jueves, 31 de enero de 2019

Crónicas de la ciudadana preocupada: La muerte de la Capital del Cielo.





De niña, me encantaba mirar a Caracas desde la terraza más alta del edificio en que vivía. A veinte pisos de altura, la ciudad tenía un aspecto reluciente, un diorama de destellos azules y dorados que no tenía nada que envidiar a las ciudades de mi imaginación. Los edificios que bordeaban la montaña, como centinelas silenciosos en medio del verde. La empinada curva que nos separa del mar. Había un elemento tan antiguo y a la vez moderno en el paisaje, que en ocasiones casi podía ver las cúpulas cristalinas que rodean las grandes urbes que describen mis libros favoritos. Los sueños de Asimov, Philip K. Dick y otros tantos, plasmados en esta ciudad pequeña, modesta, pérdida en un valle radiante de un país cualquiera.

Tenía unos doce años y por supuesto, no pensaba en tales términos. Ningún niño lo hace. Lo que sí tenía muy claro, era que Caracas tenía un tipo de belleza extraña y salvaje que nunca me dejaría de desconcertar. Con el tiempo, mi ciudad se convertiría en fuente de inspiración continúa: para mis fotografías, mis cuentos, mis ensayos, mis descripciones apasionadas sobre sociedades posibles enraizadas en la naturaleza y la belleza. Porque Caracas me educó para creer que en una ciudad es posible que los árboles nazcan directamente del concreto o que las ramas atraviesen paredes y fachadas. Caracas es la ciudad en la que las mansiones góticas están rodeadas de edificios de ventanas brillantes. Caracas es la ciudad en que los brotes tiernos florecen en las paredes rotas, en las puertas combadas por la humedad del mar invisible. Caracas está allí, creciente y paciente, en todos los lugares de mi memoria.

Tal vez por eso, me produce un dolor insoportable la ciudad convertida en sombras. Caracas, la radiante, la caótica, la rebelde, transformada en una colección de penumbras tensas. Que poético se escucha, me digo sentada en la misma terraza en la que me sentaba de niña a fotografiar el paisaje nocturno. Que cursi, en realidad, me recrimino. Pero resulta imposible describir de otra manera, la Caracas que sobrevive a duras penas el Chavismo, la devastación de las peores políticas, la más alienantes y violentas. Caracas, convertida en un espacio de enfrentamiento, en una hoja de ruta desigual en medio de una lucha política encarnizada. Caracas, despedazada a trozos, entre ricos y pobres, la violencia y sus víctimas. Caracas, un cascarón vacío de una historia triste que ya nadie recuerda.

— Siempre estuviste enamorada de Caracas — me recuerda una de mis tías — siempre, desde chiquita. Eso ahora, es un poco malsano.

No respondo. Estamos sentadas en la terraza de su vieja casa, en una urbanización de la ciudad muy cerca del Ávila, la montaña símbolo que ha terminado por convertirse en símbolo de cierto desarraigo. A nuestros pies, Caracas brilla a media luz. La mayoría de las luces de la autopista que cruza de oeste a oeste la ciudad se encuentran apagadas — rotas, inservibles, vandalizadas — y las pocas vallas que sobrevivieron a la crisis económica, flotan en la oscuridad desdibujadas y opacas. Otro recuerdo: tenía dieciseis años cumplidos cuando conduje por primera vez un automóvil y lo hice en medio del desfile de luces de la autopista, los anuncios de películas a punto de estrenarse, el neón de las fachadas de los restaurantes al otro lado del río pestilente que circunda la ciudad. Una pasajera del desastre, pensé, mientras una de mis primas me hacía indicaciones sobre la velocidad y otras menudencias. Y todavía me parecía hermosa la ciudad, tan brillante, tan absurda. Fragmentada en mil estilos distintos sin ninguna conexión entre sí.

— No es malsano, es sincero. La quiero porque Caracas sigue siendo parte de mí.
 — ¿Incluso así?
 — Incluso así.

“Así”. Tia se refiere sin duda a la caída en desgracia de la ciudad, su lento desplome hasta convertirse en una peligrosa parodia de lo que fue, alguna vez. Desde hace diez años es el tercer lugar más peligroso del mundo. También tiene el barrio más grande de latinoamérica (Petare) y es quizás, la ciudad latinoamericana con menos progresos urbanísticos y de cualquier otra índole. Caracas fue una excentricidad, un experimento fallido: el dictador Pérez Jiménez la llenó de asfalto y construcciones enormes para distraer la violencia detrás del puño militar. La democracia falible y subsidiaria del petróleo que vino después, se regodeó en una modernización a marchas forzadas gracias a la bonanza petrolera. Hace unos días, el escritor Martín Caparrós decía en una maravillosa crónica que Caracas es “verde”. Árboles enormes en todas partes, jardines descuidados que nacen en cualquier parte. También hablaba sobre las construcciones brutalistas en contraste claro con la cursilería de edificios de la década de los setenta. Una urbe creada al capricho. Una noción durísima sobre esa percepción de lo urbano casi sometida a las transformaciones políticas sin orden ni concierto.

— La estas idealizando — dice tía — y eso siempre es malo.
 — No lo hago ¿cómo podría?
 — Lo haces. Y te gusta hacerlo. Lo haces por el mero hecho de no saber como afrontarla de otra manera.

Me apoyo sobre la reja de seguridad que rodea la terraza: una monstruosidad de acero pesado cubierta de feos ornamentos de hojas y frutas. Muy propio de Caracas, eso. Esos exageraciones de puro lujo combinados con mal gusto. Una vez, mi tía me dijo que todas las casas de la calle, tenían “aspiraciones Europeas, sin saber dónde se encontraba Europa”. Siempre me pareció una buena manera de describir no sólo la exclusiva urbanización en la que vive, sino la ciudad entera.

— La quiero porque aquí nací, pero sabes perfectamente que sé quién es Caracas.
 — “Quien” — tía se ríe — ¿sabes lo raro que es ese modo de hablar?

Supongo que lo es. Pero conozco a Caracas tan de cerca, que es casi imposible hablar de ella desde la distancia del objeto, del lugar, del punto geográfico. Caracas es una mujer malcriada, violenta, estéril. Pero también tiene los cielos más azules en diciembre, una belleza dura como el cristal e igual de inexplicable. Hay noches en que el cielo de la ciudad relumbra en añil, tan claro y transparente que te asombra sea el de un lugar descuidado, destruido por la contaminación y por el descuido. Pero lo es. Caracas es una mujer triste, una Dama lirio pesarosa, decadente y enfebrecida. Una mujer al borde de la muerte pero cuya agonía es tan larga que resulta puro agobio.

En su novela “Victoria”, Knut Hamsun llama “sinvivir” a un espacio vacío y fragmentado del día y de la noche. A la última luz del atardecer. A la agonía que precede a la muerte. Un dolor infinito, inevitable pero también invisible, que está en todas partes y cualquiera de nosotros ha conocido alguna vez. Un término que parece intentar definir ese silencio de las cosas rotas, de las grietas abiertas, de las herida que no se curan.

Pienso en eso mientras intento comprender a Caracas y por extensión, a Venezuela. Y pienso que esta Caracas a oscuras, convertida en una pesarosa visión del futuro, es un símbolo del miedo. Claro está, en nuestro país, tener miedo es algo común. Necesario quizás. Tienes miedo del desconocido que se acerca demasiado, del que te tropieza, del que te mira de manera casual. Tienes miedo de las calles y avenidas, de lo que puede — o no — ocurrir en el transporte público. De la madrugada, de la tarde en sombras, incluso del simple hecho de encontrarte equivocado en el momento equivocado. Porque en Caracas, la seguridad personal ya no es algo de precaución, de cuidar por donde caminas, de conocer la estratificación del peligro, de reconocer el mapa del riesgo. En Caracas, todos somos víctimas aunque no lo sepamos, aunque todavía no llevemos el número de la estadística colgado invisible en algún lugar de lo cotidiano. En Caracas vivimos apresuradamente, huyendo del peligro, abrumados por la posibilidad, inquietos por la presunción de peligro que brota de todas partes.

— Y esas cosas no las recuerdas a menudo — dice mi tía — sólo piensas en la Caracas bonita.

No respondo a eso. No sé como explicarle que nunca dejo en las dos ocasiones en que he estado a punto de morir en Caracas. Es la vez que un desconocido me arrojó al piso y me pateó, para arrancarme de los brazos el bolso en el que llevaba la cámara. No se lo permití y el hombre me apuntó con el arma. La mirada viscosa y enrojecida de la droga. En ese casi imperceptible segundo, pensé que de asesinarme, no recordaría que lo había hecho al día siguiente. Que aquel hombre de manos temblorosas, enjuto y la cara consumida por la adicción, despertará junto a mis objetos de valor con la brumosa sensación que algo había ocurrido. Nada importante, quizás, en la memoria desigual y rota. Al final, el hombre me lanzó otra patada y corrió en dirección contraria. Nunca pude explicarme qué le detuvo. Que evitó que disparara.

La siguiente ocasión, ocurrió en un transporte público. Un muchacho tan joven que seguramente no había nacido cuando comencé en la Universidad, me apuntó a la cabeza durante un asalto en el vehículo. Tenía la mirada despejada, alerta y también, llena de un júbilo salvaje que me asustó más que cualquier otra cosa. Ese muchacho con el rostro cubierto de acné, los dedos llenos de tatuaje, quería matarme. Lo disfrutaría, pensé en ese instante de claridad meridiana antes del terror absoluto. Desea asesinarme. Cerré los ojos y escuché el clic muy claro del metal contra el metal. Pero no ocurrió nada más. Al final, me golpeó con la cacha del arma en la sien y me hizo gritar. Después un pasajero que observó la escena, me contaría que arma no había disparado. El metal cribado encajado entre las piezas invisibles. “Un milagro” dijo el hombre, un anciano tembloroso que lloraba de alivio cuando todo termino. “Se trató de un milagro”.

Pienso en ambas escenas a diario. Quizás cada hora del día. De hecho, podría decir que jamás salen del todo de mis pensamientos. Mientras fotografío, escribo o leo. Mientras río a carcajadas con mis amigos o me tiendo en mi cama con los ojos cerrados, para saborear el silencio de las tardes. Siempre pienso en que estoy viva y pude morir. Que estuve tan cerca que virtualmente, ocurrió un “milagro”. ¿Se trató de eso? me pregunto a veces, con la lógica descarnada del que tiene miedo. No lo sé. Casualidad o milagro, estoy viva. Y eso es suficiente.

Pero eso no puedo contarselo a mi tía, con su cabello blanco repeinado, sus ojos grises llenos de humor. No puedo hablarle del pánico con que despierto de vez en cuando, de lo mucho que me tiemblan las manos cuando debo subir a un transporte público por cualquier razón. Lo asustada que siempre me siento al caminar por la ciudad. No puedo y no quiero. ¿A qué revelarle ese pequeño e incómodo secreto? Siempre tengo miedo, de la misma manera que otros siempre están enfurecidos o llenos de energía. Pero el miedo para mí, lo es todo. Y Caracas, el centro nuclear de esa idea.

— No se trata de cuidarte o no, hablamos que Caracas es peligrosa por el mero hecho de ser impredecible — prosigue — uno nunca sabe lo que va a pasar.

Me ha estado comentado sobre la más reciente anécdota de la violencia: un hombre asaltó a B., su secretaria, en un vagón del Metro de Caracas. La amenazó con un cuchillo, delante de un grupo de usuarios, que retrocedieron atemorizados. Nadie intervino, ni siquiera alguien lo intentó. Solo miraron como el hombre le arrebata la cartera a B. y después la golpeaba en pleno rostro, rompiéndole la nariz y un par de dientes. Cuando bajó del Metro, el resto de los pasajeros se alejaron de ella, sin mirarla, abrumados por una especie de verguenza colectiva. Ningún medio reseña el hecho, uno más entre los cientos de anécdotas de la violencia que pululan en la ciudad. La violencia como parte del paisaje natural de la ciudad.

— Se trata de algo más — digo — se trata de la idea de Caracas como toda una mezcla de sus dolores, de sus defectos. Caracas es Caracas.
 — Poesía — me reclama y me sobresalta escucharla repetir mis pensamientos — Caracas nunca fue tan peligrosa ni tan cruel. Antes…
 — ¿Cuanto antes?

Tía frunce los labios. Esta conversación ya la hemos sostenido antes, tantas veces que siempre parece a misma. Mi tía recuerda una Caracas que no existe, que no comprendo: la Caracas de las calles animadas, de la vida nocturna radiante. La Caracas desbordante de progreso, la Caracas cosmopolita, la Caracas que aspiraba algo más que su destino de simple reconstrucción Urbana. La Caracas que yo conozco es otra: una durísima, destrozada por cien formas de indolencia, resquebrajada por el peso del dolor, de la pobreza, de la indiferencia. La Caracas que cierra puertas para protegerse, la cubierta de rejas. La que es testigo de muertes y dolor. Esa Caracas, la mia, no se parece a la suya.

— Caracas es consecuencia de la historia de este país, más que ninguna otra región o lugar de Venezuela — me dice — Caracas fue primero un sueño: Guzmán Blanco la soñó bonita, afrancesada y falsa. Luego Pérez Jiménez la convirtió en símbolo, la reconstruyó, le brindó un lugar en sus ideas de lo que debía ser el país, ordenado y bajo la bota militar. Adecos y copeyanos se la disputaron. El Chavismo la utiliza.

Todo eso es verdad, pero incluso a pesar de la profusión de símbolos, de ideas y de planteamiento, Caracas sigue sobreviviendo a todo. A pesar incluso, de esa transformación constante, de la insistencia de mirarla como parte de la historia y a la vez como metáfora de un país adolescente, muy niño. Y es que Caracas es lo que creemos de ella, lo que asumimos existe a medias, lo que vemos desde nuestra parcela de la realidad. Caracas puede ser esta ciudad rota y desordenada, el casco histórico a medio rehacer, los barrios variopintos a su alrededor. Puede ser la historia, la que se cuenta todos los días, la que se asume progresista. Pero Caracas es también, un recuerdo de lo que pudo haber sido. De lo que ya no será. Mi tía sonríe cuando me cuenta la primera vez que visitó el teatro Teresa Carreño y se impresionó por sus dimensiones, por lo que significaba.

- Un teatro a la altura del primer mundo — me dice — eso fue lo primero que pensé cuando subí por la enorme escalera mecánica, mirándolo todo como si no pudiera creerlo. El teatro entero olía a nuevo, y era una emblema de la Venezuela Saudita. No había comparación con otra estructura en el país y lo que pensé “Y lo que nos espera”.

No comento nada, pero me entristece el pensamiento. Hace unos cuantos meses, visité el Teatro Teresa Carreño y me entristeció encontrar justo lo contrario a lo que mi madre cuenta. Las paredes agrietadas. Los pisos un poco deslustrados. El Teatro lleno por los cuatro costados de un aire de decadencia lamentable. Y aún así, continúa pareciéndome hermoso, desde luego. A pesar de los jardines secos, de las pequeñas señales de deterioro que nadie se ocupa de restañar y reparar. Como Caracas, con su rostro pintarrajeado para ocultar las arrugas, con la boca torcida de pura amargura. Pero es Caracas, y así la quiero.

— A Caracas se le quiere porque no queda de otra — me dice F., vendedor de frutas en la Esquina justo al frente de la Iglesia de Altagracia — ¿que más va a hacer uno, pues? Hay que querer a esta ciudad.

Voy por allí de vez en cuando, en mi constante deambular por recuperar a Caracas, por recordar como era aunque no la haya vivido. Pero F., es un optimista: lo es incluso en estos tiempos descreídos donde no encuentra azúcar para el jugo y las naranjas son tan costosas que apenas puede comprarlas. Pero el sigue vendiendo el juego porque es “bueno para el corazón” y sus clientes de siempre se los compran. Como yo. Saboreo el sabor muy ácido de las naranjas recién exprimidas con una sensación de emoción casi infantil. Sabe a historia, a pequeños milagros en medio de esta ciudad que no cree en nadie.

— A veces le tengo más miedo de lo que la quiero — le respondo. A él se lo puedo decir — pero también está…es mía ¿se entiende eso?

Mi amigo sacude la cabeza, desgreñado y venerable, con sus arrugas de sol rodeando su sonrisa.

- Mija, el miedo es fácil. Sencillísimo pues: uno le tiene miedo a todo, o podría tenerlo. Pero Caracas es el olor de las cosas que uno vivió en ella. De cada cosa que uno dice “es mío”.

Que poético, pienso de nuevo, terminando de un trago el jugo con una mueca. Que exquisito momento en este, donde Caracas es casi bonita con la cúpula de la Iglesia brillando al sol y este calor beatifico del Verano eterno. Y el olor a ciudad, que es acre, duro y bonito. El olor a todas las cosas. Encaramada en el muro cercano a medio construir, conversando con F., siento que la vida transcurre muy rápido, que tiene incluso un buen sabor. Supongo que así recuerda mi madre a Caracas, a la que fue y ya se desdibuja en el horizonte de la realidad dura y violenta que soportamos en la actualidad.

Para mi la ciudad es otra cosa. Es este jadeo de temor que me sale del pecho mientras camino por sus calles. El mirar sobre el hombro para saber dónde está el peligro. Pero también es el Ávila, tan radiante que incluso a veces me irrita. Que gusto detenerme en cualquier parte para asombrarse por su linea verde y majestuosa, que delicia sonreír, para contemplar su verde inolvidable. Y aún así; no es suficiente. No lo es en medio de la angustia, del sonido de la refriega, del temor.



Mi editor es un hombre colosal. Es la primera palabra que se me ocurre mientras conversamos sentados en la terraza de la Escuela de fotografía donde trabajo. El Ávila otra vez, retoza tranquilo sobre los muros blancos, extraordinario y brillante. Hoy, el cielo azul Caracas lo borda, lo decora, lo pule. Tiene una abundante melena alborotada, una maravillosa barba que rebosa personalidad y una sonrisa de pillo, maliciosa y encantadora. Es la que me dedica cuando le digo que amo a Caracas, que la extraño aunque no la conocí antes que esto. Mi editor sacude la cabeza y suelta una risita.

— Eso es inocencia. Caracas no quiere a nadie, no le importa querer a nadie — dice. Suspira. Mira al Ávila a través de sus lentes oscuros — es una hembra, una mujer dura y loca. Estéril. No te da nada, te lo arrebata todo. Pero igual la amas así, a pesar de todo. La amas, la llevas a todas partes. Las sostienes, la acunas entre los brazos. Caracas es todo, y no es nada. Pero puede serlo.

Es verdad. Y aunque la poesía la describe a medias — otra vez -también esa ciudad suya de contrastes es la que encuentro a diario, con la que tropiezo con más frecuencia. La Caracas que miro a través del cristal sucio de la ventana del Autobús, la que relumbra cuando cruzo la calle a la carrera, entre gritos y el tráfico ensordecedor. La silenciosa de los jardines pequeños y olvidados. La dura, de las noches aterradoras. Y también, la de la violencia. La del Este que lucha, la del Oeste que duerme plácida. ¿Quien eres? Le pregunto con frecuencia. ¿Quienes somos cuando formamos parte de su historia?

***

El Calvario siempre será un lugar privilegiado. Levanto la cámara instantánea con las manos temblorosas. Te quiero Caracas, necesito mirarte. Quiero contemplarte más allá del miedo. ¿Quien eres? El click sonoro me sorprende, me duele, me desconcierta. Parpadeo. Aguardo mientras la fotografía aparece lentamente en el pedazo de papel. Y de pronto, allí está Caracas, la que yo veo, más allá de la muerte y el sufrimiento, más allá del temor. Caracas, inamovible, un recuerdo. La nada que retoza, la belleza que es frágil y simple. La que existe y podría no existir.

Miro la fotografía de Caracas mientras escribo. Y también la otra imagen, la que se cuela a través de la ventana entreabierta. La azul radiante, la maloliente, la real. La cruel. Me pregunto entonces quién eres tu, a donde vas, quien es el deseo. A quien temo y quien soy cuando te miro. Las respuestas son tantas que creo todas son valiosas: eres más allá que eso, más allá de lo que sueñas y paladeas. Te amo, te odio, te necesito, te recuerdo, eres todo lo que soy y más allá, lo que fui. Un recuerdo a trozos. Una visión de mi mundo resquebrajado y quizás borroso, pero real. Esa eres tu, pienso, acariciando con la punta de los dedos la fotografía, esa instantánea que empieza a desdibujarse.

Y quizás, no seas otra cosa que lo deseo mirar de ti, me digo. Lo que no podré recuperar jamás.

miércoles, 30 de enero de 2019

Crónicas de la Nerd Entusiasta: Todas las razones por las que “Polar” de Jonás Åkerlund es el “John Wick”de la decadencia.





En una ocasión, Takashi Miike admitió que decidió crear una épica a la ultraviolencia con su película Ichi The Killer del 2001. El director, obsesionado con la naturaleza del espíritu humano y sus infinitos matices, insistió que el asesinato y el shock de la agresión, podría traducirse en una sátira atroz pero creíble. Muy probablemente por ese motivo “Ichi The Killer” (2001) no sea sólo una película Gore que intenta resumir lo mejor del género, sino además, un poderoso alegato visual que crea y construye su propio vehículo de expresión, una nueva manera de analizar la violencia, más allá de la visión moralista, de sus detractores y sus críticos. La violencia sólo por la violencia.

El director Jonas Åkerlund intenta una perspectiva similar en la película original de Netflix “Polar” (2019), pero no sólo no logra alcanzar el nivel de burla brutal y desinhibida de Miike, sino que además convierte la adaptación del cómic del mismo nombre de Víctor Santos, en una parodia involuntaria del género. El director intenta ensamblar el discurso de la brutalidad y la crueldad alegórica con cierta estética trash, pero la combinación no termina de sostener un guión blando e insustancial. Allí en donde Santos creó escenas de enorme tensión y utilizó el obvio mensaje de explosiones y sangre derramada como una metáfora del caos, Jonas Åkerlund crea un híbrido entre la espectacularidad visual — o el intento de ella — y algo mucho menos sólido, que el retorcido camino del héroe hacia la redención a balazos. El resultado es una película sin personalidad, cargada de clichés y que divaga en sus momentos más bajos, entre todo tipo de líneas argumentales incompletas.

El material original es una obra de extrañísima factura publicada por la editorial “Vértigo” en papel y web, que se distingue por una estética cuidadosa y un guión meticuloso que agregan sustancia a una historia que no resulta una novedad. No obstante, Víctor Santos logra que sus personajes tengan la suficiente personalidad y profundidad para crear una ficción noir de notable factura. Cada viñeta — carente de diálogos, lo que acentúa el poder de las escenas — tiene la suficiente fuerza para hilvanar un recorrido trepidante por todo tipo de escenarios y diferentes países. En su versión fílmica, el argumento carece de engranajes: la historia se desploma desde las primeras escenas — una grotesca puesta en escena de un asesinato coreografiado sin demasiado tino — hasta la persistente estética delirante, con colores sobresaturados y un ritmo más propio de comienzos de la década del 2000, que la vanguardia visual de escenas de violencia que llevaron al éxito a la franquicia “John Wick” dirigidas por Chad Stahelski y David Leitch. De hecho, Åkerlund toma al asesino encarnado por Keanu Reeves como evidente referencia y el escenario tiene alguna conexión con el Universo pesimista y visualmente pulcro en el que habita el personaje. Pero “Polar” carece del equilibrio entre el exceso y lo estrafalario de “John Wick”, por lo que cae en una sucesión de elementos disparatados del todo caótico y mucho menos, un sentido real que permita a la película transitar con comodidad la fina línea entre lo humorístico, lo grotesco y lo banal.

Mads Mikkelsen encarna a Duncan Vizsla, el llamado “Black Kaiser” del mundo del cómic noir: un asesino despiadado que durante buena parte de su vida mató sin piedad pero que al alcanzar los cincuenta años, trata de encontrar la paz. O al menos, es lo que ocurrirá una vez que “Damocles” (la organización criminal a la que pertenece), le “jubile”. Se trata de un trato rentable y sustancioso: Vizsla recibirá a cambio de sus largos años de servicio, una compensación considerable de seis cifras con la que podrá disfrutar lo que le resta de vida de manera cómoda. O al menos, ese es el contrato que Vizsla conocía. Pero de inmediato, el argumento deja bien claro que “Damocles” decidió “reformular” los términos del retiro y en lugar de pagar a sus antiguos asesinos, decide matarlos y recuperar los fondos de la posible compensación. Un plan en apariencia perfecto con un único problema: Al “Black Kaiser” le quedan catorce días para retirarse y antes de hacerlo, decidió poner en orden sus asuntos privados, lo que incluye su extraña vida personal.

Una vez planteado lo anterior, la película se divide en dos líneas claras: La primera sigue el intento de Vizsla por encontrar cierto sentido a su vida. Como siempre, la actuación de Mads Mikkelsen resulta profunda y extrañamente vívida. Su versión del asesino solitario tiene algo de una genuina pesadumbre y es esa sentida noción sobre el desarraigo y la soledad — Vizsla parece incapaz de relacionarse con animales o personas — otorga un indudable aire trágico a su personaje. Pero la película falla al tratar de enlazar el tono lúgubre de la historia de Vizsla, con la línea paralela que cuenta las peripecias del grupo de asesinos más jóvenes que intentan cazar a los más viejos por órdenes de “Damocles”. En un intento muy poco eficaz de traducir la estética del cómic (cuyas ilustraciones en trazos negros, rojos y blancos tienen un apariencia muy poco usual) Jonas Åkerlund se decanta por tonos sobresaturados y una puesta en escena exagerada y barroca. El efecto tiene muy poca coherencia visual y al final, la película se encuentra en un precario equilibrio entre dos hilos narrativos que no sólo no se completan sino que carecen de verdadera coherencia. La disparatada comparación resta peso a las cortas y extravagantes secuencias coloridas, en las que la pandilla de jóvenes asesinos balean con pulso firme a todo el que pueda conducirle a Vizsla. Pero incluso en sus momentos más extraños — y los hay en buena cantidad — “Polar” sabe a poco, a cliché de una época en las que las películas de acción y violencia rendían tributo a los estereotipos con una alegre desfachatez. Con su gore en electrizantes tonalidades primarias, escenas gratuitas de sexo y la búsqueda de un sentido al impulso depredador del Black Kaiser, la película tiene muchos más paralelismos con “Dirty Harry” de Don Siegel (1971) y sus imitadoras. El director, asume el hecho de la violencia desde lo inevitable y lo naturaliza en una sucesión de disparos a la cabeza, cadáveres acribillados y peleas de folletín, que no se sostienen más que en su capacidad para demostrar las flaquezas de la propuesta entera. Por otro lado, con una evidente influencia del cine de Tarantino, Jonas Åkerlund retoma la caracterización de sus asesinos a través de todo tipo de estereotipos. Desde la asiática con peinado — y maquillaje — excéntrico hasta la misteriosa mujer con una amplia variedad de pelucas, sin olvidar el villano operático y delirante, Åkerlund crea una fauna que roza lo ridículo y condena a la película a una percepción del absurdo que supera su intención de hacer volar los cánones de producciones parecidas.

Obviamente, la historia del Dark Kaiser por si sola podría revestir de interés a una narración experimental y arrítmica, pero no resulta suficiente cuando la película alcanza su tramo final y analiza sus últimas escenas desde la conocida noción del héroe solitario armado hasta los dientes, que sobrevive gracias a una habilidad sobrehumana. Las secuencias de acción se convierte en un despliegue de color tan atomizado que las escenas acaban por superponerse entre sí: Åkerlund lucha por unir las dos líneas argumentales pero lo logra sólo a medias. El furioso y mortal Dark Kiser se convierte entonces en una figura aislada, sin contexto y enfrentada a sus debilidades que a la vez, es un personaje virtualmente invencible. Los personajes transitan todo tipo de giros de guión sin orden ni lógica, que transforma la última media hora del film en una disparatada carrera de obstáculos hacia su justificación.

Al final, “Polar” acaba con una incógnita sobre su personalidad: Mikkelsen brinda al personaje una frágil vulnerabilidad rematada por una interesante mezcla entre fortaleza y habilidad, pero para entonces, la película dilapidó por completo su escaso capital de interés y la curiosidad que pudiera despertar su manido argumento. La escena antes de los créditos — que anuncia, quizás, una secuela poco probable — es más que adecuada para redondear una historia incompleta y plana. La nieve cae mientras los personajes miran el paisaje, perdidos y empequeñecidos a la distancia. De nuevo, los tonos grises y blancos saturados dominan la acción. Una despedida gradual a una historia que jamás se contó a cabalidad.

martes, 29 de enero de 2019

Crónicas de la ciudadana preocupada: El país imaginario.




Unos días atrás, alguien me escribió a través de mi página web, para preguntar como me sentía siendo “Venezolana cuando no hay Venezuela”. Además, incluyó su correo con la evidente intención que respondiera y supongo entablar ¿qué? ¿Una discusión? ¿Una larga argumentación? Me quedé sin saber qué decir. En realidad, la frase tenía un sentido — escalofriante, pero sentido, al fin y al cabo — por lo que me quedé obsesionada con el tema.

— Venezuela, como la conociste, desapareció hace años — dice una de mis amigas cuando le comento lo anterior — ¿Que se puede decir de este país que ya no sepas? Estamos en la ruina, somos un estado semi forajido, controlado por las armas por un grupo de delincuentes.

Que palabras duras. Pero ¿eso es un país? me digo mientras intento digerir lo que acabo de escuchar. Nos encontramos en la cocina de mi amiga, a medio desmontar. En dos semanas emigrará a Chile, casi a despecho, incluso sin tener los medios necesarios para hacerlo. Pero para ella, permanecer en Venezuela es impensable. “No puedo continuar en un país sin futuro” dice y la frase — que he escuchado con frecuencia desde hace casi una década — resume el paisaje de las cajas de cartón repletas de objetos, las seis maletas cerradas a duras penas, la tristeza pálida de su rostro.

— ¿Entiendes, no? Venezuela ya no es una opción.
 — Venezuela es más que su gobierno — me atrevo a responder.

Mi amiga me mira en silencio, la boca convertida en una línea tensa. Nos conocemos desde la Universidad y siempre hemos sostenido largas conversaciones sobre la coyuntura política que vimos nacer, sin saber se alargaría dos décadas, el sentido del absurdo de una crisis monumental que devastó todo lo que conocíamos. Nos hicimos adultas en una dictadura militar que endureció su línea y radicalizó sus políticas con tanta lentitud, que apenas nadie notó cuando la libertad se convirtió en un lujo inaccesible. En una de las tantas veces que discutimos sobre el tema, me recordó que el proceso — lento, invasivo y grotesco — tenía cierto parecido con el nacimiento de la República de Gilead, en el libro “El cuento de la Criada” de Margaret Atwood. “No sabía lo que soportamos, pero lo hacíamos” recitó en voz baja en una oportunidad. Ahora pienso de nuevo en la frase y me pregunto si el efecto de la rana que se cuece a fuego lento, me transformó en otra mujer. Me hizo un ciudadano menos consciente de la pérdida de sus derechos, atrapado en una especie de noción incompleta sobre un país a fragmentos. Es un pensamiento inquietante. Es uno que me atormenta a toda hora y que me hace sentir que el país me desborda o mejor dicho, erosionó una parte de mí, que se encuentra rota de manera irremediable.

— Venezuela es más que su gobierno, pero ahora mismo, el Gobierno devastó todo lo que este país podría haber sido — me dice en voz baja e irritada — ¿No lo ves? ¿de verdad? ¿No ves que ya no hay nada rescatable?

Aprieto las manos alrededor de la taza de café que tomo. Mi amiga se pasa la mano por el cabello y se queda muy quieta. La cocina parece enorme en este silencio. Recuerdo cuando la visité por primera vez: ella era por entonces una recién casada, embarazada de dos meses — ¡Pero no esperé ni un poquito! dijo cuando me lo contó de pie en el mismo lugar en que se encuentra ahora — y con una enorme sonrisa de alegría. Su esposo había logrado un crédito pagadero en plazos cómodos y mi amiga, un bono cuantioso en el bufete en el que trabajaba. La primera inversión fue el pequeño apartamento de dos habitaciones, un salón con un amplio ventanal…y la gran cocina de madera, que un propietario anterior había hecho traer de España, una década y media atrás. O eso me explicó, mientras abría y cerraba gavetas y puertas. Recordé el olor fresco de la madera, el sonido feliz de su voz. La luz que entraba por las ventanas abiertas del salón vacío. “Siempre soñé con una cocina que oliera a pino” me contó.

Diez años no es mucho tiempo, me digo ahora, pero en Venezuela, es el equivalente a un siglo. Mi amiga ahora es madre de dos, esposa divorciada, a punto de saltar al vacío y emigrar a un país, con el único aval de sus deseos de trabajar y lograr la estabilidad que en Venezuela, resulta impensable. La cocina perdió su olor a pino, su vida toda la cualidad de promesa. Y ahora estamos aquí, en un silencio que tiene algo de ominoso. El bombillo que pende del techo se mueve de un lado a otro: las sombras van y vienen a nuestros pies. Diez años en que Venezuela se precipitó a un caos inconcebible, que nadie podía prever. Que nadie realmente quiso creer podía ocurrir.

— Me niego a creer que el país sea sólo el conjunto de las decisiones catastróficas del poder — le digo — Entiendo que ahora mismo, la situación es inviable. Que vivir aquí es un riesgo enorme. Pero el país…

¿El país, qué? me digo. Los ojos se me llenan de lágrimas y no sé qué otra cosa agregar a la frase. Para ser franca, no sé como explicar la frustración, el miedo y la confusión que me agobian, incluso en medio de un proceso político incierto que podría conducirnos a una nueva etapa política. La esperanza está, el deber ser es obvio. Pero ¿Qué ocurre en realidad? ¿Qué espero de un país en ruinas a niveles intolerables? ¿De un estado policiaco y militarizado? ¿Qué puedo esperar a mediano y largo plazo? Mi amiga sacude la cabeza, el rostro congestionado, el cuerpo rígido de furia.

— El país es su gente, Agla. No los accidentes geográficos. ¡Estamos hablando de un país en el que te pueden matar por cualquier razón! ¡Por llevarle la contraria a un enjambre de militares que no van a soltar el poder así de fácil! ¿O tu crees que este Estado convertido en una maquinaria criminal se dejará avasallar? ¿De verdad lo crees?

¿Lo creo? No lo sé. Durante los últimos días, la historia de Venezuela avanzó en un brusco acelerón, algo que no había ocurrido durante veinte años. La situación política, social y cultural se había transformado en un ciclo tóxico en el que el gobierno tenía todas las de ganar. ¿Qué ocurre ahora? me pregunto con cierta crudeza. ¿Realmente crees que un líder legítimo pero sin poder real, podrá enfrentarse a un aparato ideológico violento, que usa las armas de la República en su beneficio? ¿En realidad creo en la posibilidad de una transición política? ¿En que Venezuela sea…? ¿Qué cosa? ¿Lo que imaginé de ella?

Han transcurrido veinte años desde que Chávez llegó al poder y la democracia perfectible, llena de vicios pero sostenible que el país había conocido hasta entonces, desapareció. El proyecto chavista no sólo arrasó con la noción de un Estado como parte de una herencia cultural colectiva, sino que lo transformó en un proyecto personal, adosado a la personalidad carismática del Líder único. Crecí en un país en el que el presidente podía insultar a los ciudadanos a gritos, que podía mofarse de las instituciones, que usaba el poder de su personalidad para alentar una lucha de clases violenta y potencialmente fratricida. El país que recuerdo a medias de mi adolescencia, quizás nunca fue real. No existe más allá que mis deseos de creer que Venezuela fue antes, el país casa y hogar que nunca he conocido. ¿No era una niña la primera vez que Chávez intentó asaltar el poder? ¿No era una niña cuando vi por primera vez un vehículo militar enorme junto a la calle en la jugaba? ¿No era una niña cuando aprendí a diferenciar el sonido de una bala del estallido de un fuego artificial? ¿No era una adolescente aterrorizada la primera vez que salí a una manifestación pública? ¿He conocido otra cosa que escasez, restricciones y el terror político convertido en una forma de cotidianidad? ¿No es eso lo que ocurre desde que tengo memoria?

— Dime si realmente crees que esto acabará pronto — dice mi amiga con los ojos muy abiertos y brillantes — dime si de verdad crees que esto está cerca de acabar.
 — No lo sé — admito — no sé en que creo. Sólo sé que el país en que nací, es algo más además de todo este horror político.

Mi amiga se seca las lágrimas con un manotazo, sacude la cabeza. Comienza a abrir y cerrar gavetas, como la primera vez que me llevó a la cocina, cuando su historia como adulta comenzó. Pero esta vez, saca puñados de cubiertos, los arroja a una caja abierta. Todo lo que tendrá que quedarse porque su nueva vida cabe en dos maletas. Todos los recuerdos de una vida que acabó, que ya no es suya. Platos, libros, las cortinas dobladas con cuidado en una esquina. Las cosió su madre: encajes verdes sobre una preciosa tela beige. La madre de mi amiga murió hace dos años, víctima de la diabetes. No pudo comprar por meses la insulina que necesitaba debido a la escasez de insumos.

— Eres inocente — dice mi amiga.
 — Seguramente.
 — En este país eso es peligroso.

En Venezuela, casi todo es peligroso. El espectro es tan amplio que al final, todo te produce miedo, todo te provoca la leve sensación que te encuentras en un peligro latente. Quejarse en voz alta, manifestar tu voluntad política. Cosas tan simples como enfurecerse contra el gobierno, señalar y criticar a un vocero político gubernamental. Pero hay más cosas peligrosas, en las que nadie piensa: Hay presos políticos cuyo único delito es un Tweet provocador. Presos políticos que estaban de pie en la calle, en medio de una manifestación, sin hacer otra cosa que observar lo que ocurría. Presos políticos sólo por ser líderes de su comunidad, por ser parte de procesos políticos que han terminado descabezados o reprimidos a través de la violencia. En Venezuela, todo provoca miedo. Todo es un riesgo medido. Todo puede conducirte a un desastre imprevisible.

— No digo que te vayas si no lo deseas — dice — sólo que entiendas que sí, esa persona que te escribió tiene razón: Eres un ciudadano sin país. Venezuela dejó de existir, dejó de ser un lugar y se convirtió en un conflicto político que destrozó el gentilicio.

Hace tres años, cuando mi amiga se divorció, su ahora ex esposo almorzó conmigo para despedirse antes de emigrar a España, en donde le esperaban sus padres y dos de sus hermanos. Se encontraba afligido, agobiado. Me habló del durísimo proceso legal de la separación, del miedo de perder la custodia de sus hijos — como de hecho, ocurrió -, de la posibilidad de volver. Por último, se quedó en silencio, confuso. Parecía diez años mayor de lo que era. Delgado, las mejillas barbudas. Había perdido el trabajo dos meses atrás y parte de la decisión de emigrar — la huida, recuerdo haber pensado — tenía relación con eso. Las manos le temblaban, la ropa le venía grande. Pensé que el divorcio le había golpeado con fuerza. Se echó a reír cuando se lo dije.

— El país, no el divorcio — me aclaró — no es tanto el matrimonio roto, que tiene su peso, sino que no tengo a donde volver. Ya no hay un lugar al que pueda llamar casa. Me voy a otro país a hacer lo que pueda para mantenerme a flote, dejaré a mis hijos aquí. Me voy para no volver porque no hay dónde hacerlo.

Me quedé petrificada por cierto terror sin nombre. Miré a mi alrededor: el modesto restaurante lleno de comensales riendo en voz alta, el zumbido de las conversaciones. Más allá, la calle y la multitud que avanzaba entre empujones bajo el calor del mediodía. Y de pronto, pensé que era un pensamiento insoportable que toda la imagen de normalidad fuera tan quebradiza. Una fragmento hueco de una idea general sin sentido. El miedo se volvió algo amargo, un sobresalto duro y tan violento que me dejó sin aliento. Mi amigo me miró con los ojos entornados.

— Cuando entiendes que no hay país, empiezas a entender por qué está ocurriendo todo esto.

“Esto”. La emigración como única alternativa. “Esto”, la necesidad de sobrevivir un día a la vez, porque la incertidumbre destruyó la capacidad de planificar, crear, construir el futuro. “Esto” la posibilidad del desastre siempre tan cercana. ¿Como vives en un país que parece rozar un tipo de catástrofe social que es imposible de explicar a la distancia? ¿Como explicar los anaqueles vacíos, las calles oscuras al anochecer, la división de la pobreza y la riqueza tan terrible y violenta que es un síntoma en sí mismo de lo que podría ocurrir? ¿Como explicar la lucha política en la que el ciudadano es una víctima propiciatoria? ¿El discurso político violento y retrógrado?

Me pregunto que diría mi amiga si le contara esa última conversación el hombre con el que estuvo casada por casi siete años. Lo similar de la opinión de ambos sobre un país convertido en una estafa histórica. Hace más de un año que no tiene noticias suyas y supongo que le sorprendería saber que avanzan por el mismo camino y sobre todo, por la misma comprensión sobre el absurdo al que deben enfrentar. Por supuesto, no digo nada y me quedó abrumada por la posibilidad de un ciclo interminable en el que todos los Venezolanos estamos atrapados de una manera u otra.

— No hay lugar al cual volver — dice entonces mi amiga y me provoca un sobresalto casi doloroso — dejó de haberlo desde hace años, pero es más fácil mirar a otra parte. Creer que el Ávila es hermoso, que nuestras playas son extraordinarias. Y que eso podrá salvarnos.

¿Cinismo? Sin duda. También, es una verdad tan dura que admitir que no sé como rebatirla, aunque lo deseo. Pero me encuentro tan cansada, tan exhausta, tan golpeada por la sensación de luchar contra la corriente que prefiero terminar la taza de café (ya tibia) en silencio. El último café en la cocina que olía a pino.

lunes, 28 de enero de 2019

Crónicas de la nerd entusiasta: El gore se viste de existencialismo en “The House That Jack Built” de Lars Von Trier.




Una década atrás, la discusión sobre los límites de la violencia en el cine se convirtió en un debate malsonante sobre las restricciones creativas. Hace unos años, el director Lars Von Trier se encontró en el centro de la batalla dialéctica con su película “El Anticristo”. A la película se le acusó de hueca, de ser una mezcla de escenas gore sin un sentido estético más allá de la de provocar las náuseas del espectador. Quizás se deba a que el director no se preocupa demasiado por conceder un momento de liberación al espectador, una moraleja que justifique la sucesión de escenas desmoralizantes que muestra en rápida sucesión. Probablemente sea cierto: la historia avanza a trompicones entre el sentimiento de culpa, la depresión, el sufrimiento y luego todo parece combinarse en un estallido donde la sugerencia de lo sobrenatural es probablemente el elemento menos sorprendente. No obstante la violencia continúa siendo el paradigma, la disolución absoluta, el desconcierto como forma de expresión del miedo.

Por supuesto, a Lars Von Trier se le llama agresivo e insólito desde hace años. Visualmente inquietante. Muchos adjetivos dispares para describir un estilo cinematográfico que no parece encajar en ninguna parte adecuadamente. Y es que el director, intenta encontrar un equilibrio entre el éxtasis, la transgresión en estado puro y algo más doloroso, quizás humano, que nunca termina de mostrar en realidad. Tal vez porque no lo desea, porque sería demasiado simple para un director acostumbrado a bordar lo complejo con imágenes luminosas. En su obra, la provocación es moneda común — ¿Alguien lo duda? — pero además, hay un análisis meditado, profundamente sentido sobre los límites de la naturaleza humana. Para Von Triers, el dolor no es el ajeno, pero en el tránsito hacia su escenificación hay una crudeza desconcertante, una visión del mundo que incluso puede llegar atemorizar.

Tal vez por ese motivo, se diga que “The House That Jack Built” es Von Trier en estado puro. La película impacta por su mirada sobre el asesinato casi desde un punto de vista eminentemente estético, pero también, desde lo descarnado de la muerte como recurso de vanidad. Entre ambas consideraciones morales e intelectuales, Von Trier analiza la naturaleza humana con crueldad. De nuevo, el director usa su recurso favorito para crear un ambiente de tensión insoportable: una fotografía que hipnotiza en medio de una circunstancia que inquieta, incluso asombra. La agresiva violencia que puebla la pantalla tiene un claro elemento alegórico, a pesar que también, el director la usa para crear un tono irrisorio sobre la raíz del mal como elocuente discurso pseudo espiritual. Jack, el asesino que describe Von Trier (encarnado por un contenido Matt Dillon) mata por placer y es el placer, lo que le emparenta con lo salvaje, lo trágico y una sutil remembranza a lo poderoso. Una mirada al lado Oscuro de la tragedia humana y el límite entre la cordura, la simple furia existencial y algo incluso más turbio y desolador: el temor a esa naturaleza salvaje que el espíritu humano intenta ocultar con tanto esfuerzo.

Con “The House That Jack Built”, Von Trier se burla de manera despiadada del consumo, la corrección política y también, la noción sobre la empatía, tan cultivada y promocionada durante nuestra época. Para el director, las víctimas del asesino son la respuesta contestataria y radical a la corrección política, la exigencia de equilibrio intelectual pero sobre todo, la concepción desde una bondad engañosa y casi escénica. La película se burla de todos y de todo, desde las denuncias de abuso sexuales hasta el movimiento de apoyo a las víctimas, pasando incluso por la doble moral norteamericana y la extraña relación de la cultura del país con las armas. A Lars Von Trier se le acusa de pretencioso y también se le alaba como provocador. En “The House That Jack Built” ambas características son muy evidentes y están relacionadas con la conmoción que la violencia gráfica crea y que esconde un mensaje más profundo. Von Trier intenta construir una percepción sobre el miedo muy cercana a la histeria y lo logra, con largas escenas de tortura sádica que dejan muy poco a la imaginación. Es evidente que el director desea dejar claro que la violencia es incuestionable y no admite matices, por lo que llena su película de sangre, vísceras, gritos y vejaciones cada vez más angustiosas. En medio del caos, se encuentra lo que parece ser un punto de quiebre entre su inusual lenguaje cinematográfico y esa decisión autoral de construir una nueva interpretación sobre lo esencial del cine y su propuesta visual. Para construir a su asesino el director asume la noción de la violencia con un acto redentor, de modo que el asesino es mucho más artista que un criminal. Von Trier, con su capacidad para utilizar el escándalo como vehículo de reflexión siempre creará polémica por el solo hecho de convertir cada una de sus películas en acontecimientos de la cultura pop. En esta oportunidad no se trata del sexo crudo, sino la violencia, lo que muestra esa decisión irrevocable de encontrar en el absurdo una esfera inquietante de belleza. Como director, el danés intenta reformular lo que se asume como visualmente indispensable para cruzar el límite mismo entre lo que se narra y lo que se esconde bajo la narración. Una especie de documento inédito sobre lo que el cine puede simbolizar y aún, puede elaborar a través de su meta mensaje esencial. Y en “The House That Jack Built” lo logra de manera plena.

Por supuesto, la película es una retorcida burla sobre la sociedad y la cultura, a la vez que una cuidadosa mirada sobre la vanidad humana. Ambas cosas juntas crean un ambiente superficial y estéril, en el que el personaje se traslada de un lugar a otro como una experiencia onírica. Se trata de una puesta estrafalaria al servicio de un mensaje muy sutil sobre el hecho de la muerte y el asesino como una ruptura de la idea colectiva de nuestro siglo, tan vanidoso y obsesionado con sus propias ideas banales. Von Trier toma un puñado de percepciones sobre la sociedad (desde la convicción de la percepción del espectáculo y el gran escenario mundial), para elaborar un tapiz sobre la nueva fauna de un siglo cargado de hipocresía evidente. O ese parece ser el gran mensaje en medio de una película excesiva en todo sentido posible, alarmante por su capacidad para confrontar y aterrorizar, pero en resumidas cuentas, otra extravagancia del director, que utiliza su lenguaje como una búsqueda insistente del absurdo existencial.

El director Lars Von Trier suele decir de su obra “no es más que lo que veo” como si su obras cinematográficas fuera una minuciosa construcción de conceptos sobre su especialísimo punto de vista sobre el mundo. ¿Qué intenta mostrar ahora con “The House That Jack Built”? el terror se hace una burla sádica a medida que la película crea la percepción del asesinato como una liberación de la trivialidad de la vida cotidiana. Su “Jack” es un asesino en serie con más de cincuenta asesinatos, que comete con el abandono y la ferocidad de una bestia incontrolable, pero que analiza a través de una delicadísima red de referencias visuales y culturales. Porque el asesino es además un hombre cultísimo, conocer de arte e historia, que no sólo disfruta de leer, catar vinos de noble consistencia y además escuchar música clásica, sino también de decapitar, desmembrar y apuñalar a sus víctimas. Von Trier se esfuerza por demostrar lo caótico en el lado secreto de Jack en contraposición con la tranquila capacidad intelectual de su día a día. Entre tonos fríos y una banda sonora delirante, Jack se desliza en medio de la locura con una lucidez escalofriante y casi comprensible.

En labios de Jack, Von Trier insiste de nuevo en una de sus ideas más viejas: La desesperanza y la devastación del individuo en mitad del tedio. La muerte se convierte entonces en una forma de justicia poética contra el sistema, el dolor de la no existencia y la filosofía de la simplicidad, que el director apunta retratando a una sociedad frugal, aburrida y tediosa. Se trata de una perspectiva que le viene desde muy niño. Según cuenta el propio director, Inger Trier era una mujer a la ideología izquierdista — en ocasiones “en un extremo sorprendente” dijo en una ocasión Von Trier, entre risas — obsesionada con educar a su hijo como un hombre “Inexplicable,libre y creativo”. Más allá de eso, la historia personal del director se hace cada vez más retorcida a medida que avanza. Su madre le confesó a su hijo unos días antes de su muerte, que su padre biológico no era Ulf Trier — como siempre lo había creído — sino un hombre que “era sólo arte”. En una entrevista publicada por la revista Cahiers du cinéma, el Von Trier cuenta que la revelación cambió su vida y su percepción sobre el dolor, la verdad y la realidad: “Ella tuvo una relación con un hombre cuyos genes podrían serle útiles, al parecer su amante tenía un gran talento musical. Por eso mi madre, sin yo saber por qué y ante mis evidentes limitaciones, me animaba a interesarme por la música durante la adolescencia. Mi madre me empujó a ser artista. Era su proyecto. No he sentido jamás esto como una presión. Ahora veo con cuánta lucidez ella siguió los pasos para crear a un individuo libre y creativo”. Después admitiría que la nueva noción sobre su identidad — o la ausencia de ella, desconocida y apremiante — sería el origen de todo lo que sería su trabajo cinematográfico. “Una gran venganza”.

Jack bien podría ser el alter ego siniestro del director: Allí en donde Von Trier crea y elabora una cuidadosa versión del miedo, Jack se explaya en crear una admirable colección de sus propias grotescas hazañas. Porque el asesino no sólo mata, sino que además, conserva partes del cuerpo de sus víctimas — que incluye también hombres e incluso, niños — como pequeños tesoros. Jack equipara los brazos, piernas y cabezas cercenadas a “visiones de la ternura” que a su vez, se enfrentan a su percepción del arte como fin único. Incluso hay un aterrador flashback de Jack amputando la pata de un pato de apenas días de nacido y luego arrojándolo al agua, en donde muere mientras trata de nadar en círculo de una manera horrorosa y silente, que el director sigue de cerca en un primer plano casi repugnante. La escena resulta apabullante: Von Trier se desliza al fondo del horror y lo retrotrae como una condena inusitada que abarca toda la vida de Jack. No obstante, la sensación caótica — lo inhumano entre lo venial — es lo más evidente y deja entrever que el director intenta avanzar hacia nuevas dimensiones de su discurso cinematográfico.

Desde la criticada y desconcertante “los Idiotas” (donde el guión de Von Trier creó directamente un nuevo tipo de propuesta cinematográfica) el director ha intentado encontrar una experiencia visual que transgrede — cuando no destruya — lo que se considera como cine tradicional. O aún más allá: lo que asumimos es la esencia del cine como documento creativo. Lo intenta sobre todo, enfrentándose a esos parámetros que se insiste deben formar parte de toda propuesta fílmica y que Von Trier denigra en una evidente alegoría al destrucción del valor narrativo común, el evidente, el que se considera necesario. Por eso, la ambigüedad de la moral social, de lo que se oculta bajo la normalidad aparente y quebradiza que muchas veces tomamos por realidad, es mucho más directa en “The House That Jack Built”, que en cualquier otra de sus películas. Y la diferencia es casi dolorosa, como si la libertad sexual de “Nymphomaniac” se convirtiera en “The House That Jack Built” en una transgresión absoluta desde lo abominable.

Porque ante todo “The House That Jack Built” es un alegato. Sacude y abruma al espectador de inmediato, construyendo una propuesta que le sumerge sin medias tintas en la visión del director. Una realidad alterna, que dibuja un paisaje de la realidad alterado, distorsionado pero sumamente efectivo para dirigir la atención de quien observa, del testigo involuntario, no hacia el ambiente sino hacia el efecto intrínseco de la historia que se cuenta. “The House That Jack Built” es un juego de espejos, una reflexión sobre lo que consideramos real y lo que no lo es, pero también sobre la necesidad del análisis más profundo, sobre el comportamiento escondido en el paisaje de la vulgaridad y lo que consideramos común. Una reformulación del tiempo y el espacio fílmico que brinda, de entrada, un resultado asombroso. Una complicidad inexplicable y súbita con quién observa más allá de la pantalla. Con el observador que muy pocas veces forma parte de la historia que se narra — de la esencia de lo visual — y en que esta ocasión juega un papel casi imprescindible dentro de lo que se muestra.

No obstante, y en una contradicción casi dolorosa, Von Trier mantiene una distancia elemental con sus personajes, con las vicisitudes que transcurren en este pequeño espacio incómodo de lineas y sombras poblado por hombres y mujeres mezquinos pero profundamente humanos. Cámara en mano, con ese zigzagueo mareante de la escena caótica, Von Trier intenta puntualizar las acciones, pero a la vez sin juzgar, sin emitir un solo comentario simbólico o metafórico sobre lo que analizamos con dificultad. Tal vez se deba a esa aridez del escenario en penumbras, de esa inverosímil propuesta de líneas y formas: lo cierto es que la realidad parece fluctuar entre el análisis y la reflexión, la necesidad de comprender las circunstancias que se muestran como parte de una idea concreta. Lo artificioso del relato, su existencialismo craso, elocuente, no deja de mostrarse incluso en los momentos más simples, en el movimiento de cámara más imperceptible.

La película ha sido comparada con “Henry, el retrato de un asesino” del director John McNaughton, precursora del género de asesinos en serie y una de las obras más despiadadas sobre el absurdo y el misterio del impulso de matar. No obstante “The House That Jack Built” el asesino es una obsesión compulsiva que el asesino muestra no sólo al momento de crear sino también, en la forma en que analiza y elabora una percepción sobre lo temible que se esconde en las sombras del espíritu humano.

Mucho más allá de las críticas y de la provocación aparentemente gratuita del director, “The House That Jack Built” se alza como una revisión inquietante de un subgénero aún sin nombre: a medio camino entre lo terrorífico, el panfleto intimista y algo tan turbio que no logra calzar en ninguna definición. En esta época descreída, de un espectador endurecido por el efectismo y el excesivo uso de recursos esteticistas, “The House That Jack Built” crea una nueva visión de ese cine que trasciende la linea de lo común e invade esa región inquieta de la mente humana más primitiva. Tal vez esa es la pequeña tragedia de Lars Von Trier, intentar demostrar que entre lo superficial y lo meramente grotesco, su cine intenta brindar algo más esencial, profundo y sustancial. Una mirada dura e hiriente sobre la vulnerabilidad de la naturaleza humana.

viernes, 25 de enero de 2019

Crónicas de la lectora devota: You Know You Want This de Kristen Roupenian





La historia de la escritora Kristen Roupenian es lo suficientemente singular como parecer una obra de la ficción: Hace dos años, su cuento “Cat Person” publicado en el periódico The Newyorker, se volvió todo un fenómeno viral y alcanzó, casi la misma popularidad que en su oportunidad tuvo “La Lotería” de Shirley Jackson. Para entonces Kristen Roupenian era una escritora desconocida que plasmó en plena época #MeToo, las extrañas y en ocasiones incómodas aristas del consentimiento sexual. El cuento — que narra la relación entre una mujer y un hombre en la época hipercomunicada del Tinder y los interminables mensajes de textos — explora la necesidad femenina por agradar al hombre. Lo hace además desde una mirada sincera acerca de las reglas invisibles del coqueteo y las relaciones modernas, la mayoría de las veces confusas, angustiosas y no demasiado claras. Para la protagonista — una mujer de veinte años que ha crecido bajo la noción de lo virtual — las emociones podrían traducirse en un mapa mental incompleto y dolorosamente sentido sobre su propio valor. Al final, cuando la pareja finalmente se reúne y de hecho, avanza hacia algo más íntimo, la sensación es agridulce, angustiosa y dolorosa. La protagonista no sabe bien cuál decisión tomar sobre lo que ocurre — o mejo dicho, la interpretación que tiene sobre el hombre que apenas conoce — lo que lleva a dar vueltas en círculo. Aturdida y cada vez ansiosa por comprender que ocurre, nuestra heroína termina embarcada en mitad de una rara percepción sobre la cuestión del deseo, la necesidad de compañía y la soledad de nuestra época. Cuando accede al sexo, lo hace en medio de un mar de dudas, convencida que es necesario, aunque no está segura si lo desea en realidad. ¿Se trata de una decisión? ¿presión? ¿La obligación perentoria de toda la dinámica social de la vida emocional moderna? La protagonista jamás responde a semejante dilema, pero al final, el cuento parece abarcar esa connotación sobre la vida sentimental de un siglo distante, nihilista y adicto a las emociones inmediatas.

Por supuesto y en medio del debate sobre el acoso, la sexualidad femenina y la presión del entorno sobre la eventualidad del sexo, “Cat Person” se convirtió en un espejo en el que un buen número de mujeres se vieron reflejadas pero sobre todo, aludidas y comprendidas. Con su estilo rápido, duro y descarnado, Roupenian supo captar el ánimo de una década signada por la necesidad de reinventar el juego de la vida en común pero también, de la forma como la mujer admite la crueldad extraña y desoladora de ese espacio privado transgredido por exigencias culturales. Los personajes de Roupenian podrían ser cualquiera, pero también, son abstracciones que evaden una explicación sencilla. Su capacidad para resumir el estereotipo de la pareja común y el trayecto hasta esa percepción sin definir del consentimiento — el sí o el no en el sexo, que en “Cat Person” podría tener cualquier significado — es quizás, la mayor fortaleza de un cuento destinado a satirizar las emociones pero que en realidad, las toma muy en serio. Para bien o para mal “Cat Person” resumió la concepción de la nueva sexualidad moderna, sometida a un cierto escrutinio previo y que además, se comprende desde sus límites y bordes poco definidos. Un fenómeno literario que en su extraordinario alcance — sobre todo, en su capacidad para abarcar la actualidad en una única historia — convirtió a Roupenian en toda una promesa literaria estadounidense.

Con la publicación de la recopilación de cuentos “You Know You Want This”, Roupenian intenta no sólo extender la percepción de “Cat Person” sobre las relaciones modernas, sino también, asumir que las historias cortas son el vehículo perfecto para su concepción sobre el mundo de las emociones, el sexo y la amenaza latente en medio de la normalidad del mundo de las parejas. Porque es evidente que para Roupenian, el amor moderno es una lucha invisible y despiadada contra todo tipo de variables que se mueven al fondo de la conciencia colectiva como el anuncio de algo más. Roupenian, que con “Cat Person” tocó temas tan sutiles como abstractos — la gestión de las emociones masculinas que toda mujer en algún momento se ha visto en la obligación de manejar — decide en su primer libro de relatos, decantarse por el lado contrario. Todos los cuentos de la selección tiene una rara dureza y también, una específica connotación sobre el amor como un riesgo latente bajo la conclusión en que lo romántico puede convertirse a la postre en un tipo de refinado control. Para la escritora, amar es un acto cínico y también, una furiosa persecución de la identidad. Entre ambas cosas, sus relatos — crispados, brutales, tenebrosos, divertidos, extravagantes — tienen la singular capacidad de aglutinar la percepción sobre lo amoroso desde varias perspectivas distintas, que juntas, crean un caleidoscopio sobre el mundo emocional moderno. Y la imagen no es muy halagüeña: Roupenian mira con ojo crítico el dolor, la búsqueda de la reafirmación, el sexo como necesidad siempre insatisfecha, la inmediatez convertida en una aspiración colectiva. O al menos es la intención de la autora, que con una enorme ambición, elabora un mapa de ruta sobre el romance en el siglo XXI, la obsesión por el reconocimiento, el deseo y el miedo a la soledad.

No obstante, en conjunto los cuentos de Roupenian no son tan brillantes como “Cat Person” — que por supuesto, también está incluido — aunque tienen la misma capacidad para conmover y englobar emociones del ya icónico relato de la escritora. Además, para Roupenian hay una búsqueda de un reborde tenebroso y siniestro, que resulta casi forzado aunque no del todo desagradable. En lo que pareciera ser una mezcla de Stephen King con Angela Carter, las narraciones de la escritora tiene un pulcro arco narrativo que roza la realidad y avanza hacia un desenlace mágico casi fortuito, que termina en algunos casos por ser desconcertante. Los puntos fuertes de este extraño recorrido entre lo literal y lo figurativo, tiene una consistencia un tanto insatisfactoria: algunos de los cuentos tienen un componente gore imposible de predecir, mientras otros transitan con sosegada sutileza la descripción de la vida en común de las parejas, transida — escindida y rota — por sucesos peculiares que Roupenian utiliza como acento para sus ideas más controvertidas. De la misma forma en que en “Cat Person” Roupenian logra crear a base de detalles casi imperceptibles una atmósfera envolvente y creíble, en “You Know You Want This” disfruta al describir lo sangriento y lo extraño con una energía que resulta casi desconcertante. Cada suceso sobrenatural y sin explicación, adquiere desde la óptica de la escritora un lustre casi electrizante: los gusanos que saltan hacia los rostros de novios desprevenidos y mujeres que necesitan morder para la satisfacción sexual, resulta casi una revisión exhaustiva sobre la naturaleza humana — de nuevo el amor, claro está pero también el rencor y el miedo en su debido contexto — a través de todo tipo de símbolos estrafalarios.

Con sus historias groseras, tragicómicas y cínicas, Roupenian intenta abarcar todo el espectro de las emociones modernas, a la vez que galvaniza el imperio de las sensaciones como una estructura letal y poco clara. Las atmósferas son claustrofóbicas — para Roupenian, lo urbano tiene algo de misterioso y caótico — y además, sostienen un sentido del absurdo. Algo malo va a ocurrir sin duda en cada una de las historias y es notoria la forma como el norte de la mayoría de las narraciones apunta a esa conclusión. ¿Eso hace predecibles a las narraciones? En realidad no: Roupenian tiene el suficiente tino de evitar lo evidente y el peligro en sus historias se anuncia a través de pequeñas ideas superpuestas. La dimensión del mal tiene toda la quebradiza conjetura de la segunda década del nuevo siglo, aunque toda la sensibilidad de los relatos está notoriamente influenciada por la década de los noventa. La combinación tiene buenos resultados aunque no los suficientes: algunos cuentos no tienen el brillante ingenio de otros y la disparidad hace que el libro no sea todo coherente. Por momentos espeluznante, en otros desternillante, el libro “You Know You Want This” es una travesía por una serie de referencias que además, moldean el mundo que Roupenian construye con enorme cuidado. Claro está, “Cat Person” analizó las relaciones personales desde la frugalidad de la confusión y Roupenian, demostró que era una escritora bastante capaz de elaborar submundos bajo una frugalidad casi dolorosa. Con un sentido del humor a menudo retorcido, Roupenian encuentra inspiración en la comprensión del caos existencial de la nueva era, a la que además añade connotaciones de cierto retorcida capacidad para el asombro. El truco no siempre funciona — algunos de los cuentos son del todo caricaturescos — pero en conjunto, el libro crea una vibrante mirada hacia lo absoluto, lo raro y la connotación ideal y potente de las emociones humanas como reflejo de la sociedad rota.

Al momento de formular sus historias, Roupenian toma un giro que podría recordar a la excelente y madura narrativa de la argentina Mariana Enríquez, que también extrapola el terror y lo cotidiano, hasta crear un híbrido muy sugerente sobre lo tenebroso en medio de pequeñas escenas cotidianas. Los cuentos de Enríquez rebosan vitalidad pero también un sentido fatalista que anuncian el ya conocido “algo malo sucederá”, que también forma parte del trasfondo en los relatos de Roupenian. Pero mientras Enríquez tiene la destreza suficiente para sostener el terror en pequeñas vetas invisibles bajo hecho de relevancia no muy clara, Roupenian se deshace en largas explicaciones anticlimáticas que son quizás, el punto más bajo del libro. Pertenecientes a la misma generación de autoras — a pesar de las diferencias de países, contextos y temáticas — tanto Roupenian como Enríquez, tratan de encontrar en lo cotidiano un punto de inflexión en lo temible. Pero Roupenian no sólo no encuentra la rendija oculta que le conduce a un mundo oculto y extraño, sino que además, cuando si lo logra, decide mostrarlo de frente, de forma muy brillante y directa. En algunos relatos, la fórmula resulta un éxito. En otros, no tanto.

Por supuesto, Roupenian está muy consciente que la viralidad y las implicaciones de su primer gran éxito y en su libro, hay mucho de metamensaje, oculto en pequeños juegos ingeniosos entre el lector y la página abierta. Para Roupenian la transmedia es una realidad de la cual está muy consciente, pero el juego no logra ser del todo definitivo y mucho menos congruente. La intención se adivina — en ocasiones es bastante obvia — pero no cristaliza en esencia, porque el libro como medio, no permite que el mensaje se construya como aparentemente Roupenian lo desea. Entre uno y otro truco, cada cuento demuestra el horror diario bajo la pátina del amor como puente y reflejo de lo individual. Un punto a favor para la reflexión de la autora sobre el mundo moderno, pero que resulta insuficiente para construir una condición perentoria entre lo que desea contar y lo que oculta, en un acertijo sin demasiado impacto una vez que se conoce la fórmula.

En “Cat Person” Roupenian estaba interesada en desmenuzar las costumbres sexuales de nuestra época. Pero también había algo de monstruoso en sus personajes: la mujer agobiada y aturdida, el hombre como un espectro inquietante moviéndose entre las sombras de la exigencia. A la luz de su libro, el relato cobra un nuevo significado. ¿También hay una criatura tenebrosa escondida en el armario de los personajes espectrales de “Cat Person”? La pregunta es inevitable y lo es, por lo nocivo y lo duro de asumir la carga descomunal y perentoria que Roupenian brinda a sus personajes, como anclaje sobre la percepción del amor romántico. La trampa ideal, el abismo que aguarda, son conclusiones que se adivinan a medida que la trama general y el tono de los cuentos se hacen claras, uniformes y en algún punto repetitivas.

Roupenian ha madurado como narradora y eso es notorio. No obstante, lo realmente importante es lo que se adivina en el trasfondo de sus historias — esa búsqueda de un objetivo poco satisfactorio — que las hacen agrias, duras pero también, verdaderas promesas de algo mucho más brillante en la periferia. La autora retorcida de “Cat Person” crea una segunda mirada al absurdo y esta vez, con toda la carga alegórica del miedo, el amor y sus misterios, convertido en algo por completo nuevo. Quizás, su mayor triunfo.

miércoles, 23 de enero de 2019

Crónicas de la ciudadana preocupada: Venezuela en su laberinto.




José Arcadio Buendía, patriarca del clan que pobló con dignidad el pueblo de Macondo, murió al perderse entre los corredores de los sueños. Antes, había jugado con la peligrosa rutina de ir de un lado a otro entre habitaciones idénticas, para luego regresar entre tropiezos a la realidad. Un laberinto de espejos cada vez más complejo que el viejo monumental recorría con desgana. Estaba convencido que el mecanismo del tiempo estaba roto, que nadie lo había notado. Que siempre era Lunes, a pesar de lo que dijera el calendario. Las habitaciones superpuestas de los sueños, con sus puertas abiertas hacia el infinito, se lo demostraron. Un día simplemente avanzó hacia la dirección incorrecta y ya no pudo encontrar el camino a la realidad. Quizás el tiempo le engulló o simplemente, aún José Arcadio sigue deambulando de un lado a otro en medio de un Lunes eterno.

Desperté casi al amanecer y recordé justo ese pasaje del libro “Cien Años de Soledad” de Gabriel García Márquez con un sobresalto. Tendida sobre el costado, imaginé la habitación de los sueños y ese espacio en ninguna parte en que habita la memoria. Siempre es Lunes allí, el tiempo convertido en una mera idea pasajera, sin forma ni sustancia. En mi vida, ocurre algo parecido: en el presente continuo en que se ha convertido el país, siempre estoy al borde del abismo. Muy cerca de la desesperación. Atontada por todo lo que ocurre a la vez, por lo rápido que se suceden circunstancias de enorme gravedad, una tras otra. De pronto, tengo la sensación que a fuerza de avanzar con mucha rapidez, el tiempo se ha vuelto cíclico, una interminable colección de curvas idénticas que no llevan a ninguna parte. Como si el temido final de la crisis coyuntural que vive el país, en realidad sólo fuera el calco de sus fases más graves, más complejas, más duras de superar.

Hoy es 23 de Enero. El día en que el presidente de la Asamblea Nacional — actual cabeza visible de la oposición en el país — convocó a una marcha que atravesará la ciudad de Caracas para demostrar el descontento popular. Para exigir cambios. Para aglutinar ese malestar genérico y anónimo que va de un lado a otro, que carece de dirección y por tanto, objetivo. Luego de casi medio año de errores garrafales, de la fractura de la plataforma política que intentó sin lograrlo, obtener resultados políticos contra el Gobierno de Nicolás Maduro, una maniobra legal de la Asamblea Nacional invistió a Juan Guaidó como “presidente interino”, al considerarse a Maduro “usurpador del poder” luego de las poco claras elecciones en las que triunfó el año anterior. Como suele ocurrir en Venezuela, la situación es lo suficientemente compleja como para el mapa de circunstancias que rodean a la movilización sea una apuesta enorme a un tipo de esperanzas muy específica. La mayoría de los que acudirán, están convencidos que la demostración de fuerza en las calles reactivará las protestas activas y visibles. Que, de nuevo, el ciudadano común recuperará el protagonismo en la lucha por las libertades civiles en el país. Una idea sin duda llena de profunda belleza, pero por completo falsa e incluso ingenua.

Lo pienso mientras camino por la calle alrededor del lugar en el que vivo. Todavía hay un silencio monótono, el tráfico es tan escaso que montones de transeúntes se aglomeran en las esquinas. Ya lo es los días corrientes es lo bastante escaso para provocar tumultos: la crisis provocó que el transporte público se reduzca a un número mínimo y la mayoría de los caraqueños deben sobrellevar como mejor pueden las distancias de la ciudad. Hoy el efecto es aún peor: la tensión palpable hizo que las pocas unidades que circulan hayan desaparecido. La ausencia del traqueteo del viejo metal, es tan notorio que me detengo sólo a escuchar, con la sensación que tiene algo de premonitorio. ¿Premonitorio de qué? me pregunto con un suspiro cansado. De nuevo el realismo mágico, me recrimino. Tan común, tan complaciente, tan de esta cultura adolescente y atolondrada.

En el recorrido hacia la calle siguiente, me tropiezo con carteles hechos a manos que invitan a marchar. “Se lo debemos a Venezuela” insiste una pequeña, de cartulina barata, pegada de cualquier modo en las rejas de seguridad de un edificio. Más allá, otra insiste “Esta vez o nunca”. De nuevo, lo inevitable. ¿En cuántas ocasiones no he escuchado y leído frases semejantes? Después de todo, llevo veinte años en medio de la Venezuela creada a medida del chavismo, represiva, violenta, hostil. La Venezuela que te provoca un miedo insuperable, que te hace temer al presente, al futuro, dudar del pasado. Me detengo en una esquina, para contemplar una cruz de palo y tela, colgada con un par de nudos corredizos de la rama retorcida de un árbol. “Venezuela está muerta” puede leerse sobre la madera. Me recorre un escalofrío y me obligo a caminar.

Son casi las nueve de la mañana y hay una poca agitación en el aire. Hoy es el día en que “volveremos a la calle”, o así insiste el slogan inocente y machacón que he escuchado en todas partes desde más o menos una semana. “Volvemos a las calles” me repito en voz baja. Me invade una sensación levemente irreal, de angustia y miedo. Ya he vivido esta misma escena una y otra vez. Ya ha la he soportado tantas veces en veinte años de dictadura militar en mi país, que la realidad se torna frágil, engañosa, tan semejante una escena con otra, que resulta casi indiferenciable. Una idea inquietante. Dura de asimilar. ¿Qué se supone ocurrirá? me pregunto. Un grupo de hombres en traje de deportes y con una bandera en la mano corren hacia el primer transporte público que aparece en la esquina desde hace casi una hora. Dentro, hay otro grupo que también lleva banderas y camisetas de colores patrios. Hay gritos, consignas “¡Volvemos a la calle!” grita alguien por la ventana. Veo el autobús alejarse con lentitud. Los que no pudieron subir tienen el rostro tenso, cansado. “Qué mierda irá a pasar hoy” oigo murmurar a un hombre de uniforme azul y botas de trabajo. “Nada pues, aquí nunca pasa nada” responde una mujer a su lado. La boca convertida en una fina linea de tensión.

Nunca pasa nada. ¿No era eso lo que decía el viejo José Arcadio atado al castaño más viejo del patio? Nunca pasa nada. En Venezuela, durante veinte años han pasado cientos de situaciones y tragedias distintas…pero en realidad ha ocurrido más bien poco. Lo pienso de pie en la calle, de nuevo en aquel silencio ominoso e inquietante. Durante décadas de enfrentamientos callejeros, radicalización, desplome de la cultura, la economía, la condición del ciudadano han pasado tantas cosas que es difícil creerlas en ocasiones. Muertes, asesinatos, violencia en todas partes, la bota de la ley que aplastó las pocas opciones democráticas. Y sin embargo, continuamos bajo un estado autoritario, claustrofóbico y hostil que cada día se hace más duro, represivo y cínico. Un lunes que dura para siempre, me digo con el estomago encogido de miedo. La sensación de premonición desaparece, se hace tan endeble que cuando dejo el pequeño grupo de transeúntes atrás, me convencí que lo había imaginado.

***

En la Panadería en que la que desayuno, unos cuantos clientes forman fila frente a la caja registradora. En realidad, el local se encuentra vacío, tanto de compradores como de mercancía. Hay unos cuantos postres de aspecto ajado bajo el mostrador, la charcutería muestra su habitual desfile de embutidos, pero el resto del local, luce devastado y solitario. Me lo estoy imaginando, me retiro mientras mastico con lentitud un croissant aún caliente. Estoy imaginando estas pequeñas cosas. Trato de convencerme que la idea de la crisis me hace estar alerta, abrumada por cientos de pequeños detalles en apariencia intrascendentes. Hay una crisis por supuesto, me digo. Pero…

¿Pero qué? A unos metros de la puerta de la panadería, un hombre y un niño pequeño rebuscan entre bolsas de basura. Ya nadie se sorprende ni lo lamenta. Como si se trataran de parte del paisaje urbano, deformado por un tipo de sufrimiento social desconocido. Los miro y pienso en que hace tres o cuatro años, una amiga llegó a la escuela de fotografía llorando a lágrima viva “Vi a dos hombres comiendo de la basura, lamían los papeles embadurnados de la grasa y desperdicios” contó temblando, los ojos muy abiertos y asombrados. Imposible, dijo ella. En este país, es imposible…

Ahora, hay un grupo de hombres y mujeres con morrales y franelas con consignas políticas frente al local. Ríen, alguien hace sonar una pequeña corneta. “El pueblo regresa a la calle” grita uno de ellos y los demás lanzan vítores. “Regresamos” contesta otro “Nunca nos fuimos” dice alguien más, con una amplia sonrisa. El entusiasmo es contagioso, pero sigo mirando al niño y al hombre. Comparten algo que bien podría ser un pedazo de fruta o algo de pan añejo. El hombre inclina la cabeza, mira al suelo. El niño come. Lo hace a desgana, la carita triste, las piernas flacas muy sucias. “Volvimos a las calles” repite alguien.

La cajera me dedica una mirada curiosa mientras le extiendo la tarjeta de crédito. Es tan joven como yo — más joven que yo, pienso — y tiene una expresión firme, enérgica.

— ¿Va a marchar?

Me lo pregunta mirándome a la cara. No sé por qué lo hace, en realidad. Me pregunto si el acto de salir a protestar se ha hecho parte del dominio público, una idea que no pertenece — ni pertenecerá de nuevo — a las decisiones privadas. Me lo pregunta en buen tono, con firmeza. Hay un mensaje allí supongo. Una idea que se enhebra entre la pregunta y el hecho de hacerla con semejante convicción. ¿Qué debería decirle? ¿Qué ya lo hice muchas veces? ¿Que tengo un miedo insoportable? ¿Que tengo miedo a morir, a ser herida, maltratada? ¿Que para mí las marchas ya no son parte de…? ¿Qué cosa? ¿Qué es lo que quiero decir? Tomo una bocanada de aire.

— Debería hacerlo — respondo.

Me sorprende escucharlo decir en voz alta. Debería, es mi responsabilidad. De nuevo, otra vez, como todas las veces que lo ha sido durante los últimos veinte años. Volvemos a las calles. La gran consigna. ¿En realidad tiene sentido? ¿Debería volver yo también? ¿Debería…?

— Yo no pensaba ir pero voy — dice alguien en la fila — ¿que más se puede perder?

Me vuelvo a mirar. Se trata de un hombre de unos cincuenta y tantos, con el cabello despeinado y el rostro abotagado de sueño. Tiene la misma expresión dura de la cajera y de pronto entiendo que no se trata de tensión ni algo tan retórico como heroísmo privado. La idea nace cierta, fuerte, firme, evidente. No queda otro remedio. No hay otras opciones. Nos encontramos al borde de algo inimaginable, de un caos de dimensiones colosales que nadie puede imaginar bien, pero puede percibir, predecir quizás. ¿Es eso realmente? No lo sé. El resto de la fila mueve la cabeza, deja escapar murmullos de aprobación. Una mujer al fondo se vuelve en un gesto evidente de malestar. Pero allí estamos todos, en este silencio extraño, duro, inquieto. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué se espera de nosotros? regresamos a las calles. Otra vez.

Cuando salgo de la panadería, el hombre y el niño desaparecieron. Las bolsas de basura continúan abiertas. Hay algo aterrador en la oscuridad quieta y temible que se percibe en el interior.

***

Caracas tiene un aspecto arrasado, remoto. Miro por la ventana los grupos que se reúnen para caminar hacia uno de los puntos de concentración de la gran manifestación que ocurrirá en unas horas. Siento un escalofrío. Una vez leí que luego del saqueo a Constantinopla, la ciudad entera quedó suspendida en un silencio plácido y engañoso. Como el rito mortuorio de algo más denso y complejo de comprender a primera vista. ¿Eso es lo que nos ocurre? me pregunto frotandome los antebrazos, en un intento de luchar contra la sensación de terror que me cierra la garganta. ¿Caracas finalmente cae en un pequeño sopor sin retorno?

No lo sé. El pensamiento resulta agresivo, casi galvánico. Una idea que se entrecruza con otras tantas hasta dejarme aturdida, un mero testigo del silencio tenso que precede la tormenta. La mera sensación de ausencia que no puedo explicar. En el horizonte, la montaña desapareció bajo la neblina. A sus pies, la ciudad en la tensión. O quizás, en algo más complicado que eso.

Volvemos a las calles. Regresamos a la tentación de la esperanza. Me siento ingenua al creerla, pero irresponsable al desecharla.

martes, 22 de enero de 2019

Crónicas de la feminista defectuosa: El comercial de Gillette, Game of Thrones, el amor romántico y todo lo que debes responder cuando eres la única feminista que conoce tu familia y amigos.





Esto ocurrió más o menos así: en algún punto de la madrugada, desperté al escuchar una notificación de mi teléfono celular. Aturdida y sobresaltada, extendí la mano y me apresuré a revisar la pantalla. “¿Estás?” Me lo preguntaba un amigo con quien no conversaba desde hacía más de un año y que de hecho, reside en España. “¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Tu familia?” respondí mientras imaginaba cien tipo de desgracias distintas. Sí, lo admito, soy ese tipo de personas que los mensajes a altas horas de la madrugada le despiertan algún primito instinto catastrófico. “Estoy bien, soy quería preguntarte que opinas sobre el comercial de Gillette” me respondió.

Lo anterior podría haber terminado mal — no termino bien, en todo caso — de no ser porque durante mucho tiempo, he recibido mensajes semejantes — no todos a esa hora — sobre temas parecidos. Es lo que ocurre cuando te identificas como feminista — militante, visible y con deseos de dialogar — y dejas el agua correr. En realidad, hace algún tiempo asumí que la mayoría de la gente que conozco asume que el feminismo es una especie de rareza — peligrosa y radical — que debe tratarse con cuidado, a ser posible a la distancia y sin sacudirse demasiado. Como si de una bomba de relojería mal armada se tratara. Y que yo, vecina distraída, muchacha en redes sociales con chistes malos, articulista dedicada sobre el tema, soy una especie de puente entre esa noción del movimiento y una opinión más o menos comprensible sobre el tema. O es lo que he deducido, luego de años de escuchar comentarios, quejas, cuestionamientos, señalamientos sobre el feminismo. De alguna forma, cuando te llamas feminista en voz alta y pública, abres una puerta imaginaria hacia un debate constante, que en ocasiones no deseas llevar a cabo pero que siempre, terminarás por asumir como parte de tus ¿como llamarlas? ¿responsabilidades? No hay un término fácil para el fenómeno y de hecho, termina ocurriendo tantas veces y de tanta formas distintas, que terminas convencida — para mal o para bien — que el feminismo necesita explicarse. Con marionetas de deditos. Con paciencia. Con la inagotable energía de saber que merece la pena.

— Oye, ¿Crees que Game of Thrones es una serie machista?

Eso me lo preguntó mi primo de dieciseis años de edad, que está justo en la coyuntura en la que quiere agradar a su novia pero también a sus amigos. De modo que necesita saber que contestar a uno y a otro, cuando tocan tema de capital importancia, como por ejemplo si la serie suceso de la década, que además terminará en menos de cien días, es una imagen troglodita sobre el patriarcado convertido en mensaje social. Suspiro, mientras mastico un trozo de la hamburguesa que como en su compañía.

— No, no lo es. La serie asume la noción de la violencia como un mal inevitable cualquier sea el género del personaje — explico. Tomo un sorbo de refresco — no sexualiza la violencia ni coloca a la mujer como víctima propiciatoria.

Ahora le toca a mi primo masticar con lentitud la hamburguesa y supongo lo que le acabo de decir. Es un adolescente monumental, saludable y muy buen mozo, que le gustaría seguir en Venezuela aunque los planes de sus padres incluyen emigrar en seis meses. Cual sea el caso, está muy interesado en todo lo que ocurre a su alrededor. Y sobre todo, en agradar a la muchacha inteligente, sensible y curvilínea figura a la que considera “el amor de su vida”.

— O sea, todos se joden por igual — dice con la proverbial sabiduría de su edad. Tomo un sorbo de refresco.
 — En resumidas cuentas, sí.
 — ¿Como sería machista?
 — Si la violencia estuviera dirigida sólo a las mujeres y de una forma sexual, convirtiéndolas en objeto, en imagen erótica o…

¿De verdad estoy hablando esto con mi primo adolescente? pues sí y me escucha con bastante atención. Se trata de un muchacho en pleno crecimiento en una sociedad machista que le insiste que la masculinidad se prueba con violencia y fanfarronería. Me lo ha dicho: me cuenta que en el equipo de fútbol, tienes “puntos de respeto” si logras derribar a otro jugador y “causarle dolor de verdad” o besar a varias mujeres el mismo mes (imagino que no quiso entrar en detalles sobre qué otras cosas podía hacer con esas mujeres). Pero cual sea el caso, mi primo se toma las cosas con calma y siempre hace las preguntas correctas, algo sorprendente a su edad. A cualquier edad.

— Entonces la puedo ver con mi novia sin que se ofenda — me dice. Sonrío.
 — Puede se escandalice, pero no creo que se ofenda.

Parece satisfecho con mi respuesta. Y yo me siento un poco preocupada porque soy ¿qué cosa? ¿El punto de referencia? ¿La voz de las respuestas a las preguntas difíciles? Todavía no me ha preguntado de sexo ni sobre anticonceptivos, cosa que agradezco (imagino que lo hará, pregunto con cierto sobresalto). Pero bien, esto es lo que hay ¿no? me digo con una rara sensación de agria satisfacción. Nadie habla de estas cosas. O evitan hacerlo, al menos.

— ¿No te parece que la ola de acusaciones sobre violaciones es oportunista y es una búsqueda de publicidad?

La pregunta me la hace ahora uno de mis mejores amigos de toda la vida. Estamos en fila para entrar al cine, rodeados de gente que habla en voz alta y escucha música a través de su teléfono celular (¿qué desgraciada costumbre es esa?) y me pregunto, si realmente es necesario hacerla en semejante situación. Pero mi amigo parece muy interesado, me mira con el semblante serio. Está interesado en la respuesta.

— No, ocurre porque otras víctimas siguen el ejemplo de las primeras. Se sienten apoyadas y protegidas. O descubren de pronto, que lo que les ocurrió fue algo realmente peligroso, doloroso y sin duda, duro de sobrellevar.
 — ¿Por qué esperar tanto tiempo?

Mi amigo es arquitecto y hace años, me contó que en la oficina donde trabaja, una de sus compañeras acusó a su jefe directo de haberle tocado y de hacerle insinuaciones sexuales muy directas. El escándalo corrió por la pequeña empresa de inmediato: hubo habladurías, se tachó a la víctima de “puta” y “mentirosa”. Al final, la chica renunció y el jefe prohibió tocar el tema. Mi amigo tildó el asunto como “sórdido”. “Es una mujer decente, le creo”. Me pregunto por qué ahora, la noción sobre la víctima ha cambiado.

— Porque en ocasiones, una víctima necesita tiempo para asimilar que le ocurrió y enfrentar las consecuencias de la denuncia. ¿Recuerdas a la chica de tu oficina?
 — Es distinto — dice con un suspiro.
 — ¿Por qué lo es?
 — Era una mujer decente.

“Decente”. Vaya, es eso, me digo sin saber exactamente hacia dónde me dirige el pensamiento. ¿Qué es lo que un hombre latino considera decente? ¿Lo conservador al momento de vestir? ¿La conducta sexual tradicional? Le miro un poco inquieta.

— ¿Sólo se puede ser víctima si encajas en la noción de la “decencia”?
 — No es eso.
 — ¿Qué es entonces?
 — Oye, admítelo aunque sea entre nosotros: si una tipa se va a la habitación de un hombre que no conoce, no está esperando sólo una conversación.

Se refiere al caso Weinstein, imagino. Bueno, a los cientos de casos que lo forman, en todo caso. Pero también a todas las mujeres que acusan a hombres de maltrato y que no encajan en la imagen de la víctima que se estandariza. La mujer que sufre, el rostro cubierto de moretones, que solloza de pena y miedo. ¿Qué pasa cuando la víctima lleva escote y minifalda? ¿O bebió? ¿O besó al hombre que la agredió? ¿Es menos dura la violenta que sufre por el mero hecho que transgredir el canon de la mujer tradicional?

— Ir a la habitación de un hombre no te hace elegible para ser violada — le digo.
 — Pero te pones en riesgo.
 — ¿Los hombres son una manada de violadores esperando la menor oportunidad?
 — No dije eso.
 — ¿Qué me dices entonces?

Que incomoda conversación en mitad del alegre bullicio a nuestro alrededor, los olores de la caramelería, los posters de las venideras películas a estrenarse. Pero aquí estamos, conversando sobre violencia de género en voz baja y entre murmullos, uno inclinado hacia el otro. Mi amigo es un hombre fantástico, adorable e inteligente. Uno de los más sensibles que conozco. ¿A cuantas personas se atreverá a confesarle semejantes dudas? ¿Cuantas personas le escucharán sin juzgar? Sacude la cabeza, abre un paquete de plástico con algunos caramelos de colores. Me ofrece uno rojo, mi favorito.

— Lo que digo es que no podemos protegerlas a todas. Se podrían evitar muchas tragedias con sentido común.
 — Se podrían evitar muchas tragedias con hombres educados para saber que la violencia sexual no es viril ni que acosar a una mujer, te hace más macho. Eso para empezar.
 — Oye, pero ese es el camino más largo.
 — Es el único efectivo. ¿No me acabas de decir que no pueden “protegernos” a todas? Al cabo, nadie quiere que lo protejan. Quieren vivir tranquilos.

Avanzamos en la fila, que no debería de existir porque los puestos están numerados pero vamos, es Venezuela y es latinoamérica y así de festivos somos. Mi amigo suspira, me extiende otro caramelo.

— Es difícil esto — dice por último.

Que bonita palabra esa. “Difícil”. Se me ocurre que podría contarle todas las veces que debo escuchar a personas hablar de las víctimas de violación como putas, de las ocasiones en que alguien me pregunta por mi orientación sexual, vida privada e incluso, se burla de mi aspecto físico sólo por sostener este tipo de conversaciones. De todas las ocasiones, en que debo escuchar que un puñado de células sin forma, son más valiosas e importantes que la vida entera de la mujer que gesta. De cada momento en que debo defender que las mujeres tenemos el derecho de hacer lo que nos plazca, siempre que nos plazca. Sí, es difícil.

— ¿Por qué las feministas se oponen al amor?

Ajá, esta pregunta es frecuente. Me la hace una amiga con quien converso por Skype desde Inglaterra y que me cuenta su último desengaño amoroso. Son las dos y media de la madrugada, tengo hambre y frío, no tengo fuerzas para prepararme un poco de café. Y ella me cuenta sobre todo lo que ocurrió entre el que por tres meses llamó “el hombre de su vida”. Un hombre con quien tenía sexo extraordinario, largas conversaciones, emocionantes viajes a Italia…y que también estaba casado.

— ¿Por qué crees que me opongo al amor?
 — Te cuento todo lo que pasó y lo único que me respondes es “estaba casado y esto iba a ocurrir. No estabas poniendo límites”.
 — Porque eso es lo que iba a ocurrir. Y ocurrió.
 — Es malsano que seas tan militante.

Ahora llora en la diminuta pantalla de Skype. Finalmente, tengo las fuerzas para arrastrarme a la cocina, preparar una taza de café en la cafetera greca y regresar frente a la portátil. Ella sigue allí, el rostro tenso, los ojos inflamados por el llanto.

— ¡Yo amo así, Agla! ¡No puedo querer con reglas!

No respondo. Me pregunto hasta que punto el amor romántico — la manera en que se idealiza, traspone límites personales y privados, se asume como justificación de cierta pérdida de control — resulta peligroso. ¿Cuántos hombres y mujeres no toman riesgos que jamás asumirán en otras condiciones porque están convencidos que el amor lo justifica? Sobre todo, a las mujeres se les educa con la convicción que el amor disculpa, sostiene y justifica cualquier esfuerzo, donación y sacrificio. Hace unos meses, la activista feminista Paloma Tosar López, comentaba en su magnífico artículo “La trampa del amor” publicado en la edición web del periódico “El País” de España, que la primera vez que trabajó con mujeres víctimas de violencia de género, le sorprendió que la gran mayoría insistía “estar enamorada” de su agresor. Tosar López cuenta en su artículo que la insistencia en nociones sobre el amor que rayan en lo peligroso, tiene una inmediata relación con la construcción social del amor romántico, esa idea tan general que asegura que todos debemos emparejarnos para ser felices y que amar, implica abandonar límites personales y la mayoría de las veces, el sentido común. Recuerdo el artículo de Tosar López, mientras mi amiga me cuenta por enésima vez que “por amor”, admitió ser menospreciada incluso maltratada emocionalmente, por el “hombre de su vida”. Que por “amor” soportó humillaciones sin cuento y al final, una ruptura durísima y descarnada, que no sólo puso en riesgo su estadía en el país al que emigró — el hombre del que se había enamorado era el abogado que le ayudaba en el proceso — sino incluso, su mera salud mental.

— Nadie dice que hagas nada con reglas, sino que priorices tu salud mental y física — le digo en voz baja. Con paciencia, Agla, me recuerdo. Está pasando el peor momento — necesitas cuidar de ti para que todo ese amor no te haga daño.

Ella me mira ceñuda, supongo que ofendida y furiosa. Recuerdo que cuando estábamos en la Universidad, se enamoró de uno de nuestros compañeros, que además de ser un patán de librito era también un sujeto peligroso que pasaba buena parte del tiempo, consumiendo drogas de diseño en diferentes Rave de la ciudad. Era promiscuo, violento y en una ocasión, llegó a levantarle la mano. Pero cuando la confronté, preocupada, ella le justificó — como no — con amor. “Nadie le entiende, nadie le conoce bien. Yo sí” me dijo en esa oportunidad. Y preferí no inmiscuirme ni tampoco insistir. A la vuelta de tres meses, el “amor de su vida” se había largado con otra a una de las paradisíacas playas de nuestro país, mientras ella sufría una ruptura violenta que le dejó incluso algunos moretones que mostrar de los que nunca quiso hablar.

— Hablas como si estuvieras muerta por dentro — me reclama. Se seca la nariz con un trozo de papel — es horrible que hables del amor así.
 — No hablo del amor, hablo de ti. Hablo que debes revalorizar tu vida, tu forma de comprender como la vives — insisto — se trata de cuidar de ti lo suficiente como para que el amor sea algo hermoso en tu vida, no esto.

Silencio. Hace unos años, en una de mis primeras experiencias como activista feminista, conversé con una mujer cuyo esposo le golpeaba regularmente desde el mismo primer día del matrimonio. Era un hombre sin duda violento, con problemas de conducta y del que al final, había tenido que escapar. Pero ella recordaba las flores, los momentos extraordinarios, la dulzura de los contados momentos de amor “de verdad”. Este silencio me recuerda a esa conversación. La angustia que me hizo sentir, la idea abrumadora que la trampa de amar sin restricciones puede ser más peligrosa de lo que nadie supone.

— No es tan fácil — dice entonces ella.
 — Nadie dice que lo sea.

En una ocasión, una de mis tías me llamó “la feminista de guardia”, luego que me escuchara debatir hasta el cansancio con su marido sobre “viajar sola” y no en compañía de un hombre, concepto peregrino y preocupante donde los haya. Mi tío insistía que ninguna mujer debe atreverse a “ir sola por allí” y que de hacerlo “debe atenerse a las consecuencias”. Por supuesto, no dejé de recordarle que la independencia física y emocional no es una invitación a la violencia. Al final, la conversación devino en una discusión malsonante que terminó con un portazo. Mi tia sacudió la cabeza, mirando la puerta del estudio de mi tío sin mucho interés.

— Déjalo, lo frustra no hacerse entender.
 — Yo lo entiendo de maravilla — dije aún muy disgustada — su concepto es que las mujeres debemos permanecer en la casa y quedarnos allí, por “nuestro bien”.
 — De ser así, nos habríamos divorciado antes del nacimiento de cualquiera de tus primos — contestó con sorna.

Mi tia era de hecho, una mujer muy activa e independiente — microbiologa, a más señas — que pasó buena parte de sus primeros años viajando por el país para fotografiar todo tipo de muestras, además de ecosistemas en proceso. Algunas veces en grupo, casi siempre sola. La miré con interés.

— ¿Cómo sobrellevaron eso?
 — Haciéndole comprender que el problema no eres tú, es lo que ocurre más allá de ti.

Ah, como si fuera tan sencillo, pensé en esa oportunidad. La verdad, a veces siento que he pasado la mitad de mi vida adulta peleandome con hombres — y mujeres ¿a qué negarlo? — que se encontraban perfectamente convencidos que la violencia es cosa confusa, social y por supuesto, algo con que las mujeres deben lidiar durante buena parte de su vida. Mujeres que deben evitar ser golpeadas, maltratadas, insultadas, acosadas, violadas. Mujeres que deben evitar caminar por calles oscuras, desconocidas, a cualquier hora del día o la noche. Mujeres que deben evitar hablar con desconocidos, conocidos o cualquiera, porque el peligro está allí pero nadie parece entenderlo bien. Más de una vez, el razonamiento de “deben cuidarse” pareció englobar la idea el mundo masculino es un lugar inaccesible para la mujer, peligroso y hasta letal. La idea me provoca un angustioso sobresalto.

— Lo intento y mira como reacciona — le dije a mi tia en esa oportunidad — soy “loca e imprudente” por insistir que una mujer no debe aprender a protegerse, sino los hombres a no violar.
 — Es una idea que le resulta desconocida.
 — Es una idea realista.
 — Por eso eres nuestra “feminista de guardia” — dijo entonces mi tía con una carcajada — para explicar esas cosas desde la experiencia.

Ah, esa es una idea no muy agradable, recuerdo haber pensado. Recordé todas las preguntas, discusiones, debates en lo que me había visto arrastrada por el solo hecho de admitir, que sí, que asumo como un deber y responsabilidad personal la defensa de los derechos de la mujer. Que dediqué parte de mi vida adulta a exponer ideas que me preocupan, me inquietan y deseo debatir en público. ¿Eso en qué me convierte? ¿En una voz autorizada? de ninguna manera. Más bien, alguien que desea racionalizar su punto de vista sobre el mundo. Analizar el bien y el mal. Comprender lo que ocurre en el mundo y nuestra época como parte de su vida.

No es sencillo y supongo que para nadie lo es. Además, ¿qué puedo quejarme yo? me digo luego de responder con una nota de voz malsonante lo que pienso sobre el comercial de Gillette a mi amigo tan interesado, al otro lado del mundo. Sólo soy una mujer que escribe, investiga y cree firmemente que el feminismo es necesario, una forma de asumir la dimensión histórica de la figura de la mujer, una forma de crear y construir una idea perenne sobre quienes somos y quiénes podemos ser. ¿Eso me hace idealista o al contrario pragmática? Al final, trabajo tanto para mi bienestar como el de todas las mujeres que conozco. Eso tendría que ser suficiente ¿No es así?

“Oye y ahora que me respondiste ¿Crees que Captain Marvel es oportunista?” me responde mi amigo. A la pregunta le acompaña el emoji de una carita que sonríe. Yo también lo hago. El trabajo no acaba nunca, me digo. Siempre habrá algo que debatir, aprender y demostrar sobre la igualdad y la necesidad de su existencia. Y eso, es bueno sin duda. O a mí me lo parece así.