miércoles, 1 de agosto de 2018
Crónicas de la loca neurótica: ¿A qué le tenemos miedo en esta época?
Mi abuela solía insistir que tememos a la incertidumbre. No a lo desconocido, sino a lo que no podemos predecir, una sutileza más o menos importante al momento de analizar a qué tememos y por qué lo hacemos. Claro está, mi abuela era la persona más valiente que conocí alguna vez y en más de una ocasión me insistió que había pocas cosas a las que tuviera miedo. Esa frase me sorprendió durante buena parte de mi niñez.
— Entonces, ¿no le tienes miedo a nada? — le pregunté en una ocasión. Con diez años, yo le tenía miedo casi a todo y esa “valentía” suya me parecía casi inexplicable.
— Por supuesto que le tengo miedo a muchas cosas, pero siempre intento entender porque me asustan. Con el tiempo, saberlo hace que deje de tenerles tanto miedo.
Por años recordé esa conversación, sobre todo cuando fui a vivir sola y me enfrenté como cualquier adulto de mi edad, a la experiencia de afrontar la idea de la incertidumbre — el miedo — que provoca esa independencia que además se relaciona con cierta percepción de la vulnerabilidad. La experiencia resultó un poco desconcertante pero sobre todo, durante esos primeros años aprendí que mi abuela tenía razón en una idea esencial: el miedo se relaciona con el desconocimiento, la incapacidad para el control y la incapacidad que en ocasiones debemos enfrentar para predecir o asumir que lo que ocurre a nuestro alrededor es imposible de predecir. Una idea que me acompañó por años y que con el transcurrir del tiempo, me ayudó a comprender que el temor — más allá de esa sensación primitiva que forma parte del mapa de nuestra mente — es un concepto mucho más personal, complejo y duro que lo que solemos creer.
***
Desperté sobresaltada. En la oscuridad, el sonido continuaba escuchándose con toda claridad: Una especie de aleteo cada vez más fuerte, pendular, como si lo que lo provocara se moviera en un espacio muy reducido. El sonido decreció un par de veces, para hacerse de nuevo muy fuerte. Me quedé sentada sobre la cama, aturdida por una sensación de irrealidad: eran las cuatro de la mañana y el mero hecho de no encontrar explicación al bullicio — que continuaba escuchando con toda claridad — me paralizó de un miedo muy nítido y casi infantil. De pronto, la casa volvió a quedarse en silencio. Temblando de pánico, no me atreví a moverme por algunos minutos pero el sonido no se repitió de nuevo. Un escalofrío helado me recorrió la espalda y los antebrazos.
Me llevó mucho esfuerzo decidirme a dar una vuelta por la casa. Lo hice aferrada por el método poco ortodoxo de encender todas las luces y hacer el mayor escándalo posible. Abrí puertas, probé ventanas, revisé esquinas y espacios silenciosos. Mi gato me acompañó en el recorrido, pegado a mi talones y para mayor inri, maullando de vez en cuando a esquinas vacías. Al final, tuve que admitir que no sabía que había provocado el sonido y mucho menos, por qué se había detenido. Aturdida y agotada, permanecí sentada un buen rato junto a la ventana de mi pequeño salón hasta que amaneció. Sólo entonces me atreví a regresar a mi habitación, mirando los primeros resplandores del sol iluminando los rincones. El miedo se volvió algo más, una amarga sensación de confusión y después cierta irritación sin sentido. ¿Qué me había aterrorizado tanto? ¿Qué me había provocado aquella sensación insuperable de encontrarme indefensa? Al cabo, lo que más me molestaba era haber perdido el control de mis nervios, de sentir que el miedo era algo tan real y visceral que me llevó esfuerzos pensar con claridad. Me recordé de niña, cuando sufría un pánico ciego a la oscuridad. Y me sorprendió que la sensación fuera la misma: un miedo pulido, purificado por una inocencia casi elemental.
Cuando llamé a mi amigo Luis (no es su nombre real), ingeniero y que más de una vez ha recibido mis llamadas por motivos semejantes, río de buen humor. No llegó a burlarse de mi tono titubeante y mi estrafalaria descripción de mi caminata nocturna pero si pareció, lo cual le agradecí. Me escuchó con paciencia y prometió pasar por mi apartamento apenas pudiera para revisar un poco lo que suele llamar “las condiciones físicas” del lugar y descubrir si mi extraño episodio tenía alguna explicación natural. Le agradecí casi con excesivo entusiasmo y rió de nuevo.
- A menos que hayas recibido la visita de algún visitante misterioso… — no completó la insinuación, aunque por su tono conspirador imaginé trataba de burlarse de mi nerviosismo. Le tomé la palabra sin darme por aludida y prometí esperarlo la tarde de ese mismo día.
Durante años, Luis se ha dedicado por hobbie y quizás por mera curiosidad a revisar lo que llama “escenarios del miedo”. El nombre no es casual: cada cierto tiempo, alguno de nuestros conocidos y amigos, le telefonea para explicarle de un ruido inexplicable que escucha a media noche, algún fenómeno sin sentido que ocurre en los momentos más inesperados, ráfagas de calor o frío que parecen indicar que algún fenómeno más allá de lo explicable está ocurriendo en el lugar donde trabaja o vive. Y lo que comenzó siendo un pasatiempo de fin de semana, se convirtió con los años en un hábito que le ha demostrado a Luis — y quizás a todos los que conocemos su dedicación a un problema poco usual — que el miedo, el terror a lo sobrenatural y sobre todo, lo que nos hace vulnerable, es uno de esos temas fascinantes de los que no se ha escrito lo suficiente. Cuando le comento que escribiré mi experiencia con su particular punto de vista sobre el pánico, lo desconocido y lo que nos asusta, me dedica uno de sus gestos humoristicos.
- ¿A quién le puede interesar una cosa tan básica como lo hago? — me pregunta con toda sinceridad. Ahora soy yo la que le dedica un guiño divertido.
- Creeme, no es nada básico.
Y es que el miedo y el terror son sentimientos tan profundos como Universales. A pesar del iluminado mundo moderno que heredamos de generaciones supersticiosas, el miedo continúa siendo parte de un instinto primitivo que forma parte de nuestra vida, aunque no lo sepamos. O como comenta Luis, que ha dedicado al tema sus buenas horas de investigación: “El miedo es básico y sin matiz. Tienes miedo aunque no sepas exactamente por qué. Es un instinto insuperable”.
Cuando Luis llega a mi casa, trae un pequeño maletin de Lona consigo. Lo he visto varias veces y su lo sencillo de su contenido me impresiona: una potente linterna, dos destornilladores, un martillo, un grabador digital. Lo deja todo sobre mi pequeña mesa de comedor. Pienso que es un equipo extraño para alguien que dice intentar definir algo tan abstracto y complejo sobre el miedo. La primera vez que le pregunté sobre sus herramientas, Luis me explicó que con el tiempo descubrió que lo que nos aterroriza en realidad es lo desconocido, más que lo que amenazante.
- Lo que amenaza, es algo concreto. Lo que nos atemoriza, es una idea confusa, imprecisa. Puede ser cualquier cosa — me explica — y eso es aún peor que un peligro real.
En una ocasión me contó que la primera vez que llevó a cabo lo que llama “su raro oficio”, fue en la enorme casona de su madre. La vieja casa — que había pertenecido a su familia por generaciones — había sido remodelada y reconstruída a medida que el tiempo transcurrió y la propiedad pareció crecer para acoger a los hijos y después, incluso a los nietos. Con sus cuatro habitaciones, patio trasero y amplio jardin, la casa siempre fue un lugar hermoso y un poco desordenado sin mayor atractivo hasta que comenzaron a ocurrir una serie de pequeños desastres doméstico.
- Mi mamá encontraba la puerta abierta cuando la había cerrado dos veces, las luces fallaban, en una ocasión el techo cedió en un lado de la terraza y por último, comenzó a percibirse un olor putrefacto y desargadable — me contó en su oportunidad — mi mamá llamó a una amiga que le aseguró había “algo viviendo”. Quemaron incienso, pero los terrores nocturnos continuaron, hasta que decidí revisar.
Luis paso días recorriendo la casa con linterna en mano y un par de destornilladores. Al principio, se sobresaltó cuando escuchó el sonido real de algo moviendose en la oscuridad, o encontrar abierta la puerta que había cerrado a presión dos veces. Pero poco después, descubrió que los fenómenos parecían tener cierto ritmo e incluso, una frecuencia muy exacta que no parecía exactamente sobrenatural. Y no lo era: se trataba de algo tan simple que cuando lo descubrió, Luis convocó a la familia para mostrar el origen del trastorno que había aterrorizado a la familia durante meses.
- Este es el fantasma — anunció mostrando una pared medio ladeada al fondo del patio — de aquí viene todo el problema.
Resultó que una de las paredes medianeras de la casa había cedido debido a la presión de la sucesión de nuevas construcciones que tenía que soportar. El peso la hizo hundirse en su lecho de concreto agujerado y humedecido por años de humedad y ladeó una de las columnas principales unos cuantos centímetros. Los suficientes, por cierto, para provocar que un tabique presionara la instalación eléctrica y creara el desperfecto que producía los ocasiones problemas eléctricos. Me cuenta que su madre lo miró esceptica.
- ¿Y la puerta que se abre? — insistió — eso no tiene nada que ver con eso.
Por si cierto que si lo tenía: la presión de una de la columna desnivelada, había logrado descolocar tabiques y cabillas interiores, por lo que la puerta, que se hinchaba y se desinchaba por los intervalos de calor y humedad del clima, se abría y se cerraba por efecto de un simple fenómeno físico. El temido olor putefracto — que la amiga de la madre de Luis había llamado “obra de un espíritu” — no era otra cosa que un montón de yeso enmohecido que comenzaba a desmoronarse a trozos. Unas semanas después, Luis y un grupo de albañiles reparó los desperfectos de la casa. Nunca más volvieron a escucharse sonidos extraños o inquietantes.
- Desde allí me pregunté cuantas de las cosas que nos atemorizan e inquietan, son en realidad pequeñas situaciones fuera de nuestro control y conocimiento — me explicó la primera vez que me contó sobre su curioso pasatiempo — me pregunté que hace que esencialmente tengas miedo ¿Lo que no comprendes? ¿Lo que no puedes ver? ¿Lo que no puedes controlar? ¿O la mayoría de las veces se trata de tus propias asociaciones libres creando un escenario aterrador?
En esa ocasión, la idea me hizo sonreír. Como amante de las películas de terror, más de una vez me había sobresaltado sucesos que inmediatamente relacioné con mis escenas favoritas de films que consideraba particularmente inquietantes. Puertas abiertas que se cerraban con un sonoro portazo sin que nadie las tocara, una sombra fugitiva al final de un pasillo, un susurro inexplicable en medio de la noche. Me intrigó preguntarme si lo que me aterrorizaba no era mi propia percepción de lo que creía ver o escuchar, antes de lo que realmente lo producía o incluso el hecho mismo. Me irritó un poco la idea de un razonamiento tan básico sobre un tema tan complejo.
- Pero no todo es tan sencillo — le dije — es decir ¿Cómo puedes estar tan convencido que el miedo es sólo nuestra reacción a la incertidumbre?
- No lo estoy — me respondió entonces — pero es una de los motivos por los que sueles aterrorizarte, lo sepas o no.
Pensé en esa idea mientras recorríamos mi pequeño apartamento con lentitud. Luis probó a abrir y cerrar puertas, gavetas. Golpeó con suavidad las paredes. Escucho atentamente el sonido de aparatos eléctricos, apoyó la mano sobre la madera de muebles y sillas. En una ocasión leí que el miedo es un instinto salvaje, una de las tantas maneras como tu mente y tu sistema nervioso te protege de lo que ocurre a tu alrededor, del peligro real que te rodea. De hecho, la teoría se encuentra tan extendida, que muchos científicos consideran que el miedo es un arma de defensa muy eficaz contra los riesgos potencialmente mortales. Esa parte antigua del cerebro que se relaciona con nuestras funciones más primitivas reacciona como un mecanismo inmediato que nos hace despertar de cierta indiferencia cotidiana para convertirnos, virtualmente, en un organismo que intenta mantenerse a salvo. Desde el torrente de hormonas recorriendo nuestro sistema sanguíneo hasta la agudización de los sentidos, el miedo es el arma con que la naturaleza nos dotó para enfrentarnos a un mundo plagado de riesgos.
- Además, es un sistema codificado que te permite tomar una serie de precauciones para salvaguardar tu seguridad — me dice Luis. Prueba los tornillos de un anaquel, sacude con cierta violencia las puertas abiertas de un viejo archivo. Revisa las tablas de madera de la biblioteca — al final el miedo es un instinto muy valioso y necesario, aunque lo olvidemos de vez en cuando.
En una ocasión, caminaba por una calle de mi ciudad, cuando un hombre de aspecto dudoso se detuvo a mi lado. Me dio una mirada larga y un poco inquietante. El miedo me recorrió como un latigazo de energía, pero por alguna razón, contuve mi inmediata instinto de alejarme y continúe de pie a su lado, tachándome de irracional y paranoica. El hombre no dejó de mirarme hasta que finalmente cruzó la calle. Con el corazón latiéndome lo miré alejarse, sin saber que me había provocado tanto terror. El hombre no había hecho ningún gesto amenazante y se había mantenido a una distancia más o menos segura desde donde me encontraba. Un rato después, mientras entraba a una de las Estaciones de Metro cercanas, escuché gritos y alboroto: una chica había sufrido un asalto unos cuantos metros más allá. Cuando uno de los testigos describió a gritos al atracador, me recorrió un escalofrío cuando reconocí al hombre que había visto antes.
- El ser humano es el único mamífero que se resiste a escuchar su instinto de autopreservación — me dice Luis, con una pequeña carcajada. Nos encontramos en mi baño y lleva largo rato abriendo y cerrando las llaves de agua, probando las puertas, la manera como funciona el inodoro — cualquier otro animal lo obedece ciegamente. El hombre aprendió a reprimirse hasta controlarlo. Y tal vez por ese motivo, ahora no puede reconocerlo ni tampoco comprenderlo a cabalidad. Pero el miedo es la forma como tu cuerpo te señala el riesgo. Escucharlo, la mayoría de las veces es sano.
Recuerdo todas las historias sobre la cobardía y la valentía que he escuchado. Pareciera que la especie humana se mira así misma como cierta autosuficiencia y arrogancia, y el miedo representa una debilidad que no es completamente admisible en nuestra manera de comprender el mundo. Luis se encoge de hombros, como si el tema le trajera sin cuidado.
- No hay valientes ni cobardes. Hay diferentes reacciones a un mismo estimulo — me dice — por ese motivo escucho a todos los que me llaman con igual respeto. Si algo te produjo temor es real. Es real para ti y te produjo un tipo de reacción coherente, física y evidente. ¿Que le llamas fantasma? ¿Que le llamas sonido inexplicable? Eso ya forma parte de tu manera de razonar y comprender tus propias reacciones, pero eso no es malo ni bueno. Es simplemente una opinión. Lo real, lo incontestable es el miedo.
Súbitamente, el mismo sonido que me aterrorizó la noche anterior me sobresalta. Carece de la nota desconcertante y un poco espeluznante que tenía en mitad de la noche: Es un sonido mecánico, repetitivo, que se repiquetea en el baño como un eco desordenado. Miro a Luis que inclinado sobre el tubo de respiración del baño sonríe triunfante. El sonido parece provenir directamente de la rejilla de la respirador.
- Ya encontré a tu fantasma — me dice entre risas — es aterrorizante.
Me muestra un puñado de revistas húmedas y destrozadas que al parecer, cayeron desde algún piso vecino por el ducto de cemento. Las hojas se enredaron en las aspas del pequeño ventilador del conducto y cuando este empezó a funcionar a mitad de la noche en su acostumbrado ritmo, produjo el curioso sonido que tanto me aterrorizó. Desconcertada, pienso de nuevo en la escena nocturna, en la sensación de vulnerabilidad. En la forma como logró no sólo que me sintiera débil y abrumada, sino en esa profunda angustia que me mantuvo despierta. Luis me escucha con una expresión comprensiva.
- El miedo no se controla y esa es otra de sus características. El es tan natural, espontáneo y potente como una crisis de carcajadas y lágrimas — me comenta — te aturde y luego te prepara para una lucha imaginaria. ¿Cómo explicas un proceso físico tan complejo? No tengo dudas que durante siglos, lo que creo a los fantasmas fue el temor. Así de simple como suena: lo que recordamos al día siguiente es el pánico incontrolable, esa blanca sensación de angustia que nos sofoca.
La idea me deja un poco preocupada. Miro a Luis que limpia las astas del ventilador con un paño seco. Todo parece tan evidente bajo la luz del sol, tan concreto. ¿Tan simple es nuestro temor? ¿Nuestra necesidad de comprendernos como un organismo vivo que necesita auto preservarse? Luis se encoje de hombros cuando se lo pregunto.
- Seguro que no — dice. Se inclina. Coloca de nuevo el pequeño artefacto. Cuando se enciende el sonido que produce es el conocido zumbido al que nunca había notado estaba acostumbrada — pero sin duda, es el nudo angular de todo lo demás. Pregúntate. ¿Que te produce realmente el miedo? ¿Que hace que seas más consciente de tu cuerpo, tus capacidades y debilidades cuando lo sientes? Allí están todas las respuestas.
Me lo pregunto esa noche, en la oscuridad. El silencio me envuelve, pesado y casi sofocante. Tengo los músculos en tensión porque a pesar de la experiencia diurna, recuerdo con excesiva claridad el miedo que sentí antes, ese rastro primitivo y desconcertante que me deja sin voz. Cuando comienzo a dormirme, tengo las manas aferradas a las sábanas. Y me pregunto entre dormida y despierta, que ocurre más allá, que nos provoca esta sensación de confusión, el miedo en estado puro, la simple desazón. No lo sé y tampoco lo sabré un poco después cuando me despierte en mitad de la noche, los ojos muy abiertos en la oscuridad sin saber que me ha despertado. Tal vez vez el miedo en estado puro — lo natural y primitivo de sentirlo — sea una parte de nuestra propia humanidad.
C’est la vie.
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