martes, 4 de diciembre de 2018
Del dogma, la teoría y los misterios: La Iglesia Católica, la mujer, el sexo y el prejuicio.
La sala se encuentra atestada de oyentes. La mujer de pie en el centro de la tarima de acusados, mira a la concurrencia con el rostro pálido y tenso. Va desnuda, con las manos atadas al frente y el cuerpo cubierto de latigazos. Se le acusa de “estar poseída” y quien lo hace, es su aterrorizado marido, que observa el juicio a prudente distancia. Ya ha contado al que quiso escucharle que su mujer temblaba sobre la cama, lanzaba gemidos y ponía los ojos en blanco, mientras cumplía el santo deber del lecho conyugal. Explicó además, el aspecto de la piel enrojecida y cubierta de sudor, las caderas vibrantes. “Está enloquecida” gritó al juez Inquisidor. Luego, tomó asiento, a cierta distancia de la mujer que le dedica miradas desconcertadas, la barbilla temblando de angustia. Intenta ignorarla. En la sala, un silencio lleno de una excitación mal contenida agita las cabezas y los espíritus de los fieles que observan y del Juez que se esfuerza por comprender.
Con toda probabilidad, la escena que describo más arriba ocurrió cientos de veces en la Europa azotada por la inquisición. Por entonces, la Iglesia no sólo consideraba el placer femenino directamente relacionado con el pecado sino además, como una forma de rebelión condenable. Como cualquier otra manifestación de la sexualidad, se convirtió en la huella del Infierno en la carne o al menos, esa era la extravagante y peligrosa idea que la Iglesia sostenía con respecto a lo que ocurría en el lecho doméstico. La postura queda muy clara en los detalles del exorcismo de Inés de Moratalla, quien fue acusada de estar “poseída” en el año 1514. Según cuenta Adelina Sarrión en su libro “Beatas y endemoniadas” a la española se le consideró poseída por un grupo de demonios, por el mero hecho de sentir placer: (SIC) “E que después destas pláticas vino un espíritu muy recio y entró en el cuerpo Della gimiendo e le disformó el cuerpo y el gesto e ojos, y empezó a hacer grandes molestias y vexaciones… E que entonces dicha moza dio voces diciendo tres veces: ‘Vení diablos… fuera de su sentido, haciendo muchos visajes”.
También es muy conocida la historia que recoge Mary E. Giles en su libro “Mujeres en la inquisición” sobre la beata Marina de San Miguel (1596) otra mujer ”poseída” por los demonios de la carne. Marina tomó los votos a los 16 años pero eso no evitó que el “diablo” en persona la obsesionara con “llamas infernales”. Sufría (SIC) “una tentación sensual de la carne desde hacía quince años la cual la obligaba a esos contactos deshonestos hechos con sus propias manos en las partes vergoncossas venia en polucion diciendo palabras deshonestas probocativas a lujuria”. Cuando se encontraba con su amiga: “de hordinario cuando se vian se besaban y abracavan y esta… le metia las manos en los pechos, y vino esta en polucion diez o doze veces las dos dellas en la Iglesia”.
¡Qué pecaminoso debió ser la lectura de los cargos de las endemoniadas en plena Inquisición Europea! ¡Y cuantos pueblo debió agolparse en las salas para escucharlo! Por supuesto, algunas mujeres habrán recordado sus propios ardores, en la cama habrán temido lo que podría esperar por ellas, la furia de una cultura que condenaba a la mujer solo por serlo. Porque para la Iglesia Católica, el sexo y sobre todo, la sexualidad femenina siempre ha estado directamente emparentado con el mal. Una idea que no sólo se popularizó en la Edad Media gracias a los grandes autos de fe a lo largo y ancho de Europa, sino también por la mera certeza que la mujer, era para la descendiente directa de la mítica Eva, centro de todos los males del mundo y origen de la noción sobre lo pecaminoso. Para la Cúpula Eclesiástica medieval, fue muy sencillo trasladar la carga de la culpa de la Eva bíblica para arrasar por completo con todo tipo de creencias anteriores al catolicismo, en especial las que celebraban al sexo como parte de una concepción mística sobre el mundo. Como dogma e institución, el catolicismo necesitaba capitalizar y nuclear la connotación sobre la “salvación” espiritual a una idea ritualista, por lo cual la concepción individual de lo místico quedó desechada y poco después, prohibida. Claro está, eso también incluyó la capacidad de la mujer para concebir y el placer femenino como elemento análogo a la concepción.
De inmediato quedó muy claro: para las mujeres del pueblo, el placer era una forma de posesión. Pero ¿qué ocurría cuando el inexplicable “tormento diabólico” fulminaba a una Santa o una Dama? Para ellas, el placer no era pecaminoso, sino divino. Que paradoja la de la mujer aplastada no solo bajo la cultura, sino también por el clasismo. No cabe duda que el placer es democrático y universal, pero la forma de interpretarlo, nunca lo fue. Un buen ejemplo, es la Doctora de la Iglesia, Santa Teresa de Ávila, que se entregaba sin pudor a “la morada equivalente al cielo”, en una experiencia que describía como “la pérdida de sí y de la unión”. “El alma… no puede ni avanzar ni recular. Diríamos una persona, que sosteniendo en las manos el cirio bendito, está cercana a morir de su muerte deseada”. Lo descrito por Santa Teresa tiene un inquietante parecido con la “Pequeña muerte isabelina” y por supuesto, con cualquier narración actual sobre el placer sexual. Pero a la extraordinaria mujer de la Iglesia — exquisita pensadora y piadosa — el placer la transportaba al Cielo en lugar de al Infierno. No olvidemos que el temible Malleus Maleficarum definía a las brujas como la “secta de mujeres que tienen como objetivo dañar a los hombres a través del diablo”. De modo, que mientras la Santa concebía la grandeza de Dios con el cuerpo temblando de placer, las brujas que experimentaban sensaciones parecidas, lo hacían gracias a la intervención diabólica.
Pero viniera de Dios o del diablo, el sexo continuó siendo motivo de debate de pensadores, intelectuales, filósofos y como no, de los doctos hombres de la Iglesia, la mayoría célibes o con relaciones clandestinas que transgredían de manera directa la visión de la iglesia sobre la pureza espiritual. Para todos, el sexo era una prohibición y la sexualidad femenina, una frontera entre lo correcto y una idea de la maldad vulgar y casi grotesca. Con el transcurrir de los siglos, el debate sobre la capacidad sexual de la mujer se hizo cada vez más elaborado, pertinaz y sobre todo, acusador. Se habló que el hecho que una mujer gozara en el lecho matrimonial era una forma de perversión “inconcebible” y como si eso no fuera suficiente, que se trataba de una forma de condena inmediata y violenta. El sexo era la invitación a un pecado mayor que la Iglesia condenaba directamente: el de la perdida de la Gracia en favor de los humores inferiores de la carne. El éxtasis de la mujer se llegó a etiquetar como un hecho contra ordinem naturae: La sola idea de que la mujer — considerada un macho defectuoso, cuyo cuerpo sólo tenía por objeto brindar un refugio seguro y temporario al nacimiento de la vida humana — pudiera disponer de su placer a cuenta propia era escandalosa. Peligrosa. Y siguió siendo durante largos siglos, al amparo del prejuicio y el dogma.
Una y otra vez la Iglesia insistió en que el placer era la puerta abierta hacia el Infierno y que el sexo sólo debía tener como único objetivo la procreación. De manera era condenado viva voz desde el púlpito, llamadas sin disimulo alguno como obras del demonio, convirtiendo quienes incurrían en su práctica en condenados. De hecho, en un texto de Pablo de Hungría se daban instrucciones sobre cuál debía ser el proceder de un sacerdote hacia los pecados de la carne e indicaba que “cuando alguien vierte el semen fuera del lugar especificado para ello” era una rebelión directa contra Dios.
La iglesia y el sexo: una larga batalla a ciegas.
El papel del sexo en la Iglesia, en especial en las sagradas escrituras, siempre ha sido controvertido. Por un lado, la noción sobre lo sexual está presente en gran parte del Antiguo Testamento pero desaparece por entero en el Nuevo, lo que hace suponer que luego que las sucesivas revisiones y traducciones, añadieron una percepción directa y violenta sobre el sexo. Sobre todo, por el machismo de la visión judaica y sus herederos más inmediatos, como son los primeros grupos cristianos. Los Evangelios, por supuesto, son una prueba fehaciente de lo anterior. Por años, el papel de la mujer se omitió — tal vez de manera natural al considerarse poco significativo — al momento de narrar lo acontecido durante los años de evangelización de Jesús en Galilea y zonas aledañas. Además, todo lo que se cuenta en el Nuevo Testamento es curiosamente asexuado, en comparación con la forma mucho más directa de analizar las relaciones sexuales — incluso las más escabrosas y violentas — , en otras partes de las escrituras. El hecho trajo como inmediata consecuencia que el sexo fuera no sólo señalado como una idea pecaminosa sino también, limitado a los rígidos planteamientos de los evangelistas.
Pero…¿Como era la relación de Jesucristo con la idea de lo femenino y sobre todo, con el sexo? Quizás nunca lo sabremos. Siendo parte de una sociedad tan represiva y dura como la judaica, ¿Obedecía los dictámenes de una religión que obligaba a la mujer a soportar casi términos de esclavitud con relación al hombre? Leyendo algunas interesantes recopilaciones sobre costumbres de la época, no queda menos que preguntarse ¿Podía Jesús admitir el trato denigrante, duro y sobre todo destructor de la sociedad Judía a la mujer? Su comportamiento con María Magdalena y María, la hermana de Lázaro parece sugerir que no. De hecho, hay pasajes en los Evangelios que a pesar de mostrarse como un hombre apegado a la tradicionalidad judía en algunos aspectos, también muestran a un Jesús en extremo liberal con respecto a su visión de lo femenino. Si nos atenemos a la más estricta ortodoxia de la Iglesia católica, Jesús era un hombre completo, de cuerpo entero y, consiguientemente, sexuado. Dios se hizo hombre, y dentro de esa condición está la sexualidad. ¿Cómo la ejerció? ¿Qué relación mantuvo con las mujeres? ¿Como fue su visión de las mujeres que le rodeaban? ¿Cual podría haber sido su opinión con respecto al amor romántica? Preguntas intrigantes que parecen sugerir otro aspecto silenciado por los evangelios durante mucho tiempo.
Para la Iglesia, la sexualidad de Jesús es un tema tabú del que nunca se habla y es ese enorme vacío de información — o desconocimiento sobre el particular — lo que hace que la comprensión del sexo del catolicismo moderno, sea tan desigual, ortodoxa y represiva. Según la Iglesia, Jesucristo era célibe, a pesar que durante la época en que le tocó vivir, el matrimonio era un requisito casi imprescindible para el hombre judío de su edad. ¿Se trató su soltería de una revisión posterior que pudiera apuntalar la idea del control sobre la sexualidad? Después de todo, la Iglesia primitiva debía luchar contra las reminiscencias de los rituales romanos, célticos y griegos, en los que el sexo era una forma de expresión natural divinizada. La misma idea de la Virgen María — la única mujer con relevancia en el Nuevo Testamento — tiene una directa relación con la forma en que la Iglesia de los primeros tiempos concibió el hecho femenino y el mensaje sexual que lleva aparejado. María era Virgen — antes, durante y después del parto, según una oración católica — lo que convierte a su concepción en un acto divino por necesidad. Pero además de eso, María representa uno de los aspectos de la Diosa Muda del bosque celta— la doncella — y sólo una mirada a las Divinidades de Griegas y Romanas. Para el catolicismo, la mujer, el sexo y cualquier expresión de la sexualidad, era no sólo un pecado, sino obra diabólica.
El monoteísmo no sólo exigía exclusividad de culto, sino también un nuevo orden que debía comenzar con abolición del culto a la fertilidad, que por miles de años había sido imprescindible en el pensamiento religioso de la mayoría de las comunidades y tribus organizadas bajo algún esquema moral o cultural. La mujer chamán o sacerdotisa, especie ya rara en tiempos del cristianismo, se redujo a la categoría de bruja en el sentido peyorativo del término, representante de aquello a lo que hay que temer, al misterio de lo maligno, a la noche y la oscuridad primordial. Sin embargo, erradicar a la diosa madre del inconsciente colectivo tuvo que atravesar la expresión de fe convertida en algo mucho más complejo de comprender. Entre otros apelativos, María como madre de Jesús ostenta títulos que sugieren su solapada condición divina, como el de Regina Cœli o el de Θεοτόκος. La Reina del Cielo puede entenderse como la diosa madre que rehusó desaparecer del imaginario colectivo, y se adecuó a los nuevos requerimientos de la religión imperial. Aun así, en el siglo XXI la mujer permanece impedida de ejercer el sacerdocio en la Iglesia Católica.
Por supuesto, habría que definir la noción de la Iglesia Católica sobre el bien y el mal relacionado con el sexo, tomando en cuenta que durante buena parte de su historia, ha debido lidiar con el hecho que sus líderes visibles tienen una visión hipócrita y contradictoria con sus preceptos esenciales sobre el tema. Después de todo, el Papa Alejandro VI tuvo diez hijos de varias amantes e incluso se rumora, sostuvo relaciones incestuosas con su hija Lucrecia, que a su vez, pudo haber sido amante de su hermano Cesare. El Papa Julio II — conocido como “el terrible” — contrajo sífilis durante su reinado y no sólo no lo disimuló, sino que además se dejó ver con las terribles marcas de la enfermedad por toda Roma. El Papa Pío IX no sólo incluyó a grandes obras de la literatura como Madame Bovary de Flaubert en la lista de libros prohibidos por la Iglesia, sino que además, amplió la doctrina de la
Por su lado, Pío IX, agregó Madame Bovary de Flaubert, y la obra de John Stuart Mill sobre la economía del libre mercado a la lista de libros prohibidos del Vaticano durante su largo papado en el siglo XIX. También formalizó la doctrina de la infalibilidad papal y la amplió, insistiendo que el Vaticano era el Centro “del Conocimiento mundial”. Como si eso no fuera suficiente, el Papa Pío IX también protagonizó la llamada “gran castración Vaticana”. En uno de los episodios más oscuros y enfermizos del arte, en 1857 el Papa decidió que la representación de los genitales masculinos podría incitar la Lujuria dentro de la ciudadela de la fe Cristiana. Inflamado por un delirio prejuicioso, tomó un escoplo y un mazo y cercenó los atributos masculinos de todas las estatuas que colmaban los pasillos y salones del vaticano. En un gesto imperdonable para todos los amantes de la escultura y del mundo estético en general, mutiló obras de Miguel Ángel, Bramante y Bernini. Posteriormente y a instancias de la curia vaticana se utilizaron hojas de higuera de yeso para ocultar los considerables daños que tesoros del arte mundial sufrieron durante el terrible episodio. No obstante, cientos de esculturas fueron dañadas por mero deseo irrestricto del venerable monarca Cristiano de negar la belleza del cuerpo humano.
Sin duda, lo religioso sí tiene un origen en la aparición de misterios durante el reconocimiento que el ser humano hace del mundo, y que es a su vez el origen de lo sacro. La vivencia de lo sagrado es producto del asombro del hombre ante el espectáculo que — para su entendimiento — es el universo que habita. Cuando en su cancionero apócrifo Antonio Machado afirmó que «la mujer es el anverso del ser. Sin mujer no hay engendro ni saber», en pocas palabras nos dijo que ella ha sido y es la fuerza generatriz de lo humano, la representación de la eterna búsqueda, característica propia de nuestra especie. Lo mismo el sexo, con su poder sagrado y místico, tal y como se le celebró durante décadas. Es comprensible que el género humano haya identificado en la mujer la generación constante y ubicua del cosmos: vio en lo femenino un símbolo y una realización de lo sagrado. Si asumimos que el pensamiento mítico responde a su propia lógica, la presencia de la mujer resulta natural de la misma manera que el sexo, pues nos evoca el misterio de la vida aún hoy en día, cuando confiamos que la ciencia es llave de muchas puertas. La capacidad de maravillarnos más que racional, puramente emocional.
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