viernes, 9 de noviembre de 2018
Crónicas de la nerd entusiasta: El nuevo cine de terror y todo lo que muestra sobre la naturaleza humana.
Hace unos días, vi por segunda vez la película “A Ghost Story” del director David Lowery y de nuevo, su atmósfera contenida, singular y emocional, me hizo preguntarme sobre se analiza el terror en la actualidad. Me refiero al hecho, que la película de Lowery confronta el miedo, pero además, reflexiona sobre la naturaleza humana y su desconcierto ante la incertidumbre. Mientras el personaje deambula de un lado a otro bajo una sábana blanca y contempla el mundo desde cierta estupefacción, la película reflexiona sobre temas que pocas veces se tocan con habilidad: la identidad, la lenta erosión de la individualidad en medio de un acto colectivo solemne que convierte al hombre y su circunstancia, en un mero observador del tiempo. El fantasma deja de ser una figura que aterroriza para tomar vicios de tragedia y al final, de un vínculo invisible con la historia que le rodea. La apoteosis de Lowery — esa caída lenta y dolorosa a una segunda muerte — demuestra que en la actualidad el terror encarna algo más que el sobresalto y la capacidad de cualquier historia para apelar a lo primitivo. Una nueva percepción sobre el tiempo y el mundo interior de enorme eficacia.
Lo mismo ocurre con la película “It Comes at Night” del director Trey Edward Shults, que desconcertó a buena parte de la audiencia que acudió a la sala de cine convencida encontraría una película de terror. Ingredientes no faltan: desde el ambiente post apocalíptico hasta la insinuación del trailer oficial de un horror latente, el argumento parecía obedecer a todos los clichés del género, de la percepción de lo sensorial como un terror invisible y peligroso. Pero en realidad, es una reflexión lenta y progresiva sobre temas muchos más privados, como la forma en que asimilamos lo que nos asusta — o en todo caso, hasta qué punto estamos familiarizados con la posibilidad del terror — y más allá de eso, la búsqueda de respuesta sobre lo desconocido. Shults no parece especialmente interesado en mostrar algo más que el miedo como un vínculo que evade una explicación lógica y se retrotrae a una experiencia mucho más íntima y casi dolorosa. Hay un contenido aire de verguenza y paranoia que relega el terror a un segundo plano y pone de relieve la importancia esencial del hombre escindido en la historia que plantea. Por supuesto, una buena parte de la audiencia le llevó esfuerzos comprender el meditado punto de vista del director sobre lo horrido y detestó la película al igual que la crítica, que señaló sus blanduras como “propuesta del cine de género”. Al final, el debate alrededor de la película parecía más interesado en analizar el hecho que realmente no causaba los escalofríos prometidos, en lugar de analizar la historia en toda su potencia, que sin duda versa sobre algo más allá de lo terrorífico.
Ambas películas, resumen esa nueva sensibilidad sobre el terror que poco a poco está transformando al género en una mirada más profunda a lo humano a través de sus monstruos, lo cual hace de toda película de terror un reflejo del terreno movedizo de los horrores sociales y culturales que se deslizan debajo de los monstruos que gruñen y los asesinos que sostienen el hacha. El fenómeno, incluso se ha convertido en algo más sutil: en el caso de “Get Out” de Jordan Peele, el miedo no es otra cosa que una reinvención del mito de la cotidianidad subvertida en algo más temible. Varias de sus escenas remiten no a clásicos de terror con sus reglas y códigos establecidos, sino a reflexiones sobre el miedo mucho más sofisticadas. A la película — que se convirtió en todo un éxito de taquilla y de crítica — se le comparó de inmediato con el clásico cuento de horror de Shirley Jackson “La Lotería” por los obvios paralelismos entre el cuento insigne de la literatura norteamericana y la visión de Peele sobre el miedo y lo trágico. De nuevo, los sobresaltos y escalofríos quedan relegados a un segundo plano, mientras el miedo se retrotrae a símbolos más elementales y profundos. La obra de Peele medita sobre las reglas ambiguas y crueles de nuestra sociedad, pero también acerca de lo cotidiano convertido en algo más temible. Los monstruos de Peele son quizás la más dura crítica a la cultura norteamericana hecha en años, bajo la excusa del horror: se trata de una familia de clase media alta, blanca y sonriente, que recibe con una benevolencia cercana a la condescendencia al prometido afroamericano de su hija. El escenario campestre termina por cerrar todos los espacios y de pronto, el argumento se hace claustrofóbico y temible por el mero hecho de conjurar lo que yace en los lugares más oscuros de la identidad de nuestra época. Todo un logro intelectual que dota a la obra de Peele de un peso simbólico específico pero también, de un sentido nuevo sobre lo que nuestra época considera terrorífico.
Por supuesto, por décadas el género del terror ha sido el espacio seguro en que se pueden debatir cuestiones semejantes sin correr el riesgo del señalamiento o incluso, la mera crítica política. Después de todo, las películas del terror tienen sus propias reglas y pautas, todas las cuales parecen responder a cierto patrón cultural sesgado de prejuicios. La rubia de abultado escote termina asesinada en cuanto tiene sexo con el epítome del triunfador norteamericano, a la vez que el asesino suele ser el resultado del maltrato y la presión de una sociedad hipercrítica y cruel. Los personajes de minorías étnicas suelen morir antes que cualquier otro y como si eso no fuera suficiente, la Final Girl siempre lleva aparejado un sermón social poco creíble. Se trata de la chica que jamás tuvo sexo, la que insistió en el buen comportamiento y la única que obedece las reglas invisibles que rigen el pequeño mundo de lo terrorífico. De modo que las películas de terror — con toda su carga elemental sobre la identidad social — no es otra cosa que una idea básica sobre los bemoles y baches culturales. La gran pregunta que surge es evidente ¿Qué ocurre cuando el terror aspira a ser algo más? ¿A expandir el imaginario y el subtexto para crear algo más profundo y violento? ¿Qué pasa cuando el miedo no sólo es una metáfora lo que nos inquieta, sino también sobre lo que nos provoca compasión, angustia y el dolor?
El miedo, lo inhumano y los espectros de la memoria:
En su libro “Duma Key”, el personaje principal adquiere un inusitado talento para la pintura que parece provenir de una fuente sobrenatural y amenazante. No obstante, el terror no se manifiesta de inmediato, sino que se construye a través de una lenta puesta en escena sobre el sufrimiento moral, la decadencia y la soledad moderna, temas que el libro desarrolla con propiedad en mitad del habitual desfile de sobresaltos y apariciones habituales en la obra del escritor. Pero de la misma manera que en la novela “La historia de Lisey” el terror es una excusa para meditar sobre temas mucho más profundos y emocionales. King, a quien se la da bastante bien la reflexión psicológica, utiliza el miedo — o la posibilidad de lo sobrenatural — para crear historias en que las que el terror sostiene planteamientos radicales sobre el amor, la muerte y la pérdida. Incluso en varios de los cuentos contenidos en la recopilación “Nada es Eventual”, el autor utiliza el miedo — la raíz profunda de todos los horrores a la que suele apelar como elemento central de sus historias — para recorrer también, los entresijos del espíritu humano. Esa melancólica comprensión sobre el bien y el mal, pero sobre todo, una especie de existencialismo tardío que King maneja con asombroso buen pulso.
King, quién gracias a su prolífica carrera definió — y redefinió — el terror literario actual, también ha tenido una evidente influencia en la nueva vuelta de tuerca de un cine de género enfocado en plantearse todo tipo de dudas existenciales, además de aterrorizar, lo cual no parece ser el objetivo esencial de todo este nuevo experimento argumental. Ya por el año 1999, M. Night Shyamalan había dado un paso definitivo en la esa percepción del miedo como herramienta para contar historias emocionales en su magnífica “The Sixth Sense”, que el mismo director ha definido más de una vez como “un drama sobre la comunicación con algunos fantasmas”. Al margen de la simplificación, el guión de la película hace especial énfasis en los silencios, el desarraigo moral y en el dolor, además del hecho mismo sobrenatural que sostiene la historia. El joven personaje principal se encuentra aislado por su capacidad paranormal, pero también el resto de los personajes: Desde un contenido Bruce Willis, que mira al pasado con una aprehensión desesperada hasta Toni Collette, aterrorizada por el rostro silencioso y pálido de su hijo en pantalla, el argumento entero se esfuerza por reflexionar sobre los vínculos rotos y a medio construir de lo emotivo. El miedo está allí, el terror se consolida como algo inexplicable y doloroso, pero también rodea a los personajes como una presencia invisible que enlaza las relaciones humanas en una perpetúa disonancia. Para la historia cinematográfica, la escena en que Cole Sear (un Haley Joel Osment en estado de gracia), decide contar a su madre el tormento de un don que no ha pedido y mucho menos comprende. “Estoy listo para comunicarme contigo” dice con el aliento contenido, la voz rota y el rostro pálido. Al otro lado de la ventanilla, la figura de una mujer con la cabeza sangrante vadea en medio de la escena, pero de pronto, la aparición es lo menos importante. Dentro del automóvil detenido en mitad de una calle corriente, el hecho humano se impone, se hace más poderoso e incluso, una forma implacable de analizar el sufrimiento.
Roman Polanski también hizo algo semejante en la ya clásica “Rosemary's Baby” aunque para el director, el terror era imprescindible. La suya era una película de terror pero también, era una extrañísima alegoría a cierta idea claustrofóbica sobre la maternidad, la credibilidad femenina y el terror convertido en una idea paranoica. Mia Farrow, delgadísima y con el rostro demudado de angustia, se debate entre sus terrores y sospechas, mientras a su alrededor el miedo se transforma en un muro que le separa del mundo. Rosemary no sólo está embarazada, sino también aislada en medio de una silenciosa lucha contra la incredulidad y la angustia, que al final termina devastando su cordura o al menos, llevándola a un límite inusitado de su propia resistencia moral. El terror está allí, pero también esa notoria percepción de lo inquietante que deriva de los demonios que habitan el espíritu humano.
David Cronenberg, creador de monstruos por antonomasia, va incluso más allá: cada una de sus criaturas terroríficas tienen rostros humanos. Incluso, hay una cierta vulgaridad en la manera en que el director analiza y especula sobre la degradación del espíritu humano en algo más obsceno y sigiloso. Una visión de lo monstruoso que parece decididamente emparentada con todas las reinvenciones del miedo en que el hombre es el centro neurálgico de lo que provoca el miedo o en todo caso, lo que sustrae la humanidad y permite al monstruo prosperar. En su ya icónica “La Mosca” de 1986, Jeff Goldblum comienza a transformarse en una criatura inclasificable con una rapidez de pesadilla. De pronto, no sólo se trata de las posibles consecuencias que su audaz experimento de teletransportación pudo tener, sino de algo más temible: El personaje de Seth Brundle, comienza a sufrir una lenta transformación psicológica, tan cruel y perversa como la que padece en el resto de su cuerpo. En una de las escenas más celebres de la película, el personaje sonríe y escupe uno de sus dientes en la palma de la mano. “Me estoy depurando” dice con el rostro repleto de protuberancias y el cuerpo tenso por el dolor “Me estoy convirtiendo en algo perfecto”.
Decía Arthur Machen en su magnífica novela “El gran dios Pan” que el miedo jamás puede estar desligado de lo humano. No obstante, las nuevas propuestas del cine de terror parecen además, entrar en un terreno por completo desconocido con respecto a las consecuencias del terror en la consciencia colectiva. Como el payaso Pennywise, parte esencial del pueblo de Derry y cuya influencia macabra se extiende mucho más allá de las cloacas subterráneas, el miedo actual tiene una versión sobre lo humano que habita en la oscuridad total, como si las nuevas propuestas sobre lo que puede provocar miedo estuvieran más relacionadas con la condenación que con la salvación. Para la versión cinematográfica de la célebre novela “It”, el director Andrés Muschietti logró convertir al monstruo en algo más que una presencia peligrosa y despiadada. Pennywise es el centro motor de todas las acciones, pero también lo es el miedo de la niñez, esa fuerza primordial tan poderosa como la fe y la ingenuidad. Para el director, de la misma manera que en la obra original, es la niñez y sus misterios lo que sostiene un argumento que se pasea por todos los horrores simples pero poderosos de la infancia. Convertido en un avatar del miedo, el Pennywise de la pantalla grande adopta una nueva forma, acorde con la sensibilidad de nuestra época pero sobre todo, la corrosiva noción de la raíz de lo que aterroriza. La escena en que el payaso adopta el rostro del padre de Beverly (Sophia Lillis) y sonríe con lujuria, es quizás el punto esencial que permite comprender la adaptación entera de Muschietti. “¿Aún eres mi niña?” pregunta el rostro retorcido y tenso, que se mueve sobre el cuerpo del payaso. Un eco que recuerda que el miedo es una insinuación hacia una oscuridad depravada e inclasificable del pensamiento humano.
En la actualidad el terror vive una etapa de Oro o lo que es lo mismo, alcanzó un nuevo nivel de refinamiento en el que el miedo elabora un discurso desconocido sobre lo trágico que añade nuevas capas de significado a lo obvio. En “Split” M. Night Shyamalan analiza dos discursos paralelos sobre la supervivencia, el absurdo y el sufrimiento traumático, en clave de película de suspenso y con un giro final que apunta directamente, al terror. Pero la película en sí funciona como un complejo mecanismo en el que el anuncio del terror es algo mucho más elaborado. Lo mismo que en “The Witch” de Robert Eggers y “Hereditary” de Ari Aster, el miedo juega un papel relativo en cuanto a un planteamiento sobre lo sobrenatural que sobrepasa el esquema habitual de lo que provoca el miedo. Para Night Shyamalan, la violencia perversa es un monstruo que habita bajo la piel de lo corriente, mientras que para Eggers, lo siniestro es en parte una caída en los infiernos morales y temibles de la superstición. Otro tanto podría decirse de las escenas finales de “Hereditary”, en las que Aster hace gala de una mirada persuasiva y violenta sobre lo sobrenatural emparentado con lo humano. El ritual se convierte en un vehículo para demostrar lo que habita bajo el hombre y su circunstancia, una metáfora sobre los horrores que apenas se insinúan. Olivier Assayas logró una atmósfera semejante en su “Personal Shopper” aunque de manera mucho más fría, sofisticada y directa. La combinación de discursos, retrotrae a las historias de Robert Bloch, en las que el miedo es un puente de cristal entre lo humano y lo que acecha entre las sombras. Assayas utilizó el rostro hierático y casi siempre tenso de la actriz Kristen Stewart como una esfinge en la cual se mueven los tópicos del terror — porque la película al fin y al cabo, medita sobre lo inexplicable — pero también, sobre la conciencia humana elaborada y comprometida sobre algo más aciago. Stewart va de un lado a otro en la búsqueda de lo sobrenatural pero también, una insistente mirada sobre sus heridas emocionales, la pérdida y el duelo. A medida que avanza la película, el dolor se hace más inquietante, una especie de precursor eminente sobre el bien y el mal convertidos en debates morales sin la mayor importancia. En medio de la frialdad absoluta de los espacios y lugares en que se mueve el personaje, el miedo es sólo una aflicción más, una línea derivada de algo más profundo y subsecuente.
“A Ghost Story” es sin duda el epítome de esa idea sobre el desarraigo y el olvido que utiliza el temor como excusa para la reflexión existencialista. Casey Affleck muere en un accidente automovilístico y se convierte en un fantasma, quizás la figura más prototípica que se recuerde en el cine sobre el concepto: el personaje va de un lado a otro cubierto por una sábana blanca, una especie de burla referencial que lentamente se transforma en una metáfora de lo transitorio, el olvido y el sufrimiento del luto. El personaje de Affleck es un espectador silente de su propia historia y de lo que ocurre después de su muerte: la pena de su viuda, el vacío de la casa abandonada, los inquilinos que vienen y van en el espacio en que se encuentra confinado. Por último, el tiempo crea círculos concéntricos y es entonces cuando el director encuentra una manera de expresar el desarraigo a través de los habituales clichés de las historias de fantasmas. Affleck desespera, sufre y padece en silencio, se convierte en una presencia amenazante y finalmente, sólo está de pie, en medio del infinito convertido en un tormento. Con sus largos silencios y angustiosa ausencia de diálogos, “A Ghost Story” alude a todos los estratos de lo que puede provocar el terror y lo que se asume como evidente. Toda una concepción sobre el miedo que se transforma en un cuestionamiento constante a la naturaleza humana.
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