viernes, 4 de enero de 2019
Crónicas de la lectora devota: “Eleanor Oliphant is Completely Fine” de Gail Honeyman
Hasta hace un siglo o dos, el hombre nunca imaginó podría sobrevivir al aislamiento de sus semejantes. Por supuesto, eran tiempos donde la compañía del otro se expresaba — y se pensaba — como una forma de supervivencia: el hombre cazó en grupos y luego construyó comunidades a cuatro manos. La inmediata herencia histórica de todo eso, fue una necesidad de cercanía que se asumió cultural. Las habitaciones familiares eran ocupadas por los hijos, sin que hubiese espacio para la intimidad o la individual. Se comía, se dormía, se amaba y se moría en comunidad.
Pero con la revolución industrial, el positivismo, el mecanicismo y sobre todo la evolución del pensamiento como unitario, todo esa expresión de la comunidad humana se fragmentó. Se reformuló, digamos. El ciudadano común podía estar solo — una intimidad social — y de hecho, poco a poco se transformó en una opción en medio de una serie de posibilidades que lo nuevo urbano pareció ofrecer. Con la llegada de las grandes ciudades y la industrialización, la construcción de apartamentos de reducido tamaño, esa amplitud del hogar paterno se transformó en una idea que no parecía encajar demasiado con esa necesidad del éxito adulto y la independencia económica. A medida que los valores morales parecieron transformarse en algo menos abstracto y más relacionado con el éxito monetario que con algo espiritual, la individualidad del hombre — el llamado egocentrismo moderno — tomó el lugar de esa gran visión de cultura contemporánea que insiste en mirarse así misma como una expresión del yo. El ciudadano común descubrió que la esa gran imposición cultural de la compañía y la cercanía como reclamo emocional cultural, no tenía porque ser obligatorio. Ni tampoco, claro está, un requisito para ser parte de esa idea de comunidad humana. De hecho, los limites se hacen borrosos, inexactos y pareciera ser que todos somos parte de esa nueva interpretación del hombre a solas. Una interpretación del ser ideal sin necesidad de atravesar el engañoso páramo de lo que somos y queremos ser, según lo socialmente aceptable.
Para la escritora Gail Honeyman la idea de la soledad moderna es un ciclo artificial que de hecho, parece ocultar ese gran reclamo de lo social que se oculta bajo el auge de las redes sociales y la comunicación incesante. Su novela debut Eleanor Oliphant is Completely Fine resume percepción sobre la soledad moderna en una historia en la que el aislamiento, la percepción del otro y la cultura hipercomunicada contemporánea, son los grandes enemigos a vencer. El personaje de Eleanor Oliphant, no sólo encarna esa gran distancia entre la comunicación y el hecho real de la comunicación como necesidad, sino también, la cultura convertida en una gran variedad de estímulos sin el menor significado. Eleanor, tímida, aislada y con graves problemas para socializar, lleva una vida tan frugal como helada: de Lunes a viernes, lleva a cabo la misma rutina para llegar a la oficina en que trabaja, en la que toma asiento frente a la pantalla del computador y teclea hasta el cansancio. Come las mismas porciones de los mismos alimentos, no habla con sus compañeros y cuando lo hace, no se desvía ni una palabra sobre lo esencial. Finalmente, cada viernes come trozos de pizza, toma Vodka y se encierra en su pequeño departamento hasta el lunes siguiente. El ciclo existencial de Eleanor — abrumador en sus pequeños detalles frugales — parece enlazar en una necesidad imperiosa de hacer lo más claro posible, la percepción sobre su propio peso e importancia en el mundo. Para Eleanor “existir es una labor dolorosa” — frase que se repite varias veces a lo largo del libro y sostiene quizás, la única definición clara que se muestra sobre el personaje — y lo es en tal medida, que prefiere desaparecer en ese silencio que se extiende de un lado a otro de su vida. Eleanor tiene mucho de metáfora, pero a la vez, es tan profundamente sensible y multidimensional, que resulta imposible no creer en las motivaciones secretas e invisibles — de existir — que le hacen esconderse a la periferia de lo cotidiano. Eleanor es ese individuo que existe en todos los lugares del mundo, escondido en las esquinas, con el rostro inclinado en medio de la multitud, confundido entre lo rutinario y una existencia transparente por completo vacua. La mujer o el hombre que carece de identidad o que en todo caso, se enfrenta a esa obligación de la comunicación impuesta por el hábito. Pero para Eleanor, la idea es aún más complicada: su soledad es una noción que la define, la sostiene y además, la reconstruye como expresión individual.
Por supuesto, no es un tema novedoso: durante los últimos años, las historias sobre pacientes con graves trastornos mentales relacionados con el aislamiento, han sido frecuentes. No obstante, la llamada “epidemia de soledad profunda” no forma parte de esa concepción: tal pareciera que la mera idea que la decisión voluntaria de estar a solas, no forma parte del mundo moderno. Después de todo, en esta época en que la concepción de la comunicación globalizada y masificada, resulta incomprensible que alguien no desee formar parte de la conversación Universal. Pero Eleanor — terca, aislada y sobre todo, dividida entre la expresión del yo y algo semejante al miedo — es el símbolo de la periferia inevitable. Para el personaje y su mundo, las invasión de las redes sociales, el análisis constante y persistente sobre la realidad a través de la transmedia, no tiene ningún valor. De hecho, para Honeyman, la concepción sobre la rutina enlazada con la soledad perpetúa, forma parte de una mirada durísima sobre la vacuidad de nuestra época. El mundo que describe la escritora está saturado de conversaciones online, referencias pop y todo tipo de concepciones sobre la accesibilidad de medios, pero también, de ese punto ciego en que una porción considerable de la población está condenada. Su Eleanor — que no tiene la menor idea sobre programas de televisión o películas de actualidad, libros o música — se encuentra en medio de una vorágine de información que no necesita pero tampoco sabe como eludir. De modo que en la soledad de esa pequeña ignorancia, el personaje claudica con cierta tristeza subyacente. Varias de las escenas más angustiosas y emotivas del libro, transcurren durante las pequeñas batallas diarias de esta Eleanor, abrumada y caótica en mitad de una sociedad que la aplasta casi con crueldad.
Por supuesto, el misterio de la soledad de Eleanor es el centro de la novela y Honeyman no se prodiga demasiado en revelar sus motivos o su origen. Lo hace trozos comedidos de información que se van uniendo poco a poco para contar una historia de dimensiones desconocidas. Pero más allá de eso, la novela tiene la particularidad de actuar como un espejo inevitable: La gran pregunta sobre el aislamiento de Eleanor confronta al lector con su propia percepción sobre el mundo y la época que le tocó vivir. ¿Qué ocurre con Eleanor? ¿Realmente debe ocurrir algo por el mero hecho que no forme parte de la idea de la comunicación extendida que define a nuestra cultura? ¿Es el comportamiento de Eleanor aceptable o sólo parece que no lo es porque no actúa según los parámetros de un mundo obsesionado con la información? La cuestión se plantea desde varios puntos de vista y a medida que la novela avanza, se hace más profunda el complejo análisis sobre la necesidad de la sociedad contemporánea de imponer un criterio amorfo y superficial sobre la comunicación. Eleanor lo rechaza todo, va de un lado a otro con cierta pesadumbre, pero no se trata de un dolor esencial que pueda comprenderse de inmediato. ¿Qué es lo que provoca el aislamiento de Eleanor? ¿Su distante concepción de la vida y las relaciones modernas? ¿Su incapacidad para utilizar los medios a su alcance? El libro no pondera ni tampoco pontifica sobre las razones de Eleanor para negarse a formar parte del mundo globalizado, pero su mera decisión tiene toda la semejanza a una declaración de intenciones. ¿O No?
Además, Honeyman crea un personaje adorable, hilarante y lleno de graduaciones emocionales, con un humor involuntario que la hace entrañable. Eleanor no tiene ningún tipo de referencias pop ni tampoco las necesita: no reconoce a los cantantes de moda, los iconos de la época les resultan indiferentes y los grandes temas que obsesionan a la cultura no forman parte de su punto de vista sobre el mundo. Con la torpeza ingenua de una niña, Eleanor disfruta de un mundo construido a través de estímulos progresivos. “A la vieja usanza”, repite mientras llena su taza favorita de Vodka. Para ella, la frase Top Gear no tiene el menor significado y la señala con una desabrida frialdad que tiene su encanto voluble. Para Eleanor la vida transcurre de ese modo: jamás ha oído hablar sobre Mcdonalds, Bob Esponja o mucho menos, los actores de cine de moda. ¿Improbable? Podría serlo, pero quizás es esa noción sobre lo posible lo que hace de la novela una historia con muchas dimensiones interpretativas. Después de todo, Eleanor no se siente incómoda ni tampoco especialmente preocupada por su ignorancia. Para ella es normal, agradable e incluso, sin mayor relevancia. ¿Existe alguien en nuestra época que se comporte de ese modo? La gran disyuntiva que plantea Honeyman se enlaza con la concepción sobre lo contemporáneo que todos hemos asimilado y avanza hacia algo más sombrío: ¿Qué tan real puede esa mirada desapasionada del tráfico mundial de la información? El libro transcurre en una plácida mirada a esa comprensión de la identidad más allá de los estímulos y conceptos modernos, lo que le brinda una singularidad casi dolorosa. ¿Eleanor es en realidad un ser humano normal en mitad de una dura crítica a nuestro modo de vida? Honeyman no lo aclara y la novela se desliza con lentitud hacia la búsqueda de significado, sin lograrlo siempre.
Incluso, la súbita historia de amor (o mejor dicho, el enamoramiento) de Eleanor por una estrella del pop de comportamiento terrible pero cuya vida pública brilla de inteligencia comunicacional, es una parodia evidente a la impronta de un siglo obsesionado con lo aparente y que analiza la cuestión del yo escindido a través de las redes sociales como espejos inevitables. A través del “amor”, Eleanor descubre Twitter y también, la personalidad de un hombre al que no conoce pero que “podría amar, sin duda”. Toda una paradoja sobre la búsqueda de la individualidad en medio de un oleada falsa de estímulos sin sentido.
La historia de Honeyman guarda ciertos paralelismos con el clásico instantáneo Wonder Wonder de RJ Palacio y también, con The Lonely Passion of Judith Hearne de Brian Moore, pero en clave de humor. Y es el humor, junto con una profunda mirada a la naturaleza humana, lo que hace de Eleanor Oliphant is Completely Fine una extrañísimo recorrido por lo que somos, la modulación de la identidad como parte del mundo globalizado, pero sobre todo, el poder de la información para transformar la vida cotidiana en algo más. Honeyman parece mucho más interesada que Moore en analizar el despertar sensible de su personaje hacia el mundo que le rodea, que explayarse en explicaciones poco claras sobre el motivo de la cultura hipertecnificada que le rodea. Y esa connotación sobre la emoción — brillante, pausada y pacífica — lo que evita que el libro caiga en sermones innecesarios pero sobre todo, en pontificar sobre las bondades — o dolores — del mundo moderno. El eje de la acción es Eleanor como individuo y lo es, por su particular capacidad para expresar la desdicha solitaria sin tremendismos o el absurdo del dolor por el aislamiento. Eleanor vive — y lo hace a su medida, bajo sus términos y sus limitaciones — y disfruta de los pequeños milagros de la existencia. En la soledad, sin duda. Sin testigos para celebrar. ¿Qué tan malo puede ser eso? Al final, Eleanor — sobreviviente a si misma y su mejor obra de arte — encuentra la felicidad. O algo muy semejante. Y quizás para ella — para la historia que cuenta, para esa gran celebración sobre la noción de pérdida de nuestra época — es más que suficiente.
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