miércoles, 14 de noviembre de 2018
Crónicas de la loca neurótica: el arte de escribir y el valor de la palabra.
Hará unos tres o cuatro años, llevé a cabo una serie de crónicas sobre mujeres sobrevivientes al cáncer. Cuando comencé, tenía la idea más o menos dramática e incluso, levemente romántica, que sería un recorrido por la forma en cómo concebimos la vida y la muerte, pero en realidad se trató de algo por completo distinto. Seis meses después de comenzar el proyecto, lo abandoné por el dolor emocional y espiritual que me produjo los relatos y las confidencias de los pacientes que decidieron contar sus historias. Poco antes que eso ocurriera, una de ellos me insistió que debía continuar porque “escribir sobre lo que ocurre en medio del limbo es necesario”. Carmen (no es su nombre real) era una mujer de cincuenta años que había sufrido un agresivo cáncer de mama y después, un rebrote en el útero. Al final, en menos de un lustro, su vida y como la concebía, cambió para siempre.
— ¿El limbo? — pregunté.
— No somos nadie ni estamos en ninguna parte ¿No lo sabes?
No supe que responder. Me sentí pequeña e indefensa ante la enormidad de su tragedia. Ella suspiró y se pasó la mano por la cabeza calva en la que empezaban a crecer pequeños rizos oscuros. Tenía el rostro amarillento, la piel cuarteada y había perdido las uñas de la mano derecha en una reacción inusitada e inexplicable de la mezcla de medicamentos de la quimioterapia. Pero seguía siendo fuerte. Tanto como para decidir contar su historia, quedarse de pie frente al lente de mi cámara para ser fotografiada. Para responder mis preguntas. De modo que acepté continuar. ¿Cómo podía negarme?
— Lo que quiero que sepas es que es necesario que alguien cuente estas cosas — me dijo cuando se lo dije — es necesario que la gente sepa como se sienten los sobrevivientes. Nadie piensa en eso. Menos en un país como el nuestro.
Un país como el nuestro, sin duda, lleno de todo tipo de dolores. Un país como el nuestro, en que la tragedias abundan y también, la insoportable percepción que el gran cataclismo moral y cultural que nos arrebató incluso la compasión, la capacidad de asombro, la simple idea de asumir que la solidaridad es necesaria. Me quedé muy quieta, mientras Carmen se levantaba de su cama de enferma para sentarse junto a la ventana de la habitación. Más abajo, la ciudad tenía un brillo metálico, con el sonido del tráfico que se elevaba en espiral hacia la habitación de cortinas amarillas en la que nos encontrábamos. Carmen se pasó la mano por la cabeza recién rapada — se aseguraba de hacerlo una vez a la semana — y después, se miró la palma, como si le sorprendiera encontrarla vacía.
— Cuando enfermas, dejas de estar en alguna parte. Eso lo entendí apenas me dieron el diagnóstico. La gente habla de ti en voz baja, te mira con miedo. Como si la desgracia fuera contagiosa.
— Somos un país muy joven — me atreví a decir — tanto como para que todavía nos de miedo la muerte y la enfermedad.
— ¿Tu dices que es por eso? — miró la grabadora diminuta que solía estar encendida en la mesa de noche cada vez que conversábamos — ¿tu dices que es cosa del país? ¿De Venezuela que nunca madura, nunca crece? ¿siempre niña?
Carmen había sido maestra por casi treinta años de su vida. Artes plásticas, esa denominación genérica que en un país muy lejano al actual, englobaba historia del arte, rudimentos sobre diferentes disciplinas artísticas y un poco de sensibilidad. Carmen me había mostrado las fotografías de sus alumnos, los grupos de niños sonrientes que dibujaban para ella cielos muy azules y el Ávila verde como una línea radiante. En una ocasión me comentó que guardaba todas esas cosas porque era la prueba “que había existido un tiempo en que todo era bueno”. Una frase poética, triste y dura, pero también casi dolorosa. Otra vida, otro país.
— No sé. Cabrujas decía que somos un país en tránsito — atiné a decir — que de Capitanía General nos queda el aire de cuartel desordenado.
— Que tino, tenía el viejo para describirnos — Carmen soltó la risa. Grave, dura — pero es así. Este es el país que somos. Una muchachada aturdida y siempre tropezando de un lado a otro.
Carmen había sufrido una mastectomía doble y también, una histerectomía completa. Ambos procedimientos habían sido casi de emergencia y con tres años de diferencia entre sí. Ahora, batallaba con las últimas secuelas del cáncer y lo hacía con una cierta indiferencia que me provocaba escalofríos de compasión. Tenía la sensación que Carmen intentaba sobrevivir a medias, casi sin fuerzas. Miré su habitación: la cama matrimonial amplia e impecable, las paredes cubiertas de fotografías enmarcadas — hijos, nietos que sonreían para la cámara — , un crucifijo de madera en una esquina, un pequeño altar con Santos y Vírgenes rodeados de cabos de vela. La habitación de cualquiera en este país, en este continente. Pero para Carmen, era un refugio, una especie de espacio silencioso en medio del dolor y el miedo. Miré sus libros amontonados en las esquinas. “Lo que no tiene nombre” de Piedad Bonnett sobresalía del montón. Le pedí permiso para tomarlo. También me gusta mucho ese libro.
— ¿Sabes por que se llama así el libro? — me preguntó Carmen. Asentí.
— Por la cita de Unamuno — respondí.
— Por la cita de Unamuno — repitió en voz baja. La luz de la ventana la hacía lucir cadavérica — pero también, porque la muerte no tiene nombre. No sabemos contra qué luchamos para impedirla, que es lo que estamos tratando de evitar. Mira, cuando tuve mi primer diagnóstico, el miedo era tan difícil de superar que creí me mataría antes del cáncer. El miedo es una vaina seria, mija.
Ladeó la cabeza para mirar por las ventanas. Tenía las mejillas consumidas, la piel amarillenta con un leve tono verdoso, las manos tan delgadas que tenía la impresión la piel transparenta en algunos lugares. Pero no parecía asustada. En realidad, Carmen estaba furiosa, se lo notaba. Una furia calcinante, muda y sin objetivo.
— Tuve que pedir donaciones para comprar la quimioterapia — me dijo — eso, después de las dos operaciones. Que me doliera hasta el último hueso del cuerpo. Entonces vino la quimioterapia y mis hijos tuvieron que ingeniárselas para encontrar los medicamentos, la plata para comprarlos. Vino la quimioterapia y me pregunté que es la muerte. Si la vida son estos vómitos, la fiebre, el malestar que no tienes idea puede ser tan insoportable. Eso es lo que pasa. Lo que no tiene nombre. Lo que no puedes describir.
Recordé mi puñado de crónicas. La inocencia con que comencé el proyecto, la sensación dolorosa de aprendizaje y desengaño que me dejaba comprender las mezquindad de mis motivos en comparación a la enormidad de las tragedias privadas. Hay una percepción disonante, como si el tamaño del dolor que sufre el otro perdiera perspectiva cuando intentamos analizarlo. El dolor, convertido en algo extravagante, enorme y angustioso. El dolor emocional, moral.
— Y entonces tu quieres dejar de escribir sobre esto — me soltó Carmen de pronto — ¿Sabes que pasará cuando lo hagas?
Quise responder que era una forma de respeto, que era una manera de proteger las confesiones, los llantos, los días plácidos y terribles de la lenta agonía. De las conversaciones de sobremesa entre hijos, esposos, novios, hermanas y hermanos, padres y madres. El miedo por la medicina que no se encuentra, por la desolación de un país en el que estar enfermo es una especie de batalla por si misma, además de la otra, la capital y definitiva. Pero en realidad ¿A quién protegía? La primera vez que escuché una de las grabaciones (una larga conversación con una mujer más joven que yo con un tipo agresivo de cáncer) lloré de miedo. Lloré de un terror tan atávico e inexplicable que me produjo un inmediato acceso de pánico. Después vino la madre que temía dejar huérfanos a sus tres hijos, el padre que se hacía preguntas sobre la vida y la muerte con la voz temblorosa, el muchacho que estaba a punto de huir del país para asegurarse el tratamiento que probablemente le salvaría la vida. “Probablemente” había dicho, en voz baja y cansada. No “Seguramente” “O lo que me salvará la vida”. Probablemente. Ese día tomé la grabadora y la guardé en unas de las gavetas de mi escritorio, como si se tratara de una criatura peligrosa, lista para saltar y clavar algún tipo de aguijón venenoso. El miedo, que terrible el miedo. El mío, sin duda.
— No sé — dije en voz baja y avergonzada.
— Pasará que las historias se perderán entre todas las otras que pasan en este país todos los días — dijo ella — entre la gente que emigra, la gente que matan a balazos. Entre los gritos de los políticos. Se van a perder, como todo en este país.
Suspiró. Me dedicó una larga mirada de ojos tristes. Había algo espectral en ella, con su cráneo rapado y cristalino, el cuello frágil, la expresión dura. En las fotografías de su habitación siempre sonreía. Una gran sonrisa feliz, satisfecha. Cálida. Sus alumnos debieron quererla mucho, recordarla después. Me la imaginé inclinada sobre los pupitres, corrigiendo las rayas, las líneas mal dibujadas. Una sonrisa jubilosa. Ahora, Carmen parecía el espectro de sí misma. La piel apergaminada, los labios convertidos en una línea seca. Ya no sonreía y cuando lo hacía, era con una sabiduría que nadie desea, que nadie comprende en realidad. Me sentí avergonzada, diminuta, escaldada por su dignidad en contraste con mi cobardía.
— Las seguiré lo mejor que pueda — dije en voz baja — pero no soy periodista. Sólo alguien que escribe…
— La gente escribe porque quiere contar algo — dijo — y cuando contar algo tiene importancia, las palabras toman otro sentido. Es todo lo que te digo.
Ese día nos despedimos con un rápido abrazo. No volví la semana siguiente: su hijo me explicó que Carmen no tenía las fuerzas para recibir a nadie. La siguiente semana tampoco las tuvo. A la tercera ocasión, nadie me contestó la llamada y no me atreví a seguir insistiendo. Tomé la grabadora y la arrojé al final de la gaveta. Con su veneno, sus historias, el miedo. Mi miedo. La sensación impenitente e insoportable, de llevar a cuestas un secreto que no deseaba conocer.
***
¿Por qué escribimos? Me lo pregunto a diario, todos los días. Con tanta frecuencia que parece un pensamiento obsesivo y angustioso. Me lo pregunto todas las veces en que tengo la sensación que las palabras son la única respuesta, la única posibilidad, la única forma de comprender y elaborar algo más fuerte de que el pensamiento en estado puro. ¿Por qué escribimos? Supongo que lo mismo podría preguntarse los pintores, músicos, los escultores. ¿Por qué hacemos lo que amamos? ¿Por qué tomamos la decisión de componer en palabras algo y conservarlo como un tesoro de la imaginación? La verdad, nunca he tenido una respuesta para eso. No una clara, al menos. No una valiosa.
Hace dos semanas, encontré mi grabadora. La rescaté de entre las hojas, bolígrafos, trozos de papel sin utilidad alguna. Intenté encenderla. No funcionó. Con las manos temblorosas, cambié el juego de baterías. Siguió sin funcionar. Me quedé con el pequeño cuerpo de plástico entre las manos, con una extraña sensación de impotencia y angustia. Y de nuevo, me hice la pregunta, la persistente, la que casi siempre parece definir un lugar en mi mente, que como la muerte y la pérdidas insoportables, no tiene nombre. ¿Por qué escribimos?
Abandoné el proyecto de crónicas sobre pacientes con cáncer luego de la última llamada a la familia de Carmen, que nadie contestó. Lo hice por temor, por una sensación ambivalente de angustia y de sentir, que aquel ejercicio novato y sin verdadero objetivo, era más un irrespeto o un homenaje. La sensación de escuchar confesiones para luego pasarlas a la pantalla, convertía las palabras en algo de supremo poder, más allá de mis discretas intenciones de crear algo concreto con el conjunto de experiencias y sus implicaciones. Por meses (años) lloré la pérdida del proyecto, pero también, esa conclusión extraña y sin sentido. Esa losa pesada e insoportable que me aplastó y me hizo sentir que había una parte de mí que necesitaba brindar una conclusión, ya no al proyecto, sino a ese recorrido por la naturaleza humana. Esa mirada hacia algo más profundo de lo que somos y deseamos comprender cuando comenzamos a escribir — contar, narrar — algo mucho más grande que nosotros mismos.
El teléfono en la casa de Carmen sonó una, dos, tres veces. Estaba a punto de colgar cuando finalmente, alguien contestó. Reconocí la voz del hijo de inmediato. Y por supuesto, recibí de inmediato la noticia que había evitado escuchar años atrás.
— Mamá murió un mes después que viniste por última vez — me explicó en voz baja y amable — no aguantó la quimioterapia. Te intentamos avisar pero no encontramos como hacerlo.
Carmen tenía mis datos. Sentí un dolor profundo y avergonzado. Imaginé a Carmen, imperturbable y firme, arrojando a la basura la hoja en que había anotado mi número telefónico y otros datos de contacto. Borrando nuestras conversaciones del pequeño celular que sostenía con mano lánguida los últimos días. El limbo, pensé con un sobresalto. La ausencia inquieta y dura de los enfermos.
Conversé un poco más con el hijo. Me indicó en dónde había sido sepultada Carmen. Me quedé callada al otro lado del teléfono.
— Mi mamá te tenía mucho aprecio. Decía que tenías coraje — dijo de pronto.
— Tu mamá era una señora hermosa — pensé con las mejillas ardientes de verguenza.
— Me dijo que ibas a volver — el hijo suspiró — ella sabía ver a las personas.
Lo sabía, sin duda. Cuando colgué la llamada, volví a la grabadora. Me esforcé por encontrar una manera de rescatar los archivos en su interior. Pasé buena parte de la tarde luchando contra la tecnología hasta que finalmente pude hacerlo. De pronto, Carmen, la maestra, la sabia, la ausencia, estaba de nuevo allí, en toda la corporeidad firme de su voz y su fortaleza.
— Tu escribe lo que debas escribir — dijo la voz de Carmen, a la distancia de tres años — y sigue lo que quieras hacer. Uno se entiende mejor cuando se obsesiona con algo.
Eso me lo había dicho el día en que nos habíamos conocido. Un apretón firme de su mano seca y de dedos fríos, la mirada directa. Llevaba un pañuelo alrededor de la cabeza, unos pulcros pantalones de lino y una blusa floreada. Cuando le hablé sobre lo que quería hacer, me había preguntado si escribir sobre “lo que pasa, lo que me pasa” tenía un verdadero objetivo. Me lo pensé y le dije que sí, que cada vez que comenzamos a escribir, la historia cobra forma para expresar algo más profundo de lo que parece a simple vista. Y ella me había contestado lo anterior, firme y segura. En mitad de la tormenta, aferrada a esa fortaleza incomprensible para mí.
Volví a escuchar nuestras conversaciones. Las que compartí con ella y otras personas. Las que me hicieron reír y llorar. Cuando ya no hubo más archivos que escuchar, quise llorar. Llorar por duelo, por temor. Por simple angustia existencial. Por la sensación de pérdida que parecía abarcarlo todo. Pero no lo hice. En lugar de eso, comencé a escribir. Por Carmen, por su historia, por la mía, por la necesidad de trascender a pesar del limbo del olvido.
¿Por qué escribimos? No es una pregunta con una respuesta sencilla. De hecho, dudo que tenga alguna, ahora que lo analizo con cuidado. Escribimos porque no podemos hacer otra cosa, porque la sensación de urgencia intelectual es insoportable. Porque hay algo vivo y lozano que desea las palabras para alimentarse. Pero también escribimos para recordar — recordarnos — para traer a la vida las grandes lecciones, lo hermoso, lo feo y lo bueno de las cosas que conservamos en algún lugar en nuestra vida. Escribir enaltece, escribir crea algo nuevo. Escribir es una forma de homenaje.
Gracias Carmen, por recordarme esa lección enorme, sentida y compleja.
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