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Las celebraciones navideñas en mi familia solían ser multitudinarias y bulliciosas: la vieja casa de la abuela recibía con las puertas abiertas a todos los parientes que pudieran llegar, junto con sus amigos, compañeros de vida o cualquiera que quisiera compartir las fechas junto con nosotros. Había algo festivo y tosco en la algarabía de los platos que corrían de mano en mano, de los gritos y risas, los niños que corrían de un lado a otro. Desde muy temprano por la mañana había olor a polenta, bacalao y al guiso de hallacas, copas de vino tibias con sabor a especias que pasaban de mano en mano, tazas de café muy fuerte y villancicos en al menos tres idiomas. Somos una familia de inmigrantes y como tales, la navidad y el año nuevo revisten un significado un poco más profundo que la mera idea de levantar copas y compartir mesa. Había un ambiente de profunda alegría melancólica, con los viejos relatos repetidos años tras años, del país perdido, los familiares que se habían quedado al otro lado del mar, la vida en el país adoptivo. Mi abuelo sobre todo, nunca perdió el hábito de hablarme sobre su última noche en su natal Nápoles. Sonreía con la boca rígida y sin que la sonrisa llegara a los ojos, para hablarme de la imagen de su madre y su hermana menor de pie en el muelle. Del azul magnífico del mar. De las piedras que se elevaban para crear pequeños pináculos abiertos. Un paisaje que jamás volvió a ver de adulto a pesar de todos sus esfuerzos.
— ¿Por qué no volviste? — le pregunté una vez. Se encogió de hombros.
— Ya no había a donde volver.
Quise preguntarle cómo podía decir semejante cosa, si había miembros de la familia que aún seguían viviendo en Nápoles. Si aún por años, recibió cartas de sus sobrinas nietas, si todavía había fotografías de la vieja casa. Pero no lo hice. Abuelo tenía una expresión solemne y triste. Pensé en que era la misma que le había visto cuando su hermano había muerto, unos años atrás. Un luto silencioso, doloroso y sin nombre.
— Quise mucho a mi pueblo. Los recuerdos todos están muy vivos — prosiguió — pero ya no son reales. Ya no es lo que existe, sino lo que recuerdo. No quiero ver eso.
No supe que responder. Supongo era muy joven para entender un sentimiento semejante o había perdido muy pocas cosas, para imaginar qué podría sentir mi abuelo, mientras rememoraba el país perdido, la infancia lejana. De modo que le abracé y me quedé apretada contra su pecho enorme, escuchándole respirar con lentitud. El olor a tabaco que siempre le acompañaba me rodeó y me recordó todas las veces en que me había contado historias parecidas. Cuando me mostraba las fotografías ya apenas visibles de los parientes que habían muerto tanto tiempo atrás. Me pregunté si abuelo se arrepentía alguna vez de haber subido al viejo barco que siempre me describía como “una chatarra rota llena de quejidos” y haber venido al caribe radiante, a la Venezuela amable en la que formó familia y vivió el resto de su vida. No me atreví a preguntar eso tampoco.
Hace unos días, encontré la fotografía de abuelo. Murió hace casi doce años atrás. Lo hice en casa de una de mis pocos parientes que aún continúan en el país y que casi por casualidad, atesora los viejos recuerdos familiares. Levanté la fotografía e intenté contener las lágrimas.
— El abuelo no habría creído esto posible — dije.
— ¿El qué? — preguntó mi tía.
— Esto que está ocurriendo en Venezuela.
— Quizás lo habría comprendido mejor que tu y que yo.
“Esto” por supuesto, es la emigración de millones de Venezolanos para escapar de la crisis económica y social en que se encuentra sumido el país. “Esto” es la colección de ausencias. Las casas vacías, los lugares en la mesa solitarios. Las llamadas ansiosas, las despedidas entre llantos. Esta tragedia a cuenta gotas que nadie entiende demasiado, que se convirtió en un fenómeno de proporciones inesperadas y monumentales. La emigración que ya no una decisión, sino como una huida apresurada, una decisión inevitable, casi de pura supervivencia. ¿Lo habría comprendido abuelo? Miré la fotografía. La recordé de inmediato. Por años, estuvo colgada en la pared de la habitación de costura de la abuela. Al abuelo se le ve muy joven y erguido, con el cabello aún oscuro — llegaría a tenerlo muy blanco -, un traje elegante, una mano en un bolsillo, a la usanza de la época. A su lado, sonríe mi madre. Una niña pequeña y rubia de ojos brillantes que lleva una cofia de encajes. El aire de inocencia de la imagen me provocó dolor, aunque no supe de inmediato el motivo.
— ¿No…te asusta a veces todo esto? — digo.
— Me aterra — tía vino y se sentó a mi lado en el sofá — tengo tanto miedo que a veces, creo que es todo lo que siento.
Nos quedamos en silencio. Los hijos de mi tia emigraron hace ya casi dos años, ambos a la Italia que mi abuelo abandonó casi cien años atrás. Después lo hizo mi prima menor. Cuando la despedí en el aeropuerto, me abrazó con fuerza. Temblaba, el cabello muy corto me rozó la mejilla. La escuché llorar sobre mi hombro.
— ¿Vas a cuidar a mi mamá? ¿Te cuidas tú?
— Vamos a estar bien — le respondí por decir cualquier cosa. Ella no me soltó.
— Tengo un miedo terrible de no verlas otra vez.
Recuerdo la escena mientras mi tio nos sirve a tía y a mí una copita pequeña de Limoncello. Antes, el licor se preparaba cada navidad para agasajar a los invitados: Cuatro y cinco botellas que se mezclaban con la torta negra, que se bebían en el almuerzo y a la cena. Pero ahora nadie puede costearse un lujo semejante. De manera que sólo se trata de una copa diminuta, medio dedo. Tio se sienta a mi lado, con un suspiro. Ha envejecido desde que sus hijos abandonaron el país. Tiene el cabello ralo, las sienes muy marcadas, las arrugas de las comisuras de los labios más profundas. Un viejo, pienso con un sobresalto. La vejez de la tristeza, quizás.
— ¿Qué harás para navidad? — me pregunta.
— Creo que me quedaré en casa, tengo mucho que trabajar.
— En navidad no se trabaja — salta mi tia.
— Ven con tu madre y comemos en familia.
No sé que responder. Mi madre y su esposo probablemente viajarán para evitar…¿qué? Aprieto los labios. La sensación de amargura se hace un leve palpitar en alguna parte de mi mente. Nadie desea afrontar este silencio. Nadie desea mirar la mesa de sillas vacías, asumir que la familia está desperdigada alrededor del mundo. Que las risas y las conversaciones las intentan sustituir las llamadas telefónicas, los largos correos electrónicos, las conversaciones por Skype. Pero la soledad es la misma. Esta sensación hueca, fragmentada de un temor absurdo y sin forma que llena todos los espacios, que te deja a solas en esta consciencia de haber perdido más de lo que te atreves a admitir.
— Yo llamaré a tu madre — dice mi tia. Y sonríe. También ha envejecido, está cansada, afligida — si apenas…
— Los que estamos tenemos que al menos, mantenernos juntos — dice mi tio.
Tomo un sorbo de Limoncello. El sabor dulzón y muy fuerte me sacude como una sensación vívida, un pensamiento que toma forma con rapidez. “Los que estamos”. ¿Cuántos miembros de mi familia aún permanecen en el país? me pregunto con crudeza. ¿Menos de quince? ¿Diez? Casi toda nuestra familia emigró durante la última década. Una lenta despedida que terminó en resignación. La sensación de pérdida que parece abarcarlo todo, que se extiende en todas direcciones como un silencio casi tenebroso. Los ojos se me llenan de lágrimas, me quedo muy quieta. Tío me pasa un brazo por los hombros.
— Ya veremos como sobrellevar esto — dice — ya veremos.
No sé que responder a eso. Tal vez no haya una respuesta, en realidad.
***
Sentados todos juntos en la mesa, aún sobran varios puestos. Mi tío y mi madre sirven las hallacas, el bacalao y la polenta. Mi tia escancia las copas. Corto el pan con torpeza. Las manos me tiemblan de puro nerviosismo. No sé que me asusta tanto, no sé qué me hace sentir tan profundamente triste y afligida. O quizás si lo sé y reconocerlo, me lleva un esfuerzo que no puedo afrontar de inmediato.
Apenas somos cinco a la mesa. Una conversación educada, en voz baja. Hay pocas risas. Mi tia comenta sobre la vida de mis primos en Roma, de mi prima en Madrid. Mi madre cuenta una anécdota de uno de mis tíos, que vive en Chile desde hace seis años. “Por fin pudo preparar hallacas” dice “lo intentó todo este tiempo, hasta que finalmente…” todos sonríen con cierta condescendencia cariñosa. Intento sonreír también pero no lo logro. Tengo la sensación que algo artificial en toda la escena, algo tenso. O quizás se trate sólo de mí, abrumada y aplastada por la tristeza, por esta desazón sorda y ambigua que no sé como llamar y tampoco como definir.
— Estás callada.
Mi madre me encuentra sentada en el balcón de mis tíos, pulcro y diminuto. En cierta forma, tiene el mismo olor que el jardín de la casa de mi abuela, con su albahaca frondosa, su tomateras cargadas y las trinitarias de un rojo encendido. Miro a la ciudad que pende más abajo. Oscura, vacía y silenciosa. De vez en cuando escucho ráfagas de música navideña. Hace un rato, alguien lanzó un sonoro petardo que reverberó entre el concreto de los edificios de ventanas oscuras que nos rodean. Después, el silencio.
— Sólo triste.
— ¿Por todo?
— Por todo.
“Por todo”. Me alivia no tener que explicarle a mi madre que el recuerdo de todos los parientes perdidos — quizás para siempre — , me golpea con más fuerza de lo que jamás me atrevería a admitir. Que recuerdo con punzante e inesperada nostalgia mi infancia bulliciosa. Que no dejo de pensar en mis primas, mis tias, mis amigos. En todos los que debí despedir. En la última mirada antes del abrazo. En ese minuto silencioso el aeropuerto, mientras les veo alejarse y partir. En las llamadas telefónicas que jamás terminan bien. “Perdón por llorar” me dijo mi prima mayor hace unos días después de una corta conversación “esto es duro”. “Lo sé, Tina” “No lo sabes” murmura. La escucho suspirar. “O sí, pero…” el sonido de su llanto, bajito y casi infantil. Me sacude el corazón, un lugar de mi misma que no sabía podía doler de semejante forma. El país de las ausencias, de todos los recuerdos rotos.
— Quizás el año que viene serás tú — dice entonces mi madre — ya lo he asumido.
— Mamá, no quiero hablar de eso.
— Va a pasar, eres joven y mereces más que…
No dice nada. Soy hija única y la decisión de emigrar es un peso casi doloroso, que apenas puedo sostener. Podría hacerlo. Podría simplemente tomar dos maletas, libros y huir. Huir a cualquier país. Vivir lo mejor posible. Aspirar a algo más que sobrevivir. Pero…¿Y después? Miro a mi madre y la noto envejecida por primera vez en mi vida. El cabello rubio corto, el rostro de muñeca cruzado por una fina telaraña de arrugas. Los ojos verdes oscurecidos por el cansancio. ¿Cómo podría…? ¿Qué? ¿Abandonarle? Quiero decir muchas cosas. Quiero enfurecerme, pedirle deje de presionar, de hacerme preguntas. Quiero que tengamos una discusión de las grandes, como cuando yo era una adolescente incontrolable y ella una presencia fría distante. Quiero…me quedo en silencio, las manos apretadas sobre la baranda de metal. Los dedos rígidos por la presión.
— No sé que merezco.
— Esto no, la verdad.
Caracas tiene un aspecto roto y desquebrajado. Más allá, el Ávila es una silueta tenebrosa. El país que se cae a escombros. La sensación que he perdido el sentido del gentilicio, que ya no pertenezco a ninguna parte. Que no formo parte de otra cosa que de este dolor compartido, esta comunión en la tragedia mínima. Sacudo la cabeza.
— No quiero hablar de nada.
— Tendremos que hablarlo alguna vez.
— No ahora.
Mi tia me mira con ojos atentos cuando llego a la cocina para llenar la copa de vino. Jamás tomo y cuando lo hago, siempre había una razón. No una muy buena, en realidad. Tia me observa tomar la bebida de un sólo trago y después sacudir la cabeza, aturdida y asqueada. Me pasa el brazo por los hombros.
— No es fácil para nadie.
— Yo sé.
— Quédate tranquila y trata que nada te haga daño.
Más fácil decirlo que hacerlo. Mi madre se despide con un abrazo y mi padrastro me mira preocupado. Tengo las mejillas enrojecidas y las manos me tiemblan. Me acaricia las mejillas con sus manos cálidas y enormes.
— No vayas a manejar.
— Estoy bien.
— Todos estamos bien.
No digo nada. Después, decidiré aceptar la invitación de mi tia para quedarme en su casa. Me quedo tendida en la cama de la habitación que era de mi prima y miro las estrellas fluorescentes que todavía brillan en la pared. Recuerdo cuando las pinto, lo muy orgullosa que se sentía. Las fotografías que me envió por messenger para presumir. La odié por eso. Ahora el recuerdo me hace sonreír entre lágrimas.
— Tus primos hablan con tu tio por Skype — dice mi tia desde el pasillo — vente para que saludes.
Pero no voy. Me hago la dormida. Escucho la conversación a la distancia, las risas, los murmullos. Me vuelvo de espaldas. ¿Por qué tiene que doler tanto? ¿Cómo podrá un país entero librarse de este dolor? En algún punto me quedo dormida realmente y cuando tia entra para traer el té de la noche, me sobresalta el sonido de la puerta. Había estado soñando con abuelo, que sonreía, el sombrero panamá sucio y medio ladeado en el jardín de la casa de la abuela. “El cielo azul de diciembre en Caracas es puro cristal” decía en el sueño. Quizás fue sólo un recuerdo.
— ¿A veces no sientes como que todo esto te devora? — pregunto — ¿No sientes que…?
Tomo un sorbo de té. Manzanilla para los nervios y el estómago. Ya son más de las tres y las manos me tiemblan de cansancio. Pero en casa de los tíos, todavía hay conversaciones y risas. Al otro lado del océano, todavía hay voces que recordar y agradecer. Tia suspira, se mira las manos, luego la habitación, que aún conserva la mayoría de las cosas de mi prima. El poster de su actor favorito en la pared. Los libros desordenados en las esquinas. Las cortinas verdes y gruesas de la pequeña ventana.
— Sí, que te devora y te lleva por delante — murmura — pero…
— Hay que aguantar — completo. Asiente.
— Hay que aguantar. Eso es lo que él diría.
Abuelo, claro. He visto su fotografía varias veces durante la noche. De pie, con mi madre a su lado. Y en otra, muy joven y atractivo, sacudiendo un brazo en una playa de la Guaira. Los ojos claros llenos de alegría. Hay que aguantar, diría mi abuelo. Hay que aguantar, me dijo cuando una vez me habló sobre el largo viaje hasta Venezuela, de los primeros años de trabajo y pobreza, del matrimonio, de los hijos. Hay que aguantar.
— A veces…es tan agobiante — digo — pero…
Tia me toma de las manos. Las aprieta alrededor de la taza caliente. Y nos quedamos allí, escuchando las risas de mi tío, la voz inconfundible de mi primo al hablar, el murmullo de la televisión en algún lugar de la casa.
— Hay que aguantar — digo entonces — sólo eso.
***
Pongo la fotografía de mi abuelo en mi biblioteca. La sonrisa torcida, el cabello abundante le cae sobre la frente. Heredé de él la nariz larga y los ojos grandes. Y nada más. Lo miro y recuerdo mi infancia. Lo miro y lucho contra la sensación que algo en mi interior se rebela, se sacude, se hace casi enorme dentro del espacio estrecho de mis dudas y dolores. Lo miro y pienso como debió ser para él ser un joven que debía huir de su país. Que debía tomar la decisión de abandonar todo lo que conocía y quería, para comenzar otra vez. Ahora toda su familia recorre el camino de regreso. Se contempla en un espejo torcido. Perdido, sin forma, distorsionado por el miedo.
— Hay que aguantar — murmuro. Para él, para mí, para los que no están — hay que aguantar.
Abuelo parece sonreír sólo para mí. Tan lejano en el tiempo. Un recuerdo fragmentado, un silencio de pura ausencia que no reconozco y que quizás no llegue a entender jamás.
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