jueves, 16 de agosto de 2018
Larga vida a la Reina.
La primera vez que escuché a Madonna tenía doce años. Lo hice a escondidas porque lo tenía prohibido. Tanto mi madre como las estrictas monjas del colegio donde me eduqué estaban convencidas que la cantante era una mezcla entre una malísima influencia y una especie de icono dañino y peligroso. Y justo por ambas cosas, me obsesioné no sólo con su música sino con la cantante, con su manera de mirar el mundo, de reinterpretar lo femenino. De ser una mujer poderosa, lo que sea que eso signifique. Porque Madonna, más allá de las críticas y de los señalamientos, del estigma y del escándalo, es una mujer talentosa que ha creado una imagen pública a imagen y semejanza de ese poder.
Hace poco, ordenando un poco mi biblioteca, encontré uno de los primeros libros de fotografía que compré: SEX de Madonna. En realidad, no es precisamente un libro de fotografía — aunque su contenido sea exclusivamente fotográfico — y dudo mucho que tenga verdadera intención artística. Pero igualmente, continúa siendo uno de mis pequeños tesoros personales. Lo compré cuando tenía catorce años: de hecho, ahorré durante semanas enteras hasta reunir el astronómico precio que tenía por aquel entonces y cuando pude finalmente comprarlo, tuve esa sensación de emoción y desconcierto que imagino suele tener todo el que comete una travesura. Porque en esa época tan lejana e inocente de la infancia, SEX no era un libro cualquiera: era el libro del escándalo, de lo soez, de la locura y comprarlo, fue como coronar esa tentación inevitable que simboliza el sexo a cualquier edad. Recuerdo que lo guardé en mi moral, con las manos heladas de sobresalto, asombrada por el poder de lo prohibido. Porque eso era ¿verdad? Esa sensación de asalto a lo común, de transgredir esa norma que no está escrita en ninguna parte que el sexo fue secreto. Más tarde, cuando lo miré a solas, me abrumó el poder de las imágenes, la belleza de toda aquella provocación directa y frontal que jamás había visto hasta ese momento. De inmediato, sentí un inexpresable amor por el libro, por su capacidad para transgredir y por supuesto, por simbolizar esa burla enorme a lo tradicional. Y sobre todo la osadía de Madonna de enfrentarse a tantas cosas por una mera declaración de intenciones visual, una creación artística que abrió las puertas a una nueva forma de concebir a la mujer sexual, libre pero todo salvaje. Un tipo de mujer a la que nuestra sociedad no está habituada y que por supuesto, no acepta con facilidad.
No es algo que le agrade a todo el mundo y eso es evidente: por años he escuchado críticas a su “extremo uso de la sexualidad” o su “apetito por el escándalo”, como si el hecho que una mujer ejerciera su poder sexual sin tapujos — y además disfrutara haciéndolo — fuera un “pecado” cultural que no se perdona con facilidad. Pero más allá de eso, Madonna comete el inexcusable sacrilegio de avanzar contra la predisposición social de estereotipar a la mujer bajo alguna etiqueta al uso. Madonna, con sus corsés ajustados, su desinhibida libertad física e intelectual y sobre todo, con esa necesidad suya de romper cualquier dimensión de lo tradicional, simboliza un tipo de mujer que no encaja en el tópico de la Santa, la decente, o la abnegada. Quizás lo hace mucho más con esa noción de lo femenino peligroso, inquietante que tanto molesta e incómoda, pero incluso allí, Madonna es extraordinaria y reinventa el cliché. No se enfrenta a nada ni tampoco es abanderada de ninguna causa específica. En lugar de eso, se rebela contra todo y lo hace desde lo artístico, en la palestra pública, con un visible desparpajo que despierta un tipo de amor y rechazo muy específico. Como todo ídolo de masas a Madonna se le ama, se le critica y sobre todo se le señala, pero jamás se le puede ignorar. Y como cualquiera que le asombre esa capacidad de reinvención, crecí admirando a Madonna como un símbolo de esa nueva mujer que se crea a sí misma.
Quizás por ese motivo, me conmovió su discurso al aceptar el premio Billboard como mujer del año y el hecho que la reina indiscutible del pop y del escándalo escogiera a la discriminación de la mujer como mensaje central de una retrospectiva sobre los alcances de su carrera. Madonna, a quien tantas veces se la ha criticado por todo y en todas las formas posibles, decidió dejar muy claro que hay algo esencial en su batalla silenciosa pero persistente contra los tópicos de género contra los que ha luchado durante décadas. Eso, a pesar del hecho que en ocasiones pareciera banalizar la imagen de la mujer moderna o al menos, de eso se le acusa con una frecuencia preocupante. Pero Madonna no ha dejado de demostrar en cada oportunidad posible que es algo más que una reflejo incompleto de un tipo de aspiración distorsionada sobre lo femenino. “Gracias por reconocer mi capacidad para continuar con mi carrera durante 34 años enfrentándome a la misoginia, el sexismo, y el acoso y abuso continuos” empezó el discurso, dejando sorprendido y un poco escandalizado a un público que seguramente, jamás espero que Madonna eligiera un tema semejante para una ocasión estelar de su carrera. Pero Madonna — como producto y hecho comercial — es un reflejo de la sociedad que la juzga y la ataca por el sólo hecho de desafiar todo tipo de señalamientos machistas y ella es muy consciente de eso. Madonna — su carrera y esfuerzos artísticos — son espejo comercial de una generación de mujeres de vanguardia. Por primera vez, Madonna habló de cómo el ser mujer — y desde hace una década, una mujer mayor — afectó su carrera y como ha tenido que batallar en todos los ámbitos por esa conciencia especulativa sobre su identidad para enfrentarse a eso. “Envejecer es un pecado. Serás criticada, vilipendiada y definitivamente no te mostrarán en la radio” prosiguió Madonna, con una inusual seriedad que dejaba traslucir su genuina preocupación por la desigualdad en el mundo del entretenimiento.
Madonna comenzó su carrera como otras tantas de las cantantes pop norteamericanas que apelan al imaginario sobre lo provocativo para crear un estilo personal. No obstante, en una jugada de enorme poder simbólico, Madonna supo utilizar esa sexualidad agresiva y la mayoría de las veces desconcertante para el gran público, como un alegato sobre el poder femenino. Quizás por primera vez, una mujer del mundo del espectáculo no tenía temor en explotar su sensualidad y sexualidad, transgredir ese límite invisible y artificial que insiste que no puedes ser poderosa si eres sexualmente agresiva o se toma el sexo como algo natural.
La llamada Reina del pop insistió durante su discurso en que para una mujer, las normas sociales y culturales son por completo distintas que para un hombre y lo hizo desde un podio privilegiado: su experiencia. “Me forjé como artista teniendo como musa a David Bowie, que encarnaba lo masculino y lo femenino a la vez, y él me hacía creer que no había normas. Me equivoqué. No hay normas si eres un hombre. Si eres una mujer tienes que jugar un juego. En él se te permite ser guapa, mona, sexy, pero si no te pasas de lista. Se te permite ser mujer objeto para los hombres y vestir como una zorra, pero siempre y cuando esa actitud no sea iniciativa tuya y no te pertenezca. Y por supuesto ni se te ocurra compartir con el mundo tus propias fantasías sexuales. Tienes que ser lo que los hombres esperan que seas, y sobre todo, sé aquello con lo que las mujeres se sientan cómodas respecto a los hombres alrededor”, declaró sin prurito alguno. Una descripción gráfica no sólo son una cultura hipócrita que señala y critica con rudeza sino además, intenta menospreciar el poder femenino por el solo hecho de no coincidir con una mirada general sobre lo que la mujer puede ser.
El problema parece ser básico, aunque la mayoría de las veces pase desapercibido: La mujer triunfadora e independiente — o como la sociedad la percibe — debe ignorar su sexualidad o al menos, adecuarla a cierta imagen específica, glorificada por la fantasía colectiva. Y Madonna lo demuestra: se le acusa de “explotar en exceso su sexualidad” y de usar “el sexo como un insistente medio de expresión”. La acusación además lleva aparejada cierta censura explícita de una hipocresía preocupante: la mujer suele ser sexualizada en una industria obsesionada por la trivialización de lo sexual, pero si la mujer toma decisiones sobre ese estereotipo es criticada y juzgada, algo contra lo que Madonna ha luchado en todos los escenarios. Desde censura directa — como las que intentaron ejercer asociaciones de Padres durante el año 1984 contra su videoclips — hasta reales problemas legales — fue detenida en Toronto en 1990 por tocarse la ingle durante una actuación — Madonna siempre se ha encontrado al borde del escándalo y también, un tipo de provocación que parece subvertir cierto orden tácito. La mujer puede provocar pero siempre bajo ciertas reglas, que por supuesto Madonna jamás ha obedecido. ¿Es por ese motivo el escándalo y la incomodidad que suele provocar? Lo más seguro es que sí.
Ahora, Madonna envejeció. Y eso es una transgresión añadida a las muchas que se le achacan. Envejeció y no se niega a seguir bailando sobre el escenario a llevar ropa provocativa, un tema que parece incluso irritar mucho más que su desprejuiciada sexualidad y ambición. “Me convertí en la puta y la bruja del mundo, y pensé, un momento, ¿no va Prince por ahí enseñando el culo con un traje? Sí, lo hacía, pero él era un hombre” comentó en su discurso, mirando a la cámara con los ojos llenos de lágrimas. “Fue entonces cuando entendí que las mujeres no tienen tanta libertad como los hombres”, añadió. Y lo hizo muy consciente de la repercusión que su discurso tendría en el mundo del espectáculo, de las críticas y de los ataques que sufriría por esa numerosa pléyade de observadores que no le perdonan su necesidad de reivindicar el sexo femenino desde el escándalo. “Creo que lo más polémico que he hecho es seguir aquí”, aseguró por último y es cierto. Porque Madonna sigue viva, sigue creando y trabajando, no se rinde al anonimato simple y circunstanciada de los medios que trivializan el poder de esa insistencia suya en continuar. Y luchando, claro está, porque Madonna no es de las que se detiene, se desanima, asume la resignación. Sólo cambia de táctica, asume la capacidad para producir un efecto perdurable en la cultura que sigue sin saber como definirla. “O sea, que si eres feminista no tienes sexualidad, tienes que negarla. Olvídalo. Soy un tipo diferente de feminista. Una mala feminista”, aseveró enfrentándose también al prejuicio dentro de los prejuicios: el de las propias mujeres que la señalan, intenta asumir que el trabajo convencido de Madonna por la independencia femenina tiene menos peso y valor por el mero hecho de no atenerse a una serie de restricciones específicas que tampoco obedeció jamás. “Lo que me gustaría decir a todas las mujeres que están aquí hoy es: las mujeres han sido oprimidas desde hace tanto tiempo que creen lo que lo hombres dicen sobre ellas (…) Como mujeres tenemos que empezar a apreciarnos a nosotras mismas y la valía de las demás. Aliarnos con otras mujeres fuertes y buscar mujeres de las que aprender, con las que colaborar, de las que inspirarnos e iluminarnos. La solidaridad verdadera entre mujeres es un poder en sí mismo”, concluyó dejando para la historia un discurso lapidario, incendiario, inolvidable pero sobre todo, necesario. Al fin y al cabo ¿Quién más que Madonna para recordar el poder de la mujer moderna, sus alcances y sobre todo sus implicaciones? ¿Quién más que el icono del escándalo y la furia ambiciosa femenina para dejar bien claro la necesidad de continuar celebrando un nuevo e incómodo tipo de mujer?
Cuando tenía once años pensé que Madonna — su música y su imagen — era una idea portentosa. De adulta, continuó pensándolo pero sobre todo, agradeciendo su persistencia, terquedad y brillante capacidad para construir algo por completo nuevo sobre lo que la mujer puede ser. Una nueva forma de mirar el género o quizás, sólo una cuota de independencia que aún nos llevará unas cuantas décadas más comprender.
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