Mural pintado por el artista hondureño Javier Espinal. |
Las mujeres que fuimos.
El Malleus Maleficarum es quizás uno de los libros más cargados de simbología y, sobre todo, inquietantes de la literatura universal. Fue publicado en Alemania, alrededor el año de 1487, y es un exhaustivo tratado sobre la brujería, el satanismo y la naturaleza de la tentación encarnada por la mujer. Este libro incluye todo lo que La Santa Inquisición utilizó como excusa para usar sus herramientas de tortura y asesinar mujeres durante siglos.
No obstante, el Malleus Maleficarum no fue únicamente un compendio de superstición medieval, sino también un escalofriante documento sobre el desprecio hacia la mujer que entonces era moneda común. Hablo de un libro que no sólo muestra (de manera escalofriante) hasta qué punto lo femenino era temido y minimizado por una sociedad represiva, sino también de una noción de la mujer directamente maligna, junto a todo lo relacionado con su visión emocional e intelectual.
La máxima insistencia del Malleus Maleficarum era castigar a las brujas, que durante muchos años fue la manera de llamar a la mujer rebelde, la desobediente incapaz de someterse al poder político de lo masculino. No extraña, entonces, que este libro haya sido escrito por dos inquisidores, con toda la intención de castigar todo lo provocador y ese motivo del pecado que reside en la mujer tentadora: Heinrich Kramer y Jacob Sprenger.
El Papa Inocencio VIII concedió una bula para que Kramer y Sprenger pudieran escribirlo. Ambos dedicaron una buena cantidad de tiempo y esfuerzo a terminar un compendio de motivos por los cuales la mujer debía ser castigada. La causa primaria era, así de simple, su naturaleza. Eso bastaba para que toda la cristiandad sospechara: la mujer era pecadora por naturaleza.
En el Malleus Maleficarum se resumieron los elementos que permitían ver que lo femenino era, sin lugar a dudas, el motivo de buena parte de las tragedias de un mundo signado por el dolor, la ignorancia, la enfermedad y el temor a lo divino. Pero el mayor pecado de la mujer, su peor debilidad, era su propensión a pensar.
Pensar era intentar parecerse al hombre, una herejía para el severo Dios del Antiguo Testamento, que había dejado establecido en el Edén su ambigüedad y concupiscencia.
Todas las lógicas discriminatorias tienen lugar cuando las personas pactan con los prejuicios que impone: la época y la sociedad que recibió el Malleus Maleficarum lo hizo de manera jubilosa y lo convirtió en el libro más leído de su época.
Las mujeres que nunca fueron.
En la Edad Media el pensamiento femenino era inaceptable, una rareza venenosa a envilecer la obra divina. ¿Pero quién es esa mujer sabia que la cultura ha condenado tantas veces? ¿Es la pionera, la audaz, la rebelde? ¿O es aquella que reivindica su identidad a través de lo que crea?
Ilustración de Lorentz , A. J. que data de 1842. Es Aurore Lucile Dupin Amantine, más conocida por su seudónimo George Sand.
Aurore Dupin, más conocida por su seudónimo George Sand, con pantalones. (Ilustración de A.J. Lorentz, de 1842)
¿Cómo se ven hoy, en la distancia, a Margaret Mead, una antropóloga que revolucionó los planteamientos sobre el género y la interpretación de la mujer? ¿Cuánto pudo cambiar el mundo Alexandra David-Neel, la primera mujer occidental que entró en Lhasa, la capital de Tíbet, y redimió la búsqueda espiritual de la mujer como una manera de independencia?
La identidad femenina parece construir una visión de sí misma que crece y se afianza con el transcurrir del tiempo, con la búsqueda de nuevas distancias y de mirar el futuro como una nueva aspiración personal.
“Vivir sola […] no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, escribió Sor Juana Inés de la Cruz en una oportunidad, probablemente abrumada por el peso de la tradición y la cultura que le exigía otra cosa.
Pero pocas mujeres pudieron atravesar la puerta cerrada del conocimiento, frustrando su necesidad de pensar, de crear. La mayoría de quienes pudieron ser las grandes mujeres históricas son sombras, siluetas rotas apartadas de su verdadera capacidad.
Mary Wollstonecraft, la madre de la escritora Mary Shelley, fue una paria de su época por su anhelo de crear una identidad intelectual a su medida. Se marchó sola a París en mitad de la Revolución Francesa, fue madre soltera en una cultura que la condenó al ostracismo y, finalmente, luchó contra esa noción de la mujer sabia que parecía destruirla. Tiempo después de su muerte, su hija escribiría sobre un monstruo solitario y exquisito que sólo deseaba ser reconocido por sus semejantes, pero fue destruido por la incomprensión. La metáfora es más que obvia.
Las mujeres que somos.
Otra de las sobrevivientes del sagrado mandato de la mujer sin voluntad fue George Sand… es decir: Aurora Dupin. No sólo una prolífica y magistral escritora. Nacida en 1804, desde su juventud provocó asombro y rechazo. Ella sabía que era distinta, deseaba demostrarlo y, además, disfrutar del poder de su inteligencia. En 1830 causó furor en París al vestirse de hombre, pero fue más allá de la simple rebeldía: escribió para como forma de expresarse y método para ganarse la vida.
Para las mujeres de hoy es necesario reconocer a aquella que buscó la libertad intelectual y comenzó a reflexionar sobre sí misma desde la independencia, desde la noción de suprema individualidad. “Yo escribí mi salida”, dice Jeanette Winterson en su autobiografía (titulada ¿Por qué ser feliz cuando podrías ser normal?). En esas mismas páginas se atreve a decir “El arte me hizo libre”. Sin embargo, también vendría bien preguntarnos cuánto queda vivo hoy, en el siglo XXI, del Malleus Maleficarum, de esas líneas en las que acusa a la mujer de tener “lengua mentirosa y ligera” y afirma que “una mujer que piensa sola, piensa mal”.
¿Cómo asimila la sociedad de hoy esa necesaria metáfora de la creación intelectual como una forma de expresión tan personal e intima como puede ser concebir un hijo? ¿Cómo se comprende hoy a la mujer que crea, a la mujer de ideas complejas, a las intelectuales contemporáneas?
¿Cuán lejos estamos del Malleus Maleficarum?
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