martes, 6 de noviembre de 2018

De la fe al cinismo: ¿Por qué creemos en lo sobrenatural?




Uno de los participantes en el Máster de escritura creativa que llevo a cabo, es un hombre británico ateo que escribe microcuentos de terror. Cuando explicó su predilección por el género, comentó que era mucho más sencillo “escribir sin creer, que al contrario”. No supe que decir al respecto. Cuando le pregunté si entonces sólo se basaba en relatos que había escuchado o en leyendas populares, soltó una carcajada.

— Te debe parecer complicado que no crea en nada.
 — No. En realidad, me desconcierta que tus cuentos sean tan efectivos aún cuando no lo haces.

Mi compañero escribe relatos escalofriantes de menos de un párrafo. Todos están basados en leyendas rurales y pastorales del Norte de Gales y como no, son realmente escalofriantes. Uno en particular — el de una mujer a la que sigue una multitud de sombras de ojos brillantes — dejó a todo el grupo debatiendo acerca de lo paranormal y lo sobrenatural. Como una de las pocas latinoamericanas en la clase, alguien me preguntó si creía en “fantasmas y apariciones”.

— Después de todo, llevan el realismo mágico en la sangre.

Australiano, treinta y dos años, escritor de relatos eróticos mezclados con ciencia ficción. Me eché a reír con buen humor. Me pregunté cuando aquel hombre al otro lado del mundo, había escuchado por primera vez ese término que parece resumir a latinoamérica en otras latitudes.

— La verdad, se trata de algo más que eso. Pero claro que creo en lo sobrenatural.

Silencio en el ágora moderna del Hangout. ¿Era muy extraño admitir algo semejante? Supongo que sí: después de todo, somos una cultura convencida de su fugacidad, que no solamente destronó a la Divinidad y la convirtió en algo semejante a una certeza, sino que asume su finitud desde la maravilla. Todos sabemos que moriremos y que con toda probabilidad, no habrá nada al otro lado. Un pensamiento poco caritativo pero profundamente realista. ¿Y quienes somos esta generación de artistas educados por internet y por titulares momentáneos de noticias con toda probabilidad falsas? Descreídos, por supuesto. Nihilistas rotos por la necesidad de entender — o desconocer, a veces es lo mismo — esa naturaleza del ser humano que le empuja a creer en lo trascendental.

— Pero ¿crees realmente o sólo forma parte de su cultura? — pregunta alguien más. Veintidós años, cortas crónicas de la vida en Cincinatti.
 — Creo — afirmó aunque al momento, no sé si es del todo cierto eso — o mejor dicho, no estoy segura que no haya un motivo para no creer.

Mi inglés no es tan bueno como para explicar una idea así de compleja por las buenas, de forma que respondo preguntas hasta que alguien sonríe y pide el derecho de palabra. Uruguayo viviendo en Naples, Florida. Escribe novela negra o “le echo el intento” afirmó en su hoja de presentación.

— Me parece que tampoco es tan desconcertante que alguien crea en lo sobrenatural — comenta — yo también lo hago, aunque en realidad… — suelta una risita — no es sólo creer. Es tener la mente abierta para el fenómeno. No hay capacidad de asombro en la actualidad.

Durante las dinámicas de grupo, todos solemos tener la cámara y el video en pausa, para mejorar la conexión, que es muy distinta entre los diferentes usuarios. Pero en esta ocasión, todas las casillas se llenan de rostros que parpadean. El australiano — cuya voz atronadora siempre me inquieta un poco — resulta ser un hombre de mediana edad con mofletes enrojecidos y la piel de la frente un poco despellejada. El Uruguayo, un hombre de rostro pálido y cabello revuelto que sonríe. Conocidos desconocidos. Otro fenómeno ¿sobrenatural? de nuestra época.

— ¿A qué llamas capacidad de asombro? — se sorprende alguien.
 — A esa fantasía que todo debe tener explicación — prosigue el uruguayo — que simplemente cada cosa que ocurre tiene un motivo, es justo o injusto. ¿Eso es posible? Vamos, sí apenas conocemos el 2% de la realidad.
 — Conocemos lo suficiente para sacar conclusiones — dice el hombre de Nueva York que escribe sobre su familia, sobrevivientes al genocidio armenio — ¿Eso no es importante?
 — ¿Y como sabes que todas las conclusiones son las correctas? — pregunto.
 — Allí encaja lo sobrenatural, supongo — insiste el australiano. Todos nos echamos a reír.

De nuevo se apagan la mayoría de los micrófonos y las cámaras. El facilitador, que escuchó con atención, ahora nos propone escribir justo sobre el tema de lo sobrenatural. Alguien se queja en el pequeño chat de la izquierda — la chica de Delft a la que supongo el tema le debe resultar incómodo — pero al final, el tema termina apasionando al grupo. El Australiano enciende el micrófono y vuelve a reír.

— La venezolana se salió con la suya — dice.
 — ¿La mía?
 — Ahora todos pensaremos en fantasmas filosóficos.

Escribo cuentos de terror. En realidad, todo lo que escribo en ficción es sobre el terror. Mi editor tiene en sus manos mi primera novela del género propiamente dicha y mi amigo C., también editor, un libro de cuentos también acerca - como no - de lo terrorífico o como lo concibo, en todo caso. Ambos me han elogiado por la forma en que miro lo terrorífico: la perspectiva de la ciudad y el país es escombros, lo sobrenatural emergiendo en medio de la crisis. Pero no me lo creo demasiado: supongo que el síndrome del impostor sigue pesa en exceso como para eso.

— Oye, pero realmente hablamos sobre lo sobrenatural ¿no? — dice el uruguayo — fantasmas, aparecidos. Lo inexplicable.
 — Sí, me refiero a eso.

Me pasa cada cierto tiempo: admito en voz alta que creo en lo sobrenatural y de pronto, la conversación que estoy sosteniendo con el eventual interlocutor, se detiene casi con brusquedad. Hay un silencio inquieto, un poco incómodo. De vez en cuando una risita. Casi siempre una broma. Luego, con toda probabilidad, alguién dirá: “Te llamas a ti misma bruja, tienes que creer en cosas así” o alguna frase semejante. Y yo volveré a insistir que no se debe a mis creencias, sino a que supongo que el mundo puede ser más complejo de lo que asumimos. La discusión continuará, por supuesto, mientras él o ella me intenta convencer que pensar pueda existir algo inexplicable, es una manera de simplificar el mundo. Y yo diré justamente en lo contrario: que la posibilidad de lo sobrenatural abre un sinfín de alternativas que no puede abarcar la mente, que te permite sentir esa extraña conexión con lo desconocido, con esa región primitiva de tu mente dispuesta a aceptar la evidencia que existe algo fuera de control del conocimiento del hombre. Una idea singular que no siempre agrada a todos, y que la mayoría de las veces, irrita a algunos.

Cuando era niña, me gustaba mirar el cielo abierto por horas. Lo hacía en la terraza del edificio de mi abuela, a casi dieciséis pisos de altura y lo hacía por la misma razón, supongo, que tantas otras personas lo hicieron en la antigüedad y otras tantas lo harán en el futuro: el asombro. Porque hay una sensación de completa confusión, de maravilla humilde, al admirar ese infinito inimaginable, inabarcable. Comprender la pequeña y fugaz que puede ser la vida humana, lo sencilla, en comparación con el portentoso misterio del Universo, de esa creación fértil e interminable que nos rodea en silencio. Tendida de espaldas, con los brazos abiertos sobre el suelo, sentía que podía abrazar la nada, que me rodeaba como algo real, susurrándome algunas cosas sobre mi limitada naturaleza. El hombre es una ínfima parte de una creación grandiosa y somos afortunados quizás, de estar conscientes de esa enormidad. Aunque, por supuesto, que interpretemos de esa idea, abarca otra forma de misterio: la reflexión humana sobre su propia existencia.

Pero volviendo al tema, quizás esa perenne certeza que somos una parte muy pequeña de un todo infinito, es lo que hizo que creciera convencida que no todo lo que nos rodea puede explicarse directamente a través de la ciencia. O si se puede, pero que no se haya logrado aún, no hace que un hecho sea más o menos real. Una opinión discutible, por supuesto y estoy muy consciente de eso. Pero aún así, continúo abierta toda posibilidad de un Universo inexplicable, una realidad menos sencilla que la que puede traducirse en una fórmula matemática o bajo el lente de un microscopio. ¿Ingenuidad? No lo dudo. ¿Otro atributo de mi desbocada imaginación? Claro, y también la firme creencia que la naturaleza — como parte de ese vasto todo incomprensible que nos rodea — tiene aún mucho con que sorprendernos.

Crecí en una familia de científicos. Me hice adulta en un saludable clima escéptico, pero que en absoluto niega otras posibilidades a lo que creemos es la realidad y las reglas que la sostienen. De hecho, mi tío Materno — Con un doctorado en química y otro en física a cuestas, profesor de una prestigiosa Universidad y numeral en la Academia de Ciencias de este país — fue la primera persona en hablarme de las intrincadas relaciones entre la ciencia y la fe, la creencia y el poder de demostrar lo inexplicable o no hacerlo en absoluto. Una manera de interpretar lo que nos rodea, que invita no solo a la especulación, sino además, al debate de las ideas.

- ¿Crees en la Diosa? — fue la primera pregunta que hice a mi tío alguna vez. Me gustaba mirarlo trabajar por horas en su pequeña biblioteca en la vieja casona de mi abuela, inclinado sobre su escritorio, rodeado de hojas llenas de símbolos que no tenía idea que podían significar. Él era por entonces, un muchacho barbudo y larguirucho y yo, una niña curiosa de diez años, bastante irritante con mis preguntas en voz alta. Me dedicó una de sus largas miradas miopes.
- ¿Por qué no tendría que creer? — Su juego favorito: Una pregunta que contesta otra. Me encogí de hombros.
- Estudias cosas de ciencia. Seguro encontraste que todo lo que es creer tiene una explicación — le expliqué. Mi tío sonrió.
- No todo es tan sencillo. Que comprendas como funciona algo, no hace que comprendas su origen. No de inmediato. Ven aquí — me levantó y me sentó en sus rodillas. El valle interminable de sus hojas llenas de números y símbolos se extendió en todas direcciones — ¿sabes que investigo?
- No — admití. Tenía una idea que hacía “cosas con la ciencia” pero no me pareció una buena respuesta.
- Investigo sobre la óptica cuántica — dijo. Aquello me sonó tan abstruso que no pude ni empezar a pensar que significaba. Aguardé a que me explicara — quiero saber que efectos tiene la luz sobre las cosas físicas. Como cambia la luz la realidad.
- ¿Puede hacerlo? — pregunté asombrada.
- Claro que puede. La luz, la energía, puede crear algo nuevo en el mundo. Puede transformar lo que consideramos realidad. Aunque no lo veas.
- Suena como magia.
- Lo es, un poco — mi tío soltó una carcajada traviesa — aunque claro, eso no lo dice ningún libro respetable. Pero la energía, es capaz de transformar lo que te rodea. En infinitas variaciones. De formas asombrosas. Eso es lo que estudio.

Intenté entender lo que me decía: lo que me explicaba se parecía a las ideas un poco extravagantes que tenía sobre la magia a esa edad, que lo que se podía leer en un libro de ciencias de la Escuela. Pero allí estaban todos aquellos papeles para demostrarlo, todos los libros que mi tío leía siempre, sus cálculos matemáticos. Tomé la hoja que me había mostrado y miré los símbolos, los números, preguntándome si allí estaban todas las respuestas a las cosas que me preguntaba siempre. ¿Que es la Diosa? ¿Quien soy yo? ¿Por qué existo?¿Que hay más allá de lo que puedo ver? Por supuesto, un niño no piensa de esa manera — al menos, yo no lo hacía — pero si sentí la enormidad de una incógnita. La sensación de toda mi ignorancia en contraposición con el saber del mundo.

- No aún — dijo, cuando se lo pregunté — pero es probable que no necesitan responderlas. Que lo puedas demostrar, no quiere decir sea la única ver. Y que no puedas hacerlo, no significa que no existe. El mundo no es tan simple.
- Pero tu eres científico.
- Pero también puedo pensar — me hizo un guiño burlón — nunca dejes que nada te diga como pensar. Ciencia o religión, busca siempre tus propias respuestas.

Esa frase me acompaño desde entonces, todavía lo hace. La recordé la primera vez que vi una figura borrosa, en el pasillo de la casa de una amiga. ¿Un fantasma? Un espíritu? Inexplicable. La imagen parecía flotar en medio de la diáfana luz del día que se colaba por el pasillo. Real, pero a la vez, sin sentido. La pensé, cuando escuché una voz venida de ninguna parte en una iglesia perdida en los Andes Venezolanos. La tuve muy presente cuando la imagen muy vívida de un sueño se hizo real semanas después de soñarlo. Lo sobrenatural, lo que somos incapaces de comprender de inmediato, pero que es real. Tuve miedo, pero también de nuevo, asombro. Asombro como el que sentía de niña ante la cúpula celeste. Asombro de entender que el mundo es mucho más de lo que podemos explicar, comprender, asumir como real.

La he gritado a todo pulmón corriendo bajo la lluvia. ¿Por qué no? ¿Por qué creer que lo sobrenatural solo puede asustar? ¿Y que ocurre con la emoción? ¿Esta enorme sensación de estar conectada con la realidad, con la capacidad de mi mente para comprenderla? Pienso en lo que no puedo explicar, de pie, mientras una tormenta extraordinaria cae sobre Caracas. A mi alrededor, todos corren a guarecerse, pero yo continuo de pie, mirando al cielo, con el cabello pegado al rostro, las manos apretadas a los costados del cuerpo. El sabor de la lluvia en mis labios, en los escalofríos que me recorren. La luz del rayo, el sonido del trueno. Y este placer, esta conexión enigmática con el todo del tiempo que transcurre, con mi manera de construir mi propia historia. ¿Hay ciencia que pueda explicar esto? ¿Hay una palabra que pueda abarcar todo?

Hace cinco años, le otorgaron a mi tío un numeral en la Academia de Ciencias de Venezuela. Un gran honor para toda la familia. Le acompañé claro, sentada en la lujosa sala de recepción, rodeada de los retratos de grandes y respetados científicos de la historia. Me emocioné hasta las lágrimas cuando subió al podio de discursos, llevando entre las manos un fajo de papeles, tan parecidos a sus hojas desordenadas de jovencito, del científico a medio construir que luchaba por crearse su propio significado de la verdad. Ahora era un hombre sereno, de barba rubia y chispeantes ojos verdes detrás de sus enormes anteojos de miope. Pero la pasión era la misma. Y el ardor por comprender el mundo, también.

- Al principio, era la luz — comenzó a leer su discurso con una sonrisa — y la Luz lo era todo. Y nadie entendía el motivo por el que era. Casi magia, para los primeros científicos, para los que se hacían preguntas sin respuestas, para los que intentaron contestarlas. Y por entonces, la luz, era magia. Era Divina. Era una Diosa.

Me dedicó una rápida mirada que comprendí muy bien. Se me escapó una carcajada ahogada de emoción. Porque tuve la sensación que de alguna manera, aquellas venerables paredes escuchaban la palabra “magia” y “Diosa” por primera vez. Y que significado tenían para mí que así fuera, que manera de comprender que el mundo es una interminable complejidad de ideas que parecen entrecruzarse entre sí, explicarse siempre a medias, construir respuestas que solo harán que nos formulemos nuevas preguntas. Porque el misterio del mundo y del Universo, continúa siendo inexpresable, quizás enorme para la mente humana, pero aún así real, infinito en sus posibilidades. Una manera de soñar.

Mi tío sonrió cuando lo abracé para felicitarlo, unas horas después. Llevaba la medalla de la Academia de Ciencias bien visible en la camisa almidonada, y debajo de ella, algo que solo entreví. Quise decir algo, significativo, que abarcara mi emoción, la sensación de comprender el poder de aquel momento, lo que significaba para los curiosos, para los preguntones, para los que amaban la ciencia pero también el poder de pensar. Pero solo toqué la Medalla con delicadeza, casi con respeto. Mi tío asintió, comprendiendo y me pasó un brazo por los hombros con calidez.

— La ciencia es de los que preguntan, no de los creen que tienen la respuestas — dijo — esa es la manera de crear.

Un sueño repetido mil veces, una idea que abarca el infinito quizás. La vida, nuestra interpretación de ella, como un imagen que transcurre casi excesivamente rápido, que se construye así misma, que elabora su propia versión de la verdad.

- Entonces ¿crees en fantasmas? — me sobresalta la voz del australiano — ¿criaturas de ultratumba? ¿Que el Wendigo vendrá por ti?

Casi había olvidado la conversación que sostenemos en el grupo. Sonrío satisfecha, con una sensación de radiante comprensión o mejor aún, de comprender el valor de la duda.

— Lo hago, claro — digo entonces, casi ufana — ¿por qué no?

Más tarde, mientras escribo la asignación del día — sobre fantasmas, naturalmente — se me escapa de nuevo una carcajada. Es casi medianoche — la hora de las brujas, ni más ni menos — y tengo la sensación que las palabras podrán describir algo nuevo que habita en mi mente pero que aún, forma parte de algo más amplio. ¿Hay respuestas sobre en qué consideramos creíble y que no? ¿Un límite claro entre la búsqueda de respuesta y nuestra capacidad para asumir que no las tenemos todas? En mi caso, no lo creo. Lleva esfuerzo admitirlo pero yo lo hago con toda tranquilidad: creo en lo sobrenatural. Estoy totalmente convencida que hay fenómenos inexplicables por la ciencia y también, todo una serie de ideas que no podemos abarcar en su totalidad. Eso es bueno y más allá, eso es parte de la ilimitada capacidad del ser humano para cuestionar una y otra vez, la realidad.

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