solo la fuerza de la historia que se cuenta sino además añadir algún elemento nuevo que la haga atractiva la reinvención? Un planteamiento riesgoso de origen: porque para bien o para mal, “El Resplandor” tiene una identidad que parece indivisible de esa visión helada de la maldad que se desliza al borde de la locura, ese dicurso intimista sobre la frustración y el dolor del cual se ceba el mal sobrenatural. ¿Qué podría agregar el autor a la idea? ¿Podría profundizarla? ¿agregar nuevos planteamientos? ¿Y que ocurre con esa noción de la historia única, de la narración que encaja como un mecanismo invidisible? En otras palabras ¿Qué quedaba por contar dentro de la Historia que cuenta el libro “El Resplandor”?
El propio escritor. En sus palabras, durante años, muchos de sus lectores le preguntaron sobre qué había ocurrido con Danny Torrance, el niño que sobrevive junto a su madre al infierno desatado detrás de las paredes congeladas del Overlock. Admite que lo que comenzó como una idea apenas esbozada, comenzó a obsesionarle: ¿Qué podría estar haciendo el hoy adulto Danny? ¿Cómo sobrevivió a sus recuerdos de la terrible experiencia que padeció bajo el asedio del mal y el terror? Finalmente, la necesidad de contar la historia fue insoportable para King: “Quería contar la historia detrás de la historia de “El Resplandor, de los huérfanos del miedo y lo que ocurrió después”, comentó en una reciente entrevista. Y es que quizás era el momento idóneo para hacerlo: luego de resucitar en las cenizas de sus propios errores y aciertos, el escritor estaba listo para crear una historia que a pesar de estar basada en la original, tiene su propio brillo y profundidad.
Porque “El Doctor Sueño” es una historia de terror a toda regla, en la tradición de las mejores obras del escritor. Pero también es una secuela propiamente dicha de “El Resplandor”: hay constantes referencias a la historia original y sobre todo, una mirada renovada a los personajes y al planteamiento pesimista de la novela. Pero también es algo más: una visión mucho más cruda y esencial sobre el mal, sobre la raíz del miedo que en el Resplandor solo se esbozaba a medias. En su secuela, la perspectiva es mucho más cruda, directa: Muy probablemente gracias a los matices de un Danny Torrance adulto, consumido por su propia historia y enfrentándose a sus propios demonios. O tal vez se deba a que el escritor construye una nueva perspectiva del mal en Estado puro que permite al lector mirar lo ocurrido en “El Resplandor” desde otro ángulo: uno mucho más inquietante y también personal. Y es que King, con su prodigiosa habilidad para contar historias y construir atmósferas, logra una nueva revisión de esa necesidad del mal como reflejo del hombre y su circunstancia.
¿Qué podrá encontrar entonces el fanático lector de Stephen King en “El doctor Sueño”? Probablemente mucho más de lo que esperaba: el autor logra crear todo un nuevo replanteamiento sobre la historia original. Quizás se lamente un poco la perdida de la profundidad argumental en beneficio de la argumento central y preocupe un poco la manera como la historia parece avanzar en ocasiones con cierta torpeza. Aún así, el escritor no pierde el norte: La narración se alimenta de pequeñas referencias no solo al universo de “El Resplandor” sino que además, crea uno propio: entre ambos, hay una interpretación del miedo mucho más elemental y evidente que lo que fue en “El Resplandor”, pero igualmente efectiva. El temor ya no forma parte de una idea sobrenatural abstracta, misteriosa y que se crea a medida que los personajes se adentran en él, sino que lo maligno — como figura y elemento narrativo — existe más allá de eso: lo inquietante que se opone a lo puramente racional. Lo que se esconde entre las sombras, el monstruo venido de la oscuridad para atemorizar.
Quizás lo que mejor pueda describir la visión del terror del “Doctor Sueño” sea la última linea de su epilogo, en donde su autor, además de explicar con su habitual buen sentido del humor, la experiencia de escribir sobre personajes tan significativos en su carrera como escritor, deja bien claro que el miedo, siempre podrá reinventarse: “Siempre habrá oportunidad de preguntarse quien te mira desde la oscuridad” concluye. Y añade, casi en tono burlón: “O qué”.
El miedo como una grieta siniestra en la cotidianidad.
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miércoles, 29 de agosto de 2018
La provocación como forma de arte: todo lo que debes saber sobre la obra fotográfica de Nobuyoshi Araki.
En la fotografía, una mujer con los brazos amputados y el torso desnudo mira con fijeza a la cámara. Su hermoso rostro plácido es de una belleza inquietante: los ojos muy maquillados brillan bajo la luz directa de la imagen, los labios que esbozan una media sonrisa cínica. Sobre el pezón izquierdo, lleva una salamandra que parece avanzar sobre la piel blanca e impoluta. Una quietud franca y casi violenta que golpea al espectador con la fuerza de cien ideas distintas, imposibles de elaborar entre sí, de comprenderse desde un único sentido. Al final, la fotografía parece provocar una ligera confusión, la sensación irreal de un objeto artístico a medio terminar. Quizás el objetivo real de Nobuyoshi Araki como creador visual.
Para Araki, la fotografía es un acto ritualístico. Una forma de expresión en la que confluyen la belleza y la crueldad en un delicado equilibrio que expresa un mensaje muy claro: hay una noción sobre lo hermoso, lo notorio, lo provocativo y lo temible, que se encuentra a medio camino entre algo tan elaborado como un lenguaje y lo visceral. Araki considera de capital importancia no sólo elaborar un discurso basado en el impacto y la sorpresa — lo desagradable, lo imprevisto — sino además, construir una idea elemental sobre la imagen como hecho y circunstancia. No hay una sola imagen del fotógrafo que no produzca una emoción definida. Ya sea repulsión, asombro, excitación e incluso miedo, las imágenes del fotógrafo provocan en el espectador la percepción real de la imagen como un trasfondo visual. Más allá que su intención sea provocar o al menos, convertir la idea de la belleza y el temor como una noción controvertida, Araki supera los escollos tradicionales de la fotografía para encontrar algo más profundo. Una idea desigual sobre el propósito de la imagen como documento estético.
Por supuesto, para Araki la fotografía también se trata de un acto prolífico: el fotógrafo tiene un abultado trabajo de casi tres décadas de extensión, compuesto por casi 4000 imágenes. No obstante, hay un hilo conductor que une y sostiene cada una de las fotografías, como si a pesar del asombroso número de imágenes, el fotógrafo no tuviera la menor duda sobre la conformación y la configuración última de su trabajo.
La fotografía de Araki lo abarca todo: desde monstruos imposibles creados a través de ataduras y posturas semi sexuales retorcidas, hasta percepciones sobre lo erótico desde un punto de vista por completo nuevo. Están los desnudos integrales de su obra ‘A’s Lovers’, sus anónimos modelos favoritos captados en cientos de posturas distintas post coitales y también, en el mero acto de la desnudez sugerida. Con ‘Kinbaku’, asume el rol del observador obsesionado con el fetichismo y muestra a mujeres atadas con cuerdas. Sin embargo, quizás su serie más interesante es “Sentimental Journey / Winter Journey” que abarca y documenta la vida con su esposa Yoko, su principal modelo y musa, desde su luna de miel en 1971 hasta su muerte en 1990. La colección es impactante, de una belleza conmovedora y por supuesto, de una necesidad de provocación desconcertante. La mirada documental y artística de Araki está cerca del perfomance: nada está fuera de la cámara de la pareja, como si la vida en común de ambos fuera una elaborada puesta en escena. Hay una imagen de la esposa en el momento del orgasmo; otra en el lecho de muerte. La última fotografía de la serie es la sombra del propio Araki, sujetando un ramo de flores.
La visión artística de Nobuyoshi Araki es incómoda. Tal vez se trate de su mirada inquietante sobre la imagen o algo mucho más profundo — indefinible — que hace su visión fotográfica polémica, provocadora. Cualquiera sea el caso, Araki ha construido una interpretación estética que expresa una visión de la mujer, el sexo y el erotismo que parece rozar el sutil límite de lo crudo, lo pornográfico y lo simplemente reaccionario. Nacido en Tokio en 1940, Araki concibe el arte como algo más que una experiencia sensorial. Hay un elemento anómalo en su propuesta, en ese desafío esa visión del arte como esencialmente creador: sus fotografías intentan de hecho destruir esa normalidad borrosa que rechaza a partir de la metáfora. Y esa búsqueda de re dimensionar el símbolo en una idea cruda e intima es lo que hace el trabajo de Araki esencialmente poderoso.
Porque para Araki la fotografía es un vehículo de transgresión, una visión muy directa sobre el temor, el deseo y la lujuria que no siempre tiene una formula única de manifestarse. Desde la pintura al porno más crudo, Araki quiere provocar — indudablemente — pero más allá, quiere reconstruir esa linea de lo que consideramos sagrado, inaudito, en perenne discusión y comprensión. Su lenguaje visual intenta subvertir la moral a través de la estética: y lo hace de la manera más dura que puede concebir. ¿se trata tal vez de una rebelión sustancial contra la conservadora cultura japonesa donde creció? Con toda probabilidad es uno de los motivos de esa visión cruda de Araki sobre el sexo y la mujer, la intimidad y la expresión de yo. Todas sus obras parecen hablar sobre lo mismo, una obsesión de infinitas implicaciones sobre el poder, la insatisfacción, la sexualidad y la represión moral.
La obra de Araki es un sacrificio ritual. No hay una sola de sus fotografías que no inspire un sentimiento elemental y primitivo. No hay una sola de sus propuestas que no parezca insultante, una linea obvia entre lo repugnante y un tipo de belleza casi tétrica. Araki expresa la culpa cultural, la interpretación de su visión de su herencia estética a través de una mitología personal inexplicable: mujeres, reptiles y flores. La vida y la muerte mezclada con una ideario erótico surreal que parece trascender la mera retórica. Para Araki, el sexo y la muerte es la misma cosa: una expiación directa de esa visión de lo que asumimos es la consciencia individual. El acto fundamental del erotismo es una distorsión y perdida de la identidad, una caída tumultuosa en el dolor. Tal vez por ese motivo, las mujeres de Araki siempre miran a la cámara con una fragilidad atormentada. Atadas, golpeadas, marcadas, parecen padecer n dolor infinito y misterioso que no nos atrevemos a definir pero que es perfectamente comprensible. Y en ese sufrimiento exquisito, hay tanto de belleza como de lujuria mal contenida. Una obsesión lúdica por la fina linea que separa el dolor y el tormento como expresión de sexualidad.
Araki suele insistir en que “No me gusta que la gente borre sus imágenes tan fácilmente. Buenas o malas, ya se han tomado y deben significar algo para nosotros” y hay algo de esa permanencia de la memoria en sus imágenes. De joven, recorría las calles de su Tokio natal cámara en mano, fotografiando todo lo que podía, o mejor dicho, todo lo que lograba capturar su imaginación. Encontró en esa Tokio de la postguerra sucia y empobrecida, una metáfora del renacimiento de Japón y lo plasmó en una serie de fotografías que luego le permitirían obtener su primer reconocimiento importante: el premio Taiyo. Y es que sin duda, para Araki, esa ciudad herida, destruida por las bombas incendiarias, convertida en una pesadilla diminuta, era lo más cercano a su concepto de belleza que pudo encontrar. Una rara mezcla de alegría — las fotografías muestran niños jugando entre los escombros — y más allá, la Tokio real, retorcida y sobreviviente, alzándose a su alrededor. Una nostálgica poesía urbana pero siempre con el dolor moviéndose al fondo.
La muerte y la vida rozándose, confundiéndose entre sí.
Muy probablemente, la Obra de Araki sea también una reflexión nada disimulada sobre la trascendencia. Tal vez de allí proviene su recurrente necesidad de mostrar los órganos femeninos como flores, ese erotismo nada sutil que se confunde entre la decadencia y lo grotesco. Como si en el mundo de las imágenes de Araki, ambas cosas estuvieran íntimamente relacionadas. Tal vez lo están: El Araki niño tenía por patio de juego los jardines del Templo Jokanji, donde por décadas enteras se enterraron de manera anónima casi 25.000 cortesanas y prostitutas del distrito japonés de Yoshiwara. De adulto, y aún obsesionado por el recuerdo de la muerte y la lujuria que parecía evocarle el recuerdo, regresó cámara en mano y fotografió las flores marchitas que coronaban las tumbas sin nombre. Sin saberlo, Araki había encontrado otra manera de manifestar la belleza de una manera que resulta cuando menos destructora. Lo erótico como un misterio casi peligroso. Más tarde escribiría: ”Las flores huelen a muerte. Me siento atraído por ellas porque se marchitan, y me invade una sensación erótica al verlas decaer”. Toda una declaración de intenciones sobre su visión del mundo y más allá, de su obra.
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martes, 28 de agosto de 2018
Crónicas de la ciudadana preocupada: El cataclismo invisible: Venezuela, tierra arrasada.
Vivo en la ciudad más peligrosa del continente — quizás del mundo — y eso, te brinda una perspectiva poco corriente sobre tu relación con lo que te rodea. A cualquiera se lo brinda, por supuesto, cuando debes pensar a diario que a cada hora se comete un asesinato. Que cada dieciseis minutos una mujer es violada. Que cada catorce, alguien es secuestrado. Te hace pensar con más frecuencia — más de la conveniente — sobre el dolor, la mortalidad y la vulnerabilidad, pero sobre todo, en el hecho que no te encuentras segura en ningún lugar. Que pensamiento complejo es ese, el de asumir que el lugar en el que naciste y te hiciste adulto, es también una amenaza constante, directa. Una directa versión del peligro convertido en algo latente y pendenciero. Vivir en Caracas te hace sentir que cada uno de tus pasos debe encontrarse medido, convertido en una decisión directa sobre tu seguridad. Una relación entre la circunstancia que te rodea y tu percepción sobre ella cada vez más venenoso y abrumador.
Lo pienso mientras leo un viejo chiste que circula en redes desde hace varios años: “Un Caraqueño se reconoce en cualquier parte del mundo porque camina con paso rápido y rígido, el bolso bajo el brazo, la mirada huidiza aunque no vaya a ninguna parte y nadie lo esté persiguiendo”. En realidad no es un chiste, ahora que lo pienso. Es una descripción fidedigna del temor que llevas a cuestas aquí y a dónde vayas. La impronta del miedo que se convierte en víctima aunque no lo seas. Que te aplasta un poco cada día, que te deja sin fuerzas a medida que se hace más encarnizada, cosa de todos los días.
De modo que no es un chiste, aunque lo parezca. Aunque me haya reído al leerlo. Aunque amigos en varias partes del mundo se han reconocido en la imagen. Pero a nadie le provoca risa real, sino la amarga, la adolorida. La que te deja un poco aturdido, la que te hace pensar — lo desees o no — en esa paranoia insistente, que casi ya no notas, que llevas a cuestas a diario. En los hombros hundidos mientras caminas por la calle, en las manos apretadas sobre el volante, el corazón que palpita muy rápido cuando debes atravesar la ciudad agresiva, hostil, peligrosa, potencialmente mortal.
La ciudad que ya no es tuya, que no es otra cosa que una especie de recuerdo aislado, duro y extrañamente retorcido. Como uno de esos sueños que te provocan un terrible sobresalto aunque no recuerdes el motivo. O un chiste sin gracia, pienso en ocasiones, aturdida, expatriada de los lugares que me pertenecían. Sin nombre y sin identidad.
***
Hace poco, una de mis amigas comentaba que en Venezuela, los Venezolanos cumplimos horario de oficina, trabajamos en una o no. Lo dijo, mientras nos encontrábamos en una de las tantas despedidas que se llevan a cabo últimamente. Eran un poco más de las nueve de la noche y la mitad de los invitados, se habían despedido. Los que aún permanecíamos en el pequeño apartamento del homenajeado, parecíamos incómodos e impacientes. Quizás, simplemente asustados. Ese primitivo sobresalto que te produce la constante sensación de peligro que en Caracas, te acompaña en todas partes.
— Obviamente estamos cumpliendo horario. Vivimos en un toque de queda constante — comenta alguien, sacudiendo la cabeza — lo asumas o no, lo sepas o no, vives en una constante amenaza. Venezuela es puro miedo desde hace quince años.
Silencio. Es difícil admitir algo tan duro y sobre todo, tan abrumador. Pero que real es esa percepción del ciudadano rehén, de la ciudad que limita, encierra, atrapa. Y es que el miedo en Caracas se ha hecho cosa de todos los días, en todas partes. El miedo que te acosa en todas las pequeñas y grandes cosas. El miedo que te hace tomar decisiones y te hace reconstruir su vida a la medida. Cuando lo piensas desde esa perspectiva, resulta doloroso. Incluso humillante. Pero en Caracas, es inevitable. La ciudad se ha convertido en un campo minado, en una zona de desastre de límites confusos y lo que es aún más preocupante, en una zona delimitada, fragmentada y construida a partir de la violencia.
Pero por supuesto, no piensas en algo semejante a diario. Reaccionas a eso. Te acomodas, lo rodeas como puedes para hacerlo soportable. Porque el miedo en Venezuela se hizo parte de la cultura, de como asumes el futuro, de lo que comprendes como parte del país al que intentas sobrevivir. Abandonas la calle, tus hábitos y costumbres. Los lugares favoritos. Esa libertad precaria y elemental de la ciudad.
— No se trata sólo del tema de la inseguridad, sino de algo más duro, algo que se hizo parte del país incluso antes que pudiéramos notarlo . No se trata que te atraquen, es que te atracan y la violencia sigue más allá de la pistola — dice mi amiga O., la próxima que se despedirá del país. La sexta del pequeño grupo de amigos en menos de un año. Hace unos meses, un desconocido le apunto al rostro y la hizo bajar de su automóvil. La golpeó porque no le entregó con suficiente rapidez su teléfono celular. La cicatriz de la herida aún es muy visible en su sien derecha — es algo que te sofoca, te agobia. Que te deja tan vulnerable que piensas que no vale la pena.
Lo he pensado con mucha frecuencia. No sólo porque he sido víctima de la violencia en tres ocasiones, sino porque la sensación de encontrarme expuesta a un tipo de agresión cada vez más dura e implacable me acompaña a todas partes. Desde la violencia política, el discurso que minimiza e invisibiliza mi opinión hasta la coyuntura económica que reduce a lo mínimo mis aspiraciones profesionales y personales, la agresión parece provenir de una idea que se sostiene sobre la resignación. Porque la violencia en Venezuela no se resume — o se limita, en todo caso — a un único ámbito y mucho menos, a una sola idea. Es un conjunto de visiones que se construye a partir del equívoco, de la concepción del país a medias, en construcción, a conveniencia. Un país que no acaba de comprenderse así mismo o incluso, asumir las consecuencias de la herencia histórica que sostiene.
Dicho así, parece una idea teórica compleja. Pero en realidad se trata de algo de todos los días, de una noción sobre Venezuela — y el Venezolano — que se construye a ciegas. De esa visión del país construido sobre la “viveza criolla”, sobre el “cuanto hay pa’ eso”, de la corrupción que se asimila como necesaria. Sobre la trampa, el abuso de poder, la corrupción moral y ética. Y no se trata sólo de una diatriba de valores, sino de ese análisis de la sociedad que alimenta la coyuntura desde la periferia, por necesidad, por costumbre. ¿Que tan responsables somos de la grieta histórica Venezolana? me pregunto. ¿Que tanto somos parte de esta lenta debacle silenciosa? ¿De las piezas sueltas de una idea de país que se resquebraja bajo el peso de cierta resignación cotidiana? Después de todo, hacemos largas colas para comprar alimentos. Aceptamos la violencia oficial y extrajudicial como inevitable. La inseguridad como parte del paisaje urbano. ¿Cuando el aceptamos el país anormal? ¿Cuando asumimos que la coyuntura histórica era parte de nuestra idea de futuro?
— Lo que pasa en Venezuela es que ya se nos hizo cotidiano protegernos, cuidarnos de lo que pueda pasar. La sensación de acecho, que en cualquier parte puede ocurrir ese “algo” que ya ni sabemos que es. Atraco, asalto, violación, Secuestro Expres. Es como un trauma de guerra, pero sin guerra — dice J., quien lleva desempleado más de dos meses e intenta emigrar a un país vecino desde hace casi tres — entonces asumes que es corriente, que es cosa de todos los días hacer la cola para comprar un producto imprescindible. Alegrarte cuando lo puedes comprar. Agradecer llegar vivo a tu casa. Que la plata te alcance hasta fin de mes.
El país de los sobrevivientes. Pienso en la frase pero prefiero no decirla en voz alta. Después de todo, nadie quiere aceptar que en realidad transita por un país que carece de esperanzas. Somos quizás, la última generación de Venezolanos que pudo aspirar a un país concreto, que pensó en opciones y una visión sobre el futuro que incluía al gentilicio. Pero ahora, la opción es la huida. Abandonar los escombros. Una vez leí que los ciclos de emigración en un país, son un fenómeno tardío, difícilmente explicable. O motivado por una causa tan enorme que lleva décadas analizarlo. En la Venezuela socialista, no se trata de una idea tan complicada. Los que emigran lo hacen porque el inmediato sustituyó al futuro, porque somos ciudadanos de ninguna parte. Porque la esperanza en Venezuela se restringió a la una mera idea instantánea, a cierto ideal básico que no admite cualquier análisis complejo. El Venezolano emigra por desesperación, por necesidad, por miedo. El Venezolano emigra empujado por un conflicto borroso, incomprensible, a medio elaborar. Por una estafa histórica de proporciones inimaginables. Por encontrarse en medio de una batalla ideológica barata, vulgar. Por esa aspiración del poder de preservarse a pesar del ciudadano. El Venezolano emigra porque Venezuela desaparece, se desploma. Ya no es.
— Hace unos años, jamás habría pensando en irme. El clima perfecto, un país con oportunidades, mi familia. Mi país, pero…¿Ahora? es como si fuera extranjero incluso antes de poner un pie fuera de Venezuela — dice L., el homenajeado. En dos días viajará a Costa Rica, donde intentará establecerse como pueda. No tiene empleo ni tampoco planes inmediatos, pero está convencido que incluso ese tipo de incertidumbre es mucho mejor que la que sufre en Venezuela, esa teoría sobre la violencia que le abruma en cientos de maneras distintas — no hay nada que me haga desear quedarme aquí. Y eso te pega, te jode. No es fácil aceptar eso. Te dejas un pedazo de historia.
Una frase romántica pero falsa. No hay historia que abandonar, me digo con cierta crueldad. Tampoco hay un país “real” y otro “ficticio”. Venezuela simplemente es la consecuencia inmediata de toda una herencia política y social que ignoramos e incluso cometemos el imperdonable error de desdeñar de inmediato. De una batalla de ideales, percepciones y concepciones de país tan simples como superficiales. La Venezuela que se aspira, que se sueña, que no existe.
Hace unos días, un camión de carga de una empresa de distribución Nacional sufrió un accidente en mitad de una carretera de provincia. El conductor murió en el acto y la carga (toneladas de harina Precocida) fue saqueada por una poblada mientras el cadáver continuaba tendido en el pavimento. Alguien tomó una fotografía de la escena (la multitud encaramada sobre la Cabina destrozada del camión, los brazos llenos de paquetes de alimentos, el cuerpo ensangrentado unos cuantos metros más ya) y de pronto, las redes Sociales parecieron descubrir un rasgo rapaz del Venezolano que hasta entonces había pasado desapercibido. Como si apenas descubrieran la profundidad de la crisis Venezolana. Y no obstante, la mayoría de quienes se asombraron y se aterrorizaron por la imagen, sobrevivieron a los sucesos del 27 y 28 de Febrero de 1992. La mayoría fue testigo de la gravedad de los saqueos, de los enfrentamientos callejeros, de esa noción del caos que imperó en el país durante el suceso. La memoria corta del Venezolano parece jugarnos otra mala pasada.
— Al final, el horario de Oficina es solo una consecuencia de las cientos de pequeñas cosas que nos joden a diario — dice alguien — el país está en emergencia pero parece que nos acostumbramos a que lo esté.
Pienso en lo aterrorizada que me siento al caminar por cualquier calle de Caracas, cuando un motorizado se detiene junto a mi automóvil. En la humillante sensación que me deja avanzar paso a paso en una fila para comprar alimentos. En esa certeza amarga que cualquiera de mis planes y proyectos se encuentran aplastados y asfixiados por el peso de la economía, del país en conflicto. Pienso en los momento de abrumadora tristeza, cuando miro la ciudad donde nací y no la reconozco. Cuando escucho los insultos oficiales y me siento parte de una población a quien se le ignora y se le margina. La ideología del odio, esa permanente sensación de exclusión que parece ser el gran legado de un Gobierno obsesionado con el poder. Y de pronto, la idealización del país que fue parece carecer de sentido, de sustancia. De simple lógica. Y es que tal parece que Venezuela siempre transitó hacia este lugar arrasado, esta percepción rota del futuro. Una y otra vez, cometimos los mismos errores, un ciclo interminable que terminó por construir un proceso de destrucción que se alimenta de sí mismo.
Es casi medianoche cuando finalmente me despido del resto de mis amigos. Las calles de Caracas se encuentran sumidas en un tipo de soledad dificil de explicar. Hace años — menos de una década — la vida nocturna de la ciudad era célebre en el resto del continente. Ahora somos una colección de calles vacías, de basura acumulada en las esquinas. La imagen parece resumir a Caracas, incluso a Venezuela. Una soledad con tintes de un desastre que nunca llegó a suceder pero del que sufrimos las consecuencias.
C’est la vie.
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lunes, 27 de agosto de 2018
Crónicas de la nerd entusiasta: todas las razones por las que deberías leer la novela “Crazy Rich Asians” antes de ver la película.
La sátira es un género complicado y lo es por su capacidad — o al menos, la presunción que debería tenerla — de analizar la realidad desde cierto humor retorcido, cargado de una crítica elaborada e intelectualmente estimulante. Por supuesto, no siempre todos los elementos confluyen y lo que puede parecer un gran burla hacia ciertos pormenores de nuestra cultura o sociedad, terminan convertidos en un chiste flojo sin la mayor sustancia real. Kevin Kwan, autor de la trilogía “Crazy Rich Asians” parece tener en cuenta no sólo el núcleo esencial de lo que la sátira puede ser sino además, su peso argumental. El resultado es una historia que a lo largo de tres libros no sólo actúa como espejo convexo de cierta parte de la cultura asiática sino también, como una percepción abierta a interpretación sobre la identidad y la pertenencia, temas actuales que el autor maneja con mano de seda. Entre una y otra cosa “Crazy Rich Asians” es un devaneo con la polémica, la provocación simple y algo más elaborado, emparentado con la capacidad de las novelas (en especial la primera) para relatar la vida y vicisitudes de sus personajes desde cierta amabilidad campechana que esconde una dura versión de la realidad.
La primera novela sobre todo, parece elaborar un chiste cruel sobre la noción del lujo y la historia de una cultura tan tradicional como la asiática y lo hace, utilizando símbolos tradicionales de estatus para meditar sobre su valor — o la carencia de este — al mismo tiempo que el estereotipo que crean, casi de manera accidental. Pero para Kwan el lujo es una forma de vulgaridad rudimentaria (o esa parece ser la intención de su vertiginosa comedia de modales groseros) y la simbología cambia para mostrar al mundo asiático desde cierta percepción dolorosamente práctica. Ya no se trata de los costosisimos floreros Ming (que en la novela son parte de chistes e innumerables referencias burlonas) sino cosas tan pomposas como un closet de ropa climatizada Leo Ming (el juego de palabras termina siendo una referencia pop a toda regla) y el hecho básico que lo moderno llegó para arrasar con la circunspecta historia de una cultura apegada a viejas reglas de decoro. De pronto Kwan parece señalar con el dedo no sólo la versión real del mundo asiático sino su reflejo espectral histórico. Entre ambas cosas, la noción sobre lo moral, lo social y lo cultural se confunden para crear una idea sobre la percepción de la identidad colectiva extraña y risible. Todo bajo el lustre de una historia de amor.
Porque sin duda, “Crazy Rich Asians” es una historia de amor a toda regla. Claro está, no se trata de un argumento novedoso: la idea tradicional de una mujer común que conoce al hombre de sus sueños (que además es millonario, apuesto y sin duda, absolutamente encantador) pertenece a la fantasía cultural más añeja. Y Kwan lo sabe. No obstante, el escritor evita la convención — la lucha intrínseca del amor por su existencia — y lleva la historia hacia algo más complejo, novedoso y fresco. El argumento parece por completo consciente de las trampas y pequeños trucos a los que se enfrenta, pero tiene la suficiente coherencia y buen humor para desconcertar y cautivar: chillona y coqueta, traviesa e incluso profundamente emocional, “Crazy Rich Asians” se encuentra por completo consciente de su emotiva capacidad para emocionar, pero también de ser una herramienta para la reflexión sobre ciertos temas discretos que avanzan bajo la historia con discreta contundencia. Se trata a la vez de una fantasía ornamentada y muy colorida y también, de una reflexión consecuente sobre la individualidad y el trasfondo étnico como una forma de celebración del carácter multidiverso de su propuesta.
Kwan además, parece por completo decidido a construir una versión sobre el mundo asiático alejado del estereotipo y lo logra con una alegría casi grotesca que asombra por su eficacia. El libro desmenuza lo cultural y lo social, hasta crear un telón de fondo sentido sobre lo que comprendemos como parte de una percepción sobre la raza ajena a cualquier estereotipo. Kwan muestra el mundo asiático desde su belleza y atractivo. Lo hace además con buen ojo para construir un discurso en que las particularidades de la cultura que desea retratar se convierten en otro personaje en escena. Entre ambas cosas, la película avanza efervescente y feliz, pero con ciertos momentos cínicos que logran crear una redención tardía que sostienen el discurso completo de la novela.
Sin duda para el autor es de enorme importancia mostrar a la cultura asiática en toda su variedad y lo hace: cada descripción y escenario lleva a un nivel rico en contrastes, radiante de lujo y guiños a extensas y antiguas tradiciones a la historia, que parece desarrollarse con ligereza en medio de un paisaje tan remoto como radiante de vitalidad. Hay una corriente de optimismo emocional que la narración asume como línea divisoria entre la historia de amor y la percepción del contexto que rodea al argumento, lo que permite que el libro entero sea un gran tributo a lo tradicional sin caer en lo cursi o incluso, en lo simplemente sermoneador. Al estilo de las grandes comedias románticas de mediados de los ochenta y noventa, “Crazy Rich Asians” juega con particular alegría sobre la noción del amor, lo romántico y lo idealizado, además de meditar sobre asuntos más complejos sin que apenas lo notemos. Todo en un conjunto colorido y delicioso que no sólo logra su evidente cometido de emocionar, sino recordar que hay todo un mundo por descubrir en las pequeñas grandes historias en la que el cliché romántico es una excusa para elaborar un criterio más meditado sobre nuestra cultura y época. Quizás, el mayor mérito de la trilogía entera.
Pero aún así, la intención de Kwan es burlarse de su cultura — hacerlo además, con un humor chirriante — por lo que el autor disfruta creando un escenario extravagante para mostrar el poder del dinero y su peso en una tradición en la que el honor — orgullo — se encuentra firmemente arraigado. Durante sus primeras páginas,“Crazy Rich Asians” deja muy claro, que esta familia asiática — que quizás representa a todas y cada una de las nuevas familias de elite chinas — es algo más que un cliché. Y lo hace justamente con una escena que podría parecer la puesta en escena más cursi y edulcorada a no ser por la buen pulso del escritor para combinar parodia y una perversa visión del poder. Durante el prólogo ambientado en el Londres de 1986, los miembros de la familia Young son maltratados por los encargados y el personal de cierto hotel de élite de la ciudad. Lo siguiente que ocurre es que la familia compra el hotel (y la situación entera se desenvuelve al estilo de la ya clásica escena de la película “Pretty Woman” ( Garry Marshall — 1990), en la que Julia Roberts regresa a la tienda en la que fue maltratada para alardear del dinero del cual dispone. El corto pero sustancioso prólogo deja en claro que Kwan no sólo desea dotar a su historia de un indudable aire de cultura pop sino además, meditar sobre la riqueza, la pobreza, la apariencia y el despilfarro desde una vertiente casi inocente. Para Kwan, la algarabía de los Young al volver al hotel como nuevos propietarios — sacudiendo brazos y sonriendo con las manos abiertas en un gesto casi posesivo — es una manera de analizar esa percepción de la opulencia que en Asia tiene un sentido por completo distinto al que podría tener en occidente. Y el escritor lo logra: de entrada, el lector comprende que para esta aristocracia ruidosa y maquiavélica, el dinero es un medio para el poder y no al contrario.
“Crazy Rich Asians” ofrece un fresco y dinámico punto de vista sobre las fantasías aspiracionales que en Asia, tienen una forma por completo distinta de expresarse y construirse. Por supuesto, se trata de una labor de casi elaborada artesanía: Kwan muestra la vida de los muy ricos de Singapur, Hong Kong y Shanghai haciendo énfasis en el lucro y en una cierta torpeza sobre el uso del dinero como puerta abierta a todo tipo de lujos exagerados. A la vez, el escritor evita moralizar y desde luego, pasa sobre hechos de naturaleza alarmante — como el obsequio de dos seres humanos de una familia a otra — que podría mostrar la desmesura y el talante casi delirante de la opulencia asiática. Pero Kwan no moraliza ni sermonea. La historia está allí para contarse, para analizarse y sobre todo, para comprender la percepción sobre la riqueza transformada en algo más aleatorio. Una forma de cultura.
Sin duda, Kwan analiza su cultura desde cierta crueldad y lo hace, creando una delicadísima tela de araña a través de la cual, la historia de amor que cuenta debe sustentarse y además, envolverse como una idea coherente sobre lo que desea contar. Una y otra vez, el escritor crea un trasfondo en el que el lujo barato se muestra como parte del escenario y lo hace como una expresión del yo más general que elabora una idea clara sobre lo opulento. En “Crazy Rich Asians” (la trilogía entera) el dilema tiene relación directa con la versión de la realidad de la riqueza convertida en un cristal a través del cual se contempla la sociedad. Y lo hace con la connotación de placer culpable, lo escandaloso y el exceso de lo miserable (en ocasiones la mezquindad de los personajes resulta chirriante y melodramático) pero sin llegar a ser por completo desagradable. Al final, la noción sobre la belleza, lo entrañable, el lujo y lo vulgar convergen en un milagroso equilibrio que hace de la obra de Kevin Kwan una provocación — nunca gratuita — hacia la mirada elemental y dura sobre la identidad colectiva y étnica que desea mostrar.
La primera novela sobre todo, parece elaborar un chiste cruel sobre la noción del lujo y la historia de una cultura tan tradicional como la asiática y lo hace, utilizando símbolos tradicionales de estatus para meditar sobre su valor — o la carencia de este — al mismo tiempo que el estereotipo que crean, casi de manera accidental. Pero para Kwan el lujo es una forma de vulgaridad rudimentaria (o esa parece ser la intención de su vertiginosa comedia de modales groseros) y la simbología cambia para mostrar al mundo asiático desde cierta percepción dolorosamente práctica. Ya no se trata de los costosisimos floreros Ming (que en la novela son parte de chistes e innumerables referencias burlonas) sino cosas tan pomposas como un closet de ropa climatizada Leo Ming (el juego de palabras termina siendo una referencia pop a toda regla) y el hecho básico que lo moderno llegó para arrasar con la circunspecta historia de una cultura apegada a viejas reglas de decoro. De pronto Kwan parece señalar con el dedo no sólo la versión real del mundo asiático sino su reflejo espectral histórico. Entre ambas cosas, la noción sobre lo moral, lo social y lo cultural se confunden para crear una idea sobre la percepción de la identidad colectiva extraña y risible. Todo bajo el lustre de una historia de amor.
Porque sin duda, “Crazy Rich Asians” es una historia de amor a toda regla. Claro está, no se trata de un argumento novedoso: la idea tradicional de una mujer común que conoce al hombre de sus sueños (que además es millonario, apuesto y sin duda, absolutamente encantador) pertenece a la fantasía cultural más añeja. Y Kwan lo sabe. No obstante, el escritor evita la convención — la lucha intrínseca del amor por su existencia — y lleva la historia hacia algo más complejo, novedoso y fresco. El argumento parece por completo consciente de las trampas y pequeños trucos a los que se enfrenta, pero tiene la suficiente coherencia y buen humor para desconcertar y cautivar: chillona y coqueta, traviesa e incluso profundamente emocional, “Crazy Rich Asians” se encuentra por completo consciente de su emotiva capacidad para emocionar, pero también de ser una herramienta para la reflexión sobre ciertos temas discretos que avanzan bajo la historia con discreta contundencia. Se trata a la vez de una fantasía ornamentada y muy colorida y también, de una reflexión consecuente sobre la individualidad y el trasfondo étnico como una forma de celebración del carácter multidiverso de su propuesta.
Kwan además, parece por completo decidido a construir una versión sobre el mundo asiático alejado del estereotipo y lo logra con una alegría casi grotesca que asombra por su eficacia. El libro desmenuza lo cultural y lo social, hasta crear un telón de fondo sentido sobre lo que comprendemos como parte de una percepción sobre la raza ajena a cualquier estereotipo. Kwan muestra el mundo asiático desde su belleza y atractivo. Lo hace además con buen ojo para construir un discurso en que las particularidades de la cultura que desea retratar se convierten en otro personaje en escena. Entre ambas cosas, la película avanza efervescente y feliz, pero con ciertos momentos cínicos que logran crear una redención tardía que sostienen el discurso completo de la novela.
Sin duda para el autor es de enorme importancia mostrar a la cultura asiática en toda su variedad y lo hace: cada descripción y escenario lleva a un nivel rico en contrastes, radiante de lujo y guiños a extensas y antiguas tradiciones a la historia, que parece desarrollarse con ligereza en medio de un paisaje tan remoto como radiante de vitalidad. Hay una corriente de optimismo emocional que la narración asume como línea divisoria entre la historia de amor y la percepción del contexto que rodea al argumento, lo que permite que el libro entero sea un gran tributo a lo tradicional sin caer en lo cursi o incluso, en lo simplemente sermoneador. Al estilo de las grandes comedias románticas de mediados de los ochenta y noventa, “Crazy Rich Asians” juega con particular alegría sobre la noción del amor, lo romántico y lo idealizado, además de meditar sobre asuntos más complejos sin que apenas lo notemos. Todo en un conjunto colorido y delicioso que no sólo logra su evidente cometido de emocionar, sino recordar que hay todo un mundo por descubrir en las pequeñas grandes historias en la que el cliché romántico es una excusa para elaborar un criterio más meditado sobre nuestra cultura y época. Quizás, el mayor mérito de la trilogía entera.
Pero aún así, la intención de Kwan es burlarse de su cultura — hacerlo además, con un humor chirriante — por lo que el autor disfruta creando un escenario extravagante para mostrar el poder del dinero y su peso en una tradición en la que el honor — orgullo — se encuentra firmemente arraigado. Durante sus primeras páginas,“Crazy Rich Asians” deja muy claro, que esta familia asiática — que quizás representa a todas y cada una de las nuevas familias de elite chinas — es algo más que un cliché. Y lo hace justamente con una escena que podría parecer la puesta en escena más cursi y edulcorada a no ser por la buen pulso del escritor para combinar parodia y una perversa visión del poder. Durante el prólogo ambientado en el Londres de 1986, los miembros de la familia Young son maltratados por los encargados y el personal de cierto hotel de élite de la ciudad. Lo siguiente que ocurre es que la familia compra el hotel (y la situación entera se desenvuelve al estilo de la ya clásica escena de la película “Pretty Woman” ( Garry Marshall — 1990), en la que Julia Roberts regresa a la tienda en la que fue maltratada para alardear del dinero del cual dispone. El corto pero sustancioso prólogo deja en claro que Kwan no sólo desea dotar a su historia de un indudable aire de cultura pop sino además, meditar sobre la riqueza, la pobreza, la apariencia y el despilfarro desde una vertiente casi inocente. Para Kwan, la algarabía de los Young al volver al hotel como nuevos propietarios — sacudiendo brazos y sonriendo con las manos abiertas en un gesto casi posesivo — es una manera de analizar esa percepción de la opulencia que en Asia tiene un sentido por completo distinto al que podría tener en occidente. Y el escritor lo logra: de entrada, el lector comprende que para esta aristocracia ruidosa y maquiavélica, el dinero es un medio para el poder y no al contrario.
“Crazy Rich Asians” ofrece un fresco y dinámico punto de vista sobre las fantasías aspiracionales que en Asia, tienen una forma por completo distinta de expresarse y construirse. Por supuesto, se trata de una labor de casi elaborada artesanía: Kwan muestra la vida de los muy ricos de Singapur, Hong Kong y Shanghai haciendo énfasis en el lucro y en una cierta torpeza sobre el uso del dinero como puerta abierta a todo tipo de lujos exagerados. A la vez, el escritor evita moralizar y desde luego, pasa sobre hechos de naturaleza alarmante — como el obsequio de dos seres humanos de una familia a otra — que podría mostrar la desmesura y el talante casi delirante de la opulencia asiática. Pero Kwan no moraliza ni sermonea. La historia está allí para contarse, para analizarse y sobre todo, para comprender la percepción sobre la riqueza transformada en algo más aleatorio. Una forma de cultura.
Sin duda, Kwan analiza su cultura desde cierta crueldad y lo hace, creando una delicadísima tela de araña a través de la cual, la historia de amor que cuenta debe sustentarse y además, envolverse como una idea coherente sobre lo que desea contar. Una y otra vez, el escritor crea un trasfondo en el que el lujo barato se muestra como parte del escenario y lo hace como una expresión del yo más general que elabora una idea clara sobre lo opulento. En “Crazy Rich Asians” (la trilogía entera) el dilema tiene relación directa con la versión de la realidad de la riqueza convertida en un cristal a través del cual se contempla la sociedad. Y lo hace con la connotación de placer culpable, lo escandaloso y el exceso de lo miserable (en ocasiones la mezquindad de los personajes resulta chirriante y melodramático) pero sin llegar a ser por completo desagradable. Al final, la noción sobre la belleza, lo entrañable, el lujo y lo vulgar convergen en un milagroso equilibrio que hace de la obra de Kevin Kwan una provocación — nunca gratuita — hacia la mirada elemental y dura sobre la identidad colectiva y étnica que desea mostrar.
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jueves, 23 de agosto de 2018
De la belleza al asombro: Unas reflexiones sobre lo estético, lo femenino y el misterio.
A mi abuela le encantaba decir que el cuerpo de la mujer es un reloj Universal. Una frase preciosa que encierra sin embargo, cierta rudeza tácita, una versión más dura y amarga sobre lo que parece un halago casi delicado. La primera vez que se la escuché me dedicó una sonrisa socarrona cuando le dije que pensaba que el asunto del reloj tenía cierta connotación siniestra. Con mi vívida imaginación, recuerdo haber tenido una imagen clarísima de una mujer desnuda, con los brazos en cruz, tendida sobre un artefacto de relojería rodeado de rostros. Las manos de la mujer extendidas para sostener todo lo que había a su alrededor, para mantenerlo en equilibrio. Para sostenerlo con cuidado sobre los hombros. Como si el centro de un mundo misterioso dependiera de ella.
— No es una idea bonita — le dije a mi abuela. Ella sonrío.
— ¿Te dije que lo fuera?
Me eché a reír. Durante años, habíamos discutido temas semejantes. El cuerpo de la mujer, la forma en la que la sociedad le trata, la manera en que a una mujer se le juzga — se le mira, se le señala, se le clasifica — por su apariencia. No es un pensamiento agradable, pero si muy antiguo. Uno que parece enraizado en la percepción de lo que somos — y podemos ser — a través de una idea común. La mujer es un símbolo social y cultural. O mejor dicho, lo es la que la sociedad piensa de ella.
— Una mujer siempre ha sido la forma en que la sociedad piensa en el tiempo. O en la belleza -agregó mi abuela — es un raro privilegio de no haberse convertido en un deber.
Una idea curiosa esa. Por supuesto, sé que en todas las culturas primitivas y endogámicas, el paso biológico de una mujer de la adolescencia a la adultez plena supone una forma de magia: probablemente se deba a la transformación física evidente que sufre o al carácter ritualista que muchas culturas atribuyen a la menstruación y a la capacidad de la mujer para concebir. Como los Sioux, que solían celebrar una ceremonia especial de la pubertad llamada Ishnati awichalowan, que coincide en el calendario gregoriano con el día 6 de septiembre. Una manera de celebrar no sólo el paso de una mujer de la niñez a la primera juventud (y por tanto, el renacimiento de la tribu entera) sino algo más profundo y complejo de comprender a la distancia. El Ehayapa (pregonero) cabalgaba alrededor de los oficiantes del ritual anunciando que la joven había crecido y estaba preparada para asumir las responsabilidades de la mujer. Lo hacía sacudiendo pieles y cantando canciones tradicionales, que toda la tribu repetía a medida que la cabalgata se hacía más rápida. A la mujer se le vestía en un vestido nuevo y blanco de piel y plumas de pavo. Era la agasajada pero también, el centro mismo de la aldea. Una forma de permanencia de la memoria.
— Mira, la cuestión sobre la mujer, su cuerpo y su capacidad para concebir siempre se ha discutido desde tiempos inmemoriales — me dijo en una ocasión una de mis profesoras favoritas de la Universidad — la Diosa en todas sus encarnaciones, era una manera de comprender el tránsito temporal pero también, la trascendencia del bien y el mal. El cuerpo de la mujer era un terreno de batalla y de estudio.
Entre los Navajo la ceremonia de la pubertad es un ritual complejo que se sigue celebrando en la actualidad, llamado Kina’aldah. En el calendario gregoriano occidental, coincide con los primeros días de septiembre. Dura cuatro noches con la última de las noches cantando hasta el amanecer. La primera luna de una joven era un gran orgullo y se anunciaba a todo el mundo. Para los Apache, la misma ceremonia se relaciona directamente con el ciclo Lunar. Después de estar aislada durante cuatro días la joven salía en un nuevo y hermoso vestido de piel y plumas de pavo, la viva imagen de White Painted Woman, (La mujer pintada de blanco), la madre de todo y heroína cultural de los Apache.
— Una mujer era la encarnación de la Diosa — prosiguió mi profesora en esa ocasión — pero también de su pueblo.
¿Cuando cambió toda esa perspectiva del tema? El cristianismo tuvo su buena cuota de responsabilidad. No sólo transformó a la mujer multidimensional en un reflejo de una única virtud — la virginidad — sino que además, la transformó en un debate teológico sobre su mera existencia. La iglesia católica — prejuiciosa y directamente emparentada con el machismo tradicional judaico — transformó a la mujer reloj en la mujer reflejo. La figura capaz de mostrar todos los temores, dolores y ausencias. La mujer pecado. La mujer ideal convertida en pura tentación. Una idea inquietante.
— Una idea relacionada con el poder — me dijo hace poco B., historiadora y que lleva un buen tiempo investigando al respecto — no se trata de misoginia, se trata de control. La mujer engendraba al rey, al príncipe, a la línea matrilineal. Un poder así, debía ser controlado.
¿Y como llegamos de esa percepción del poder absoluto a la simple estética? Un salto cuantitativo, pienso mientras leo por enésima vez “La historia de la belleza” de Umberto Eco. ¿Como se transformó ese concepto de poder a uno tan en apariencia superficial como la forma en como lucimos? Mi amiga B. suelta una carcajada maliciosa cuando se lo comento, unos días después de la primera conversación.
— Sigue siendo el mismo tema sobre el poder. Sólo que ahora se accede al éxito a través de la apariencia — me dice — La publicidad construyó una idea sobre lo idóneo y lo deseable que a su vez, sostiene una percepción de quienes somos o quienes podemos ser, muy cercana al ideal. Y eso es también una forma de expresar ideas políticas y sociales. Una cultura vanidosa pero también, que en el fondo, analiza las cuestiones sobre lo poderoso a través de la forma en como comprende la estética.
Más tarde, me miro en el espejo. Me observo con esa atención crítica muy femenina: Tengo — de nuevo — unos cuantos kilos de más que se traducen como una pequeña pancita y algunos gorditos alrededor de la cintura. y mis curvas son un poco disparejas. El cabello negro, grueso, alborotado y abundante, me cae sobre los hombros. Nunca tuve una melena lisa, manejable, como de publicidad de Champú. Pero me encuentro bella, en mis defectos y la topografía irregular de mi cuerpo. Sonrío mientras lo pienso. Me siento sana, plena, fuerte. Quizá con esa sincero aprecio por mi identidad, por las lineas conocidas de mi cara, esas regiones irregulares de mi identidad. En otra época de mi vida, ese pensamiento me habría producido miedo, una profunda angustia. Pasé muchos años enfrentándome a mi misma, cuestionando mi reflejo, intentando encontrar algo en él que no tuviera que criticar. Fueron tiempos duros, una larga discusión a solas con mi propio concepto sobre mi feminidad.
Decía Susan Sontag. que “No está mal ser bella. Lo que esta mal la obligación de serlo”. Esa frase me obsesionó por años. Pasé toda mi adolescencia sintiéndome muy inadecuada, muy extraña, poco agraciada. Estudiaba en un colegio solo de niñas y desde muy pequeña asumí dos ideas: La belleza tenía unas medidas, colores y formas determinadas. Y yo no las tenía. Era muy delgadita, con cabello abundante y rizado, pálida y pecosa. Ningún peinado de moda me lucia bien y mi cutis pálido no parecía agradarle a ninguno de los chillones maquillajes de esa adolescencia radiante de principio de la década de los noventa. Me sentía constantemente incómoda, extrañamente aislada en mi singularidad. Lo peor era que no comprendía bien que sucedía conmigo. ¿Por qué la belleza — o no tenerla, en todo caso — me importaba tanto? ¿Que exactamente lo que me hacia sentir tan pequeña, herida al mirarme en el espejo?
— El poder se manifiesta de muchas formas — dice entonces B. y me trae de nuevo al presente — La belleza no es una percepción consistente. Es una alegoría. Pero como alegoría sigue siendo poderosa, una percepción idónea sobre la identidad colectiva.
Cuando era muy jovencita, el tema del aspecto físico me abrumaba por incomprensible, o al menos, por no tener control sobre él. Eran tiempos complicados: la adolescencia por lo general lo es, pero además crecía en un país adicto al brillo y a la lentejuela, a las curvas abundantes, a la mirada masculina. Rodeada de muchachas de mi edad que no podían ser más distintas a mi misma ¿por qué no podía comprenderlas?. Una sensación agria, porque realmente quería hacerlo, deseaba pertenecer. ¿Y quién no? pienso ahora, a la distancia, cuando pienso en esos años difíciles y angustiosos, en esa sensación perenne de intentar encajar en el entramado de las cosas que deben ser, sin lograrlo. Me miraba en mis fotografías con una profunda ansiedad: los ojos negros, el cabello oscuro y alborotado, la boca grande y sin forma. ¿Quién era? Me preguntaba mirando la muchacha del espejo. La que no era rubia ni tenía el cabello liso, la que no llevaba maquillaje, ni tenía un abundante y juvenil escote. ¿Quién era? La respuesta era complicada, quizás porque no existía. Había algo agotador en ese cuestionamiento constante, en esa inquietud de mirarte al espejo buscando lo que no tienes. ¿Por qué quería ser distinta? ¿Por qué necesitaba serlo?
Terminé el bachillerato siendo casi una niña. Tenía apenas quince cuando comencé en la Universidad. Seguía siendo bajita, flaquita, greñuda y pálida. A veces me miro en la fotografía con mis compañeras de promoción: todas ellas llevando maquillaje, el cabello teñido, siendo pequeñas mujeres que sonríen porque sabe que lo son. A su lado, con la melena alborotada domada y un sencillo vestido negro, me veo más aniñada que nunca. Más angustiada por no llevar zapatos de tacón alto, las uñas esmaltadas y esa belleza de mujer experimentada. A lo sumo, llevo un disfraz de nínfula torpe: con los ojos muy maquillados de negro, mi aspecto es el de alguien muy incómodo, muy fuera de lugar. Exactamente como me sentía.
Por supuesto, que en la Universidad, las cosas cambiaron radicalmente. Con la libertad recién descubierta encontré que mi necesidad de pertenecer se transformó en otra cosa: la necesidad de comprenderme. Era muy joven aún para disfrutar a plenitud del Campus, de esa sensación de redescubrimiento que te brinda la independencia intelectual, pero si comencé a tener otra perspectivas de las cosas. Una aceptación de mi propia identidad que nunca había conocido. Tal vez se debía al simple hecho de estar rodeada de desconocidos, pero mi aspecto físico dejó de preocuparme. O mejor dicho, me miré de otra manera. Recuerdo ese alivio que experimenté cuando a nadie pareció importarle si mi cabello era rizado o liso, o si era muy delgada o comenzaba a ganar kilos. La presión era académica y aunque subsistía la estética, yo podía decidir si la aceptaba o no. O mejor dicho, dejé de aceptarla y me dediqué a cuestionarla. Un buen cambio, sin duda. Una manera de asumir mi identidad desde otra perspectiva: la propia.
Porque se trata de eso ¿verdad? Mirarte a través del Cristal ajeno. De allí nace esa extraña sensación de no comprender el mundo, de no mirarlo de manera clara. No lo miras desde tus ojos, tus conclusiones. Intentas amoldarte a otras. Esa idea me hace recordar cuando era niña y no me interesaba jugar con la célebre protagonista de la infancia femenina: La muñeca Barbie. Tenía una buena colección — por extraño que parezca, mi madre es fanática de su pequeño mundo rosado — pero en lo particular, nunca supe muy bien que hacer con la muñeca. Me asustaba un poco, de hecho, la sonrisa congelada, el cuerpo articulado y desnudo, lo mudo que resultaba. De manera que prefería jugar desarmando y armando relojes, escribiendo en la vieja maquina escribir de mi abuela cuentos de terror que solo leía yo y tomando fotografías borrosas con mi vieja cámara Kodak. Y Barbie continuaba allí, vestida y bien peinada, representando esas cosas que nunca entendí muy bien pero que parecía todo el mundo sí. Los vestidos llamativos, el cabello en melena rubia de nylon cayendole sobre los hombros diminutos. ¿Y si no eres así? Me pregunté más de una vez. ¿Y si no eres la niña que viste de rosa? ¿Si no eres la Rubia del guadarropa opulento? ¿Si no entiendes a las muñecas simplemente? Recordé esa sensación de confusión muchas veces en el colegio de monjas bigotonas donde me eduqué: ¿Que pasa si no quiero llevar el cabello liso? ¿Que pasa si no deseo sonreir?
Me hice adulta debatiendome con esas ideas. Siempre regresan. Es inevitable no cuestionarte, una y otra vez, sobre tu aspecto fisico e incluso, sobre tu visión de la estética cuando el mundo lo hace constantemente. Mi respuesta fue fotografiarme, muchas veces. Y fotografiar. Pero en todo caso, lo mejor que hice fue comenzar a luchar contra el miedo. Porque es miedo, así de simple. Hay un miedo terrible a ese no ser, a ese no poder reconocerte en ningún lado. Quizás por ese motivo mi amor por las grandes escritoras, el poder de la mente de otras mujeres que como yo, comenzaron a preguntarse que le debían al mundo para mirarse en un espejo deformado de expectativas. Crecí luchando contra ese dolor diminuto de lidiar con tus propios prejuicios sobre la belleza y más allá, con esa necesidad de comprenderme a través de ellos. Crecí, mirándome madurar frente al lente de una cámara y enfrentándome a mi miedo a diario, intentando vencerlo pero a la vez, siempre un poco asombrada de su poder. Y cuando finalmente me convertí en adulta, gané la batalla o mejor dicho: supe la había ganado. Nunca advertí cuando. Pero la mujer que ama las ideas, la mujer que se construye cada día, la mujer que se considera hermosa por derecho propio venció a la asustada, a la que se inquietaba por la imperfección de la piel, la que lamentó no entender nunca el mundo rosa y de encajes de la Barbie. La niña que amó las palabras antes que al labial, y la mujer en que me convertí después.
Mi reflejo en el espejo sonríe. Y siento ese placer enorme, misterioso del poder de las ideas, de esa rebeldía del que ama lo que es, más allá de lo que cree necesita ser. Me pregunto entonces, mirándome sin reservas, con amabilidad y con enorme satisfacción, si la niña que fui, esperaba ser la mujer que soy. La sonrisa se hace más amplia, radiante. Porque creo que la respuesta es sí.
C’est la vie.
miércoles, 22 de agosto de 2018
Sobreviviente al miedo: Cincuenta segundos y una noche entera para meditar sobre el dolor privado.
Fotografía Mario Goncalves @Maegc |
Esta es una pequeña crónica del insomnio. Uno desagradable, angustioso y casi doloroso: unas horas antes, el país entero se sacudió por un movimiento telúrico de considerable magnitud y del cual se esperan réplicas. Algunas quizás más poderosas que el considerable temblor ocurrido unas horas antes. De manera que dormir no es una opción, me digo aún con el estómago encogido en un nudo doloroso de pura angustia. Mejor permanecer en pie y aguardar. ¿El qué? Suspiro, me inclino sobre el teclado de la computadora. Pienso que quizás debería escribir alguna cosa, inmortalizar este nuevo temor recién nacido en palabras. ¿Para decir qué?
No sé por qué, recuerdo un capítulo del libro “Misery” del escritor Stephen King. Paul, el sufrido personaje principal, agonizante y bajo el puño de hierro de su “fan número uno”, se pregunta si el miedo es un aliciente para cualquier cosa. Si es posible vivir en medio del temor. Si vale la pena. Ah, me hace reír la ingenuidad del escritor que tendrá que enfrentarse a sus piernas rotas, a una mujer por completo loca y a la nieve de Denver, Colorado. En Venezuela, el miedo es parte de todas las cosas, de lo que se hace, de lo que se mira, de lo que se comprende como parte de lo asumes como parte de tu vida. En Venezuela tener miedo es algo tan natural que casi resulta una dimensión del gentilicio. Miedo al futuro, al hecho de un país en escombros, a la posibilidad de enfrentar una situación que te desborda, que se te hace insoportable a cada minuto que transcurre. El país te enseña el miedo y lo asimilas como una gran y dolorosa percepción de la identidad nacional. Si eres Venezolano, tienes miedo. Lo tendrás, reaccionarás en consecuencia. Así que, apreciado Paul Sheldon, a veces no queda otra posibilidad de vivir con el miedo a cuestas, arrastrarlo como un fardo pesado. Asumir el dolor de esta desintegración lenta y angustiosa como parte de tu identidad.
Miro la hora por enésima vez. Van a dar las dos de la mañana y en cinco horas, tendré que despertar para salir a una Caracas caótica, frustrante, abrumadora, desconcertante. Y sin embargo, aunque sé que debería dormir, aunque lo necesito, sigo aquí, escribiendo compulsivamente. De vez en cuando tomo un sorbo de té frio — ¿azahar es esto ? — y el sabor huidizo no hace más que provocarme una leve desesperación. Miro por la ventana. La gran mayoría de mis vecinos al parecer también decidieron permanecer despiertos. Las ventanas encendidas parpadean en la oscuridad y me asombra su número. Rara vez al insomnio tiene compañía, pienso con una rara sensación de asombro. Rara vez veo el rostro de mis vecinos entre los cristales de las ventanas. Uno de ellos contempla la calle con una mano sobre la boca. Mueve la cabeza, rígido y cansado. Todos tenemos miedo, pienso. Y le recuerdo de pie en la misma ventana mientras la ciudad entera se sacudía de un lado a otro, mientras las ventanas traqueteaban y un coro de gritos subía desde la calle. Tan asustados. Tan simplemente primitivos en nuestro temor.
Una crónica silente, supongo.
Cuando pensé en escribir algo sobre el miedo que me provocó el temblor, la primera idea que tuve fue redactar algo edificante, hermoso y esperanzador: la manera de vencerlo quizás, el miedo como una manera de superar nuestras propias limitaciones. Después de todo, en medio del pánico generalizado me encontré ayudando a mi vecina casi centenaria a bajar las escaleras hasta la calle cercana y más tarde, ocupándome de un desconocido que no dejaba de gritar, muy pálido y aterrorizado. “¡Esto ha sido eterno!” gritaba una y otra vez, hasta que se quedó sin aliento y se quedó sentado en la acera, los ojos muy abiertos. Le puse la mano en el hombro, le recomendé respirar. Yo misma había sufrido una crisis de pánico mientras todo a mi alrededor se sacudía. Me quedé sin respiración, los ojos cerrados, las manos abiertas sobre la pared. “Puedo morir aquí” pensé de forma muy extraña, casi fría. Me incliné en una de las esquinas de la habitación y con la espalda encorvada, sentí con claridad el mundo moverse bajo mis pies. Pensé en los diez pisos de distancia que me separaban del suelo. Que sin duda, sin aquello continuaba (y parecía que eso precisamente era lo que iba a suceder) el edificio entero en que vivo podría desplomarse. Que simplemente se hundiría en medio de aquel traqueteo primitivo y tenebroso, entre los gritos de pánico que se elevaban desde la calle. Cerré los ojos y sentí el pánico estallar, dejarme paralizada, sin respiración. El temblor continuaba, el mundo se hizo borroso, mi miedo también.
Entonces se detuvo. Tuve la sensación que el suelo se hacía un único vaivén ondulante que perdía energía. Me quedé de pie y escuché la voz de alguien al otro lado de la ventana “¡Dejó de temblar!” dijo, como si necesitara convencerse que había sido así. Todo mi cuerpo se puso en movimiento. Seguía aterrorizada, pero ya no era un terror pasivo y resignado. De pronto, mi mente comenzó a funcionar otra vez, el pánico se convirtió en algo más amargo y duro. Me encontré corriendo, escaleras abajo, tropezando con amigos y desconocidos. La calle desbordante de miedo. Alguien lloraba con la mano sobre la boca, se movía de un lado a otro. “¡Pensé que jamás dejaría de temblar!” murmuró alguien. Me quedé de pie, mi miedo se había quedado en alguna parte de las escaleras, en mi estudio quizás. Ahora estaba viva, llena de una electricidad invisible y mimética. El miedo convertido en un empujón de pura energía.
De manera que durante el insomnio, quise escribir sobre el miedo. De como lo soportamos en este país en que siempre lo padecemos de un modo u otro. Del miedo como ese ramalazo de energía que te impele a ayudar, a acariciar la espalda de un extraño y tratar de tranquilizarle. Pero a medida que leía sobre el tema y lo analizaba con la franqueza de quien desea mirar más allá de sus propios prejuicios, consideré esa aproximación hipócrita. Poco realista. Al menos, como lo creo, lo veo y lo cuestiono, mi manera de analizar la idea. Así que decidí que para hablar de miedo, tenía que asumir que siempre lo siento, y por una razón bastante amplia: vivo en Caracas.
No puedo decirlo de otra forma: tengo miedo de la ciudad donde nací. También al país en el que vivo. Es un pensamiento duro, doloroso pero el más sincero que puedo expresar. Caracas me produce temor, uno muy profundo y angustioso. Me acostumbré a tener miedo y lo que creo que es peor, no soy la única. El miedo se ha convertido en una parte de la visión que tenemos sobre la ciudad, sobre nuestra manera de vivirla, crearla y construirla, en nuestra imaginación y en el ámbito de lo real. Y como duele, tener tanto miedo del lugar donde naciste y creciste. Como hiere sentir esta sensación de zozobra irreprimible, esta sensación de peligro que te acompaña a los mismos lugares donde reíste, donde miraste el cielo para crear, los que te vieron crecer. El miedo, como un acompañante silencioso, en todas partes, en todos los momentos. Miedo a lo que pueda ocurrirte, miedo a lo imponderable, lo que no puedes controlar. Lo que temes ocurra por un descuido, lo que ocurre a pesar de todas las precauciones. Miedo a la descomunal crisis económica, miedo al horror de todas las carencias convertido en una imagen estática del futuro roto. Y el símbolo de todo eso, es Caracas. Porque en Caracas, el miedo es parte de lo cotidiano, un elemento más del todo los días, una manera de comprender tu manera de vivir. Que duro, es asumir eso, cuando entiendes que el miedo te sofoca, que el miedo es irreprimible, que es parte de todo y de cada cosa que ocurre a tu alrededor. Y cuando duele, no poder evitarlo, cuando lastima asumir que el miedo está y no se ira, que el miedo crea su propia cultura, el miedo es una parte de tu manera de vivir.
Mi amigo E. sonríe cuando le digo todo esto. Se encuentra en España y está despierto, a pesar de las altas horas (de lo muy temprano, para él) de manera que mi llamada a través de Skype, no le sorprende. Respondo sus preguntas — estoy bien, ha sido un temblor fuerte, por ahora, todo está en orden — y después, nos miramos en silencio. “Voy a escribir sobre el miedo pero lo que pienso es en Caracas” le digo. Como buen optimista, está convencido que el miedo es derrotable. Y no dudo que lo sea, asumo: en otras circunstancias, bajo otras ideas. Yo misma lo intento a diario, para poder construir un equilibrio precario entre lo que quiero vivir y este temor que me acompaña a todas partes. Pero para E. esa idea del miedo como un todo ineludible, es excesiva.
- El temor es un síntoma de tu incapacidad para manejar lo que te rodea — me explica — el miedo es una reacción natural de protección. Pero no es inevitable ni necesario.
- El miedo en Caracas es natural — comento — lo siento a todas horas y por razones que me sobrepasan. No hablamos del miedo como una condición o un pensamiento abstracto. Hablamos del miedo como una situación real. No puedo ignorarlo, aunque quiera. Y desearía hacerlo. Pero…
No quiero hacerlo, pienso. Pero no se lo digo. No sé como explicarle que el miedo es parte de esta sociedad de ciudadanos confusos, temerosos del todo y de lo que pueda ocurrir. En mi caso, es un tema casi obsesivo: temo cada cosa que pueda ocurrir, desde el asalto casual hasta el incidente en plena calle que pueda provocar cualquier situación peligrosa. Una red intrincada de pequeñas circunstancias donde el único elemento común parece ser mi temor a la violencia. Siempre la violencia. La temo cuando voy en un transporte público, cuando uso el servicio de Metro, cuando camino por la calle, cuando conduzco en una avenida transitada. Temo a las medidas del gobierno, a la debacle económica, esa otra violencia tan difícil de explicar. Porque la violencia en Venezuela es parte de lo habitual, estemos conscientes o no de ella. Es parte de lo que comprendemos, de lo que asumimos como parte de una idea de ciudad. Pero no sé como explicarle eso a E. con su alegría de hombre que construye su propia visión de esta ciudad complicada y dura. No sé como explicarle el temor del sobreviviente, de la victima — me han asaltado en tres ocasiones — o simplemente, de quien se acostumbró al miedo para comprender a Caracas, como circunstancia y posibilidad.
- El miedo es optativo — dice entonces, con toda la convicción del que cree y confía en sus palabras — existe, nadie lo duda. Es parte de lo que asumes como real, como la esperanza. Pero entre ambas cosas, existe una decisión consciente de crear y construir cosas, de evitar que el miedo te detenga. Siempre se puede sentir miedo, claro. Pero vencerlo es una perspectiva personal.
Un pensamiento muy idealista, claro. Ya lo hemos hablado otras veces y siempre la discusión acaba justo allí: en esa raíz del miedo que existe y puede no existir. Lo analizo mientras camino por una calle concurrida, rodeada de Caraqueños malhumorados y apresurados. Todos caminan con los brazos apretados contra el cuerpo, la mirada huidiza, el sentimiento de ser un extraño en medio de su propia idea del mundo. Yo también me siento así: a pesar de la conversación con E., de su alegría contagiosa, no puedo abandonar esa sensación de desamparo y vulnerabilidad que me provoca vivir en una ciudad violenta. Y quisiera hacerlo: lo he intentado por todos los medios que conozco durante este año. He escrito sobre Caracas hasta el cansancio, la he recorrido a pie, cámara en mano, enfrentándome a mi propio temor para captar en imágenes lo que amo de ella. De alguna manera, encontré mi propia historia en sus calles y avenidas descuidadas. Y aún así, continúo padeciendola, con esa sensación de amagura del que se siente desengañado, quizás traicionado en su inocencia. Porque a Caracas la quise muchísimo, mi ciudad fue mi primera inspiración, mi primera forma de comprenderme como parte de la historia. ¿Y ahora me hieres? ¿Me quitas el gentilicio con miedo? ¿Como puedo perdonartelo?
Las cuatro de la mañana. Hace un rato tuve la sensación que mi cama se movía — se sacudía por un breve momento — pero ha debido ser mi imaginación. Cuando miro por la ventana, las pocas ventanas que quedan encendidas están cerradas y tranquilas. Nadie grita, nadie asoma la cabeza con un sobresalto, de modo que me lo imaginé, concluyo. Pero sigo sin tener una pizca de sueño. O quizás no el suficiente para vencer el miedo.
Reviso en mis cajas de películas de Dvd: encuentro pequeñas reliquias que me hacen sonreir. La novia de Frankenstein, Frankenstein y el Hombre Lobo y La mansión de Frankenstein; las delicias de quien ha crecido viendo Cinemax los viernes por la noche en la madrugada profunda. Y no olvidemos que Cinemax empezó poniendo la Universal y, cuando se les terminó, pusieron la Hammer. Tres películas de terror de infancia. Tres! Y de la Universal…
Luego del temblor — que según las noticias alcanzó un escalofriante 7,3 en la escala de Richter y es uno de los más violentos que ha sufrido la región — me quedé pensando durante horas sobre la fragilidad del país. Imaginé a este país hecho escombros, este país en plena debacle económica y social, sufriendo la peor de las tragedias. Lo imaginé desolado, las cenizas flotando en el aire. Lo vi en una escena casi apocalíptica, tristísima. El país definitivamente vencido, aterrado, sumido en el caos impensable. El pensamiento me produjo un nuevo brote de pánico y tuve que apartarme de él lo más rápido que pude. Miré a otra parte, suspiré con una rara sensación de abrumadora tristeza que nada tiene que ver con el miedo conciso que vino después. ¿Cómo podría sobrevivir el país a algo semejante? me pregunté. ¿Cómo podría…?
Pero sigo buscando con que distraerme. Inquieta, tomo fotografías, reviso libros viejos — una hoja perdida con un párrafo a medio escribir, monedas viejas de algún viaje exótico ajeno, trocitos de servilletas con dibujos — , abro y cierro gavetas. Continuó escribiendo. Y aún sigue siendo las cuatro. Los minutos transcurren lentos, cansinos. Miro por la ventana: la ciudad vacía tiene un aspecto pacífico. En la calle, una luz amarillenta dibuja la calle desolada. Un auto atraviesa el silencio a toda velocidad. El sonido del motor me irrita. Cierro las persianas de un golpe.
Finalmente las cinco, tendida en la oscuridad con los ojos cerrados. El silencio es cada vez más pesado. Me imagino este silencio como un lenguaje, delicado, exquisito, extendiéndose en todas direcciones a partir de mi. Uno de mis vecinos habla en voz alta y en medio del silencio de la madrugada, su voz retumba en todas partes. “¿Habrá que trabajar hoy?” se pregunta en voz alta. Alguien le contesta en un murmullo. La risa triste. “Sí, ¿para qué? Pero hay que ir” prosigue. Después, vuelve el silencio con el sabor añil de las madrugadas heladas o el aroma limpio de la noche que sigue desgranando en minutos lentos, trabajosos. ¿Aún son las cinco? Me vuelvo de un lado a otro. Abro las ventanas, tomo una bocanada de aire oloroso a noche, a simplicidad. Vuelvo a la cama, me cubro con las sábanas. Abro los ojos, miro con cierta angustia los trozos de luz que forman pequeñas formas extraordinarias en su sencillez en mi pared. Y continuo sin sentir sueño.
De pronto ocurre, la pequeña ruptura de la madrugada. Cierro los ojos y caigo en un sueño agónico, un poco lento y frágil. Sueño pequeñas escenas deshilachadas, sin sustancia. Con el movimiento de la tierra. Un barco a la deriva. Despierto sobresaltada. Una franja de luz gris, hermosa y recién nacida perfuma la habitación. Así que de nuevo es de dia, pienso con una sensación de insulso bienestar. De nuevo, pude sobrevivir a mi propia angustia existencial.
A veces creo que vivimos una época peligrosa por una razón sencilla: Nos habituamos al miedo. Se convirtió en algo común, en moneda de cambio. El miedo, como parte de todo lo que hacemos y somos. Miro por la ventana la primera franja de luz del día: carmesí, dorada y añil. De nuevo una sobreviviente, pienso. Otra vez, en plena batalla contra un silencio mental casi insoportable.
C’est la vie.
martes, 21 de agosto de 2018
Crónicas de la loca neurótica: La muerte, el dolor y otras pequeñas ideas inquietantes.
Unos días atrás, me desperté pensando en el hecho que dentro de unos cuantos años llegaré a los cuarenta, lo que quiere decir — entre otras tantas cosas — que con buena salud, la línea de mi vida se encuentra ahora muy definida. En otras palabras, tengo por delante la segunda mitad de mi vida, quizás otros cuarenta años más, pero a menos que me convierta en un fenómeno biológico — algo que con mis hábitos, dudo mucho — mi noción sobre vivir, se hace de pronto muy concreta, limitada y restringuida. Como si de pronto, un gran letrero luminoso se encendiera en mi mente a una considerable pero perceptible distancia: “El Final”.
Me senté en la cama con un sobresalto considerable. La luz del amanecer se colaba por las ventanas entreabiertas y toda mi habitación tenía un brillo cálido y dorado. Cuarenta años, pensé con cierta sensación de pánico. ¿Apenas cuarenta años? pensé inquieta, mientras me cepillaba los dientes, un poco después. Cuatro décadas. Un tiempo ínfimo en el gran plan de las cosas. Cuatro décadas. ¿Qué ha ocurrido durante todo estos años? ¿Que he hecho para celebrar mi vida, mi forma de comprender el mundo? ¿He hecho algo realmente valioso como para hacer las paces con este rápido pensamiento de pura finitud?
Durante el día no pensé en otra cosa. Me obsesionó la posibilidad de la muerte — siempre lo hace — pero de pronto, la idea era más real que nunca. Una persistente sensación de vulnerabilidad que me hizo sentir pequeña, frágil, muy cercana al desastre. Lo pienso mientras recorro la ciudad — la más peligrosa del mundo, por cierto — y me desconcierta pensar en la muerte no como un hecho abstracto sino como una idea que me acompaña a todas partes. La vida es una historia que siempre termina mal, decía una de mis tías, profundamente cínica y desencantada de la realidad reconvertida en discurso poético. Recuerdo su frase favorita y ahora, me produce escalofríos. Un leve desasosiego, que no sé muy bien cómo consolar.
— No es sencillo hablar de la muerte, es un hecho absoluto con enormes repercusiones y ninguna explicación — comenta N., mi psiquiatra en nuestra sesión semanal — la muerte pone a prueba tu sentido de la aceptación de la incertidumbre y del hecho básico de creer o no, existe algo más allá de la existencia.
Hemos hablando sobre el tema varias veces, pero nunca estuve asustada de hacerlo. O mejor dicho, en un análisis insistente de mi mortalidad. En esta ocasión, la sensación es por completo nueva, dolorosa, pero también persistente. El pensamiento está en todas partes. “Todos vamos a morir. Antes o después. Caminamos hacia la muerte, lo sepamos o no”.
— ¿No lo piensas al contrario? — comenta N. — enfrentamos a la muerte a diario. Al vivir, al soñar, al crear al persistir. La muerte existe, pero la vida siempre es más fuerte.
Ah, que poético. Quisiera creerlo. Pero en realidad, siento un desánimo agrio y helado que no deja de atormentarme. ¿Podría ser un síntoma depresivo? N. me mira con una ceja arqueada.
— Necesitas pensar en la muerte más a menudo. No como una figura poética, sino un hecho real. No se trata de desolación, sino de un hecho que debes asumir.
Suspiro. Hace unos meses, mi gato murió. El último recuerdo que tengo sobre él es el de su cuerpo rígido, cubierto por su frazada favorita, la que solía mordisquear y dormir. Un único ojo azul y opaco medio visible en medio de los trozos de tela colorida. El mero recuerdo me provoca un malestar insoportable. Una sensación física de angustia que no puedo controlar. Me llevo las manos al vientre, intento contener las lágrimas. La psiquiatra me mira con paciencia.
— La muerte está en todas partes — dice — pero la vida también.
No respondo. Cuando miro por la ventana del consultorio, comienza lklover.
***
Mi amigo G. sufre de un profundo e invalidante miedo a la muerte. Tan arraigado y tan duro de sobrellevar, que le tomó años incluso admitir que lo sufre. Se trata de una fobia irracional que no le permitió asistir al sepelio de su padre y le impide incluso visitar su tumba. Cuando me lo comenta, lo hace entre avergonzado y desconcertado.
— Simplemente no puedo tolerar la idea de la muerte — me confía — de verdad, no puedo aunque lo intento. No puedo…digerir que moriré. Que no importa lo que haga, cuanto me cuide o todas las precauciones que tome, moriré.
Incluso explicarme eso, lo sume en un estado de nerviosismo que me preocupa. Toma un sorbo de café, aprieta la taza entre las manos con dedos temblorosos, el rostro se le llena de sudor. No sé que decir a eso y lo único que se me ocurre es tan poco reconfortante que prefiero también tomar un sorbo de café hirviendo.
Según los celtas, la muerte es el único paso real que el ser humano da en un mundo incierto. La frase tiene dos mil años de antigüedad pero parece describir mejor que cualquier otra la percepción que aún se tiene sobre quizás el único concepto que el hombre no ha podido matizar o definir a medias. Tal vez por ese motivo, la muerte es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad y pensamiento humanista. Lo es por implacable, irrevocable, por el hecho que es imposible ignorar a pesar de todos los intentos que hagamos para lograrlo. La muerte, como tal, es un concepto integro, tal vez uno de los pocos por completo absolutos que posee la realidad analizada como forma de comprender la realidad. Recuerdo que cuando era una niña, la primera vez que afronté la idea de la muerte — una de las mejores amigas de mi abuela murió y acudí al funeral de mano de mi madre — no pude entender porque Margarita simplemente dejó de estar en el presente. No lo pensé tal vez con términos tan exactos o complejos, pero sin duda el pensamiento fue que la anciana que me obsequiaba galletas de avena o me cuidaba de vez en cuando, había dejado de “estar”. En el Hoy, en el presente, en el tiempo de todos los días. Y fue esa elemental aceptación, lo que me aterró. El hecho que Margarita ahora solo existiría en lo que yo pudiera recordar de ella, en los pocos objetos que le pertenecían, en las fotografías donde continuaría sonriendo, estática y muda, por muchas décadas más. Fue esa sensación de lo inapelable, lo tajante de la muerte lo que me hizo llorar, lo que me dejó muda y asombrada por días enteros. La sensación de saber que en algún momento, yo también desaparecería de la misma manera, dejaría de “ser”, para solo poder ser recordada.
Una idea escalofriante sin duda. Pero pensemos que nuestros ancestros, que no tenían la capacidad reflexiva que tenemos — o se supone deberíamos tener — en la actualidad: probablemente se manejaban por intuición y aceptaban este momento con naturalidad por el sólo hecho de vivir inmersos en un cosmos marcado por la transitoriedad de todas las cosas, y que los llevaba a asimilarse al resto de los seres. No obstante, la muerte como idea, parece resistirse a toda interpretación humana. Ocurre como parte de la naturaleza — la transitoriedad aparente — y sin embargo, nos lleva un supremo esfuerzo aceptarla.
— Sé que para ti no es lo mismo — comenta mi amigo con una sonrisa — para ti la muerte es algo bonito.
En realidad, no sé si la palabra sea “bonito”, pienso. Pero al menos si me provoca una curiosidad irremediable. No sólo se trata del hecho que la muerte es parte de la vida de una manera tan definitiva que es imposible definir una sin pensar en la otra, sino que además, asume un peso específico en nuestra comprensión de quiénes somos. Quizás por eso, siempre habrá dos maneras de entender a la muerte: desde la adoración y el temor. La vida que significa transformación, final y tránsito y avanza hacia una concepción de la mortalidad como parte de la belleza de lo nos sobrevive. Aún así, la muerte sigue siendo la muerte.
Una percepción clarísima de un destino universal, de un trayecto que todos recorreremos tarde o temprano.
Hará un par de días, leía un artículo sobre la necesidad de cuidados paliativos en pacientes terminales. El autor investigó en numerosos hospitales estadounidenses hasta concluir un hecho que por obvio, redunda: nuestra cultura ignora y trata de restar importancia el hecho físico y emocional de la muerte. No sólo ocultamos a quienes se encuentran en tránsito de agonía, sino que además, los cuidados que se prodigan a quienes están a punto de morir están destinados a evitar el sufrimiento físico, como si el mental no fuera también otra de las manifestaciones de esa suprema angustia de mortalidad que engendra la posibilidad cercana de fallecer.
— Creo que es necesario pensar en la muerte para asumir cuánta importancia tienes en lo que haces o no — le explico a mi amigo — la muerte es quizás la única idea que se resiste a toda explicación, a todo análisis formal y moral. Mueren los buenos y los malos, los héroes y los villanos. Los imprescindibles y los olvidados. Todos morimos.
Él no se toma bien el comentario. Noto como aumenta su nerviosismo, la manera como mis palabras parecen abrumarlo más de lo que puede admitir. Suspiro, un poco avergonzada.
— Oye, sé que para ti es dificil.
— No entiendo como para ti es fácil — me responde.
Se suele decir que el hombre es uno de los pocos animales que puede y encuentra la muerte de manera consciente. Un nivel de racionalidad que los animales no puede alcanzar y que nos distingue en esa percepción de la muerte como elemento de la vida. O al menos, eso es la idea general. Proust solía decir que “la muerte ilumina la otra frontera de la vida, sus comienzos, el nacimiento.” En otras palabras la vida sólo existe porque aceptamos la muerte — y su posibilidad — y disfrutamos la vida a plenitud en contraposición. Una idea muy romántica sin duda, pero que resume esa percepción de la muerte como un concepto elemental para analizar los hilos que mueven nuestra conciencia.
Vivo en la ciudad más peligrosa del mundo. Cada fin de semana, asesinan a unos 100 ciudadanos en actos de violencia espontáneos, pasionales, de una simplicidad inusitada. Para mi, la muerte — y el riesgo de morir — no es una abstracción con la que deba lidiar de manera emocional, sino que me acompaña en todas partes. Cada día, la recuerdo como un riesgo, una amenaza cierta. Un pensamiento al borde de lo cotidiano que termina siendo abrumador.
Para la cultura hindú, esa cierta “supra conciencia” de la muerte suele definirse como una aceptación tardía de nuestros límites. Todo ser vivo morirá y “renacerá” como parte de la idea general de las cosas. Un pensamiento optimista que sin embargo, esconde ideas mucho más mórbidas sobre lo que ocurre al morir e inmediatamente después. Quizás ese sea el motivo por el cual para los indígenas norteamericanos sea necesario vestir al cadáver con ropa nueva y luego pintar su piel de rojo. La ropa celebra la vida que comienza y el color rojo, el regreso al útero esencial: la tierra. En el budismo Tibetano, el cuerpo se lava, se coloca en posición fetal y se envuelve en una tela blanca, de manera que la mente — o la conciencia — pueda abandonar la carne y elevarse en diferentes estratos de iluminación. Pero la carne queda por supuesto y esa identidad abstracta que se asume ineludible, sigue siendo una idea que nunca llega a resolverse con claridad. Para el Zoroastrismo incluso la percepción sobre la muerte es mucho más inquietante: el cuerpo es cubierto por una sábana blanca y se invoca a un “perro de cuatro ojos” para que se asegure que no quedan restos de vida. Una y otra vez, el pensamiento estructurado sobre la muerte admite que la única visión que puede idealizarse es el destino final del cadáver. Esa noción de ultima morada que suele ser tan desconcertante como dolorosa.
— La última vez que visité la tumba de mi padre, vomité nada más pisar el cementerio — me cuenta mi amigo con un suspiro cansado — no sé que me provoca una reacción física y emocional tan violenta, tan insoportable. Tan abrumadora. Pero es real. El miedo se transforma en una sensación de dolor. Sé que estoy vivo y por tanto, voy a morir.
La tanatofobia de mi amigo no es un caso único, aunque sí por supuesto, quizás uno muy fuerte. La psiquiatría moderna atribuye el pánico a la muerte a una idea concreta y meditada sobre el tránsito real el hecho que podemos morir. La muerte ocurrirá — antes o después — y el hombre debe lidiar con esa certeza. La pregunta es: ¿es capaz el hombre de poner en armonía este hecho con su sentimiento por la vida?
Mi padre me contó una vez que cuando asistió al sepelio de un querido amigo suyo en Nueva Orleans (EEUU), se sorprendió que el cortejo que acompañaba el féretro incluyera a una banda de instrumentos de cuerda y viento que tocaban himnos funerarios. Poco después de enterrar el cuerpo, la banda cambió de tono y comenzó a entonar alegres piezas de Jazz mientras la multitud de dolientes abandonaban el cementerio entre vítores. Cuando mi padre preguntó a uno de los parientes del fallecido que significaba todo aquello, el hombre le dedicó un guiño malicioso. “Recordamos que estamos vivos” explicó.
El escritor Stephen King suele decir que el temor a la muerte es el último monstruo debajo de la cama. Un terror del cual se reflexiona apenas pero que siempre existe ¿cómo pudo primero el hombre soportar el horror que la muerte le producía? ¿Cómo pudo usar ese terror como una herramienta para valorar la vida, construir ideas constructivas al respecto e incluso analizar la visión sobre su identidad a partir de esa percepción del final?
La antropóloga Margaret Mead escribió una vez que al principio, todos los dioses y diosas de los panteones primitivos estaban relacionados con la vida y con la muerte. Se trataba de una adoración al hecho físico y real dos manifestaciones que no podían explicar: Nadie entendía muy bien el principio que regía la vida — lo que hacía que una mujer se embarazara y diera a luz un bebé — o el que determinaba la muerte. Así que los Dioses — violentos, amantes, torturadores, extraordinarios — tenían la capacidad de dar vida y también la muerte como parte de su poder. A partir de allí, la evolución a divinidades que pudiera nacer o matar, pero jamás morir, fue una transición que reflejó las creencias y los temores culturales de una manera muy clara. Los monstruos — después llamados demonios — habían cambiado para transformarse en deidades ctónicas del destino, en las que la muerte y la vida conviven en una armonía primordial.
— Creo que precisamente por ese motivo me obsesiona la muerte: Me hace sentir muy viva — respondo con un suspiro. Mi amiga enarca una ceja incrédulo cuando me escucha — En serio: mientras más cercana es la posibilidad de la muerte, mucho más quiero vivir. Y quizás eso resume un viejo pensamiento humano.
En los funerales ghaneses se celebra la vida antes que la muerte. Y se hace justo por el pensamiento insistente que se trata de un tránsito necesario entre dos estados de conciencia que se complementan entre sí. Los féretros ghaneses tiene formas de objetos cotidianos y buscan asumir la percepción que la vida continúa a pesar de la desaparición física de quien muere. ¿Cuántas imágenes ha creado el ser humano para proyectar su idea de la muerte? ¿Cuantas cientos de ideas que no están directamente relacionadas con la vida y la muerte se entrecruzan para sostener la idea que tenemos sobre nuestra permanencia.
— ¿Cómo puedes pensar en la vida y la muerte al mismo tiempo? — protesta G. con una impaciencia muy cercana al pánico — Creo que se trata de una negación a lo que somos. El hombre busca la vida precisamente porque no quiere ni pensar en la muerte.
No necesariamente, pienso aunque no se lo digo. No sé por qué, su comentario me recuerda a la obra de Edgar Herzog, que dedicó una complicada y hermosa investigación sobre la figura de la muerte personificada y sus misteriosas implicaciones en nuestro cultura: Hel (la diosa de los muertos y del Mundo Subterráneo entre los escandinavos) y Calipso derivan de una misma raíz indoeuropea: kel(n), que significa “esconder (en la tierra)”. Los pueblos paleoasiáticos conocen un demonio, o demonios, Kalan, Kala (éste último con cara de perro) que personifican la muerte y la enfermedad. La diosa Hel es hermana del lobo Fenrir, aquél que se desatará hacia el fin de los tiempos, y tendrá un rol destacado en el combate entre los dioses y las fuerzas del Mal. Para empezar, devorará al sol.
También Jung teorizó sobre lo mismo: para el psiquiatra, incluso las costumbres más cotidianas de nuestra vida — como tener mascotas, sentir afinidad por nuestro animales de compañía, los símbolos que representan al bien y la lealtad en muchas culturas — están basados en ideas que rinden homenaje de una manera y otra, a la muerte. Con frecuencia, El perro y el lobo aparecen como un acompañante al más allá, muchas veces, un protector. Así, Anubis con cabeza de chacal es en realidad el portador de la resurrección, y en la creencia azteca un perro amarillo o rojo, Xolotl, trae de nuevo a la vida a los muertos que están en el más allá. En India, Siva, destructor y dios de la muerte, es llamado “señor de los perros”, aunque si profundizáramos en la figura de Siva veríamos que es relativa esa asociación. Virgilio dice en la Eneida que en realidad el perro de los infiernos Cerberos “es” la tierra que absorbe a los muertos.
Incluso en el mundo cristiano, el hecho de la muerte parece ser tan evidente como en culturas más antiguas. Desde el hecho que Cristo crucificado sea el símbolo de la transición de la vida y la muerte, hasta que la percepción del aspecto terrorífico de la muerte — y que incluye la promesa de la vida eterna y la resurrección — parece referirse de manera directa a la idea de esa percepción de la muerte como enemigo a vencer. Un pensamiento clásico que por siglos fue parte de todo tipo de religiones y creencias paganas.
— Pienso que es indispensable saber que podemos morir para comprender cuan necesario es apreciar cada momento que estamos vivos — digo y hasta a mi misma, la frase me suena a un inevitable cliché. Pero aún así, no puedo decirla de otra manera o analizarla de una forma más simple — vivo y quiero vivir porque es probable que sea la única trascendencia que pueda alcanzar. Que más allá de esta fugaz idea sobre la conciencia del ahora y el después, la muerte sea lo único seguro.
Mi amigo no responde y yo tampoco lo hago. Noto su terror y lo respeto y al mismo tiempo, siento un alivio indefinible hacia esa idea que analizamos, esa muerte ideal que ninguno de nosotros entiende en realidad. Y recuerdo esa insistencia de Margaret Mead al analizar la muerte. Para la antropóloga, la actitud de las tribus primitivas hacia lo desconocido — esa idea que se articula y cambia en una imagen de lo “otro”, la reacción a la ausencia — es tan natural como profunda. Como si esa percepción que tenemos de nuestro final — que pocas veces analizamos como un hecho real — dejara de ser tan importante como sus implicaciones. Esa mirada hacia la posibilidad de la incertidumbre, lo que no existe, el misterio supremo. La muerte velada, implacable que forma parte de nuestras vidas.
El velo que cubre el miedo más antiguo de todos, quizás.
jueves, 16 de agosto de 2018
Larga vida a la Reina.
La primera vez que escuché a Madonna tenía doce años. Lo hice a escondidas porque lo tenía prohibido. Tanto mi madre como las estrictas monjas del colegio donde me eduqué estaban convencidas que la cantante era una mezcla entre una malísima influencia y una especie de icono dañino y peligroso. Y justo por ambas cosas, me obsesioné no sólo con su música sino con la cantante, con su manera de mirar el mundo, de reinterpretar lo femenino. De ser una mujer poderosa, lo que sea que eso signifique. Porque Madonna, más allá de las críticas y de los señalamientos, del estigma y del escándalo, es una mujer talentosa que ha creado una imagen pública a imagen y semejanza de ese poder.
Hace poco, ordenando un poco mi biblioteca, encontré uno de los primeros libros de fotografía que compré: SEX de Madonna. En realidad, no es precisamente un libro de fotografía — aunque su contenido sea exclusivamente fotográfico — y dudo mucho que tenga verdadera intención artística. Pero igualmente, continúa siendo uno de mis pequeños tesoros personales. Lo compré cuando tenía catorce años: de hecho, ahorré durante semanas enteras hasta reunir el astronómico precio que tenía por aquel entonces y cuando pude finalmente comprarlo, tuve esa sensación de emoción y desconcierto que imagino suele tener todo el que comete una travesura. Porque en esa época tan lejana e inocente de la infancia, SEX no era un libro cualquiera: era el libro del escándalo, de lo soez, de la locura y comprarlo, fue como coronar esa tentación inevitable que simboliza el sexo a cualquier edad. Recuerdo que lo guardé en mi moral, con las manos heladas de sobresalto, asombrada por el poder de lo prohibido. Porque eso era ¿verdad? Esa sensación de asalto a lo común, de transgredir esa norma que no está escrita en ninguna parte que el sexo fue secreto. Más tarde, cuando lo miré a solas, me abrumó el poder de las imágenes, la belleza de toda aquella provocación directa y frontal que jamás había visto hasta ese momento. De inmediato, sentí un inexpresable amor por el libro, por su capacidad para transgredir y por supuesto, por simbolizar esa burla enorme a lo tradicional. Y sobre todo la osadía de Madonna de enfrentarse a tantas cosas por una mera declaración de intenciones visual, una creación artística que abrió las puertas a una nueva forma de concebir a la mujer sexual, libre pero todo salvaje. Un tipo de mujer a la que nuestra sociedad no está habituada y que por supuesto, no acepta con facilidad.
No es algo que le agrade a todo el mundo y eso es evidente: por años he escuchado críticas a su “extremo uso de la sexualidad” o su “apetito por el escándalo”, como si el hecho que una mujer ejerciera su poder sexual sin tapujos — y además disfrutara haciéndolo — fuera un “pecado” cultural que no se perdona con facilidad. Pero más allá de eso, Madonna comete el inexcusable sacrilegio de avanzar contra la predisposición social de estereotipar a la mujer bajo alguna etiqueta al uso. Madonna, con sus corsés ajustados, su desinhibida libertad física e intelectual y sobre todo, con esa necesidad suya de romper cualquier dimensión de lo tradicional, simboliza un tipo de mujer que no encaja en el tópico de la Santa, la decente, o la abnegada. Quizás lo hace mucho más con esa noción de lo femenino peligroso, inquietante que tanto molesta e incómoda, pero incluso allí, Madonna es extraordinaria y reinventa el cliché. No se enfrenta a nada ni tampoco es abanderada de ninguna causa específica. En lugar de eso, se rebela contra todo y lo hace desde lo artístico, en la palestra pública, con un visible desparpajo que despierta un tipo de amor y rechazo muy específico. Como todo ídolo de masas a Madonna se le ama, se le critica y sobre todo se le señala, pero jamás se le puede ignorar. Y como cualquiera que le asombre esa capacidad de reinvención, crecí admirando a Madonna como un símbolo de esa nueva mujer que se crea a sí misma.
Quizás por ese motivo, me conmovió su discurso al aceptar el premio Billboard como mujer del año y el hecho que la reina indiscutible del pop y del escándalo escogiera a la discriminación de la mujer como mensaje central de una retrospectiva sobre los alcances de su carrera. Madonna, a quien tantas veces se la ha criticado por todo y en todas las formas posibles, decidió dejar muy claro que hay algo esencial en su batalla silenciosa pero persistente contra los tópicos de género contra los que ha luchado durante décadas. Eso, a pesar del hecho que en ocasiones pareciera banalizar la imagen de la mujer moderna o al menos, de eso se le acusa con una frecuencia preocupante. Pero Madonna no ha dejado de demostrar en cada oportunidad posible que es algo más que una reflejo incompleto de un tipo de aspiración distorsionada sobre lo femenino. “Gracias por reconocer mi capacidad para continuar con mi carrera durante 34 años enfrentándome a la misoginia, el sexismo, y el acoso y abuso continuos” empezó el discurso, dejando sorprendido y un poco escandalizado a un público que seguramente, jamás espero que Madonna eligiera un tema semejante para una ocasión estelar de su carrera. Pero Madonna — como producto y hecho comercial — es un reflejo de la sociedad que la juzga y la ataca por el sólo hecho de desafiar todo tipo de señalamientos machistas y ella es muy consciente de eso. Madonna — su carrera y esfuerzos artísticos — son espejo comercial de una generación de mujeres de vanguardia. Por primera vez, Madonna habló de cómo el ser mujer — y desde hace una década, una mujer mayor — afectó su carrera y como ha tenido que batallar en todos los ámbitos por esa conciencia especulativa sobre su identidad para enfrentarse a eso. “Envejecer es un pecado. Serás criticada, vilipendiada y definitivamente no te mostrarán en la radio” prosiguió Madonna, con una inusual seriedad que dejaba traslucir su genuina preocupación por la desigualdad en el mundo del entretenimiento.
Madonna comenzó su carrera como otras tantas de las cantantes pop norteamericanas que apelan al imaginario sobre lo provocativo para crear un estilo personal. No obstante, en una jugada de enorme poder simbólico, Madonna supo utilizar esa sexualidad agresiva y la mayoría de las veces desconcertante para el gran público, como un alegato sobre el poder femenino. Quizás por primera vez, una mujer del mundo del espectáculo no tenía temor en explotar su sensualidad y sexualidad, transgredir ese límite invisible y artificial que insiste que no puedes ser poderosa si eres sexualmente agresiva o se toma el sexo como algo natural.
La llamada Reina del pop insistió durante su discurso en que para una mujer, las normas sociales y culturales son por completo distintas que para un hombre y lo hizo desde un podio privilegiado: su experiencia. “Me forjé como artista teniendo como musa a David Bowie, que encarnaba lo masculino y lo femenino a la vez, y él me hacía creer que no había normas. Me equivoqué. No hay normas si eres un hombre. Si eres una mujer tienes que jugar un juego. En él se te permite ser guapa, mona, sexy, pero si no te pasas de lista. Se te permite ser mujer objeto para los hombres y vestir como una zorra, pero siempre y cuando esa actitud no sea iniciativa tuya y no te pertenezca. Y por supuesto ni se te ocurra compartir con el mundo tus propias fantasías sexuales. Tienes que ser lo que los hombres esperan que seas, y sobre todo, sé aquello con lo que las mujeres se sientan cómodas respecto a los hombres alrededor”, declaró sin prurito alguno. Una descripción gráfica no sólo son una cultura hipócrita que señala y critica con rudeza sino además, intenta menospreciar el poder femenino por el solo hecho de no coincidir con una mirada general sobre lo que la mujer puede ser.
El problema parece ser básico, aunque la mayoría de las veces pase desapercibido: La mujer triunfadora e independiente — o como la sociedad la percibe — debe ignorar su sexualidad o al menos, adecuarla a cierta imagen específica, glorificada por la fantasía colectiva. Y Madonna lo demuestra: se le acusa de “explotar en exceso su sexualidad” y de usar “el sexo como un insistente medio de expresión”. La acusación además lleva aparejada cierta censura explícita de una hipocresía preocupante: la mujer suele ser sexualizada en una industria obsesionada por la trivialización de lo sexual, pero si la mujer toma decisiones sobre ese estereotipo es criticada y juzgada, algo contra lo que Madonna ha luchado en todos los escenarios. Desde censura directa — como las que intentaron ejercer asociaciones de Padres durante el año 1984 contra su videoclips — hasta reales problemas legales — fue detenida en Toronto en 1990 por tocarse la ingle durante una actuación — Madonna siempre se ha encontrado al borde del escándalo y también, un tipo de provocación que parece subvertir cierto orden tácito. La mujer puede provocar pero siempre bajo ciertas reglas, que por supuesto Madonna jamás ha obedecido. ¿Es por ese motivo el escándalo y la incomodidad que suele provocar? Lo más seguro es que sí.
Ahora, Madonna envejeció. Y eso es una transgresión añadida a las muchas que se le achacan. Envejeció y no se niega a seguir bailando sobre el escenario a llevar ropa provocativa, un tema que parece incluso irritar mucho más que su desprejuiciada sexualidad y ambición. “Me convertí en la puta y la bruja del mundo, y pensé, un momento, ¿no va Prince por ahí enseñando el culo con un traje? Sí, lo hacía, pero él era un hombre” comentó en su discurso, mirando a la cámara con los ojos llenos de lágrimas. “Fue entonces cuando entendí que las mujeres no tienen tanta libertad como los hombres”, añadió. Y lo hizo muy consciente de la repercusión que su discurso tendría en el mundo del espectáculo, de las críticas y de los ataques que sufriría por esa numerosa pléyade de observadores que no le perdonan su necesidad de reivindicar el sexo femenino desde el escándalo. “Creo que lo más polémico que he hecho es seguir aquí”, aseguró por último y es cierto. Porque Madonna sigue viva, sigue creando y trabajando, no se rinde al anonimato simple y circunstanciada de los medios que trivializan el poder de esa insistencia suya en continuar. Y luchando, claro está, porque Madonna no es de las que se detiene, se desanima, asume la resignación. Sólo cambia de táctica, asume la capacidad para producir un efecto perdurable en la cultura que sigue sin saber como definirla. “O sea, que si eres feminista no tienes sexualidad, tienes que negarla. Olvídalo. Soy un tipo diferente de feminista. Una mala feminista”, aseveró enfrentándose también al prejuicio dentro de los prejuicios: el de las propias mujeres que la señalan, intenta asumir que el trabajo convencido de Madonna por la independencia femenina tiene menos peso y valor por el mero hecho de no atenerse a una serie de restricciones específicas que tampoco obedeció jamás. “Lo que me gustaría decir a todas las mujeres que están aquí hoy es: las mujeres han sido oprimidas desde hace tanto tiempo que creen lo que lo hombres dicen sobre ellas (…) Como mujeres tenemos que empezar a apreciarnos a nosotras mismas y la valía de las demás. Aliarnos con otras mujeres fuertes y buscar mujeres de las que aprender, con las que colaborar, de las que inspirarnos e iluminarnos. La solidaridad verdadera entre mujeres es un poder en sí mismo”, concluyó dejando para la historia un discurso lapidario, incendiario, inolvidable pero sobre todo, necesario. Al fin y al cabo ¿Quién más que Madonna para recordar el poder de la mujer moderna, sus alcances y sobre todo sus implicaciones? ¿Quién más que el icono del escándalo y la furia ambiciosa femenina para dejar bien claro la necesidad de continuar celebrando un nuevo e incómodo tipo de mujer?
Cuando tenía once años pensé que Madonna — su música y su imagen — era una idea portentosa. De adulta, continuó pensándolo pero sobre todo, agradeciendo su persistencia, terquedad y brillante capacidad para construir algo por completo nuevo sobre lo que la mujer puede ser. Una nueva forma de mirar el género o quizás, sólo una cuota de independencia que aún nos llevará unas cuantas décadas más comprender.