miércoles, 23 de enero de 2019

Crónicas de la ciudadana preocupada: Venezuela en su laberinto.




José Arcadio Buendía, patriarca del clan que pobló con dignidad el pueblo de Macondo, murió al perderse entre los corredores de los sueños. Antes, había jugado con la peligrosa rutina de ir de un lado a otro entre habitaciones idénticas, para luego regresar entre tropiezos a la realidad. Un laberinto de espejos cada vez más complejo que el viejo monumental recorría con desgana. Estaba convencido que el mecanismo del tiempo estaba roto, que nadie lo había notado. Que siempre era Lunes, a pesar de lo que dijera el calendario. Las habitaciones superpuestas de los sueños, con sus puertas abiertas hacia el infinito, se lo demostraron. Un día simplemente avanzó hacia la dirección incorrecta y ya no pudo encontrar el camino a la realidad. Quizás el tiempo le engulló o simplemente, aún José Arcadio sigue deambulando de un lado a otro en medio de un Lunes eterno.

Desperté casi al amanecer y recordé justo ese pasaje del libro “Cien Años de Soledad” de Gabriel García Márquez con un sobresalto. Tendida sobre el costado, imaginé la habitación de los sueños y ese espacio en ninguna parte en que habita la memoria. Siempre es Lunes allí, el tiempo convertido en una mera idea pasajera, sin forma ni sustancia. En mi vida, ocurre algo parecido: en el presente continuo en que se ha convertido el país, siempre estoy al borde del abismo. Muy cerca de la desesperación. Atontada por todo lo que ocurre a la vez, por lo rápido que se suceden circunstancias de enorme gravedad, una tras otra. De pronto, tengo la sensación que a fuerza de avanzar con mucha rapidez, el tiempo se ha vuelto cíclico, una interminable colección de curvas idénticas que no llevan a ninguna parte. Como si el temido final de la crisis coyuntural que vive el país, en realidad sólo fuera el calco de sus fases más graves, más complejas, más duras de superar.

Hoy es 23 de Enero. El día en que el presidente de la Asamblea Nacional — actual cabeza visible de la oposición en el país — convocó a una marcha que atravesará la ciudad de Caracas para demostrar el descontento popular. Para exigir cambios. Para aglutinar ese malestar genérico y anónimo que va de un lado a otro, que carece de dirección y por tanto, objetivo. Luego de casi medio año de errores garrafales, de la fractura de la plataforma política que intentó sin lograrlo, obtener resultados políticos contra el Gobierno de Nicolás Maduro, una maniobra legal de la Asamblea Nacional invistió a Juan Guaidó como “presidente interino”, al considerarse a Maduro “usurpador del poder” luego de las poco claras elecciones en las que triunfó el año anterior. Como suele ocurrir en Venezuela, la situación es lo suficientemente compleja como para el mapa de circunstancias que rodean a la movilización sea una apuesta enorme a un tipo de esperanzas muy específica. La mayoría de los que acudirán, están convencidos que la demostración de fuerza en las calles reactivará las protestas activas y visibles. Que, de nuevo, el ciudadano común recuperará el protagonismo en la lucha por las libertades civiles en el país. Una idea sin duda llena de profunda belleza, pero por completo falsa e incluso ingenua.

Lo pienso mientras camino por la calle alrededor del lugar en el que vivo. Todavía hay un silencio monótono, el tráfico es tan escaso que montones de transeúntes se aglomeran en las esquinas. Ya lo es los días corrientes es lo bastante escaso para provocar tumultos: la crisis provocó que el transporte público se reduzca a un número mínimo y la mayoría de los caraqueños deben sobrellevar como mejor pueden las distancias de la ciudad. Hoy el efecto es aún peor: la tensión palpable hizo que las pocas unidades que circulan hayan desaparecido. La ausencia del traqueteo del viejo metal, es tan notorio que me detengo sólo a escuchar, con la sensación que tiene algo de premonitorio. ¿Premonitorio de qué? me pregunto con un suspiro cansado. De nuevo el realismo mágico, me recrimino. Tan común, tan complaciente, tan de esta cultura adolescente y atolondrada.

En el recorrido hacia la calle siguiente, me tropiezo con carteles hechos a manos que invitan a marchar. “Se lo debemos a Venezuela” insiste una pequeña, de cartulina barata, pegada de cualquier modo en las rejas de seguridad de un edificio. Más allá, otra insiste “Esta vez o nunca”. De nuevo, lo inevitable. ¿En cuántas ocasiones no he escuchado y leído frases semejantes? Después de todo, llevo veinte años en medio de la Venezuela creada a medida del chavismo, represiva, violenta, hostil. La Venezuela que te provoca un miedo insuperable, que te hace temer al presente, al futuro, dudar del pasado. Me detengo en una esquina, para contemplar una cruz de palo y tela, colgada con un par de nudos corredizos de la rama retorcida de un árbol. “Venezuela está muerta” puede leerse sobre la madera. Me recorre un escalofrío y me obligo a caminar.

Son casi las nueve de la mañana y hay una poca agitación en el aire. Hoy es el día en que “volveremos a la calle”, o así insiste el slogan inocente y machacón que he escuchado en todas partes desde más o menos una semana. “Volvemos a las calles” me repito en voz baja. Me invade una sensación levemente irreal, de angustia y miedo. Ya he vivido esta misma escena una y otra vez. Ya ha la he soportado tantas veces en veinte años de dictadura militar en mi país, que la realidad se torna frágil, engañosa, tan semejante una escena con otra, que resulta casi indiferenciable. Una idea inquietante. Dura de asimilar. ¿Qué se supone ocurrirá? me pregunto. Un grupo de hombres en traje de deportes y con una bandera en la mano corren hacia el primer transporte público que aparece en la esquina desde hace casi una hora. Dentro, hay otro grupo que también lleva banderas y camisetas de colores patrios. Hay gritos, consignas “¡Volvemos a la calle!” grita alguien por la ventana. Veo el autobús alejarse con lentitud. Los que no pudieron subir tienen el rostro tenso, cansado. “Qué mierda irá a pasar hoy” oigo murmurar a un hombre de uniforme azul y botas de trabajo. “Nada pues, aquí nunca pasa nada” responde una mujer a su lado. La boca convertida en una fina linea de tensión.

Nunca pasa nada. ¿No era eso lo que decía el viejo José Arcadio atado al castaño más viejo del patio? Nunca pasa nada. En Venezuela, durante veinte años han pasado cientos de situaciones y tragedias distintas…pero en realidad ha ocurrido más bien poco. Lo pienso de pie en la calle, de nuevo en aquel silencio ominoso e inquietante. Durante décadas de enfrentamientos callejeros, radicalización, desplome de la cultura, la economía, la condición del ciudadano han pasado tantas cosas que es difícil creerlas en ocasiones. Muertes, asesinatos, violencia en todas partes, la bota de la ley que aplastó las pocas opciones democráticas. Y sin embargo, continuamos bajo un estado autoritario, claustrofóbico y hostil que cada día se hace más duro, represivo y cínico. Un lunes que dura para siempre, me digo con el estomago encogido de miedo. La sensación de premonición desaparece, se hace tan endeble que cuando dejo el pequeño grupo de transeúntes atrás, me convencí que lo había imaginado.

***

En la Panadería en que la que desayuno, unos cuantos clientes forman fila frente a la caja registradora. En realidad, el local se encuentra vacío, tanto de compradores como de mercancía. Hay unos cuantos postres de aspecto ajado bajo el mostrador, la charcutería muestra su habitual desfile de embutidos, pero el resto del local, luce devastado y solitario. Me lo estoy imaginando, me retiro mientras mastico con lentitud un croissant aún caliente. Estoy imaginando estas pequeñas cosas. Trato de convencerme que la idea de la crisis me hace estar alerta, abrumada por cientos de pequeños detalles en apariencia intrascendentes. Hay una crisis por supuesto, me digo. Pero…

¿Pero qué? A unos metros de la puerta de la panadería, un hombre y un niño pequeño rebuscan entre bolsas de basura. Ya nadie se sorprende ni lo lamenta. Como si se trataran de parte del paisaje urbano, deformado por un tipo de sufrimiento social desconocido. Los miro y pienso en que hace tres o cuatro años, una amiga llegó a la escuela de fotografía llorando a lágrima viva “Vi a dos hombres comiendo de la basura, lamían los papeles embadurnados de la grasa y desperdicios” contó temblando, los ojos muy abiertos y asombrados. Imposible, dijo ella. En este país, es imposible…

Ahora, hay un grupo de hombres y mujeres con morrales y franelas con consignas políticas frente al local. Ríen, alguien hace sonar una pequeña corneta. “El pueblo regresa a la calle” grita uno de ellos y los demás lanzan vítores. “Regresamos” contesta otro “Nunca nos fuimos” dice alguien más, con una amplia sonrisa. El entusiasmo es contagioso, pero sigo mirando al niño y al hombre. Comparten algo que bien podría ser un pedazo de fruta o algo de pan añejo. El hombre inclina la cabeza, mira al suelo. El niño come. Lo hace a desgana, la carita triste, las piernas flacas muy sucias. “Volvimos a las calles” repite alguien.

La cajera me dedica una mirada curiosa mientras le extiendo la tarjeta de crédito. Es tan joven como yo — más joven que yo, pienso — y tiene una expresión firme, enérgica.

— ¿Va a marchar?

Me lo pregunta mirándome a la cara. No sé por qué lo hace, en realidad. Me pregunto si el acto de salir a protestar se ha hecho parte del dominio público, una idea que no pertenece — ni pertenecerá de nuevo — a las decisiones privadas. Me lo pregunta en buen tono, con firmeza. Hay un mensaje allí supongo. Una idea que se enhebra entre la pregunta y el hecho de hacerla con semejante convicción. ¿Qué debería decirle? ¿Qué ya lo hice muchas veces? ¿Que tengo un miedo insoportable? ¿Que tengo miedo a morir, a ser herida, maltratada? ¿Que para mí las marchas ya no son parte de…? ¿Qué cosa? ¿Qué es lo que quiero decir? Tomo una bocanada de aire.

— Debería hacerlo — respondo.

Me sorprende escucharlo decir en voz alta. Debería, es mi responsabilidad. De nuevo, otra vez, como todas las veces que lo ha sido durante los últimos veinte años. Volvemos a las calles. La gran consigna. ¿En realidad tiene sentido? ¿Debería volver yo también? ¿Debería…?

— Yo no pensaba ir pero voy — dice alguien en la fila — ¿que más se puede perder?

Me vuelvo a mirar. Se trata de un hombre de unos cincuenta y tantos, con el cabello despeinado y el rostro abotagado de sueño. Tiene la misma expresión dura de la cajera y de pronto entiendo que no se trata de tensión ni algo tan retórico como heroísmo privado. La idea nace cierta, fuerte, firme, evidente. No queda otro remedio. No hay otras opciones. Nos encontramos al borde de algo inimaginable, de un caos de dimensiones colosales que nadie puede imaginar bien, pero puede percibir, predecir quizás. ¿Es eso realmente? No lo sé. El resto de la fila mueve la cabeza, deja escapar murmullos de aprobación. Una mujer al fondo se vuelve en un gesto evidente de malestar. Pero allí estamos todos, en este silencio extraño, duro, inquieto. ¿Qué debemos hacer? ¿Qué se espera de nosotros? regresamos a las calles. Otra vez.

Cuando salgo de la panadería, el hombre y el niño desaparecieron. Las bolsas de basura continúan abiertas. Hay algo aterrador en la oscuridad quieta y temible que se percibe en el interior.

***

Caracas tiene un aspecto arrasado, remoto. Miro por la ventana los grupos que se reúnen para caminar hacia uno de los puntos de concentración de la gran manifestación que ocurrirá en unas horas. Siento un escalofrío. Una vez leí que luego del saqueo a Constantinopla, la ciudad entera quedó suspendida en un silencio plácido y engañoso. Como el rito mortuorio de algo más denso y complejo de comprender a primera vista. ¿Eso es lo que nos ocurre? me pregunto frotandome los antebrazos, en un intento de luchar contra la sensación de terror que me cierra la garganta. ¿Caracas finalmente cae en un pequeño sopor sin retorno?

No lo sé. El pensamiento resulta agresivo, casi galvánico. Una idea que se entrecruza con otras tantas hasta dejarme aturdida, un mero testigo del silencio tenso que precede la tormenta. La mera sensación de ausencia que no puedo explicar. En el horizonte, la montaña desapareció bajo la neblina. A sus pies, la ciudad en la tensión. O quizás, en algo más complicado que eso.

Volvemos a las calles. Regresamos a la tentación de la esperanza. Me siento ingenua al creerla, pero irresponsable al desecharla.

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