miércoles, 7 de noviembre de 2018

El oscuro deseo y otros dolores existencialistas: ¿Por qué “Lolita” de Vladimir Nabokov sigue siendo una historia escandalosa, aún en la actualidad?





Ayer, hubo un debate muy interesante en el Front Page de Facebook, luego que compartiera una imagen en la que el autor pedía no romantizar la novela “Lolita”. De inmediato, el debate a marras cuestionó el sentido erótico que se le suele brindar a la historia Nabokov, pero también, esa extraña grieta que sitúa a “Lola” - como entidad individual -  entre una obsesión, una tentación perenne y algo más peligroso. Porque la obra de Nabokov — inquietante, dolorosa y despiadada — no tiene ninguna relación con lo romántico y mucho menos, con lo erótico. Más bien, lo erótico es el vehículo que conduce hacia una reflexión sobre el dolor, la manipulación y un tipo de terror espiritual que rara vez se analiza en novela alguna. Con su percepción ambigua sobre el bien y el mal, el dolor corrosivo y la vulnerabilidad como algo más poderoso, “Lolita” continúa siendo inclasificable, abrumadora y por momentos insoportable.

Uno de los comentarios más interesantes que surgió de la discusión, fue el de mi amiga K., que insistió en que “Lolita” era una nínfula y que por supuesto, como toda criatura mítica que se precie, simbolizaba esa relación oscura, retorcida y perversa entre el sexo, la seducción y lo prohibido. Mi amiga, que es una de las mejores cuentistas que conozco y que además, tiene un sentido muy Europeo y poético de la vida, insistió que las Nínfulas en toda su sobrecogedora noción de lo vulnerable como un veneno punzante, no era otra cosa que una provocación. Una idea que seguramente, también meditó Nabokov y que además, con toda seguridad, fue lo que le permitió crear uno de los personajes más duros de toda la literatura Universal. Y no me refiero a Humbert Humbert, sino a Lolita, por supuesto. Esa niña precoz — víctima, procaz deseo, tentación irrealizable, centro motor de una obsesión desinhibida y dolorosa — que marcó un antes y un después en la literatura. Como buena Nínfula, la Lolita literaria sigue siendo un misterio, trágico y ambiguo como todos los misterios.

De adolescente, nunca fui una nínfula. Quizás no tenía la malicia o incluso, esa misterioso elemento que hace a un adolescente una criatura casi mítica, a mitad de camino entre la ninfa y una diosa perfecta. De hecho, cuando me miro en las fotografías de la época, me sorprende mi candidez, la ropa demasiado ancha, el cabello en desorden, la palidez virginal. Nada parecido a ese aspecto provocador, primitivo y casi procaz que Nabokov tuvo a bien bautizar con el nombre de su personaje predilecto. Aunque tampoco creo que la cosa fuera tan sencilla.

Recuerdo que mi amiga Amanda si lo era. No sabía precisar por qué, era una combinación de lo sutil, lo exquisito y lo bello. Un sutil aire perverso que yo nunca supe a que atribuir pero sabía que estaba allí, muy cerca de la superficie. Como yo, era muy delgada, pero a diferencia de mi, que no me preocupaba en mostrar mis escasas curvas, ella disfrutaba creando una ilusión muy clara de piel y seducción poliédrica. Porque no se trataba de la falda muy corta o el escote amplio sobre el pecho nubil, sino del desenfado, la sonrisita maliciosa, la mirada rápida y dura. Esos cientos de matices de la adolescencia femenina que parecían confluir en los hombros descubiertos, el maquillaje excesivo. Esa seducción leve, quebradiza. Y es que La Lolita — esa imagen constante del imaginario popular — parece insistir en esa belleza dura y pura, irrealizable e inalcanzable del mito. La Lolita que es un símbolo de un tipo de sexualidad mórbida y que la mayoría de las veces, rozan la perversión. Pero también es algo más, una rarísima mezcla de idealización, ira adolescente y quizás un elemento de pura y primitiva sexualidad.

Por supuesto, que en realidad toda Nínfula es una peligrosa idealización de la posibilidad del abuso y algo más perverso. Aunque la Nínfula mitológica es una criatura capaz de despertar todo tipo de deseo y por supuesto, basar y fundar su capacidad para la seducción a través de la necesidad insatisfecha, en realidad se trata de una forma de recrear el deseo corrosivo sobre lo irrealizable. El arte y la literatura parecen obsesionados con esa dulzura exquisita y tentadora, que nunca llegan a saborear pero que representa el deseo exquisito. Curiosamente, la Nínfula representa cada vez el deseo insatisfecho. Una vez que se sacia, la Lolita se transforma en algo más terrenal, herido. La pérdida de la ternura, la ruptura de la belleza idílica y sofisticada que parece ser su estigma. Pero mientras lo es — radiante, frágil, hipnótica — La Lolita/Nínfula representa quizás la interpretación más antigua sobre la sexualidad que se tenga memoria: esa espléndida dulzura del fruto virgen, del no tocado, de la provocación en la forma de una mujer que siendo una niña, ya roza con sutileza la madurez primaveral.

Nabokov reconstruyó el mito a la medida de los tiempos y también, quizás, intentando contener esa visión de lo absurdo, lo bello y lo perverso bajo una visión quebradiza y retorcida. De hecho, la obra de Nabokov no incluye obscenidades: a pesar de lo que pueda suponerse, el autor se cuidó muy bien de cualquier elemento que pudiera animar a la pedofilia o incluso el incesto. Es en realidad, un análisis soterrado y demencial sobre la complejidad del deseo, el dolor de lo inalcanzable y la futilidad de la aspiración del hombre por la satisfacción emocional. De hecho, en más de una ocasión se ha dicho que la verdadera controversia en torno al libro no se debió a la historia original sino a su posterior recreación como obra cinematográfica. La ambigüedad se transformó en insinuación, la sexualidad apenas sugerida en lujuria y el cuidadoso entramado que Nabokov ideó para su obra, se desplomó bajo la crudeza de lo evidente. En otras palabras, esa deliciosa visión de Nabokov — tan parecida a la Nínfula histórica — se transformó en algo casi vulgar. El misterio de “Lolita” — como libro y metáfora — dejó de estar oculto entre las páginas de un libro perturbador pero profundamente alegórico y se hizo explícito — evidente, quizás hasta barato — a gran formato y a color.

La cultura occidental — y sobre todo la norteamericana — pareció obsesionarse con la imagen: En Beautiful Girls de Ted Demme, la treceañera Natalie Portman — en una extraordinaria y perturbadora actuación — enamoraba platónicamente al treintañero Timothy Hutton, en un juego de símbolos que no rebasó lo que la rígida moral norteamericana considera aceptable pero que si, desconcertó a más de un espectador. Juliette Lewis — maravillosa actriz de errática carrera — creó toda una nueva versión sobre la Lolita, tomando la mano de Robert De Niro y llevándola a la boca para chupar su pulgar, en el remake de El cabo del miedo. Una y otra, son extremos de la misma idea, análisis desconcertantes de la misma visión de lo núbil, la salud y la juventud deseable. Y es que de hecho, La nueva Lolita Hollywoodense, carece de la extraña ambivalencia de su origen literario. La vulgaridad, más allá de la belleza y de hecho, la imagen barata de la sexualidad que sustituye al símbolo.

Más reciente aún, es la encarnación que creo de La Lolita — la simbólica, más allá de la complejidad literaria y la vulgaridad cinematográfica — la artista austríaca Mercedes Helnwein. Escritora y cineasta, la artista parece profundamente consciente del poder transgresor de la Nínfula histórica y la figura de la adolescente perpetua. Y quizás, para explorar ambas visiones, la re estructuración del mito y la nueva interpretación de la idea de la juventud sexualizada, llevó a cabo una serie titulada Whistling Past The Graveyard, en la que explora de manera visual, exquisita y casi tétrica esa dulzura de la feminidad núbil y tentadora. En sus representaciones, intenta plasmar lo que el estereotipo de la mujer joven culturalmente aceptado rechaza: esa fuerza y belleza de la primera juventud, ese miedo inquieto y sobre todo, esa doliente fragilidad de la Lolita en un instante preciado de belleza. Un tipo de complejidad del mundo femenino que pocas veces se analiza — mucho menos se reinterpreta — y que crea toda una nueva perspectiva sobre el viejo mito de la sexualidad primaveral.

¿Que es una Lolita? Continúo preguntándome en esta época donde el límite de la juventud y la adultez se ha hecho borroso y frágil, una idea cultural poco comprensible. Lo hago, en medio de esta nueva generación de niñas que abandonan el mundo infantil demasiado pronto, que muestran su sexualidad con un desparpajo impensable en otras épocas. Lo cuestiono, mientras las cifras de abuso sexual a niñas aumenta, mientras el embarazo adolescente se hace una cifra alarmante. Y sobre todo, al mirar esa juventud contemporánea, irreal y radiante, sin edad, quizás sin género. Una invitación al deseo o algo más turbio y desconcertante que apenas comienzo a definir.

Lolita y lo perverso: una visión sobre el bien y el mal.
Leyendo a “Lolita”, puede comprenderse los problemas que tuvo su autor para conseguir publicarla en una sociedad rígida y puritana que de inmediato, se horrorizó por lo que leía. Es una historia escandalosa, eso no lo duda nadie, pero más allá de eso, “Lolita” tiene la cualidad de obligar al lector a un cuestionamiento casi involuntario, incluso doloroso. El autor siente un enorme respeto hacia las historias: lo que leemos es lo que pudo imaginar, el mundo que creó para que sus personajes lo habitaran, en su inocencia o crueldad. Pero no brinda una opinión ni tampoco hacer menos crudo el planteamiento. De hecho, es esa sordidez de lo intelectual — ese cuestionamiento duro y puro — lo que hace a la novela creíble, dura e incluso comprensible. El lector se convierte en un testigo involuntario — casi un cómplice silencioso — que aceptar, casi por las buenas, las motivaciones de ese Humbert Humbert, retorcido y tan humano. Es esa ausencia de señalamiento y opinión lo que hace tan abrumadora la experiencia de la narración, que no ofrece — ni jamás tiene intención de hacerlo — un juicio de valor, una censura, una moraleja. Claro está, una historia como la de Lolita necesita ser reprobable, que la odiemos un poco, que podamos señalar el pecado y lamentarnos de su existencia para hacerla soportable. Pero Nabokov se resiste a brindar esa última absolución: Lolita solo cuenta, no juzga, tampoco se mira así misma como una lección que se aprende, como una transgresión moral. Eso lo que irrita, preocupa quizá. Subyuga, sin duda. Pero el libro no puede evitar ser polémico y de hecho, tanto como para que el debate sobre viejos y nuevos tabúes se entremezclan entre sí para justificar la mera existencia del texto. Como si se tratara de una batalla de ideas a medio digerir sobre el sexo - lo prohibido y los temores que engendra — la novela continúa sostenida a medias por una percepción sobre el dolor y lo improbable que continúa siendo de difícil análisis. El debate se extiende en todas direcciones y puntos de vista, pero en esencia Humbert Humbert encarna la dualidad dolorosa y perpetúa del pecador. El periodista y crítico literario francés Bernard Pivot resumió el argumento casi con sencillez “Fuera de la mirada maníaca del señor Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Este es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa”.

“Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul” (Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía). Con estas palabras en apariencia románticas, Nabokov comienza el recorrido por una historia que continúa desafiando explicaciones sencillas. En ella confluyen lo moral, lo ético y lo que subyace bajo todo lo demás: puede ser el retrato de un pedófilo, obsesionado con sus propios demonios y que encuentra en la pequeña Dolores Haze el símbolo del deseo. Pero también puede ser la historia de una niña corrompida que sobrevive a las paranoias de un pervertido. O puede ser la de la Lolita sádica que manipula y disfruta con el dolor de un hombre enfermo, inestable y destrozado por su propia incertidumbre. La autobiografía de un demente y un renacimiento en esa visión triste de la sexualidad como pérdida de la identidad. Todo eso puede ser “Lolita”, pero eso solo puede decirlo — traducirlo — el lector: el que tal vez se ve reflejado en esa oscuridad exquisita del relato, en la falibilidad de la naturaleza humana, en el temor que engendra toda debilidad.

El manuscrito original de la novela fue rechazado por al menos cuatro editoriales — la leyenda sobre el texto insiste que fueron más de diez — y al final, sólo Olympia Press de París decidió publicarla, el 15 de Septiembre de 1955. El catálogo de la editorial incluía exclusivamente novelas eróticas y tal vez por ese motivo, la noción de Lolita como un texto sexual continúa siendo parte de su mito o mejor dicho, de la percepción general sobre la historia como un hito en la forma como se concibe el erotismo en la actualidad. No obstante, la historia es un revisión durísima sobre el miedo, el deseo y lo moral, todo en clave de un romance fragmentado que el autor narra desde un punto de vista cuestionable. Es quizás una de las pocas novelas contemporáneas, capaz de hacerse preguntas directas sobre lo obsceno y además, ridiculizar la moral con planteamientos intelectuales sobre el temor a la oscuridad de los deseos y la perversión. Sin sermones de por medio o mucho menos lecciones morales, Lolita es un peculiar recorrido por lo que consideramos moralmente aceptable. Con una prosa brillante, la estética se encuentra al servicio de esa insidiosa necesidad de señalar y cuestionar. Como si el erotismo apenas sugerido, transformara la obra no en una mera mirada sexual sobre lo retorcido, sino en una forma de desafiar tabúes tan antiguos y complejos que difícilmente podemos rastrear su origen. La novela confronta, lucha contra lo evidente y al final, no es otra cosa que un reflejo de lo que somos, lo que tememos y lo que ocultamos bajo el refinamiento espiritual del que presume con tanta frecuencia nuestra cultura.

Para Nabokov, el misterio de Lolita no pareció consistir en lo que se muestra — lo evidente, lo llanamente procaz y perverso — sino en lo que se esconde, lo que el lector puede percibir por momentos, ese otro paisaje que se dibuja en el trasfondo. Una sutileza donde Nabokov el obsesivo, triunfa en esa ambigüedad de lo que expresa a voz alta y lo que desea callar. Una dualidad que sin duda sostiene el el discurso de la novela entera. Porque quizás para Nabokov el verdadero reto de “Lolita” no fue lograr ese delicadisimo equilibrio entre la luz y la sombra, la belleza y la obscenidad, sino permitir que la la balanza se incline hacia un lado u otro a través de pequeños golpes de efectos. El misterio de lo que seduce o mejor dicho, el enigma que logra cautivar.

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