jueves, 27 de septiembre de 2018
El arte, la belleza, el miedo y el rostro oculto de la historia: ¿Quienes somos cuando una obra de arte nos refleja?
Según Giorgio Vasaris (crítico y biógrafo del arte medieval) “Lo artístico es una altísima expresión del espíritu humano, reconvertido en belleza”. Una definición que bien podría adecuarse a cualquier época y lugar. Vasaris debía saberlo: dedicó su vida no sólo a investigar el ámbito artístico de varias de las décadas más fecundas del arte Universal, sino a crear el hábito del escribano cuando aún el arte cumplía una función política y carecía por completo de libertad para adjudicarse un sentido pleno y analítico. De modo que la percepción sobre lo artístico como parte de la cultura, todavía no era el todo comprensible y más allá de eso, debía luchar y debatir con el tema a través de una idea general sobre el arte como expresión de la vida, otro concepto muy en boga por entonces. Entre ambas cosas, Vasaris encontró que el arte reflejaba las pulsiones y dolores de una sociedad ambigua, violenta y enclaustrada en la percepción del arte como vehículo de la trascendencia. Una noción sobre el infinito y las vicisitudes humanas profundamente enraizada en el espíritu humano.
Recordé las conclusiones de Vasaris cuando revisé uno de mis libros favoritos sobre historia del arte y encontré con una crónica detallada de lo que se llamó “La Gran castración Vaticana”. En uno de los episodios más oscuros y enfermizos del arte renacentista, en 1857, el Papa Pío IX decidió que la representación de los genitales masculinos podría incitar la Lujuria dentro de la ciudadela de la fe Cristiana. Inflamado por un delirio prejuicioso, tomó un escoplo y un mazo y cercenó los atributos masculinos de todas las estatuas que colmaban los pasillos y salones del vaticano. En un gesto imperdonable para todos los amantes de la escultura y del mundo estético en general, mutiló obras de Miguel Ángel, Bramante y Bernini. Posteriormente y a instancias de la curia vaticana se utilizaron hojas de higuera de yeso para ocultar los considerables daños que tesoros del arte mundial sufrieron durante el terrible episodio. No obstante, cientos de esculturas fueron dañadas por mero deseo irrestricto del venerable monarca Cristiano de negar la belleza del cuerpo humano.
Indudablemente, el arte es la forma más depurada del hedonismo intelectual, algo por completo inaceptable para una creación religiosa basada en el dominio y la agresión moral. Por tanto, es lícito preguntarse, si el celebérrimo mecenazgo de la Iglesia hacia el arte (La mayor colección de arte del mundo se encuentra precisamente en Ciudad del Vaticano) no ha sido siempre una forma de garantizar el control absoluto sobre la expresión de la forma artistica y el lenguaje visual de la cultural. Eso, tomando en cuenta la percepción de Vasaris sobre el tema y sobre todo, la noción absurda y estrafalaria sobre el deseo. Para la Iglesia cristiana la sujeción a normas limitantes y represivas a sido tan tradicional como cualquiera de sus dogmas de fe. ¿No fue la intención monacal del medioevo someter a los artistas por medio de una estética restringida y carente de cualquier atributo humano? Hasta el siglo XIII se consideró el arte una obra del demonio y más allá, solo fue proclive de la bendición eclesiástica cuando le dió forma a la imaginería religiosa a través de símbolos fácticos para la difusión de los valores morales del Cristianismo. ¿No eran los tapices de la época de Teodora de Constantinopla meros estructuras denotativas de la historia que la Iglesia quería revelar como verdadera? La autocracia de la estética, el lenguaje soez y prejuiciado de la forma religiosa como verbo cultural.
Sin duda, el arte es un reflejo de lo más elevado del espíritu humano, pero también puede serlo de sus espacios más oscuros. Mucho más frecuente lo segundo que lo primero, si lo analizamos desde una óptica más dura. ¿Cuántos artistas no han mostrado su dolor y suplicio a través del arte? Desde Artemisia Gentileschi (empeñada en mostrar el miedo y la rabia de una violación temprana en cada una de sus obras) hasta Pollock, decidido a convertir sus pinturas en un conjunto de mensajes transidos de puro dolor, el arte es una forma de mirar el tiempo, la forma y la expresión de lo que vivimos — somos, creamos — como un corpus colectivo. ¿Quienes somos cuando el arte nos representa, nos refleja, nos contiene, nos muestra?
Al fotógrafo David Nebreda, se le diagnóstico esquizofrenia a los diecinueve años, cuando aún era estudiante de Bellas Artes en Madrid. Abrumado por los síntomas, se encerró en un apartamento de apenas dos habitaciones donde ha realizado la totalidad de su obra fotográfica. Y es que David decidió, tal vez de manera consciente, que su dolor y su sufrimiento serían la base de su obra o lo que parece ser lo mismo, el arte como reflejo de un sufrimiento secreto y que no podría expresar de otra manera que a través de las imágenes. Sin tomar medicación, sin comunicación con el exterior, sin radio, prensa, libros ni televisión, David ha creado un lenguaje fotográfico desgarrador, donde muestra, imagen a imagen, el mundo más allá de lo racional, el verdadero rostro de la locura. Muy probablemente, David encontró en la fotografía no sólo una manera de expresión, sino algo mucho más duro de concebir y comprender: una noción de si mismo más directa y evidente de la que podría tener a través de sus propios sentidos.
Vincent Van Gogh sufrió un extraño tipo de epilepsia que con frecuencia, se mezclaban con terribles crisis de ansiedad. En sus momentos de mayor actividad artista, el padecimiento lo sumía en severos estados de agresividad y confusión que sin duda, influyeron en la percepción de su obra e incluso en la esencia de su discurso artístico. Y de hecho, se insiste que es esa extraña combinación de locura y talento, lo que ocasionó que el pintor literalmente no pudiera dejar de pintar y produjera una inconcebible — para la época y con los limitados recursos del artista — cantidad de cuadros que parecían resumir sus épocas de dolor y angustia mejor que cualquier otra cosa. El mismo Van Gogh, agotado pero iluminado por la locura como una forma de construcción de la memoria afirmaba “Trabajo como poseído, más que nunca, en silencioso frenesí. Luchó con todas mis fuerzas para dominar mi arte, y me digo que el éxito sería el mejor medicamento para mi enfermedad. Mis pinceles corren entre mis dedos como el arco de un violín”.
Carlo Gesualdo, príncipe de Verona y conde de Conza, fue uno de los grandes compositores medievales italianos. Ningún cronista ha podido ofrecer mayor indicio sobre cual era la enfermedad mental que aquejaba al artista, pero la mayoría de las narraciones, le describen como un hombre violento e irascible que sólo encontraba alivio en la música. En un episodio insólito que confundió a sus contemporáneos y que fue considerado “inaceptable” para el mundo artístico que frecuentó, Gesualdo hizo apuñalar a su joven esposa frente a él y después mató al pequeño hijo de ambos por dudar de su paternidad. Todo esto, sin dejar de componer piezas artísticas que asombraron por su belleza a un público embelesado que jamás sospechó que más allá de la mano artística, se ocultaba un hombre considerado como un cruel asesino. Y es que al parecer, la violencia de Gesualdo parecía incrementarse en la medida que no podìa expresarse artísticamente. Perturbado y cada vez más deprimido, el Príncipe de Verona terminó sus días sumido en la locura, pero siempre componiendo obras magníficas que en pleno siglo XIX fueron denominadas “milagros de perfecta ejecución”.
Desde la depresión más profunda a severos estados de disociación con la realidad, el arte parece muy relacionado con esa necesidad del artista de reconocerse, comprenderse y quizás, construirse a base de lo que asume como arte y construye como idea perenne. Un reflejo no sólo de su visión del mundo, sino de si mismo, de esa inquieta reflexión sobre la naturaleza de la identidad y la personalidad que sólo se logra a través de la construcción del simbolismo visual. Y es que quizás el arte en estado puro, no sea sólo una forma de locura, sino una elucubración misteriosa sobre quien somos y cómo nos concebimos más allá de la realidad. El arte que desinhibe, que abre puertas cerradas en la imaginación y la mente, que brinda a su autor una libertad desconocida no sólo para asumirse como parte de su proceso creativo sino de la obra que crea en sí.
Pero el arte también engloba el contexto, el poder de lo colectivo, la memoria que se afirma y se sostiene sobre una versión de la realidad que se contrapone al deber ser y al hecho mismo de elaborar preguntas y respuestas complejas sobre las motivaciones — activas y pasivas — de nuestra cultura. El sábado 12 de octubre de 2013, un joven artista polaco instaló ilegalmente una obra en Gdansk, en el norte de Polonia. Lo hizo en lo que después explicó como una protesta contra la presencia en el centro de la ciudad de un monumento en honor al ejército rojo.
La imagen que muestra la escultura es perturbadora, frontal, directa: la mujer que yace sobre el suelo está embarazada y un hombre se encuentra sobre ella, violándola. O al menos eso parece sugerir la violencia de su postura: se aferra a la cabeza de ella con una mano y, con la otra, le apunta al rostro con un arma.
Una escena como la descrita inmortalizada resulta inquietante para cualquier observador. Pero en este caso se añade un elemento que la hace aún más desconcertante: el agresor se trata de un soldado soviético con uniforme, reconocible por su camisa de manga media, el cinto de cuero delgado y el casco redondo. La mujer lleva un vestido largo y botines al tobillo que recuerdan a una campesina de Europa del Este. Es entonces cuando la escultura parece simbolizar no solo un hecho de violencia de naturaleza puramente sexual, sino algo mucho más ambiguo: una agresión mucho más elemental.
La analogía es evidente: La patria violada por la incursión soviética que, por paradoja, es considerada por buena parte de país como liberadora.
Sin embargo, la historia en ocasiones se contradice a sí misma. Aunque Polonia fue liberada por los soviéticos durante lo que fue probablemente uno de sus períodos más oscuros, también es cierto que el país ha sufrido de todo tipo de violencia territorial, ha sido atacada y defenestrada una y otra vez por conflictos en una especie de agresión continúa .
¿Contra qué protesta entonces la escultura de Gdansk? ¿Qué argumento histórico ofrece en toda su terrible imagen, en su grotesca aseveración sobre la violencia, cruda y descarnada? El análisis no es sencillo, por supuesto, pero tampoco escapa a esa historia de dolor que ese país ha padecido y que se encuentra tan fresca aún en la memoria (a pesar del casi medio ciclo transcurrido) como para sacudir la consciencia del arte en busca de significado.
La historia de Polonia está llena de asedios del poderoso del momento. Ha pasado por varios de los embates históricos en una lucha de poder de la que casi nunca ha podido defenderse. Su historia es de pérdidas y silencios. Cuando cayó bajo el puño soviético en 1945, luego que en enero de 1944, y enarbolando la bandera de la liberación, el ejército soviético cruzó las fronteras polacas para liberar al país del totalitarismo germano. A pesar de la avanzada heroica del ejército rojo, muy pronto quedó claro que la URSS tenía objetivos y fines políticos contra los alemanes y no a favor de Polonia.
Algunas versiones de la Historia Mundial lo cuentan como una gran confrontación y uno de los momentos decisivos de la Segunda Guerra Mundial, pero en la Historia de Polonia es otra escena de violencia en una larga historia de dolor y angustia.
¿Pero es posible que Polonia recibiera al otrora conquistador con los brazos abiertos, aceptar por buena su visión del mundo y aceptar la agresión sutil de permitir la invasión casi por necesidad?
¿Una forma de violación?
Quizás.
El arte da para todo.
El arte es capaz de expresar lo mejor y lo peor del ser humano y de la historia. Lo más excelso y lo más profano. Lo doloroso. Muy probablemente, este joven artista anónimo de Gdansk se miró así mismo como víctima y creó una expresión de la guerra: la visión de la Patria desgarrada. Y le brindó un símbolo.
¿Cuán válido es que el símbolo que halló? Es inevitable no recordar las imágenes de la guerras civiles africanas y las de Europa del Este, donde la violación sistemática fue usada como arma de guerra, como una forma de destrozar la moral y el espíritu del pueblo invadido.
La violación, el crimen más brutal y el más crudo, esa primitiva demostración de crueldad sobre lo femenino, lo esencialmente creativo.
¿Qué es la violación sino una manera de destruir esa frágil identidad de la naturaleza humana? En una ocasión, el escritor Pérez Reverte contó sus experiencias como reportero de guerra y habló de la violación — la anónima, ésa que ocurre en campos de guerra donde la ley no existe y el arma es la única medida de justicia — y resumió mejor que nadie esa violencia que deshumaniza y destruye:
“Pues, si de violar en serio hablamos, les aseguro que ni idea tienen ciertos gilipollas y ciertas gilipollos. Pregúntenle a Márquez y a los colegas con los que andábamos por los Balcanes qué es violar de verdad y a lo mejor los pillan relajados y se lo cuentan. Mujeres entre los escombros de sus casas, degolladas después de pasarles por encima docenas de serbios o croatas. Hoteles llenos de jóvenes apresadas para disfrute de la tropa, a las que se pegaba un tiro cuando quedaban preñadas. O aquella ciudad de Eritrea, abril de 1977, cuando un jovencísimo reportero que ustedes conocen tuvo el amargo privilegio de asistir, impotente, a la caza de cuanta mujer de nacionalidad etíope quedaba a mano. Igual un día les cuento con detalle cómo gritan, primero, y luego, al quinto o sexto golpe, se callan y aguantan resignadas, gimiendo como animales”
¿Qué muestra entonces la escultura de Gdansk? Las interpretaciones son tantas que podrían confundirse entre sí hasta crear una idea única sobre la violencia. ¿Violencia hacia quién? ¿El dolor expresado de qué manera? Pues la Polonia traumatizada, la Polonia víctima, la Polonia mujer que aún no se recupera de sus viejas (históricas) heridas.
Por supuesto, tal declaración de intenciones sacudió al país. La estatua fue derribada de inmediato y el embajador ruso en Varsovia se declaró “profundamente consternado” en una declaración donde además insistió en recordar que “el arrebato de un estudiante de Bellas Artes de Gdansk que con su pseudo-arte insultó la memoria de más de 600.000 soldados soviéticos muertos por la libertad e independencia de Polonia”.
No obstante, la intención última sobrevive a la polémica y a la provocación simple. A la idea esencial que hace del arte ese vehículo elemental para construir ideas que contengan el dolor y la historia de una manera tan precisa. Muy probablemente, en el futuro no se recuerde a la estatua de Gdansk. O quizás sí, pero lo que prevalecerá, por encima del escándalo y más allá de una imagen ya desaparecida pero en la memoria cultural de un país adolorido, sea el mensaje.
Tal vez la gran pregunta sea la que engloba y resume la inquietud del arte que construye, destruye y renace. ¿Es el arte entonces un fenómeno que escapa a la visión de quien somos para crear una nueva? ¿O es el arte una forma de concebirse, un renacimiento en nuestra capacidad de creación? Quizás nunca tengamos una respuesta a una idea que parece debatir esa expresión del yo tan profunda como es el arte. Aún así, el mero cuestionamiento deja claro que la expresión artística es algo más sustancial que una simple expresión personal y que parece rozar esa necesidad de trascendencia que forma parte esencial de la personalidad creadora.
Un delirio por el infinito. Una manera de construir una nueva visión de la realidad.
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