miércoles, 5 de diciembre de 2018

Una vuelta de tuerca al Romanticismo Gótico: Desde “Frankenstein” de Mary Shelley a “Crimson Peak” de Guillermo Del Toro: Castillos, víctimas, antihéroes, vampiros y damiselas en peligro. Todo lo que querías saber sobre la novela gótica y nadie te contó.





Durante las últimas décadas, el terror y la belleza parecen emparentados de manera indisoluble. Sobre todo, para el director Guillermo del Toro, el terror es un pariente cercano del amor. Lo es, tanto como para confundirse entre sí pero sobre todo, para elaborar un discurso latente debajo de los gritos de fantasmas, demonios y otras apariciones escalofriantes. Lo demostró con su película “Crimson Peak” en la que llevó a cabo un elegantísimo ejercicio del género gótico, pero sobre todo, construyó una nueva percepción sobre lo bello y lo terrorífico que sorprendió — y desconcertó — a una buena parte de la audiencia, que llenó las salas de cine esperando encontrarse con una película del terror al uso pero en realidad, se topó con un romance gótico a toda regla. Del Toro convirtió su película en una preciosa reinvención de un género casi en desuso, sino que además, transformó la visión de la escritora Anne Radcliffe en una idea original. Mientras que en los libros de Radcliffe los fantasmas son seres imaginarios o meros delirios de sus sufridas heroínas, en la película la amenaza radica en lo que rodea a la heroína entre piedras ancestrales antiquísimas, un retorcido secreto familiar y el temor como telón de fondo para un argumento mucho más elaborado de lo que se percibe a primera vista.

Se trata de una imagen reconocible para cualquiera: el enorme castillo al fondo de un paisaje agreste, el hombre pálido que lo habita, la doncella que intenta escapar de la oscuridad. Las brujas, vampiros y hombres lobos que pululan bajo la Luna Llena. Para bien o para mal, el género de la novela gótica — ese que imagina el terror desde la elegancia decadente de ruinas, espectros, eventos naturales, sobrenaturales, víctimas y victimarios — es parte de nuestra forma de comprender el terror pero también, de elaborar una idea más profunda y sustanciosa sobre los símbolos perennes sobre lo maligno, el sufrimiento dramático y eso que con tanta frecuencia, se llama “amor dramático”. Porque cualquiera sea el escenario — y sus similitudes — lo gótico tiene una definitiva influencia en la ímproba tarea de brindar belleza a la oscuridad y sobre todo, reelaborar los discursos sobre lo grotesco y lo atractivo en algo por completo nuevo. Por ese motivo, la película de Del Toro pareció navegar en medio de una noción más o menos matizada sobre el terror — que existe en la historia de la película — y la tradición visión gótica, que con el transcurrir de las décadas, el cine ha convertido en algo más. El personaje de Edith Cushing no debe temer por los fantasmas — que en realidad son más bien huellas emotivas que puede seguir para descubrir el misterio central de la historia —, sino a lo que se esconde detrás de las paredes del Castillo familiar en que se ve encerrada por amor. A partir de allí, lo terrorífico se convierte en un poema visual y Del Toro crea algo mucho más potente de lo que la película parece sugerir por necesidad: el renacimiento en pantalla del gótico en estado puro.

No fue una fórmula sencilla de digerir para el público en general. De hecho, los pobres resultados de taquilla de la película — así como las críticas que acusaban a Del Toro de malograr lo que pudo ser una gran historia de terror — dejaron muy claro que sólo una fracción de los espectadores comprendió el sentido clásico que el director intentó brindar a su película. Porque “Crimson Peak” se deleita en realzar la noción de lo lóbrego como una forma de belleza y lo hace, a partir de una estética depuradísima y potente que convierte cada escena de la película en una pieza de arte autónoma. Por supuesto, la fórmula proviene de una persistente idea literaria: La hermoso desde su visión lóbrega o lo que es lo mismo, la ternura de lo siniestro. La combinación de elementos que sostienen una novela gótica ha sido recreada — parodiada, dicotomizada, escindida — en cientos de maneras distintas, para que el resultado sea virtualmente el mismo: desde el viejo manuscrito que narra el horror latente al que se enfrentará el protagonista (y el lector), la antiquísima mansión/construcción familiar con pasillos secretos y pasajes subterráneos, el crimen enigmático que se oculta detrás de las venerables paredes, el amor prohibido — la mayoría de las veces incestuoso — hasta el villano (con una directa relación con fantasmas o cualquier ente maligno de ocasión) que lucha contra el bien en un escenario natural, pletórico de tormentas, luna llena y montañas hacen que el gótico, sea no sólo una recombinación de factores para meditar sobre lo terrorífico a partir de una óptica poderosa y sugerente sino también, una versión de la realidad que se complementa con algo más notorio. Esa convicción del hombre que el bien y el mal son fuerzas absolutas que luchan entre sí en los más diversos escenarios. Y si a eso se le añade un par de retratos que cobran vida o estatuas que sangran, la mirada hacia un mundo dolorosamente hermoso y siniestro capaz de construir la más complicadas metáforas sobre la vida y la muerte desde una perspectiva original.

Lo anterior describe el pleno apogeo del género de la novela gótica: a partir de 1820, el género sufre una lenta pero inevitable transformación que elabora y sostiene el rostro en la actualidad. El Gótico (con toda su carga simbólica, preciosista y elocuente) se transforma en algo más que novelas escritas para aterrar — y sobre todo, para cautivar el morbo colectivo — en algo mucho más depurado, intuitivo y sobre todo, elegante. A pesar del exceso — la novela del género siempre fue excesiva, ya fuera en proclamas amorosas o en sangre derramada — lo gótico se reconstruyó para dar cabida a algo más extravagante y a menudo desconcertante, que cautivó a toda una pléyade de lectores agotados — ¿aburridos? — del clásico relato de terror impecable, pero sobre todo, las convenciones sociales que agobiaban cualquier tipo de literatura enfocada en dirimir y analizar la naturaleza humana. De modo que ese elemento excesivo — la transgresión de normas, clases sociales, identidad e incluso, connotación sexual — hicieron del gótico algo más que una mirada preciosista al terror. Después de todo, en novelas como “Drácula” de Bram Stoker, el Gótico construyó un discurso basado en un erotismo solapado que no pasó desapercibido (ni tampoco fue ignorado) para la puritana sociedad Londinense, que recibió el libro entre exclamaciones escandalizadas pero no por eso, dejó de leer la historia del Conde Eslavo con sed de sangre virgen. El género gótico tiene características cercanas a la pornografía, es muy común que la mujer esté representada como víctima, pero esa noción de la victimización tiene un elemento de sometimiento a cierto placer voluntario que no deja de ser desconcertante y evidente. Lucy Westenra es cortejada por tres hombres, que admiran su belleza y también, agonizan de un discreto deseo por ella. Pero es el Conde, quien la llevará a algo parecido al placer absoluto — la escena en que Lucy yace exangüe pero a la vez, muy cercana al éxtasis sexual, para horror de quienes la rodean es de antología — y más tarde a la muerte. Lucy muere siendo doncella, pero a la vez, se convierte en la amante espectral de Drácula. Después será Mina, quién tendrá sueños “poco recordados” sobre visitas nocturnas y será ella, quién al final, sea el centro de la intención del grupo de connotados caballeros victorianos que destruirán al antiguo azote del vampiro. Pero durante buena parte del segundo tramo de la novela, la joven esposa de Jonathan Harker lleva en la frente una marca roja y muy notoria: la impureza de haber aceptado — a la fuerza, entre gemidos — la sangre del vampiro entre sus labios.

Bram Stoker siempre insistió que su novela era una visión sobre viejos mitos eslavos e incluso, alguno que otro irlandés y que poco o nada tenía que ver, con una historia romántica — o erótica — subyacente. No obstante, las largas parrafadas de Mina, invocando su fidelidad como una forma de luchar contra el vampiro, crean una versión casi subyacente que empalma la novela con el clásico gótico. El amor convertido en sangre. El deseo elaborado como una forma de belleza lóbrega.

El amor duele, la belleza inquieta, el terror seduce:
El género gótico levantó escándalos y la mayoría de las veces apasionados debates sobre su existencia, sobre todo por la evidente relación de las fórmulas literarias de construcción literaria con cierto ámbito cercano a la lujuria. Claro está, el gótico permite y abre la posibilidad de una cierta posibilidad de la explotación de la figura femenina — como víctima y heroína — pero también, crea una definitiva mirada hacia la noción del deseo firmemente enraizado en el miedo y algo mucho más profundo. Fue el Marqués de Sade el primero en crear una historia gótica directamente erótica con “Justine” pero también, el primero en asumir que las convenciones del género estaban directamente relacionadas con una profunda mirada sobre el absurdo y lo reiterativo del sufrimiento beato. Para Sade (convencido de la necesidad de destruir cualquier idea social que pudiera asumirse como algo más que una percepción lógica sobre el deseo), “Justine” fue una gran burla demoníaca no sólo al género gótico, sino a la idea de lo sexual. Después de todo, su personaje es una mujer angelical sometida a todo tipo de torturas sexuales, pero que también es capaz de invocar glorias divinas en mitad de todo tipo de tropelías de carácter erótico. Para el género gótico, las novelas de Sade fueron una percepción inmediata sobre el bien y el mal, pero sobre todo, los límites de lo socialmente aceptable convertido en algo más escabroso.

Las bases teóricas del género gótico nunca incluyeron lo erótico y la belleza siniestra, a pesar que durante buena parte del siglo XIX, se discutió el hecho que ambos elementos parecían relacionados directamente con el género. Según el escritor Edmund Burke “todo aquello que de alguna manera contribuya a excitar las ideas del dolor, es decir, todo aquello que resulte terrible de algún modo… es fuente de lo sublime”. Todo lo sublime es bello, pero no todo lo bello es sublime. Para Burke, el horror surge de lo sublime. Para el escritor — profundamente obsesionado con las visiones de lo bello y lo aterrorizante bajo una misma idea — lo bello (como una mujer virgen, delicada y frágil) puede contraponerse de manera estética y lineal, con lo aterrador, lo que crea una percepción de lo terrible como parte de una idea profundamente humana sobre lo deseable. Tal vez, los razonamientos de Burke, puedan definir mejor que otra cosa a la figura central de toda novela gótica: el Antihéroe del género se encuentra en plena contradicción, pero sobre todo, en mitad de la noción entre lo beatificó y lo demoníaco. Se trata de una figura controvertida que se analiza desde esa versión de lo maligno nacido del sufrimiento, lo que otorga un lustre clásico y extrañamente doloroso.

En “Crimson Peak”, el barón Thomas Sharpe (Tom Hiddleston) encarna lo mejor del estereotipo y le otorga un lustre moderno. Del Toro elaboró su personaje desde antecedentes los bastante obvios como para construir una idea persistente sobre el amor entre el sufrimiento y la maldad como núcleo central de la acción. Como si se tratara del Satanás de Milton — tan sufriente y a la vez altivo — o el habitual “hombre de sentimientos” habitual de la novela Inglesa del siglo XVIII, Del Toro retrata a la “maldad matizada”, convirtiendo a su Thomas Sharpe en una criatura altiva, elegante y sufriente, atrapada entre un melodramático secreto familiar y un amor doliente. Con su clara reminiscencia a las novelas de Anne Radcliffe, Thomas se mueve entre el héroe-villano gótico imagen del hombre impredecible: es taciturno y sujeto a efusiones emocionales explosivas. Marcado por la ambigüedad, Thomas parece nuclear la idea esencial de sus percepción sobre la moral desde la violencia — después de todo, creció en un hogar violento sometido a un tipo de amenaza casi demoníaca con la que aún debe lidiar — y a la vez, es un marginados que sufre y es perseguido por sus apetitos y cruciales debates existenciales.

Extrañamente, Tom Hiddleston encarnó a otro villano gótico en la película “Only Lovers Left Alive” de Jim Jarmusch: Su “Adam” es un vampiro atormentado, exquisito e impenitente que deambula por la decadente Detroit del nuevo milenio, a partir de cierta desazón existencial. El personaje parece directamente emparentado con las nociones de Lord Byron sobre forma definitiva al héroe-villano gótico. Inspirado en Radcliffe, Byron llevó la noción de la maldad elegante a una dimensión totalmente nueva en Lara (1814), Childe Harold (1812) y Manfredo (1817): el antihéroe es atractivo hasta el delirio — En la película de Jarmusch Christopher Marlowe (John Hurt) insiste que la belleza de Adam “es peligrosa” y también, psíquicamente poderoso. De la misma manera que Byron, Jarmusch juega con la noción de lo atractivo como núcleo de una ideas más inquietante: Como si de un personaje de Byron se tratara, Adam tiene ojos penetrantes y gestos que indican una actitud extraña (“un desprecio vital por todo”) y una “imaginación oscura”.

La novela gótica siempre fue transgresora. Sus nuevas reinvenciones crean una percepción elaborada sobre la idea de esa notoria capacidad para rebasar los límites evidentes: En “Drácula de Bram Stoker” de Coppola, Mina (Winona Ryder) es la amante de Drácula, por quien rompe sus votos matrimoniales y cruza el continente en su búsqueda. A su vez, el Drácula de Gary Oldman es el arquetipo del sufriente héroe gótico: Sufre por amor y recorre “Océanos del tiempo” en busca de Elisabetta. Uno y otro, sucumben al amor en medio de la Londres brillante del siglo XIX, pero su amor está destinado al horror. Mina lo sabe y Drácula también, pero ambos se enfrentan a la noción del amor trágico como una percepción de lo erótico muy cercana a un refinado sufrimiento físico. Lo mismo que para las criaturas de Jarmusch (solitarias, delicadas, exquisitas, poderosas), Coppola logró crear un escenario de belleza extraordinaria para sostener un tipo de amor perverso que se sostiene sobre una historia ambigua e inquietante.

El gótico, el terror, el amor y otros dilemas:
La novela gótica llegó a su apogeo en la década posrevolucionaria de 1790. Llamado el momento “clásico” del gótico, las primeras novelas canon del género dotaron de símbolos y metáforas en historias construidas para dotar al miedo de una nueva perspectiva, desde Udolfo (1794) o El italiano (1797) de Ann Radcliffe, El Monje (1796) de Matthew Gregory Lewis y Caleb Williams (1794) del propio Godwin, la ficción gótica alcanzó un tipo de sofisticación que de alguna forma, reflejo a filosofía de la Ilustración y la idea de progreso de la época. Por ese motivo, la profusión de elementos de tecnología en algunas novelas góticas — poleas, gramófonos, dictáfonos — y en las más antiguas, la noción de la escritura como una necesidad ilustrada que podía sostener la trama. Había una idea poderosa sobre dotar a las historias de un peso enigmático de formidable belleza y que además, elaborara una versión sobre lo moral sostenida sobre el cuestionamiento. Los monstruos podían ser Héroes y a la vez víctimas, sin dejar a un lado su cualidad monstruosa. En el Frankenstein de Mary Shelley la idea se hace muy evidente: El monstruo creado en el laboratorio del Doctor Frankenstein no solamente tiene la sensibilidad suficiente para comprender su condición, sino sentir dolor por su marginal sentido del mundo. Una idea que Kenneth Brannagh dotó de un nuevo sentido en la versión cinematográfica de la novela que llegó a la pantalla grande en el año 1994. El director y protagonista, creó una versión del monstruo — un extrañamente ambiguo Robert de Niro — de una persistente angustia existencial que alcanza un nivel de dolor existencial creíble y devastador. Mientras Víctor Frankenstein sucumben a la angustia y quedan aplastados bajo la tragedia, el monstruo vaga por parajes imposibles en busca de significado como una forma de expiación.

Otro tanto ocurre en la película “Entrevista con el Vampiro” de Neil Jordan, estrenada el mismo año y con la misma noción sobre el monstruo humanizado. Basada en la novela del mismo nombre de la autora Anne Rice, la versión en pantalla muestra al mundo vampiro como una suprema soledad brillante: Los personajes debaten sus cuitas morales en medio de una lujuria impenitente y una necesidad insoslayable de sangre. Y mientras los vampiros de Jarmusch casi veinte años después se regodearán de su sed de sangre, los de Rice (tanto en la película como en el libro) sufren por penas y suplicios mortales por completo comprensibles. Louis, un vampiro que recién recibe la vida eterna, vaga por el mundo sumido en una agonía insoportable de tristeza, frustración, impotencia y culpa. El Adam de Jarmusch se encuentra aislado, convencido de su orfandad y entregado a la noción de la vida desde cierta decadencia. Entre ambos, la persistente visión del bien y del mal alternativo crea un puente que une a ambos personajes y a la vez los separa de manera radical: los convierte en antagonistas en medio de una idea idéntica.

Para el Thomas de Guillermo Del Toro, nada es tan sencillo. La casa familiar en que habita tiene un evidente parecido con la descrita en “El castillo de Otranto”, los escenarios agrestes y violentos de los cuentos de horror de Matthew Lewis y las narraciones dolorosamente bellas de Anne Radcliffe en la década de 1790. Pero además, para Thomas Sharpe, la sangre es la condena definitiva. Le une a la casa familiar y también a su hermana, reforzada por la simbología de la nieve empapada de arcilla roja que circunda y aísla a la vieja propiedad en mitad de un valle inaudito e inhóspito. De la misma manera que la casa Usher imaginada por Edgar Allan Poe, la propiedad de los Sharpe es una mirada al misterio y una percepción violenta sobre el miedo. De la misma forma que en el “El castillo de Otranto”, las ruinas de la casa Sharpe simbolizan un vínculo genealógico con un tipo de dolor inexpresable que parece conservarse en las paredes que aún exudan arcilla roja — sangre — y se balancean con precariedad en el lugar en el que reposan. Como el personaje de Louis en “Entrevista con el Vampiro” — que añora su vida humana, primero entre las paredes de su enorme plantación familiar y después, en el piso de Nueva Orleans — , Thomas Sharpe se encuentra irremediablemente vinculado a la belleza y al horror a través de su naturaleza dividida, que la casa en que vive refleja mejor que cualquier otra cosa.

Pero además de la casa aprensiva, claustrofóbica y violentamente peligrosa — un rasgo que la exitosa serie de Netflix “The Haunting of Hill House” rescata de la novela homónima de Shirley Jackson — “Crimson Peak” dialoga también con el poder de la presencia femenina, en un juego de papeles que reorganiza y reconstruye los elementos habituales de la novela gótica. En la película de Del Toro, las mujeres tienen un papel relevante y poderoso, a la vez que se debaten entre el amor y el odio. Lo mismo ocurre en “The Only Lovers Left Alive” de Jarmusch en la que la “Eve” de Tilda Swinton es el centro motor de la acción y “Entrevista con el Vampiro” de Jordan, donde la pequeña Claudia (Kirsten Dunst) es el centro de la sangrienta discordia que eleva la historia del libro a un dramático leitmotiv. La Lucille (Jessica Chastain) de Del Toro es violenta y agresiva, en contraposición con la cerebral y compasiva Edith. Entre ambas, la lucha parece dirigida a una versión del miedo signada por una batalla emocional de monumentales proporciones.

Al final, la película de Del Toro muestra lo mejor del drama gótico y lo hace a través de una imagen radiante: Lucille acaba convertida en una presencia espectral que domina la vieja propiedad familiar y únicamente, es percibida por Edith o en todo caso, encerrada bajo un pacto de silencio que incluye a ambas mujeres de manera mortal. A diferencia que Thomas — amado por ambas y centro de la discordia sangrienta — que se transforma en una imagen ambivalente destinada a desaparecer muy pronto, Lucille permanece en la casa entre la oscuridad, lo suficientemente fuerte como para pulsar las teclas del piano. El instrumento (símbolo de poder y tradicionalmente considerado una forma de expresión de la belleza femenina y masculina) sitúa al personaje en mitad de una mirada dolorosa sobre la permanencia. Lo mismo que el Lestat de Anne Rice, tocando una pieza en el piano antes de ser envenenado, acuchillado y arrojado al pantano o las lúgubres melodías de la familia Frankenstein luego de la muerte de la madre y el hermano menor, el sonido de las teclas parece engendrar un tipo de poder antiguo y profundo que brinda un final extraordinario a la percepción del amor como límite y frontera con el absurdo.

Ya lo decía el escritor Lytton Strachey en “Victorianos eminentes” (1918) “Lo gótico nos recordó por poco tiempo la belleza de lo monstruoso”. Una versión del miedo a mitad de camino entre el deseo y algo más azaroso, una mirada a un tipo de amor peligroso y visceral. Una versión de yo escindida, sublimada y llevada a un nuevo tipo de portentosa belleza que aún resulta reconocible, perdurable y valiosa.

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