martes, 8 de enero de 2019

Crónicas de la feminista defectuosa: Cejas perfectas, rivalidad femenina, sororidad y otros temas complejos.

Para quien se lo pregunte, así quedaron las cejas.



Esta historia comienza así: hace unas dos semanas, mi madre — fashionista, sofisticada y mucho más atenta a la moda que su descuidada hija — me obsequió una “micropigmentación” del arco de cejas. La miré sin saber qué responder cuando me informó que tenía una cita con una reputada dermatóloga de la ciudad y que ella correría con los gastos. Bueno, eso es distinto a los regalos habituales: perfumes estrafalarios que jamás usaré y ropa estrecha que va contra mi propósito de vida de celebrar la comodidad práctica.

— ¿Y qué se supone que es una “micropigmentación”? — pregunté al cabo de algunos minutos de incómodo silencio.
 — Una profesional te tatuará cabello a cabello las cejas, para que recuperen su forma y tamaño original.
 — ¿Original?
 — Antes que…

Hizo una mueca que pareció abarcar todo mi rostro. No tenía que explicar mucho más. Durante los últimos años, el arco de mi ceja ha seguido el caprichoso dibujo de mi pulso torpe: Nunca he logrado encontrar la forma correcta para mi rostro, el grosor o incluso, un aspecto lo suficientemente pulcro como para que me satisfaga. Al final, como cualquier mujer sin muchos conocimientos sobre estética, termino maquillándolas de manera cuidadosa y delicada. Sin un gran resultado, debo admitir.

— No me tatuaré las cejas — anuncié escandalizada.
 — No es un tatuaje. O lo es — admitió cuando la miré incrédula — pero es algo especializado, vello a vello y que mejorará tu aspecto físico.

Mi madre suele tener una forma muy dura de criticar como luzco. Lo hace con ese desparpajo que asumo es común de todas las madres y que las pone a salvo de cualquier sensibilidad. De modo que las discusiones sobre como me visto, maquillo o peino, han sido parte de nuestras conversaciones desde que recuerde. Para mi madre, la apariencia física es de capital importancia, no importa mis impacientes protestas sobre la tiranía estética del país, la vanidad venezolana o cualquier otro argumento con el cual intente detener el caudal de consejos bienintencionados sobre cual debería ser mi aspecto. Pero sin duda, esta nueva táctica — el regalo inevitable — es por completo nueva. Sacudí la cabeza, alarmada.

— Ni pienses me haré algún tratamiento facial sin conocer hasta el último detalle — anuncié con nerviosismo. Mi madre puso los ojos en blanco.
 — Lo suponía. Hablaremos con la doctora antes.

La doctora resultó ser una mujer encantadora que escuchó mis dudas y reclamos con mucha más paciencia que mi madre. Le expliqué que me negaba en redondo a tatuarme las cejas — no es un tatuaje, es imitar los vellos naturales perdidos, me aclaró — , mi temor a parecer algún tipo de criatura alienígena — se verán suaves y naturales, me aseguró — y al final, mi desconcierto por la necesidad de algo semejante. Mi madre apretó los labios furiosa, pero en apariencia conteniendo la miríada de comentarios que se le vinieron a la cabeza en consideración al lugar en que nos encontrábamos. La doctora sonrió.

— Esa es una buena pregunta que casi ninguna paciente hace — admitió — y debería hacerla.

Resueltas las dudas — y sobre todo, luego que la doctora me asegurara en todas las formas posibles que no sentiría dolor — decidí someterme al tratamiento, que por otra parte no es del todo permanente. Con suerte, la micropigmentación durará un año o un poco más, después de lo cual, el pigmento desaparecerá dejando a mis cejas con su aspecto desordenado habitual. Pero para entonces “desearé repetir el tratamiento lo antes posible” me aseguró la doctora.

— Ya veremos.
 — ¿Y mi otra pregunta?
 — Te la respondo mientras trabajo.

En sí, la micropigmentación es un proceso indoloro pero laborioso. Tal y como me había explicado la doctora, se trata de tatuar con una aguja de pigmento casi milimétrica, cada vello perdido que pueda afectar la forma y grosor de mis cejas. Inclinada hacia mi rostro, la doctora tenía una expresión concentrada y cuidadosa que me agradó.

— En Venezuela, las mujeres compiten de manera muy dura y desleal entre sí — dijo de pronto la doctora — esa es la respuesta a la necesidad de este tratamiento y tantos otros. Nuestra cultura te convence desde muy niña que debes ser la mejor versión de ti misma y eso incluye, el aspecto físico.

Nada que me sorprenda, pienso mientras siento la presión de la aguja en la piel — por ahora nada de dolor — y el olor de la tinta médica. Le cuento a la doctora sobre mi constante análisis sobre el comportamiento de la mujer latinoamericana y sobre todo, la percepción de la belleza como un arma de enfrentamiento. Suspira, con cierta tristeza.

— Nada más cierto — me dice — aquí me vienen mujeres a que, literalmente, las haga “más bellas” para triunfar. Es algo duro, cuando te llega aquí una abogada, una contadora, una arquitecta y te dice que debe verse “divina” para lograr que le presten atención en la escala administrativa. Que sólo así podrá obtener el sueldo, el lugar que aspira.

No digo nada. Pero recuerdo todas las veces en que mis amigas más queridas han debatido sobre las normas de vestir y de apariencia en las oficinas en las que trabajan. En las insinuaciones, críticas y comentarios que han recibido de jefes y compañeros. Mi madre, ejecutiva de una empresa transnacional, se mueve inquieta en la silla.

— No se trata de eso. Eres lo que muestras — me dice.
 — Eso es un prejuicio.
 — En Venezuela es una realidad — insiste.

La doctora sacude la cabeza. El proceso continúa y comienzo a sentir dolor. Pequeñas puntaditas sobre la piel, rápidas como para que no me produzcan incomodidad, pero evidentes como para que me pongan nerviosa. Intento soportar con cierta dignidad la eventualidad.

— A lo que se refiere la doctora, es al tema que el triunfo social dependa de la belleza — aclaro — eso es cuando menos…perturbador.
 — Y es de un nivel de exigencia imposible — añade la doctora. Detrás del tapabocas, frunce el entrecejo — lo es, porque en Venezuela, la cultura de la Miss es un requisito invisible. Te pesa, lo llevas a todas partes, aunque no lo sepas. Me llegan mujeres de diecisiete años pidiendo una inyección de Botox porque tienen “una arruguita” entre las cejas. O exigiendo tratamientos para “reafirmar la piel” cuando aún tienen las mejillas llenas de acné. Todo eso es peligroso y síntoma de algo más complicado.

Me recorre un escalofrío. Pienso en mi aspecto a los diecisiete años. Una niña mujer de cabello alborotado, cutis enrojecido y cuerpo flaco. Recuerdo la presión de mis compañeras de clases, la sensación de ser inadecuada, de encontrarme en el lugar incorrecto. ¿De haber existido una solución cosmética a la incomodidad la habría probado? ¿La habría…?

— En Venezuela, se educa a la mujer para ser contrincante, no cómplice — dice la doctora de pronto — y eso, es parte de la cultura. Lo demás es consecuencia.

Una de mis amigas, suele decir que no hay un crítico más feroz y encarnizado que una mujer y mucho más si se trata de escudriñar el comportamiento y el aspecto de otra. Recuerdo la idea mientras leo los comentarios que provocó en mi front page de Facebook una imagen en la que se puede leer “Necesitamos muchas más brujas rebeldes que princesas aburridas”. La frase provocó un inmediato debate en el que la mayoría de los comentarios se burlaban de las mujeres que preferían el color rosa, llevar maquillaje y usar vestido y en el que se dejó muy claro que una mujer que disfrutara de la imagen tradicional de lo femenino merecía ser atacada y menospreciada. No se trató solo de un tipo de crítica despiadada y burlona, sino de un virtual linchamiento público: de pronto, las casi doscientas opiniones parecían coincidir de manera muy directa en que “una mujer moderna” debe atenerse a cierto comportamiento y aspecto para ser aceptada, respetada e incluso disfrutar de cierta consideración pública. Una insistente ridiculización hacia una percepción de lo femenino que la mayoría de quienes participaban en la discusión, consideraban anticuado e incluso inaceptable. Lo más sorprendente fue el ataque hacia la mujer que toma una decisión concreta sobre su aspecto y comportamiento. Una nueva forma de control de sorprendente virulencia

No obstante, lo más preocupante del tema no fue el ataque burlón e irrespetuoso contra la mujer que toma decisiones específicas sobre su aspecto físico y comportamiento, sino que la mayoría de los comentarios provinieron de otras mujeres. Me entristeció la saña, la violencia y agresividad no solo de las críticas, sino el pensamiento que toda mujer debe soportar este tipo de ataque con una enorme frecuencia. Como si se tratara de una condición inevitable, la colección de opiniones mal intenciones y en su gran mayoría destructivas, me dejó claro que la mujer de nuestra época aún no se libera del impulso de menospreciar y criticar el comportamiento de otras.

La anécdota me hace recordar los estudios de Tracy Vaillancourt y Aanchal Sharma, psicólogas de la Universidad de Ottawa que llevaron a cabo un experimento sobre la amistad entre mujeres que llegó a conclusiones perturbadoras. Las científicas reclutaron dos grupos de mujeres en los primeros años sobre la veintena a las que se les explicó que participarían en un experimento sobre “la amistad y la fraternidad”. Se estimuló las conversaciones entre los grupos por varias horas hasta que, por último, fueron interrumpidas por una mujer joven y bella. Una de ellas vestía de manera conservadora, mientras la otra llevaba ropa provocativa. Las reacciones entre ambos grupos fueron contradictorias y sorprendentes: mientras la mayoría de las mujeres del primero aceptaron con amabilidad a la recién llegada de aspecto sobrio, el que debió interactuar con la mujer de atuendo provocativo reaccionó con mal humor y malestar. Se trató de una reacción visceral y casi espontánea, a la que ninguna de las participantes en la investigación pudo darle nombre o definir. Para ambas investigadoras, el hecho demostró los alcances de las reacciones inconscientes entre mujeres, fruto de la educación, la cultura y el entorno de las que muy pocas veces somos conscientes.

La doctora acaba con la primera ceja y me permite mirarme en el espejo. Entre la piel inflamada y enrojecida, la ceja tiene un aspecto impecable y casi natural. Ella sonríe cuando observo mi reflejo con una rara atención desconcertada. Tengo la impresión que no reconozco a la mujer en el espejo, que no tengo idea de quién se trata, con su mirada sorprendida y su mueca de tensión ansiosa.

— Se ve bien ¿No es así?

En realidad no sé como se ve. El marco de la ceja añade interés a mi ojo y como fotógrafa, sé que el cambio visual será evidente y agraciado. Pero la mera idea que un detalle tan insustancial pueda tener relación inmediata con mi autoestima, me abruma un poco. Porque así sucede ¿No? ¿Cuántas mujeres no se mirarán en este mismo espejo y pensarán en el alivio de ser hermosas? ¿En la importancia de ese renacer de imagen e identidad que dota un procedimiento cosmético sencillo? Eso es bueno, claro, pero ¿que tanto dependemos de esa idea de la belleza? Recuerdo que en una ocasión, una conocida me dijo que se sometería a una cirugía estética para “demostrar lo que había debajo de las arrugas prematuras”. ¿Demostrarlo a quien? pensé con un sobresalto en esa oportunidad. ¿Qué nos obliga a insistir en esa mirada sobre lo bello y lo feo? ¿De esa percepción sobre el aspecto físico como una herramienta para la rivalidad?

La doctora comienza con el proceso en la ceja izquierda. Por algún motivo, ahora siento dolor desde el principio pero no digo nada. En realidad, se trata de una sensación dolorosa. Una rara asimilación de mi cuerpo transformándose. Una vez leí que los guerreros mayas se tatuaban el cuerpo a fuego vivo porque el sufrimiento de la carne quemada les recordaba el valor y el sentido de la vida. Por supuesto, los ligeros piquetes de la aguja ni se comparan a una monumental quemadura, pero tiene su sentido. Las mujeres de todo el mundo se someten a diario a todo tipo de operaciones y procedimientos médicos en busca del ideal de belleza. De lo hermoso como expresión de un yo caótico que poco o nada tiene que ver con las sesudas consideraciones sobre lo estético que llenan la literatura Universal. Ser hermoso en nuestra época es un requisito. Un deber. Un obligación. Una batalla silenciosa. Mi madre suele decir que no se es hermosa para los hombres, sino para impresionar a otras mujeres. Suelta una carcajada cuando lo digo en voz alta en el consultorio.

— Es así — dice con toda tranquilidad — la mayoría de las mujeres luchan por ser más atractivas que las otras. No por llamar la atención de nadie.

¿Por qué compiten las mujeres entre sí? No se trata de un cuestionamiento que tenga una respuesta sencilla: por siglos, las mujeres han sido alentadas a enfrentarse para lograr satisfacer los restringidos patrones sociales que intentan — sin lograrlo nunca — definirla. Una batalla silenciosa que convierte las relaciones femeninas en un ambiguo campo de batalla. Mujeres que critican el aspecto físico de otras mujeres, su conducta, su forma de comportarse, su libertad sexual, incluso decisiones privadas como la maternidad y su capacidad reproductiva. Mujeres que menosprecian, estigmatizan y agreden a otras mujeres en busca de revalorizar su propia autoestima. Se trata de un hábito tan antiguo como pernicioso y que la mayoría de las veces resulta inevitable.

Tal vez por ese motivo, la palabra “sororidad” se ha hecho cada vez más común e insistente en la forma en cómo comprendemos las complejas relaciones entre mujeres de nuestra época. Se trata de un término discreto, que muy pocas veces se analiza a cabalidad, pero que define un nuevo tipo de comportamiento femenino: el de la confraternidad de género. Una nueva forma de expresión de la amistad y las relaciones personales entre mujeres, basadas en un tipo de solidaridad y fortaleza intelectual desconocido en nuestra cultura. Una hermandad entre mujeres que se perciben en posición de igualdad y respeto, gracias a la cual la agresión insistente se minimiza y se convierte quizás en una percepción más saludable sobre nuestra identidad. No hay bandos ni competencia, sino una comprensión de la mujer — y más allá, el conglomerado de mujeres — como una expresión de profunda inteligencia intelectual y emocional.

No es una idea nueva: el feminismo promueve la sororidad desde hace más de cuarenta años, con la intención de crear nuevos patrones de conducta en los que la habitual competencia encarnizada entre mujeres — que nuestra cultura promueve como una forma de comprender lo femenino — se convierta en una percepción emocional mucho más poderosa. Según la escritora y política Marcela Lagarde, la hermandad entre mujeres es una forma de rechazo a la percepción de la mujer objeto, que debe competir por la atención y la consideración de quienes le rodean como una forma de convalidación personal. Para Lagarde, la sororidad brinda a la mujer un nuevo tipo de experiencia con respecto a su percepción de género e incluso como se comprende a sí misma.

¿Qué mujer no ha tenido que lidiar con ataques sutiles — pero no por eso menos agresivos — de otras mujeres en medio de relaciones interpersonales contaminadas por un tipo de enfrentamiento confuso? Sobre todo en nuestra época, donde el aspecto físico y los códigos estéticos se transforman en expresiones de triunfo y éxito personal, el ataque entre mujeres se hace más notorio y violento. Mucho más aún en países como Venezuela, en el que el triunfo social de una mujer se percibe a través de la belleza física y la admiración masculina que pueda despertar. Un tipo de conductas que esconden una profunda hostilidad que resulta difícil de interpretar y lo que provoca que la mujer deba luchar — sin armas y casi siempre a ciegas — contra ataques y el menosprecio de quienes le rodean. Como si eso no fuera suficiente, a la mujer occidental se le exige calzar en un tipo de estereotipo que niega su capacidad para expresar emociones, por lo que la competencia y la violencia emocional se convierten en conflictos solapados de enorme complejidad. Los rumores, chismes, la manipulación emocional como una forma de ataque se convierten en parte de una compleja estructura de ataque y violencia que toda mujer ha sufrido en algún momento de su vida, ya sea como testigo, víctima e incluso como agresora.

A la mujer se le ha enseñado que el valor personal depende del aprecio de la pareja y de quienes le rodean por encima de sus iguales, lo que hace que la rivalidad se convierta en una noción específica sobre la autovaloración y la autoestima. Lo enfrenta en todas partes: en la casa y en la oficina, en las relaciones de pareja y profesionales, entre amigas e incluso entre desconocidas. El señalamiento e infravaloración hacia otra mujer es no solo moneda común, sino también una forma de control tan común que apenas reparamos en su existencia. Y está en todas partes, forma parte de lo que somos como sociedad. El pensamiento me enfurece y después, me deja entristecida de una manera difícil de explicar.

Finalmente, la doctora termina con el laborioso proceso. Han transcurrido casi cuatro horas desde que todo comenzó y cuando me miro al espejo, me sorprende el resultado. Realmente tengo buen aspecto. Las cejas tienen un aspecto natural, abundante y juvenil. Incluso mi expresión ceñuda parece más relajada. La doctora me aprieta el hombro con amabilidad y se quita el tapabocas. Está sonriendo con cierta satisfacción.

— ¿Satisfecha?
 — La verdad, sí.

Mi madre me mira con una de sus típicas miradas críticas. Pero en esta ocasión, sonríe también. Me acaricia la mejilla y sale del consultorio junto a la doctora. Y en esos instantes a solas, pienso en los rituales de esta nueva era donde la belleza es un mirada al abismo, una confrontación directa. Una forma de enfrentamiento privado en la que la necesidad de entablar relaciones femeninas saludables se hace parte no solo de un objetivo común, sino también parte de una expresión mucho más empática sobre lo que lo femenino puede ser. Una percepción en la que la solidaridad, la comprensión y la noción sobre el respeto mutuo sea una forma de comprendernos unas y otras. Una nueva percepción sobre la feminidad.

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