miércoles, 27 de febrero de 2019
Crónicas de la feminista defectuosa: La mujer que no existe y el nuevo odio misógino.
Hace unos días y durante los lamentables disturbios ocurridos en la frontera Venezolana, una activista recibió el impacto de una bomba lacrimógena en el pecho. Se trata de una táctica común de las fuerzas de seguridad de mi país: disparar a quemarropa contra los manifestantes. El caso es que mientras en otras tantas ocasiones, el país entero se horrorizó por el mero pensamiento que un funcionario Uniformado disparara a matar a un compatriota, esta vez, el tema de interés fue otro: porque la voluntaria, aún con las manos temblando de miedo, se levantó la camiseta y mostró el lugar justo en el que había recibido el impacto. En las imágenes, puede verse la piel enrojecida y amoratada justo bajo la clavícula, unos centímetros por encima de sus senos, muy notorios sin la protección de un brassier. Y fue ese único detalle, por encima de la agresión y de la violencia que la mujer había sufrido, el que atrapó la mirada de la gran conversación en redes sociales del país. Unas horas después, la voluntaria lidiaba con una ola de popularidad inesperada y también, grotesca. En su cuenta Instagram, recibió cientos de comentarios que comentaban sobre su apariencia, algunos tan directamente perversos y lascivos que no dejaban lugar a dudas de la sexualización de lo que otro modo, sería una situación de violencia extrema. Pronto, incluso la propia víctima se burló de la agresión y se unió al jolgorio general. Para el día siguiente de la agresión, la fotografía de la voluntaria aparecía en un periódico web bajo el titular de “lo más caliente del día”.
Leo todo lo anterior con una sensación de preocupación y tristeza profunda. Porque además de un hecho tan extremo y desconcertante, las redes están llenas de hombres — y también mujeres — que celebran “la actitud alegre” de la víctima e insultan a quienes critican la reacción general sobre el tema. Para el momento en que decido dejar de comentar públicamente mi opinión sobre lo ocurrido, ya he recibido al menos dos o tres mensajes de hombres llamándome “odiadora de hombres”, por insistir en que erotizar una agresión es de una gravedad preocupante. Uno de ellos además añadió que la víctima “lo estaba disfrutando”. El comentario me hace recordar los que suelen describir violaciones cuando el crimen no es tan claro, cuando se trata de una mujer que según el criterio popular no se resistió lo suficiente o tuvo “la culpa” por “provocar” una situación de violencia. Un anónimo me recuerda que “todas las mujeres son putas” y la actitud de la víctima “lo recuerda. Que te lo recuerde a ti también”.
Me toma algunas horas digerir el fenómeno entero. Se trata de una de esas ocasiones en que te preguntas qué está ocurriendo a nivel cultural en el continente en el que naciste, en la sociedad en la que te educaste. ¿Qué pasa cuando la figura de la mujer es parte del imaginario colectivo a un nivel tan violento? Pienso en la imagen femenina como objeto sexual, en el hecho irrebatible de la cosificación en masa, la mirada retorcida que se le dedica incluso un tenor erótico a una agresión tan directa y abominable como la que sufrió la víctima. Pero también, en las voces que atacan la crítica, las que señalan a las mujeres y hombres que criticamos la actitud general, con una saña burlona que resulta temible. ¿Qué está ocurriendo en nuestro continente con respecto a la mujer? ¿Qué pasa con la forma como comprendemos el género?
— Menosprecio.
— ¿Así de simple?
— Así de grave.
M. fue una de mis profesoras en la Universidad y durante años, utilizó el derecho penal — materia que imparte desde hace más veinte años — para analizar la situación de la mujer en nuestro país. Cuando habla de menosprecio, lo hace con propiedad: durante buena parte de su carrera en tribunales ha defendido a mujeres maltratadas, violadas y abusadas por entornos violentos. Cuando le pedí reunirnos para conversar el caso de la voluntaria, lo hizo de buena gana. “En este país, eso se olvidará rápido, pero lo que muestra es grave” me dijo en la corta conversación telefónica que sostuvimos. Ahora, habla de menosprecio. Así, sin más.
— Hombres que menosprecian a las mujeres.
— No, niña, ojalá la cosa fuera así de sencilla: nuestra sociedad está construida para “poner a la mujer en su lugar” y eso se ve a cada momento. ¿No lo notas? ¿No lo sientes cada vez que te insultan en redes? ¿La forma en que te atacan sólo porque eres una mujer que habla sobre mujeres?
No sé que responder a eso. O si lo sé, pero resulta terrorífico asumirlo, aceptarlo como si tal cosa. Después de todo ¿no somos el país de las mujeres más bellas, las echadas pa’ lante, las abnegadas? Las madre coraje, las madres solitarias. Un país de mujeres fuertes, que se enfrentan a diario a una situación insostenible. Pero en realidad ¿Quienes somos? Hace unos días, alguien me llamó “Becerra” (un término peyorativo muy Venezolano) por preocuparme por lo ocurrido con la voluntaria. “Ella está disfrutando su fama” me dice alguien más y me sorprende la poca profundidad del razonamiento, el hecho que quien me lo dice, sea incapaz de analizar que la víctima hace lo mismo que otras tantas. Normaliza, intenta lidiar con el miedo lo mejor que puede, analiza la agresión como parte de su vida. De hecho, hay un video en que bromea entre risas sobre lo ocurrido. “Víctimas sin saberlo” me dijo una vez una activista, que solía atender mujeres maltratadas que defendían a maridos y amantes que les golpeaban. “¿Te imaginas que se siente? Es como una herencia hostil que se hereda de madres a hijas”.
— No es tan fácil muchacha — dice M. con un suspiro cansado — ojalá fuera todo tan estructurado y bonito. Es odio, odio de verdad. O peor: indiferencia. A nadie le importa que a esa niña casi la matan. Lo divertido es el par de tetas y los pezones visibles bajo la camisa blanca. ¿No lo notas? Objetos. A una mujer un hombre se la coge, se casa con ella, tiene hijos. Pero nunca se le considera un igual. La gran mayoría de los hombres de este país o tienen las mujeres en un altar o las consideran basura.
Silencio otra vez. Más tarde, mientras transcribo el audio de la conversación, me parecerá que esos pequeños segundos sin palabras, tienen un significado extraño, como palabras que nadie quiere decir. A las mujeres nos odian o nos idealizan. ¿Alguien nos respeta? Es una pregunta dura y que seguramente, alguien pensará tiene cierto dramatismo. De hecho, muchas veces me han acusado de “melodramática” cuando concluyo que la sociedad Venezolana utiliza a la mujer como muñeca de ideales, un avatar grotesco de sus valores poco claros. Todo eso pende en esos silencios en medio de la grabación, la sensación de miedo y urgencia que me cierra la garganta.
— Mira, suele decirse que toda latinoamérica está obsesionada con la masculinidad de una manera casi homoerótica — dice mi profesora — pero en realidad, es una idea Universal que proviene de Grecia. Los hombres llevan su vida emocional con otros hombres. Sus amistades más profundas, sus cómplices y confidentes, son hombres. La mujer para la casa y los muchachos.
¿Es así? me digo con un escalofrío. Pienso en mis amigos, en los hombres que forman parte de mi vida. ¿Los incluyo en esa fórmula inquietante? No lo sé. Jamás podría decir que son machistas, que menosprecian a la mujer de algún modo, pero…Aguanto la respiración. ¿No tuve una discusión con uno de ellos cuando compré mi primer automóvil porque “no era necesario que una mujer tuviera uno”? Eso era lo que había dicho. ¿No era una broma habitual bromear sobre mi activismo político “Allí llegó la feminazi, mejor nos callamos”? Bromas, sí. Entiendo el humor venezolano, entiendo el humor del trópico. Pero ¿qué esconde el humor? ¿Qué…?
— Indiferencia y menosprecio— dice mi profesora — eso es lo que hay allí. ¿No te lo están diciendo en la cara? Los manifestantes que murieron hace un año por causas parecidas a la herida de la muchacha son héroes. Pero ella se levanta la camisa y está “buenísima”. ¿Lo ves?
Lo veo. Un escalofrío me recorre, la sensación extraña de no saber como entender el país en el que vivo, la cultura en la que crecí.
***
Me llevo un sobresalto cuando leo la noticia. Al principio, estoy convencida se trata de un Fake News o algo semejante. Después de todo, tiene todo el tono amarillista e impactante para serlo: Una página web que permite a los usuarios no sólo intercambiar información — fotografías privadas, datos sensibles — sin su consentimiento, sino que además, se utiliza como una especie de red de apoyo para ¿qué? ¿El abuso? ¿La violación? ¿Extorsión? A medida que leo la información, siento que se me cierra la garganta de un terror ciego y difícil de explicar. Hay capturas de pantalla de servicios de mensajería instantánea de hombres hablando sobre métodos para violar mujeres. De incluso, imágenes de cuerpos desnudos de mujeres que parecen inconscientes, atadas a camas. El rostro cubierto por la mano de hombres que preguntan como “mantenerlas así” o “hacerlas abortar”.
No puede ser real, me digo. Pero lo es. A medias en todo caso. Más tarde descubriré que la página Nido. org (actualmente inaccesible) era la puerta abierta a una comunidad de Telegram, en la que luego de cerrado el sitio, se compartieron las imágenes como forma de amedrentamiento. ¿Lo es? Pienso mientras ¿es sólo un señuelo? Me tiemblan las manos de impotencia y miedo mientras leo las declaraciones de las víctimas. “Descubrí que había fotografías mías en todas partes y hombres que insistían debía ser secuestrada” dijo una joven no identificada a un programa de televisión chileno. “Nos odian, todos nos odian”.
El odio contra la mujer, de nuevo. La idea resulta retorcida porque con frecuencia, se asocia el maltrato, la persecución y el acoso, a un tipo de fenómeno concreto y minoritario. Pero en realidad, el odio a las mujeres, la nueva misoginia, es un fenómeno más amplio. Mientras clickeo página tras página de noticia, tratando de reunir información sobre Nido. Org pienso que el odio está en todas partes. Que la violencia tiene un rostro tan corriente que la mayoría de las veces pasa desapercibido. Un pensamiento inquietante que me provoca una sensación de desamparo y vulnerabilidad difícil de explicar.
Durante mi último año en la Universidad, compartí aula y eventualmente conversación con un grupo que se autodenominaba a sí mismo “La patota”. Era un grupo de seis veinteañeros, saludables y atractivos que estaban convencidos que el mundo era una gran fiesta interminable. Eran también, los que llevaban del brazo a las mujeres más hermosas del campus — o eso era el rumor insistente — y por supuesto, eso les acarreó más de un rencor injustificado. En más de una ocasión, el grupo recibió insultos, participó en reyerta a última hora de la tarde — entre risas y gritos de júbilo — e incluso una vez, hubo quien decidió expresar su malestar por tamaña popularidad destrozando las llantas del automóvil de uno de los banales héroes del campus. A la distancia, todo me parece inocente, casi simple. Una anécdota sin excesiva importancia en medio del tumulto de los años universitarios. Una de tantas pequeñas extravagancias que se experimentan durante la primera juventud.
Lo que no recuerdo de manera tan grata, es a J., uno de los compañeros de clase a quién no le caía en especial gracia la popularidad de la llamada “Patota”. Como a varios más, le irritaba su jactancia juvenil, su exagerada altanería y por supuesto, la frecuente y hermosa compañía femenina. Pero a diferencia del resto, J. se sentía directamente ofendido, lleno de un rencor denso y vicioso que parecía acompañarlo a todas partes. Contaminarle en decenas de formas distintas. En una oportunidad, mientras el grupo de populares celebraban en pleno comedor del campus, les echó una mirada envenenada y se le enrojeció el rostro de pura cólera.
- Por hijos de putas así, los demás estamos jodidos — comentó a quién quisiera escucharle, entre los que casualmente me encontraba yo, sentada a un lado de la mesa colectiva — una cuerda de vagos que lo tienen todo y no dejan nada para nadie.
Me quedé atónita, como supongo el resto de los comensales. No se trataba de la típica crítica burlona, sino que había algo horrido, levemente inquietante en su furia. Nadie hizo el menor comentario — ¿qué se le puede responder a semejante cosa? — pero tuve la sensación que todos pensábamos algo parecido. La explosión de envidia, resentimiento y verdadero sufrimiento era algo fuera de la común.
- ¿Y qué te pueden estar quitando un coño? — respondió finalmente alguien — ni que nadie te debiera algo por ser como eres.
Todos conocíamos a J. y no por las mejores experiencias: era misógino, machista y la mayoría de las veces tenía opiniones controvertidas cercanas a los prejuicios más extremos. Hablaba sobre su “derecho a tener sexo”, “cercenado por las mujeres” que no le prestaban atención por “feo, pobre, flaco”. Insistía en tales opiniones a toda hora y quizás la que más incómoda resultaba, era que los “populares” “los tipos que estaban buenos” o como se suele decir en Venezuela, “los papis” tenían la “culpa” de su escasa vida amorosa. Una idea que insistía siempre que podía y que argumentaba, insistiendo que todas las mujeres eran “putas” cuyo único interés “era el dinero y un buen cuerpo”. Por supuesto, la mayoría tenía a J. por un cascarrabias sin mayor trascendencia, pero en lo particular, sus comentarios me molestaban lo suficiente como para mantenerme a distancia.
Después de licenciarme, no volví a escuchar sobre J. hasta que unos años después, encontré un blog en el que animaba ideas sobre “dominación masculina” y “control sobre las mujeres desobedientes”. Eran las mismas ideas que habían insistido en la Universidad, solo que llevadas a un estrato más complejo y complicado. También hablaba sobre el “celibato involuntario” al que lo sometía la “vanidad del mundo moderno” y otras tantas ideas relacionadas con el prejuicio contra lo femenino e ideas semejantes. Leer las numerosas entradas en las que se reiteraban ideas semejantes me provocó escalofríos: recordaba al muchacho enfurecido, lleno de odio que había conocido. ¿En quién se había convertido durante una década que había transcurrido desde que abandonara la Universidad?
Recordé a J. cuando hace casi dos años, leí el titular del periódico el país que recogía las aparentes últimas palabras de Alek Minassian (25 años) y que escribió unos veinte minutos antes de arrollar a veinte personas en Toronto. “La Rebelión Incel ya ha comenzado” escribió en un post de Facebook que fue borrado luego del ataque deliberado, pero que estuvo el suficiente tiempo en línea como para debatir su peligroso contenido. Sentí un escalofrío cuando leí que el atacante se denominaba a sí mismo como miembro de los INCEL (o célibes voluntarios, en su traducción castellana), un grupo cuyo propósito es debatir sobre la “culpabilidad de las mujeres” por su “incapacidad para mantener relaciones sexuales”, pero, sobre todo, promover un odio misógino extremo y fanático que resulta una amenaza potencial.
Me sorprendió que se trataran de las mismas ideas que por años había machacado J., que solía insistir en el tema en toda oportunidad que tuviera a su alcance. Intrigada y preocupada, dediqué unos días a investigar y descubrí que el término “INCEL” no es de hecho novedoso ni producto de una nueva y renovada ola de terrorismo basado en un tipo de retorcida misoginia. De hecho, su origen es más bien inocente: en 1993, una mujer — que actualmente oculta su identidad bajo el seudónimo “Lana” — creó una comunidad online para debatir sobre el “celibato involuntario” que podían provocar las relaciones modernas. Al principio se trató de una comunidad inofensiva, en los que solteros sin mucha fortuna en las relaciones románticas se reunían para debatir sus mutuas penurias. No obstante, rápidamente alcanzó una connotación de odio que convirtió a la comunidad en un intercambio sobre ideas de índole estrictamente machista. El fenómeno se extendió con rapidez a través de foros anónimos en el mundo virtual y de pronto, los INCEL eran algo más que un grupo dedicado al debate sobre el fracaso amoroso de nuestro siglo: los cientos de hombres — y algunas mujeres — identificados con el término, parecían más interesado en profundizar en el odio contra lo femenino que en cualquier otra perspectiva. Progresivamente, los INCEL se convirtieron en un grupo radical cuya principal diatriba parecía ser la búsqueda de una venganza “simbólica y emocional” que reivindicara su “soledad y abstinencia forzosa”. Aun así, el grupo se limitaba a encendidas discusiones plagadas de odio misógino en foros anónimos, hasta que saltó a la fama en 2014: El 26 de marzo de 2014, Elliot Rodger de veintiún años y autodenominado “INCEL” asesinó a seis personas (tres con un cuchillo, tres con una pistola) y luego se suicidó. En un video publicado en su canal personal de YouTube, Elliot explicó que el motivo por el cual cometería el crimen fue “el rechazo que durante toda su vida sufrió por parte de las mujeres”. En el video, Elliot deja claro que se vio obligado a tomar la decisión debido “Durante los últimos ocho años de mi vida, desde que llegué a la pubertad, me he visto obligado a soportar una vida de soledad, rechazo y deseos insatisfechos. Todo porque las chicas nunca se han sentido atraídas por mi. Chicas que le dieron su afecto, sexo y amor, a otros hombres. Pero nunca a mí. Tengo 22 años de edad, y yo todavía soy virgen”.
Para Elliot, el motivo de todo su dolor e incluso, la ira asesina que desencadenaría en un asesinato, se debe a las indiferencia femenina o mejor dicho, a su incapacidad de seducir a una mujer. Elliot llama a sí mismo de manera “hombre perfecto”, y declara que va a “castigar a todos ustedes [las mujeres]” para no reconocer que él es “el caballero supremo.” Además, en el video detalla con espeluznante exactitud todos los detalles de la masacre que cometería poco después. La mayoría de las afirmaciones de Elliot parecen provenir de su incapacidad para relacionarse con el sexo femenino, a pesar de sus intentos. En esa perturbadora mezcla de dolor, resentimiento soledad que desencadenó en tragedia, Rodger demostró que la la misoginia que se ampara en el menosprecio de la mujer, puede ser mortal.
¿Fue entonces Rodger una víctima de una cultura que simplifica las relaciones entre hombres y mujeres hasta lo primitivo? ¿Del odio y el menosprecio hacia la mujer? ¿La cosificación convertida en cosa de todos los días? Los INCEL parecen convencidos del hecho que la mujer tiene un deber tácito de complacer al hombre y sobre todo, sus necesidades sexuales. Más allá, el problema se trata de la simplificación de la mujer en un mero objeto para la satisfacción del hombre. Para buena parte de los INCEL, el fracaso romántico que deben sobrellevar tiene una relación directa con el hecho de la actitud femenina y no, con el comportamiento del grupo o del individuo que propugna sus puntos de vista. En el caso de Elliot Rodger y otros tantos como él, el odio hacia la mujer es una concepción sobre el mundo muy definida: la lógica del resentimiento crea las condiciones para una venganza abstracta, hacia la mujer como objeto inaccesible, pero a la vez, digna de menosprecio. La culpa de la imagen de la mujer predadora, que es incapaz de brindar al hombre lo que necesita — y desde esa perspectiva inquietante, lo que le pertenece por derecho — y que merece sufrir un juego perverso donde el principal trofeo es inmediata y simple satisfacción sexual. La mujer que sólo existe en la medida que complace y más allá, en su capacidad para cautivar.
Por supuesto, no se trata de un fenómeno único: La cultura PUA (Pick up Artist) explora la imagen de la mujer como objeto sexual, utilizando esa visión simplificada y primitiva del hombre que asume a la mujer únicamente como una presa sexual. Se trata de una comunidad basada en la manipulación y menosprecio de la mujer a través de “técnicas de seducción” de un sentido notoriamente retorcido, abusivo y violento. No solo construye una imagen de un tipo de mujer manipulable sino la del hombre que puede utilizar la “debilidad” y emocionalidad de la mujer como parte del juego erótico. Una idea que no sólo asombra por su misoginia sino la implicación del planteamiento. ¿Los miembros de la cultura PUA, de la misma forma que los “INCEL” son sólo un fenómeno de mercado o algo más inquietante? ¿Reflejan la interpretación cultural del hombre de una manera distorsionada o se trata de una visión concreta sobre la opinión masculina sobre la mujer? Porque la mayoría de estos sites relacionados con ambos grupos y por supuesto, quienes acuden a ellas como último recurso para lograr algún tipo de relación emocional o física, no lo hacen bajo la idea consciente de encontrar una mujer real. La mayoría de los usuarios intentan encontrar una satisfacción inmediata, despersonalizada y por completo, accesible. La idea de la mujer objeto. La mujer convertida en una criatura sexual, símbolo de la satisfacción masculina. Una idea comercializada y estandarizada sobre el sexo crudo, sobre la percepción del hombre y sus necesidades elementales.
Para la socióloga experta en Género Capitolina Díaz el asunto es incluso mucho más grave y parece tener una relación directa con la objetivación de la mujer y la transformación de su identidad en un objeto sexual carente de identidad y cualquier otro propósito que no sea complacer al otro “Este hecho de convertir a ‘la otra’ en algo objetual e identificarla como un ‘no yo/no igual a mí’ es un pensamiento común en todas las personas reaccionarias y fanáticas” dijo en un artículo de reciente publicación en el periódico “El País” de España. Añadió además, que un fuerte elemento en la cultura “INCEL” y PUA es la necesidad de despojar a la mujer de cualquier sustancia o elemento que pueda brindarle sentido a su identidad “Como ocurriera con los nazis hacia los judíos, poner a las mujeres en esa condición de ‘no humanas’, con la que no te identificas, ‘permite’ que estas personas justifiquen la cosificación, la agresión e incluso el asesinato” explica “obvian el hecho de que los seres humanos no son solo corpóreos, no tienen en cuenta el pensamiento. Las imágenes que han creado de las mujeres no son en absoluto existentes, las ven exclusivamente como cuerpos”.
Esta nueva visión sobre la misoginia — más violenta, más enardecida y muy próxima al fanatismo extremo — es tan cercana al terrorismo que comienza a resultar preocupante y no sólo por los casos de Alek Minassian y Elliot Rodger, sino porque al parecer, los INCEL forman de un movimiento mucho más peligroso que se difunde con preocupante rapidez en la red: El supremacismo masculino. Según los datos de Southern Poverty Law Center (organización sin ánimo de lucro defensora de los derechos civiles en EEUU), la misoginia extrema amparada bajo tales grupos se ha convertido en un punto resaltante en los mapas de odio y sobre todo, principal motivo de crímenes específicos amparados bajo el odio y el ejercicio de la violencia de género. Según esa perspectiva del tema — y sobre todo, la versión sobre la misoginia convertida en un arma de odio — la escritora Jessica Valenti hace una inquietante reflexión en su artículo ‘Cuando los misóginos se convierten en terroristas’ publicado en The New York Times: “A pesar de una gran cantidad de evidencias que conectan a estos asesinos en masa y grupos misóginos radicales, todavía nos referimos en gran medida a los atacantes como ‘lobos solitarios’, un error que ignora la forma prevenible de cultivar y alimentar deliberadamente el miedo y la ira de estos hombres”.
Hace poco, volví a tropezarme con el blog de J. y descubrí que lleva más de un año abandonado. Al investigar un poco, descubrí que había sido acusado por su esposa por violencia de género y que, al parecer, había huido de Venezuela con destino desconocido. Pero no es el único que deja muy claro que el odio misógino se esparce con una preocupante rapidez. Siguiendo un link de recomendación del suyo, encontré anónimo, con más de 300 entradas repletas de proclamas de odio hacia los femeninos. Una de ellas, me produjo escalofríos “Las mujeres son las culpables de la derrota de lo masculino. De manera que el gran triunfo consiste en destruir esa nueva versión feminista de una mujer como algo más que una compañera y servidora del hombre”. Casi las mismas palabras de Elliot Rodger antes de morir. Casi las mismas palabras de Alek Minassian antes de matar.
***
Un nuevo mensaje en el box de privados de Twitter “Puta becerra, ¿te da envidia las tetas de otra mujer?” me escribe un anónimo. Leo el mensaje y por último, lo borro con un clic rápido, el corazón latiendo muy rápido. ¿Quienes somos las mujeres en la cultura actual? ¿Como nos miran? No lo sé, me digo, paralizada por un amargo y singular pesar. Y no saberlo, quizás es la peor de todas respuestas.
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martes, 26 de febrero de 2019
Crónicas de la ciudadana preocupada: El mapa del dolor de un país en ruinas.
Cuando era una niña, me encantaba visitar a mi abuelo paterno, un viejo excéntrico que vivía en un pueblito a casi treinta kilómetros de Caracas. Era un sujeto imponente: alto, el cabello muy blanco y abundante, los ojos verdes que mi padre había heredado, la piel blanca quemada por el sol hasta parecer muy morena y curtida. Vivía solo después de la muerte de mi abuela y nos recibía de mala gana, casi a despecho cuando nos empeñamos en visitarlo, en comprobar se encontraba sano y bien. Jamás respondió las preguntas de mi padre sobre su salud, ni dejó de fumar los tabacos gigantescos que cortaba con una cuchilla roma que siempre llevaba en el bolsillo de la guayabera blanca impecable que usaba a diario. Le recuerdo envuelto en una nube blanca y olorosa de olor picante, sin sonreír, clavándome los ojos verdes con curiosidad.
— Eres la chica de Francesco — me preguntaba en cada ocasión.
— Sí, abuelo.
— Nonno — me corregía.
— Nonno — repetía obediente.
Sonreía al escucharme. Creo que le simpatizaba, al menos un poco que el resto de la familia, a quién hablaba de mala gana y jamás ofrecía el más mínimo gesto amable durante las visitas accidentadas e incómodas que le prodigábamos. Mi padre y tías iban de aquí para allá, dejando cestos de frutas, camisas recién compradas, incluso botellas del Grappa que le le gustaba beber. Pero les ignoraba con esa dureza del campo o que en ese momento, yo asociaba al pueblo de techos ardientes y viento con sabor a tierra en el que vivía. Pero a mi me sonreía, desde la alturas de su cabeza enorme e hirsuta, rodeado del olor del tabaco. Una vez, me hizo una seña.
- Ven, te enseño algo.
Le obedecí y me llevó la patio trasero de la casa, enorme y descuidado. En realidad, toda la casa lo estaba. En algún momento había sido una casona venerable o al menos, lo suficientemente grande para abarcar la esquina más grande del pueblo. Tenía un hermoso corredor que se abría a la derecha hacia un salón de ventanas y estrechas y a la izquierda, hacia el comedor, la cocina. En el segundo piso, había tres habitaciones. Dos cerradas con llave y vencidas por la carcoma. La única sobreviviente era la vieja alcoba matrimonial, ahora convertida en una especie de almacén repleto de partes de automóviles oxidadas, libros en diferentes estados de deterioro, un cama enorme de colchón combado y una reproducción gigantesca de la “Última Cena” de Leonardo Da Vinci. Sólo una vez había mirado ese paisaje desolado, los despojos de lo que había sido riqueza o quizás, curiosidad científica, nunca lo supe. Recuerdo que mi tía me encontró de pie, contemplándolo todo boquiabierta y me sacó de allí a empujones “Tu abuelo te mata si te ve aquí” me susurró al oído. Le creí.
El patio trasero era el lugar favorito del abuelo. O al menos eso me pareció. Tenía también un aspecto ruinoso y sucio, con gallinas gordas corriendo de un lado a otro, un gallo esmirriado mirándolo todo con ojos redondos y un enorme árbol de Mango torcido que suponía estaba muerto o muy cerca de morir. Allí me llevó el abuelo, con su paso lento y levemente renqueante.
Bajo las ramas, había lo que en un principio creí era una enorme caja de madera abierta, con pequeñas paredes tableteadas con descuido. Los clavos brillaban bajo el sol. Me pregunté si se trataba de un jardín vacío. Un intento fallido de crear algo de belleza entre tanta austeridad.
— Ven, te enseño una cosa — dijo abuelo.
Caminó hacia la derecha del pequeño jardín y le seguí. Si caminabas por la franja derecha, pasabas por debajo de las ramas más gruesas de los árboles, de las que colgaba una cortina de líquenes. Era un lugar fresco y distinguí que de ese lado, la tierra floreaba con timidez, alejada del sol inclemente. Dentro de la caja dividida en pequeños rectángulos y cuadrados — un laberinto, sabría después — había una hierba joven, fresca. Un jardín, pensé asombrada. Abuelo se inclinó, entrecerró los ojos y señaló con su dedo moreno y calloso al interior del parapeto.
- Míralos.
Me llevó esfuerzos distinguirlos en la oscuridad fresca que nos rodeaba. Pero cuando lo hice, me recorrió un escalofrío de miedo. Un fila de escorpiones — de cuerpo de cuerpo grueso color azabache -avanzaban por la tierra mullida y un poco blanda. Quizás húmeda. Tenían un aspecto peligroso, con sus pinzas abiertas y el aguijón tenso curvo sobre suponía se encontraba la cabeza. Conté diez, en medio del laberinto de hierba fresca, moviéndose de un lado a otro de lo que había creído era un jardín. Una pequeña multitud monstruosa y elegante.
— Los crío — dijo entonces mi abuelo en voz baja — son bestias nobles. No bichos para aplastar con el pie como la cucarachas o los escarabajos. Los escorpiones son mortales. Estos no. Son muy pequeños, pero si pueden paralizarte de un aguijonazo y dejarte medio muerto, es suficiente. Pero los grandes, los que había en la Toscana, eran capaces de parar el corazón de un hombre. Son bestias hermosas y poderosas. ¿Las ves?
Parpadeo. No sé porque he recordado la imagen mientras intento ordenar mis pensamientos para contar — otra vez — el dolor de una tragedia nacional que ya cuenta cientos de heridos y víctimas. Me tiemblan las manos, los ojos se me llenan de lágrimas. Me quedo sentada muy quieta, con los hombros rígidos. Los escorpiones del Nonno. ¿Hacía cuánto no les recordaba? Al menos veinte años, me digo. Abro varios cajones, revuelvo trozos de papel y objetos perdidos. Por fin, encuentro una fotografía suya: Un hombre alto, de ojos claros, la boca siempre apretada en un hilo tenso. En la imagen lleva el cabello muy blanco despeinado por efecto del viento. Una pipa vieja entre las manos — recuerdo el olor con tanta claridad que casi me hace estornudar — , una guayabera blanca, pantalones de dril grises. Zapatos de cordón. El extraño atuendo de un hombre que no pertenece a ningún lado, que no se siente a gusto en ninguna parte. Un sobreviviente, me dijo más de una vez.
— Yo no soy de aquí — me dijo en una ocasión — ni de Italia tampoco. Sólo permanezco. Estoy aquí…Pero no es mío.
Ya estaba muy viejo cuando me dijo eso. Muy consumido. Un esqueleto con el cabello abundante que incluso en los meses más cruentos del cáncer que le mató, conservó. Recuerdo que le tomé de la mano y la apreté. Él me dedicó una mirada dura, los ojos verde claro convertidos en un reflejo hosco del sufrimiento que era incapaz de demostrar.
— Eres muy joven, pero uno tiene que sobrevivir — dijo entonces, sin que yo entendiera por qué — tiene uno que mantenerse en pie. Seguir y seguir. No te queda de otra. Sentirte mal no sirve de nada.
No respondí. Me quedé sentada a su lado, aturdida y un poco incómoda. Esperaba que viniera una de mis tías, que alguien llegara y me permitiera huir de ese rostro consumido, la mirada durísima. Pero nadie vino, de modo que me quedé con él hasta que el cansancio le venció y se quedó dormida. Pensé entonces en sus escorpiones. Allá en el jardín. Sobrevivientes al arrase de su pequeño mundo.
***
Hace unos días, un amigo me telefoneó a través de Skype, preocupado por la situación que vivimos en la actualidad en Venezuela. Luego del ataque de Nicolás Maduro a la ayuda humanitaria y las docenas de víctimas que provocó la represión a lo largo y ancho del país, no supe qué responder cuando me preguntó como me sentía al respecto de todo lo que ocurría. Miré la imagen de su rostro en la diminuta pantalla, borrosa y rígida. Nos separa un mar y un continente. ¿Cómo explicarle lo que vivimos? ¿Como hablar sobre este miedo perpetuo? ¿Como responder con una frase simple a la sensación de desastre inminente con la que cada Venezolano, aquí y en cualquier parte, vive a diario?
— Mal, muy mal — dije por fin — devastada.
— Lo siento.
— Gracias.
Bien, lo admití en voz alta, me dije con un suspiro. Tengo semanas esforzándome por entender todo lo que pasa — y pasa mucho a diario — y mantener la distancia emocional. Analizar, leer, investigar. Saber responder preguntas de parientes y amigos, petrificados de miedo, abrumados por la impotencia y la frustración. ¿Por qué decidí tomar ese papel? porque puedo, supongo. Porque mi trabajo se basa esencialmente en buscar información, elaborar hipótesis y crear a través de palabras una mirada nueva sobre temas habituales. De modo que ¿por qué no hacerlo para tratar de llevar un poco de orden en medio del caos? No es que sea una experta en algún tema de actualidad — al menos, los que interesan al país donde vivo — , pero si debo llevar a cabo ejercicios creativos y usar el lenguaje como herramienta, ¿por qué no hacerlo en beneficio de todo lo que ocurre? ¿Por qué no tratar de abrir debates, consolar a los afligidos, tranquilizar a los preocupados? No creo que lo logre, pero no concibo la mera idea de no intentarlo.
Pero por supuesto, el costo emocional es gigantesco. Veo todo tipo de noticias dolorosas que erosionan la voluntad de mantenerse en pie a la que intento aferrarme: a toda horas, un rostro nuevo de una víctima surge entre la ráfaga de información sin orden ni concierto que se mueve de un lado a otro en la gran conversación de las redes sociales. Un niño que muere debido a la escasez de medicinas, una víctima de un disparo que grita de dolor, camiones de ayuda humanitaria ardiendo mientras una multitud de rostro angustiado salva lo poco que puede con las manos abiertas. Todo tiene un tono onírico, como si se trataran de imágenes de una tragedia que imaginé, que alguien más narra. Pero está ocurriendo. Le ocurre a mi país. Me pasa a mí. Me secó las lágrimas, furiosa.
— Pero en este país sentirse mal no tiene mucho sentido — le digo — ¿Qué se supone que mejora eso? Esto nos ha venido pasando desde hace ¿cuanto? ¿diez años? ¿Quince?
Mi amigo no dice nada. Durante años, sostuvimos conversaciones parecidas. Tiempos en que aún la radicalización del chavismo era un espectro brumoso y que la verdadera naturaleza del régimen era motivo de especulación. Solían ocurrir luego de las elecciones — y entre el dolor de la derrota — o luego de masacres callejeras sin responsables ni justicia. Porque en Venezuela, se ha vivido de todo durante dos décadas de dictadura militar: No hubo un antes o un después, sino un hilo complejo de situaciones que desencadenaron en algo mucho más complejo y violento. Chávez ordenaba rociar con “gas del bueno” a los manifestantes que llenaban las calles por miles a medida que su gobierno apretaba el puño de la represión. Maduro lo hace con balas y a través de grupos paramilitares. Cual sea el caso, dos décadas de violencia dejan cicatrices indelebles. Y una de ellas, es esta sensación de exhausta derrota, de haber soportado ya por demasiado tiempo una situación insostenible. Por deambular hacia el final entre tambaleos, la sensación inequívoca que estoy a punto de derrumbarme de puro cansancio. Pero no lo hago, claro. Continúo de pie y sigo haciendo lo que considero correcto, lo sea o no. ¿Para qué admitir el dolor? ¿Esta angustia que me despierta a mitad de la noche y me hace llorar? ¿Cómo poner en palabras que mi único deseo es…qué? Sonrío, sacudo la cabeza. ¿Sobrevivir?
— Nadie dice que mejore nada, pero al menos tú te encontrarás mejor — dice entonces mi amigo — nadie tiene que ser fuerte siempre. Sonará cursi, pero esta situación devasta, puede romper el corazón.
Como el escorpión que sobrevive demasiado tiempo puede parar el corazón de un hombre, pienso. Pienso en la gente que ha muerto durante este larguísimo trayecto de veinte años de maltratos. Pienso en las ocasiones en recorrí calles y avenidas, el puño en alto, exigiendo libertad. Pienso en…¿qué? La vida que se pierde, los pequeños fragmentos de absoluto miedo que en ocasiones soy incapaz de asumir en mi mente. ¿Qué pasa cuando tratas de comprender el país en el que creciste? ¿Cuando admites, sin lugar a dudas, que eres un rehén de algo mucho más grande y perverso?
Todas las mañanas desde que era muy niña, tomo una taza de café negro sin azúcar al despertar. Quizás un par. Después, me doy una ducha y camino hasta el kiosko más cercano al edificio donde vivo para comprar mis periódicos favoritos. Quizás una revista. Es probable que también tomé un vaso de jugo de naranjas del vendedor de la esquina. Luego volveré a casa, leeré los periódicos, recortaré algunas noticias para reflexionar sobre ellas más tarde. Y finalmente comenzaré a trabajar, con la sensación que cada hora tiene un sentido y cada costumbre, un peso. El día comienza con sus pequeños rituales, con esas costumbres que una vez escuché hacen soportable el día a día.
Por supuesto ahora la rutina se transformó en algo más borroso y turbio. El primer pensamiento que tengo al despertar es para Venezuela. En qué habrá ocurrido mientras duermo, en que necesito comprender de forma súbita y amarga para mirar el país en escombros que me rodea. Inquieta, extiendo la mano y tomo el teléfono. Reviso el TimeLine de mi Twitter con el corazón latiendo muy rápido “¿Qué habrá ocurrido ahora?” “¿Qué encontraré en esa conversación abrumadora y cada vez más desesperada de Venezolanos intentando comprender que ocurre?” Casi siempre encuentro de inmediato un motivo para preocuparme, para temer, para enfurecerme. Asesinatos, agresiones, detenidos. Todo eso ocurre en las dos o tres horas escasas que pude dormir. Mientras duermo, Venezuela se desangra de a poco.
De pie, tomo café. Pero no sé hasta cuando podré hacerlo. Me quedan siete bolsas y la escasez hace que sean más o menos pequeños tesoros. Como la azúcar, incluso esa pequeña excentricidad mía del Te Inglés al que me hice asidua hace unos meses. Por ahora solo café, con un poco de azúcar, mientras intento comprender el país circunstancia, el país tragedia en que se ha convertido Venezuela durante las últimas semanas. ¿Quienes somos? Me pregunto y es una pregunta sencilla, es quizás un cuestionamiento inocente. Pero la posible respuesta te hiere, te abre las heridas que no se cicatrizan. No lo sé, no nos reconozco.
Cuando acudo al Kiosco para comprar los periódicos, no encuentro ningún ejemplar. Y es que ahora se reparten pocos, los necesarios. Un hoja de papel escrita a mano y colgada con un trozo de cinta adhesiva, me recuerda que “Sin Papel no hay empleo” y que “La prensa libre muere de a poco”. Sostengo mis periódicos favoritos, los que he leído desde niña, con los que eduqué y me formé el amor a la opinión y al debate, convertidos en trozos mínimos, en un fragmento de lo que solían ser. Me aguanto las lágrimas inexplicables y aún así tan dolorosas. Los sostengo con cariño, frágiles y escasos, y me digo: “Aun puedo leerlos”. Pero eso no es consuelo. No quiero que lo sea.
El señor del puesto de Naranjas, no regresa desde hace una semana. Alguien me comenta que probablemente se deba a lo peligroso que resulta el trabajo callejero. O quizás que sufrió algún percance. Veo su lugar, ese pequeño espacio en la esquina tan vacío que me duele, y de pronto, siento que hay montones, cientos de espacios vacíos en la vida común. Grietas y pedazos de una realidad que se descompone lentamente, que se derrumba en silencio.
Lágrimas otra vez ¿Que me ocurre? Me acuso de emocional, de no comprender que el país sangra, que el país se lamenta. Las pequeñas tragedias son las menores, las mínimas, las invisibles. ¿Y por qué me duele tanto?
En mi edificio, un grupo de vecinos se reúne para conversar sobre la situación del país. El inevitable debate a gritos. Nuestra pequeña comunidad a vivido junta durante casi treinta años y siempre fuimos esos conocidos lejanos de la sonrisa, del “Buenos días ¿Como está?”, del “Que calor hace hoy ¿verdad?”, pero ahora somos contrincantes. Somos enemigos dialécticos. La pelea aumenta de tono, escucho el nombre del Difunto Hugo Chávez y también el de algún político de oposición. Después el nombre de Juan Guaidó. Sigo de largo, los labios apretados. ¿Cuando ocurrió esto? ¿Cuando la vida pareció hacerse tan dura como insoportable? ¿Cuando se desdibujó lo cotidiano en esta violencia lenta, desigual, inevitable? No lo sé. Hay tantas cosas que no comprendo, a las que no logro encontrar un lugar. La angustia me sofoca un poco, me deja sin voz. No tengo nada que decir, quizás.
— No tengo nada que decir — le insisto a mi amigo.
— Agla, pero…
— ¿Qué? ¿Debo llorar? ¿Debo decir que cosa? — suspiro. Sacudo la cabeza — el país me sobrepasó hace mucho tiempo.
Es difícil asumir que vives en un país al borde del caos. Que mientras el resto del mundo avanza hacia una idea de progreso más o menos realista, Venezuela se desploma en una especie de utopía fallida cada vez más vacía, quebradiza. Una reflexión que parece no sólo simplista — ¿Cómo resumes el conflicto Venezolano en una idea tan superficial? me pregunto a veces — sino incluso insustancial. Pero en realidad se trata de una perspectiva concreta: Venezuela se detuvo, dejó de transformarse. Parece mirar su propia existencia desde una visión estática, un estadio intermedio entre lo que fue y la promesa fallida. Un país que no termina de comprenderse y mucho menos, elaborarse como un planteamiento viable. Y en medio de eso, subsiste el ciudadano. El sobreviviente. Ese “pueblo” que el poder invoca a conveniencia y el cual parece sostener esa perspectiva sobre la sociedad posible. Y también, la gran excusa para la idea invisible sobre el futuro. La incertidumbre del gentilicio.
Era una niña muy pequeña la primera vez que vi un vehículo militar: un armatoste de casco blanco y abollado, con dos torretas superiores y una pequeña claraboya de cristal grueso a un costado. Una de las llamadas “tanquetas” que suelen utilizarse para asegurar el orden público en manifestaciones y protestas callejeras. Se encontraba a dos cuadras del colegio en el que estudie la primera enseñanza, detenida como una enorme criatura mitológica en mitad de la calle. Me aterrorizó su envergadura paquidérmica y sin duda, peligrosa. Me recuerdo pequeña y confusa bajo su sombra, sin entender que algo semejante pudiera existir. Que formara parte del paisaje de los lugares que solía llamar hogar. Cuando mi mamá me levantó en brazos y cruzó la calle con paso nervioso, seguí mirando sobre su hombro la línea de metal que brillaba bajo el sol. Y sentí miedo. Uno muy limpio e inocente. Miedo de niña. Miedo sin verdadera trascendencia.
Hacía menos de seis días que había sucedido el golpe de estado contra el Presidente Carlos Andrés Pérez y la ciudad entera continuaba bajo estado de sitio, una tensión violenta y por momentos insoportable que a mi edad, no podía comprender pero que sentía con toda claridad. Un miedo lento, insólito. Escondido en el rostro de los adultos, en los pequeños hábitos diarios, en cada pequeño aspecto de la realidad empequeñecida y herida por la sospecha. En todos lados, se instaló un tipo de agresión directa al modo de vida que habíamos disfrutado hasta entonces. O al menos, a la precaria noción sobre el ciudadano que había sido parte de la frágil historia republicana del país. La figura del militar de pronto se incorporó a la vida cotidiana, desbordó el límite de lo cívico y se convirtió en un tipo de amenaza muy precisa y dura. La percepción de la identidad compartida se desplomó en una grieta abierta y temible de la que no se recuperaría jamás.
Por supuesto, era muy joven para pensar en esos términos. Sólo contemplé con los ojos muy abiertos y aterrorizados el vehículo. El peligro evidente que le rodeaba, el miedo que me producía. Transcurrieron décadas antes que comprendiera a cabalidad lo había traído consigo la fallida asonada militar. Para entonces, Hugo Chávez Frías — líder de la rebelión armada — era el presidente de Venezuela y la violencia formaba parte de cada aspecto de la vida ciudadana. Se había instaurado como una forma de amenaza perenne que alcanzó límites insospechado y que transformó el paisaje del país en algo por completo nuevo y peligroso. Una mirada inquietante sobre el odio y el resentimiento convertido en arma política y sobre todo, la forma en cómo comprendemos los mecanismos del poder.
— Soy Venezolana y estoy en Venezuela — digo por último — no tengo mucho que agregar a eso.
Mi amigo vuelve a quedarse en silencio. Cuando cierro la llamada sin despedirme, no vuelve a intentar la comunicación otra vez.
***
Tenía diez años cuando mi abuelo me enseñó su “granja de escorpiones” y hasta entonces, había vivido en la ciudad. El insecto más peligroso que había visto nunca eran abejas y me parecían dulces, con su cuerpo rayado y sus laboriosidad enigmática. Pero los escorpiones del abuelo tenían un aspecto solemne, como si tuvieran una rara vida consciente. Como si tuviera la noción de su capacidad para matar y destruir.
Por supuesto, ningún niño piensa así, de modo que sólo tuve miedo. Estaba aterrada pero no me atrevía a decírselo al abuelo, que parecía tan orgullo de su pequeño reino de criaturas venenosas. Me quedé de pie, aferrada a su Guayabera, observando a los escorpiones ir y venir de un lado a otro, con la cola erguida. Había uno más grande que todos, gordo y con el cuerpo macizo. Algunos pequeños le rehuían, pero otros se detenían con las pinzas en alto. El gran escorpión los ignoraba, seguía avanzando, pegado a la madera, hacia el centro del laberinto rudimentario que mi abuelo había construido para ellos. Le pregunté al abuelo si era “el Rey” de los escorpiones. Soltó una de sus carcajadas, como un graznido.
— Es el más viejo, el sobreviviente — me miró entre el humo del tabaco — ha matado más que otro. La muerte los hace fuertes.
El Rey escorpión consiguió llegar al centro del laberinto. El abuelo había construido allí una especie de fuente primitiva, con rocas y agua fresca que corría entre una floración tierna y débil. En medio de esa belleza frágil, el insecto parecía una aberración, una criatura imposible. Me recorrió un escalofrío. Fuerte por la muerte.
- Todos nos hacemos fuertes al vencer — comentó mi abuelo en voz baja — él lo será hasta que alguien lo mate. Eso es bueno. Eso es ley natural.
Tomó una rama de madera y se inclinó hacia el laberinto. Rozo las pinzas del escorpión y de inmediato, la criatura se quedó erguida, el espolón del aguijón brillante bajo el sol. Se me escapó un gemido de miedo. El abuelo me miró y pareció recordar estaba allí. Sacudió la cabeza y arrojó la rama a un lado.
- Todo lo que da miedo tiene su belleza — dijo — no se te olvide. Uno lo olvida y encuentra después que teme a cosas que son naturales solo por feas. La vida es fea y bonita. Lo peligroso es elegante. La muerte te hace fuerte.
Me tomó de la mano y regresamos adentro. Nos rodearon las voces de la familia y por un momento, pensé que el abuelo le gustaba estar solo porque nadie le entendía. O pensé algo parecido, adecuado a la niña que era, que no se atrevió a gritar o a decirle a nadie lo asustada que había estado mirando los escorpiones porque sabía instintivamente que eso era importante, que el abuelo me había mostrado una parte de su vida — ahora diría de su mente — que nadie comprendía del todo.
Recuerdo muy poco del resto de esa tarde, quizás porque la imagen del laberinto de escorpiones es muy fuerte y clara. Tendida en mi cama, la veo en mi mente ahora, tan radiante y extraña como si hubiese sucedido hace muy poco. Pienso en mi abuelo, muerto ya hace tanto, que creía que sobrevivir tenía su cuota de fuerza, que la fealdad era hermosa. Y me hace llorar de nuevo que de alguna forma, él y yo hemos llegado a la misma conclusión. Que creemos lo mismo, a pesar de la distancia de décadas, del velo de la muerte y del silencio del olvido. La vida tiene sus pequeños laberintos imposibles. A veces llegamos al centro.
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lunes, 25 de febrero de 2019
Crónicas de la Nerd Entusiasta: De “Fantomah” a “Captain Marvel”: Una guía rápida de las grandes superheroínas del cómic, el cine y la televisión.
Hasta hace menos de una década, la idea de una mujer super héroe — y protagonista única de una película de envergadura — resultaba impensable. Y lo era no sólo por las habituales prejuicios de una industria en la que el rol de la mujer parecía reducido a ciertos espacios, sino por el hecho que la cultura occidental continuaba debatiéndose con la idea de “la mujer fuerte”. Desde la percepción de un tipo de estereotipo masculinizado, hasta la noción de una cierta distancia emocional para expresar la idea del poder, la figura femenina poderosa parecía debatirse en el terreno poco grato de una connotación más cercana a una fantasía incompleta que a un verdadero ícono. De modo que durante buena parte de la historia del cine y la televisión, las superheroínas han ocupado un papel marginal, más cercano a la caricatura que a cualquier otra cosa. Salvo algunas contadas excepciones — que incluye a la Wonder Woman de Linda Carter — el poder y la mujer parecen ser connotaciones excluyentes en la cultura popular. Se trata de una fórmula repetida hasta la saciedad durante buena parte de la historia del cine y del cómic: el personaje femenino parece creado — y sostenido — sobre su capacidad para acompañar al héroe de turno. Como si eso no fuera suficiente, la mujer en el género de superhéroes en general debió conformarse con ser rescatada, amar a la figura central o convertirse en un villano impulsivo sin demasiado a su favor.
Tendría que llegar la llamada edad de Oro del Cómic estadounidenses — que comenzó 1938 y se alargó hasta mediados de los años 50 — para que los personajes femeninos lograran obtener la suficiente relevancia para tener un peso sustancial, pero sobre todo, una nueva dimensión que incluyó una profundización enorme en sus fortalezas y su carácter humano. De hecho, hasta el año 1940 no hubo nada parecido a superhéroes femeninos: de la misma manera que en la literatura y en el cine, el rol de la mujer en los núcleos temáticos de las grandes historias del cómic, era secundario cuando no completamente decorativo. Finalmente, el primero de enero de 1940 Jungle Comics # 2 presenta a la primera mujer superhéroe o al menos con las características propias de un personaje heroico: Fantomah, Mystery Woman of the Jungle, tenía capacidades y habilidades físicas sobrenaturales y las usaba en una forma de redención. Para la época, se trató de toda una rareza: Fantomah sólo podía usar sus poderes cuando se transformaba en una criatura monstruosa cuya cabeza era una calavera azul índigo. Pero además, Fantomah no tenía ideales típicos ni tampoco era precisamente bondadosa. En varios de los números originales, era también una mujer cruel y violenta, que se enfrentaba con sus enemigos convertida en una figura justiciera y más cercana, a un vengador que a la justicia imparcial que por entonces, solía definir el comportamiento del héroe. Con todo, Fantomah se convirtió rápidamente en una referencia inmediata para todas las heroínas del mundo del cómic, que estarían basadas al menos de manera parcial, en el arquetipo que representa. Física y mentalmente independiente, ejercía un tipo de poder que no se relacionaba con el héroe, sino que sostenía su propia historia. De pronto, las mujeres que amaban u odiaban a los héroes, se transformaron en heroínas sobre cuyos hombros recae el peso de un propósito heroico. De la misma manera que las antiguas diosas mitológicas — poderosas, coléricas, bondadosas, extraordinarias — las nuevas heroínas del Cómic abrieron una puerta hacia una percepción sobre la figura femenina basada en el poder — y su cualidad humana — antes que su debilidad.
Luego de Fantomah, habría una gran oleada de heroínas semejantes, incluyendo a Sheena, Reina de la Selva — que hizo su gran debut en Wags # 1 en 1937 — y que es el precedente inmediato de toda una serie de heroínas semejantes: con una enorme habilidad física, era además capaz de hablar con los animales y ejercía una especie de reinado en medio de los animales de la Selva. Pero más allá de sus modestos poderes, Sheena marcó el hito de obtener su propia serie — discreta y con un mediano tiraje — un lustro antes que llegara Wonder Woman. Para cuando “The Blonde Phantom” de Timely Comics llegó a los estanquillos dos años después y se convirtió en un símbolo de mujer en los cómics — con su propia historia a cuestas y una serie de poderes desconocidos para el público de la época —, la historia de cómo se percibía a la mujer héroe había cambiado para siempre. Una evolución lenta pero necesaria que permitió a la imagen femenina hacerse más profunda y significativa en un mundo eminentemente masculino.
El poder femenino y el mass media.
Como suele ocurrir, la evolución en la televisión y el cine de la figura femenina llegó con unos cuantos años de retraso con respecto al mundo del cómic. Apenas en 1975, el personaje de “Wonder Woman” llegaría a la pantalla chica con el rostro de Lynda Carter, en una serie que cautivó el público aunque nunca llegó a ser el fenómeno de audiencias que prometía ser. A pesar de eso, Diana Prince tenía los mismos atributos que su gemela en tinta y además, un indudable aire contemporáneo que familiarizó al público con lo que ocurría en el mundo del cómic. “Wonder Woman” no sólo era una mujer justa, bondadosa y fuerte, sino también, un héroe con la suficiente fortaleza física y mental como para sostener sobre sus hombros historias que incluían desde pequeños dramas locales hasta lucha contra los Nazis. La serie además, creó un lugar idóneo para un tipo de mujer poco común en la televisión: la segura, independiente y sin interés romántico, cuyo objetivo parecía vivir su propia historia sin necesidad de un contraparte masculino.
Tendrían que transcurrir casi treinta años para que el fenómeno se repitiera: El diez de marzo de 1997, hubo un paso en una dirección por completo nueva: la serie “Buffy, The Vampire Slayer” se estrenó en WB, con un éxito de audiencias bastante discreto. Basada en la película del mismo nombre de 1997 dirigida por Fran Rubel Kuzui, el show no sólo ofrecía una renovada y original mitología sobre monstruos y personajes de fantasía sino también un tipo de heroína hasta entonces desconocida en la pantalla chica. La Buffy que daba el nombre a la serie, era una mujer con capacidades físicas portentosas y todo tipo de habilidades sobrenaturales, por lo que no tenía nada que envidiarle a cualquiera de sus contrapartes masculinos: poseía todas las grandes características de cualquier superhéroe acción que se precie. Buffy no solamente cazaba vampiros — y lo hacia especialmente bien — sino que además era un personaje rico en matices, lo suficientemente interesante como para sostener la serie durante sus diez temporadas y además, sentar un lúcido precedente de lo que podía ser un personaje femenino en el mundo de la televisión y el cine. Toda una renovación de lo que hasta entonces había sido la percepción sobre lo femenino en la series e incluso en el muy machista — por razones obvias — mundo del cómic.
Todo obra de Joss Whedon, hasta entonces un modesto guionista esporádicamente acreditado que saltó la fama justamente por crear un personaje memorable para el mundo de los super héroes. Un personaje femenino. Un personaje que fue la síntesis no sólo de la una inusual visión sobre el mundo de la fantasía y lo que se espera de los personajes que lo habitan, sino de la forma como hasta entonces se había percibido la participación de la mujer en cualquiera de sus tramas. Y es que Buffy, ágil, fuerte, con las habilidades de pelea de cualquier contrincante masculino, ambigua, sexual y falible, cambió el rostro resultón y secundario de la gran mayoría de los roles femeninos en el mundillo pop. Un paso adelante que construyó todo un nuevo lenguaje acerca del tema a partir de entonces.
Buffy, con toda su carga simbólica y especialmente, esa noción sobre la mujer que debe tomar decisiones y liderar situaciones límites, parecía tener su precedente inmediato en el personaje de “La Viuda Negra” creado por Stan Lee, Don Rico y Don Heck para el cómic Tales Of Suspense número cincuenta y dos. Desde su origen, “La Viuda Negra” se concibió no sólo para que integrara las características habituales del superHéroe al uso sino también un marcado perfil femenino. Natasha Alianovna Romanov (nombre real del personaje en el comic) es fuerte, audaz, con una notable pericia técnica y habilidad tecnológica. Pero también es una mujer muy bella, al estilo de las mujeres idealizadas y comercializadas por el mundo del Cómic. No obstante, esa interpretación de la mujer en un mundo esencialmente masculino, tiene un elemento que lo hace por completo distinto a propuestas semejantes. Natasha no es solamente bella, sino que utiliza esa belleza como otra de las armas y recursos contra los numerosos enemigos a los cuales debe enfrentarse en medio de las múltiples tramas en que participa.
La historia de Natasha en el comic, es de hecho, una reinvención del clásico cuento de hadas. Descendiente de los zares rusos, Natasha fue rescatada siendo una niña por un soldado soviético, quien cuidó de ella hasta que se hizo una mujer. En ningún punto de la historia, Natasha es concebida como un personaje débil, sino de hecho una sobreviviente a una circunstancia política e histórica con la que se la relaciona de manera tangencial. Posteriormente, sería reclutada como espía y llegaría a tener su propio peso argumental en el Universo de la factoría Marvel. En su transición a la gran pantalla, la viuda Negra perdió parte de su autonomía y quizás independencia — al menos, como se le concibe en el mundo del cómic — en favor del argumento. El personaje tuvo su primera aparición en la secuela de Iron Man, donde se desempeñó como una espía dentro de las empresas Stark en un remero de una de las tramas principales de la historia original del personaje. Aún así, la viuda Negra encarnada por la actriz Scarlett Johansson, tenía la misma frialdad, inteligencia, audacia y fuerza física de su homónima en papel. La Natasha cinematográfica, como personaje y también como miembro del equipo de “Los Vengadores”, no sólo es un personaje entrenado para matar, sino que además, para hacerlo con singular eficiencia.
Hay una notoria distancia entre el planteamiento de Buffy — existencialista y pseudo místico — y el de la mucho más terrenal Natasha, pero a ambas las une la posibilidad de ejercer un rol de liderazgo y protagonismo, negado a muchos otros personajes en el mundo del cómic y la televisión. Ambas representan caras de la misma moneda, pero sobre todo, un acercamiento poderoso al tema de la mujer como figura relevante, más allá del canon habitual. Se trata de una reinterpretación del canon tradicional que tiene referencias claras pero que sólo ahora se convirtió en un fenómeno masivo: La Leia Organa de Carrie Fisher — primero Princesa y después, General — fue una de las primeras imágenes de la mujer con iniciativa, poder e identidad en un mundo cinematográfico en esencia masculino. Años después, la estela de Leia Organa se conceptualizó en un tipo de personaje de envergadura que con lentitud, se transformó en un ícono reconocible: Desde Ellen Ripley (encarnada por Sigourney Weaver en cuatro de las películas de la franquicia Alien) hasta Sarah Connor (interpretada de manera sucesiva por Linda Hamilton, Lena Headey y Emilia Clarke), la mujer firme, individual y de peso argumental se hizo un elemento cada vez recurrente en la ficción. No obstante, desde hace medio lustro, la evolución encontró otra forma de manifestarse: se trata de una estructura novedosa que abarca la concepción del héroe tradicional, ahora encarnada por una mujer. El personaje de Jyn Erso en Rouge One (Gareth Edwards -2016) y la Diana Prince de Gal Gadot en Wonder Woman (Patty Jenkins — 2017) , crean una metáfora de poder, liderazgo, fuerza de voluntad y poder espiritual que hasta entonces había sido vedado a los personajes femeninos. La Hermione Granger de la actriz Emma Watson es uno de los pilares del Universo ideado por la escritora JK Rowling y se trasladó a la pantalla grande con la misma notoria influencia del camino del héroe reinventado para una nueva generación de personajes y sin duda, actrices. Unos años antes, Arwen ( Liv Tyler), Éowyn (Miranda Otto) y Galadriel (Cate Blanchett) se convirtieron en personajes preponderantes de la saga El Señor de los Anillos de Peter Jackson. La Daenerys Targaryen de la serie Game of Thrones (interpretada por la actriz Emilia Clarke), resumió además a un tipo de nuevo poder femenino, signado y estructurado bajo la óptica del líder que crece a medida que aprende de los errores. Lo mismo podría decirse de la icónica Cersei Lannister (Lena Headey), que se aparta de manera radical de la imagen de la tradicional mujer malvada del cine y la televisión. Con su carga simbólica — Cersei es reina, madre de reyes y también una feroz enemiga estratégica — el personaje destruyó las últimas versiones de la mujer accesorio perpetuadas en las series de fantasía y Ciencia Ficción hasta ahora.
Algo parecido ocurre con el personaje de Katniss de la saga “Los juegos del hambre”. Sin caer en los extremos habituales sobre las mujeres en libros de acción, el personaje no sólo escapa a los límites y restricciones tradicionales que intentan dividir lo masculino y lo femenino. Katniss, de hecho, se convierte en un símbolo justo por su capacidad mutable: Es cazadora y protectora de su familia, pero a la vez, también llora y se preocupa por ellos con una conmovedora angustia contenida que la hace falible y humana. La escritora Suzanne Collins, creó un personaje que combinó todas las identidades de la mujer y además, la dotó con una inteligencia estratégica que casi siempre suele atribuirse al hombre. En suma, construyó un nuevo tipo de mujer y le brindó los matices necesarios para ser creíble. De hecho, Collins parece regodearse en esa ambigüedad: Katniss parece incómoda — se ridiculiza así misma — cuando el Gobierno totalitario que rige Panem, la obliga a parecer femenina y frágil. Y no obstante, en sus mejores momentos, Katniss parece evitar esa visión de la mujer tradicional. Llevando atuendos de batalla y armas que maneja con habilidad, Katniss corre con paso ligero hacia un tipo de percepción de lo femenino poderoso y contundente.
El fenómeno además se reafirma en las nuevas generaciones: En la serie de la cadena Netflix “Stranger Things” (que con su segunda temporada se consolidó como una de las más populares del medio) dominan los personajes femeninos poderosos y multidimensionales: Eleven ( Millie Bobby Brown), Nancy (Natalia Dyer) , Joyce (Winona Ryder) y Max (Sadie Sink) forman un poderoso cuarteto que protagoniza la mayoría de la trama y que además, sostiene con facilidad una historia basada directamente en una noción moral familiar y casi idílica. Juntas, se muestran como una expresión de una nueva visión sobre la concepción de lo fuerte, pero también, sobre la noción del poder, que convierte a sus personajes en metáforas sobre una concepción consistente sobre lo femenino. Algo semejante ocurre con la Game of Thrones de HBO: Desde Cersei Lannister (Lena Headey), el poder detrás del trono o el espíritu indomable de Arya Stark (Maisie Williams), las mujeres de Juego de Tronos no sólo luchan contra la violencia de la guerra sino también, contra la percepción que se tiene de ellas, una batalla que no siempre ganan y que hace mucho más dolorosa sus caídas y equivocaciones. Como Daenerys Targaryen ( Clarke), que llevó a la desgracia a su pueblo por una serie de equivocaciones que podrían acharcarsele a su llamada “naturaleza femenina” o incluso, Sansa Stark, que atraviesa una madurez dolorosa y cargada de pesares por atenerse al papel clásico que la cultura donde nació creó para ella. Todas las mujeres de la historia, parecen concebidas para la batalla y asumir su rol, en independencia del poder que ostentan o de las vicisitudes que deban enfrentar. Pero aún así, evolucionan, crecen y se hacen cada vez más poderosas. Para la penúltima temporada, el tablero de juegos de poder se concentra en los personajes femeninos y de hecho, son las Reinas quienes deciden el destino y vicisitudes del imaginario Poniente.
La revolución de las mujeres poderosas parece estar en todas partes. Los roles para mujeres parecen cada vez mucho más complejos, poderosos y sobre todo, consistentes de lo que nunca había sido. De pronto, el estereotipo de la mujer frágil, víctima de las circunstancias, a la espera de ser rescatada, parece desaparecer, refundarse en una nueva mujer que asume la noción sobre quien es — y quien puede ser — con firmeza. Un tópico nuevo que brinda a lo femenino la posibilidad de mirarse desde una perspectiva desconocida y con toda seguridad perdurable.
Una mujer convencida del poder del amor.
En una de las primeras secuencias de la película “Wonder Woman” (Patty Jenkins — 2017) la mítica isla de Themyscira se muestra en todo su esplendor: Entre la realidad y un mundo alternativo, el hogar de las Amazonas tiene una apariencia onírica, flotando en mitad de un mar sin nombre. No obstante, de inmediato la directora nos recuerda que no se trata de un lugar paradisiaco sino el origen de un raza de extraordinarias guerreras. La cámara observa los entrenamientos de las amazonas, los detalla y los muestra como un paisaje poderoso y temible. Cada una de ellas, encarna un tipo de fortaleza que va más allá de lo físico y que tiene una enorme relación con un tipo de valor mítico que domina la escena entera. Quizás se trate de la escena clave del film entero: Una visión sobre el poder desconocido, radiante y pleno que sin duda será el elemento más reconocible de la historia que conoceremos a continuación.
Por supuesto que el argumento de “Wonder Woman” no es otra cosa que un resumen pormenorizado sobre la historia de uno de los personajes más icónicos de la cultura popular. Princesa, Guerrera, alegoría de la paz y la justicia, hay mucho que decir sobre Diana de Themyscira, pero sobre todo, hay mucho que analizar sobre su figura en medio del mundo del cómic — acusado con tanta frecuencia como esencialmente masculino y machista — sino además, como parte de la noción sobre la mujer heroína de nuestra época.Wonder Woman, con toda su carga metafórica pero sobre todo, su específica cualidad como parte de una visión renovada del superhéroe tradicional, representa toda una nueva comprensión sobre un tipo de valor moral casi inocente. Como personaje, Diana Prince sintetiza todo tipo de concepciones sobre el bien y el mal. Como símbolo, la Amazona más poderosa trasciende las limitaciones de su origen anecdótico para alcanzar algo más valioso y estructural: la categoría de icono.
La directora Patty Jenkins lo sabe: de la misma manera que la Diana del cómic, el personaje cinematográfico atraviesa un camino del héroe dotado de profundo significado moral y una contundente comprensión sobre la identidad y el propósito. El personaje no sólo avanza a través de su propio trayecto íntimo — desde la niña que quiere ser guerrera hasta la joven mujer que lo logra — sino que además, asume un nítido y sentido deber con su sistema de creencias. El guión capta a la perfección la capacidad de Diana de construir una visión sobre sus principios tan sólida que puede enfrentarse al cinismo malogrado de un mundo golpeado por una guerra sangrienta. Una y otra vez, Diana representa el bien en estado puro y a la vez, un tipo de convicción sobre los ideales y la forma de comprender su fortaleza que sorprende por su sinceridad. De la misma manera que Superman — pero sin su callada resignación a responsabilidad análoga al poder — Diana supera los dolores y temores de la primera batalla y resurge con el espíritu intacto, llena de un optimismo conmovedor que supera con creces los torpes intentos de cualquier otra saga de explicar — y profundizar — en la heroicidad. Wonder Woman brilla por su mirada firme sobre lo que parece obvio pero sobre todo, en su análisis sobre la complejidad del espíritu humano y sus implicaciones más duras.
El largo y complicado trayecto hacia el símbolo.
Durante 76 años, Wonder Woman ha sido parte esencial de la cultura popular de buena parte del planeta: no sólo por formar parte de la llamada “trinidad” de los héroes más importantes de DC Comics, sino por ser una de las pocas superhéroes más famosas por derecho propio. Más allá de su interpretación como objeto de consumo y pieza del mainstream, Wonder Woman posee un sustrato de esencial importancia que reflexiona sobre el poder interior desde una perspectiva siempre novedosa y que asombra por su frescura, a pesar del más de medio siglo que ha transcurrido desde su primera publicación. El personaje Wonder Woman, reconstruye la percepción sobre lo heroico y lo acerca mucho más a un motivo de enorme capacidad intelectual y espiritual, que a la mera fuerza física. Porque, aunque Wonder Woman tiene capacidades extraordinarias y sobrehumanas, lo que realmente sostiene su emblemático poder es su asombrosa noción de la justicia y lo virtuoso. Y no desde una perspectiva edulcorada, sermoneadora o mucho menos, culpabilizante. Wonder Woman es una personaje concebido desde la fortaleza y no el juicio moral que analiza el bien y el moral desde una concepción casi arcaica sobre el concepto. Una rara complejidad que convierte los conflictos morales y personales del personaje en un compleja alegoría sobre el tránsito del concepto de la bondad hacia algo más duro de analizar.
Claro está, no se trata de un hecho casual: Diana de Themyscira fue creada por el Dr. William Moulton Marston en 1941, un hombre con una singular historia personal que sin duda, fue la influencia directa de la intrigante complejidad de su personaje. Además de inventar la prueba del detector de mentiras — y ser reconocido como toda una autoridad en las investigaciones sobre las reacciones corporales al mentir — Marston tenía una atípica visión sobre el hombre y sus relaciones emocionales. Consideraba que el bien y el mal eran formas de temor y además, que el cinismo moderno había tergiversado la idea sobre la capacidad del hombre para la bondad hasta convertirla en un “mero servilismo moral”. Marston estaba obsesionado con el concepto de la justicia “no convencional” — el honor y los principios como una forma de fe — y llevó el extraño concepto a cada ámbito de su vida: vivía en una relación poliamorosa con dos mujeres (su esposa Elizabeth Holloway Marston y su amante Olive Byrne) y además, insistía en la comprensión de la verdad como la máxima forma de honor y homenaje al heroísmo.
Wonder Woman apareció por primera vez en All Star Comics #8 (de diciembre de 1941)1 y con su alter-ego Diana Prince en el Sensation Comics #1 (de enero de 1942), ilustrada por el artista Harry G. Peter. Desde entonces, la Guerrera amazona ha sufrido todo tipo de transformaciones y sobre todo, se ha hecho cada vez más importante y significativa como expresión del bien y del mal. No obstante, el trayecto de Diana hasta convertirse en el icono de la cultura popular actual ha sido tan complejo como la concepción sobre la mujer que simbolizó desde sus orígenes. Desde su aparición como un evidente apoyo a la causa feminista, luego de la muerte de su creador, el personaje tuvo que enfrentarse al marcado conservadurismo en la política Posguerra estadounidense y sus limitaciones. El resultado fue un ataque directo contra la mujer que Wonder Woman representaba y sobre todo, su simbología más profunda: el personaje perdió sus poderes y cambió incluso su objetivo más inmediato. De enfrentar a la guerra — la maldad esencial, según Marsten — Diana Prince pasó a convertirse en un personaje romántico cuyo principal interés parecía ser el conquistar el corazón de su interés amoroso, el Capitán Steve Trevor. Eso, a pesar que su primer número (dibujado por Harry George Peter) Wonder Woman arremete contra las tropas Nazis y hace honor a los tradicionales ideales norteamericanos.
Durante toda la década de 1950, “Wonder Woman” perderá su capacidad para encarnar cualquier idea más allá de la percepción tradicional sobre la mujer de su época. Para editor Robert Kanigher, la figura independiente y poderosa de Diana contradice la percepción de la mujer de la década, por lo cual transforma al personaje en un simplificación casi anodina de sí misma. Para la 1960, ( y esta vez bajo la pluma y guión de Mike Sekowsky) Wonder Woman parece alcanzar el momento más duro de su dilatado trayecto por el mundo del cómic: el equipo de creativos dotan a las historias de una vistosa estética psicodélica y crean un universo romántico que despoja a Diana de sus últimos atributos como Amazona y superheroína. De pronto, Wonder Woman parece contradecir su versión original y el resultado es una ostensible pérdida de popularidad: de ocupar los primeros lugares de venta, desciende al puesto 47 de los títulos de DC.
El renacimiento de Diana llega con la década de los setenta y sobre todo, con el regreso del personaje a sus orígenes: gracias la exitosa serie de televisión protagonizada por la actriz Lynda Carter pero sobre todo al esfuerzo del célebre ilustrador George Pérez, el mundo del personaje retoma su fuerza original y su trascendencia. Diana recupera su identidad como Princesa de las Amazonas, su apariencia como guerrera y sobre todo, sus motivaciones feministas. El personaje se convierte de inmediato no sólo en ícono sino también, en un reflejo de su época y la complicada travesía de una comprensión más profunda sobre la identidad femenina. Diana recupera el sitial como alegoría sobre la honestidad y la justicia pero sobre todo, su enorme valor como metáfora sobre un tipo de inocente bondad que conserva hasta hoy.
Un nuevo rostro heroico:
A la casa editorial Marvel le llevó algunos años encontrar a su superheroína ideal. “Captain Marvel” atravesó todo tipo de transformaciones y evoluciones hasta convertirse en el símbolo de toda una nueva generación de heroínas, con la suficiente fuerza y personalidad para sostener por sí misma un conjunto de historias. De hecho, el soldado alienígena creado Stan Lee y Gene Colan en 1967 y que bautizaron como “Captain Marvel”, era un hombre. La casa de las ideas ha tenido ocho personajes con el mismo nombre — o mejor dicho, el personaje ha sufrido todo tipo de mutaciones y transformaciones en casi cuarenta años de existencia — hasta alcanzar el rostro y la personalidad de Carol Danvers. El largo trayecto, le ha permitido no sólo convertirse en uno de los personajes marvelitas más icónicos, sino también en el más poderoso del Universo imaginado por Stan Lee.
Carol Danvers — a quien la mayoría de la fanaticada del MCM apenas conocerá el 8 de Marzo en el estreno de la primera película con una protagonista femenina de la casa productora Marvel — comenzó su largo recorrido hasta ceñirse con el traje de la estrella dorada en Superhéroes №13, como piloto de la Fuerza Aérea de los EE. UU y personaje secundario de la historia principal. Para 1977 y después de haber atravesado todo tipo de reveses y un breve y platónico romance con el por entonces Captain Marvel, Carol asume la personalidad del héroe y además descubre que su ADN ha sido modificado. Para entonces, la identidad y personalidad del personaje eran esencialmente la que conocemos en la actualidad. No obstante, tendrían que transcurrir algunos años más para que Captain Marvel, el personaje que ahora salta a la pantalla grande, asumiera las proporciones de ícono y figura de los goza en la actualidad: relanzada en el año 2012, la Carol Danvers de la nueva versión de Captain Marvel, no es sólo una versión del ya conocido superhéroe, sino además la encarnación de todas las virtudes — y defectos — de buena parte de los personajes de la casa marvelita. Llevando un traje diseñado especialmente para la ocasión por artista Jamie McKelvie, Carol Danvers se convirtió en un espacio seguro para la identidad femenina en medio de los cómics. Danvers no sólo es una mujer con poderes sino que además, un personaje de extraordinarias capacidades que puede medirse con cualquiera de sus pares masculinos. Para su versión cinematográfica, Carol Danvers se transforma en la respuesta de Marvel al éxito de Wonder Woman con el rostro de la ganadora del Oscar Alison Brie: es la oportunidad de las casa de las ideas para sostener toda una nueva versión sobre lo femenino, que hasta entonces, había pasado por diversas polémicas y una buena cantidad de críticas. Con un uniforme militar alienígena, sin sonreír y con el poder para destruir al temible Thanos — o eso sugiere la evidencia — Carol Danvers demuestra que la mujer tiene un lugar preponderante en el nuevo Universo de superhéroes que llenan la pantalla chica y grande. Toda una nueva dimensión a un fenómeno que sin duda transformará cierta percepción sobre lo femenino en las próximas
viernes, 22 de febrero de 2019
Crónicas de la lectora devota: Territory of Light de Yuko Tsushima
Escribir es un arte de liberación y catarsis. Un ritual íntimo que transforma la emoción en un reflejo simbólico y algo mucho trascendental que lo evidente. Tal vez, por eso Yuko Tsushima admitió en más de una oportunidad estar obsesionada con la muerte. Para Tsushima (fallecida en el año 2016), la muerte y la vida era un hilo de conductor de fuerzas idénticas pero en polos opuestos, que la escritora describía como “descubrimientos de la nada y el absurdo.Para la escritora, no se trataba sólo de imaginar y redimensionar la incertidumbre sino crear una idea a través de ella. Una reflexión sobre la ausencia y el dolor que desborda los clichés más habituales sobre el temor y el sufrimiento emocional. Yuko Tsushima, con su estilo reposado e íntimo trasciende cierta dimensión de lo obvio — en sus libros pocas veces los personajes lloran o expresan la tristeza en voz alta — para meditar sobre lo invisible y lo sutil. A sus personajes los rodea el sufrimiento y la ausencia, pero la escritora redimensiona el dolor desde lo espiritual hasta lograr una conclusión existencialista que sorprende por su belleza y delicadeza.
Por supuesto, la visión sobre la mortalidad y la redención como expresiones del espíritu humano paralelas pero nunca concluyentes, son quizás temas en los que la escritora meditó buena parte de su vida. Como hija del novelista Osamu Dazai — quien se suicidó en el 1948 — la connotación sobre el absurdo de la muerte y la destrucción de la memoria fue parte de sus planteamientos intelectuales desde la primera niñez. Para Tsushima, la pérdida, el desarraigo y la devastación de la identidad tienen una directa relación con la forma en que se comprende la mente del hombre. Todos sus libros, fueron recorridos por la vida atormentada de hijos abandonados, madres rotas, parejas al borde de un sufrimiento inconfesable. También eran historias silenciosas. Muy pocas veces, los personajes de Tsushima hacían otra cosa que recorrer sus propios pensamientos en medio de un mutismo pausado y doloroso. Ninguno de los hombres y mujeres de Tsushima — todos rotos y golpeados por una angustia moral con la que apenas pueden lidiar — lloran de manera apacible, sin lágrimas. Muchos de ellos mueren en medio de la noche, aferrados a almohadas y sábanas, sin que nadie escuche el momento en que su respiración se detiene. Por eso, a los libros de Tsushima se le han han tildado de “exploraciones hacia el misterio”: todos sus relatos tienen un orden excéntrico y voluble, como si la escritora necesitara reconstruir el bien y mal a través de visiones caleidoscópicas levemente surreales. Pero a diferencia de Murakami — padre tutelar de la literatura japonesa contemporánea — o su discípula Banana Yoshimoto, Tsushima crea una percepción sobre lo invisible que tiene mucho de sentido de lo privado. El mundo de Tsushima atraviesa la noción sobre lo personal, lo enigmático bajo el silencio del otro y el miedo como creación inherente de un mundo caótico.
En su libro póstumo “Territory of Light”, Tsushima convierte sus principales obsesiones en algo más duro de confrontar. Ya no se trata de los silencios sedosos de sus historias — aunque también, sus personajes pasan gran parte de la narración en una profunda meditación sobre sus vidas — sino del hecho, de esa derrota plausible y elegante que parece tan propia del temperamento japonés. Como en la mayoría de sus libros anteriores, en esta ocasión, el mundo que se plasma en la historia, es de una dureza sorprendente. Una gran guerra que jamás comienza en realidad. Resulta evidente que Tsushima buscaba crear un tipo de tensión que sostuviera la noción del dolor como un elemento inherente a la condición humana. Lo logra a partir de breves pinceladas de la realidad: hay un claro reflejo de la vida de la autora en esta historia de mujeres, escrita para mujeres por una mujer. Como si se tratara de los viejos relatos japoneses de hace casi un milenio, la sensación de claustrofobia de “Territory of Light” es parte de la naturaleza femenina. Un acuerdo tácito en medio de un violento e invisible juego por la permanencia y la condición del espíritu como territorio inexplorado. Hay algo fatalista en el tono de Tsushima, un dejo de melancolía triste que se desborda de cabo a rabo a través de una condición desgraciada y disonante en la vida de los personajes y las historias que viven. Atrapados en sus vidas, complejos, puertas cerradas y la inevitable sensación de ruptura con la realidad que provoca el dolor y el sufrimiento emocional, Tsushima crea una reflexión caótica pero existencialmente rica sobre el ámbito marginal de lo cotidiano. Lo hace además en un tono afectuoso y amable, que dota a su narrador de una singular complejidad. ¿Se trata de la mente del personaje en plena creación o los pequeños vestigios de un mundo desconocido y estratificado? Para Tsushima no parece haber diferencia o no tanto, como para elaborar una condición pertinente sobre la mente como un último reducto de paz.
Toda la novela está impregnada de una lucha a brazo partido contra el fracaso, un tema que obsesionó a Tsushima durante su vida. En “Territory of Light” se inspira en sus complicados años de juventud para crear doce relatos que juntos, narran la vida de una madre soltera en Tokio. Con un aire atemporal, engañosamente frágil y dulce, “Territory of Light” crea una mirada multidimensional sobre un hecho único: la insistente decisión del personaje principal por sobrevivir. Con una honestidad en ocasiones brutal, Tsushima observa a su personaje sin contemplaciones. La madre y la hija son dos náufragas en una ciudad implacable que las ignora y somete a un tipo de marginalidad difícil de entender para la cultura occidental. Tan una como otra podrían no existir en medio de las luces radiantes de las calles bien iluminadas y pulcras, las tiendas lujosas y las duras miradas de los hombres y mujeres que intentan no mirar la anormalidad de una madre muy joven con una niña en brazos que no deja de llorar. “Territory of Light” es muy duro como retrato de la sociedad japonesa, pero también, sincero.
Pero Tsushima no llega a la crítica social ni tampoco le interesa: atraviesa con pie de plomo la concepción del miedo sobre la realidad concreta y describe los problemas de su personaje con cierto aire de feroz ternura. El amor, el matrimonio y al final el divorcio, crean entre los personajes estaciones de paso entre el miedo y la perdurable sensación de ausencia. Como feminista que fue, Tsushima vincula la búsqueda del peso de la identidad femenina como una necesidad que sus relatos no satisfacen del todo, pero que permiten la posibilidad de contemplar la percepción de la realidad de la autora. A pesar de la evidente melancolía, las obras de Tsushima están llenas de una rara vitalidad que sorprende por su capacidad para cautivar. La escritora asume su labor como narradora a partir de la observación — “miro a quienes me rodean como expresiones de belleza e inspiración”, admitió en una ocasión — pero también, como una forma de comunicación secreta. “En el corazón de las personas ocurren muchas cosas de las que no nos damos cuenta. Y en la realidad no se muestran porque el ser humano sabe muy bien qué se puede mostrar y qué no” insiste para justificar esa obsesión suya por los silencios y la fugacidad de la conciencia humana. De esa percepción sensitiva sobre el vasto e íntimo mundo interior, nace la capacidad de cada una de sus novelas para escudriñar las emociones como una extraordinaria visión del miedo y del absurdo. Sueños dentro de la palabra que ocurren en un espacio confuso y por momentos indescifrable.
En las novelas de Tsushima, los personajes están vinculados unos a otros por el silencio y el sufrimiento. Un hilo conductor que avanza a través de las escenas para crear una estructura de enorme valor emocional que sostiene la narración con exquisita habilidad. Para la escritora, la ausencia crea inesperadas visiones sobre el amor y sobre todo, los pequeños elementos que sostienen esa comunicación invisible y profundamente significativa entre quienes sufren. Y la muerte, por supuesto, ocupa un lugar significativo en la reflexión sobre nuestra capacidad para comprender al otro, para asumir el peso y la consistencia de las emociones de alguien más.
Como japonesa, Tsushima fue educada para la discreción y quizás, por eso sus cuentos, relatos y novelas resulten siempre sorprendentes en su franqueza. Hay algo subversivo y provocador al fondo de todas sus narraciones, un rechazo evidente a cualquier forma de disimulo hacia la raíz del dolor. Tsushima analiza los sentimientos y lo hace con una sinceridad que devasta pero que también, es un recurso narrativo de intencionada complejidad. A pesar de su pausado desarrollo, las novelas de Tsushima poseen la fuerza necesaria para sorprender, por momentos escandalizar e incluso, resultar levemente perturbadoras. Lo hace además, desde la belleza simple de una aparente displicencia. Las escenas que describe comienzan con pequeños golpes de efecto que terminan convertidas en algo mucho más duro de asimilar: como la conversación de la Madre que sueña con la muerte de la hija — para recobrar su libertad, se dice con los labios apretados — pero que también, la ama con tanta ferocidad que tiene la sensación que algo está roto en su interior por el mero hecho de tener semejante impulso. Pero Tsushima no recurre a la complejidad para contar la profundidad y de hecho, “Territory of Light”es un prodigio de aparente sencillez: No obstante a medida que avanza, Tsushima convierte la historia en un escenario en el que la búsqueda de identidad, la comprensión sobre la diferencia y el duelo como una forma de comunión entre los personajes. Ya no se trata de la madre que busca la redención en el amor que profesa a su hija o a su inusitada mirada sobre la maternidad, sino también, a una búsqueda sincera y elocuente sobre la belleza espiritual que sin duda, Tsushima relaciona con el poder de la imaginación. Con su estilo delicado, lento y por momentos desconcertante, la escritora desgrana un duro tránsito interior de enorme significado. Construye una elaborada comprensión desde el ahora y el mágico relativo que es mucho más consistente que cualquiera del resto de los escritores que siguen la estela del escritor Nipón más conocido de la actualidad. La narración de Tsushima crea un tipo de comprensión sobre las llanuras de las emociones humanas que conmueve tanto como su maestro emocional y que trasciende a la mera anécdota.
Es esa mezcla de ternura, desconcierto y sobre todo, perenne juventud lo que hace de “Territory of Light" la mejor expresión de su búsqueda del valor argumental sobre lo misterioso del espíritu humano. Tsushima avanza con paciencia a través de un cotidiano lleno de sutilezas. Avanza a través de la pérdida de la fe una cultura que se contempla a sí misma desde cierta distancia. Avanza a través de cierto tedio cotidiano que describe esa tensa relación de amor — odio entre la comprensión de nuestra naturaleza — tardía, elemental y fragmentada — hacia algo más denso y doloroso. Y más allá de eso, Tsushima se encuentra así misma. Se analiza como parte integral del paisaje y crea algo nuevo a partir de lo conocido, de esa comprensión de la sustancia que sostienen sus historias. Porque Tsushima es una experta en el arte de lo invisible y no pierde de vista el intrincado paisaje entre escenas: Sus personajes comen, bostezan, sonríen y miran al cielo con una inercia de lo corriente que en ocasiones desconcierta. Pero en medio de todo eso pasan de estados de extrema tensión a un toque humano extraordinario. Un momento álgido de pura humanidad que de pronto, cobra magia y sentido. Seres anónimos que de pronto, simbolizan una humanidad heroica y universal que conmueve.
Tsushima encuentra en lo emocional su mayor mensaje. Además lo logra con una convencida interpretación de la realidad a través de todo tipo de pequeños golpes de efectos. En sus novelas una puerta jamás será una puerta, como tampoco el amor será sólo amor. Y esa combinación de ideas donde la escritora encuentra no sólo su mayor fortaleza, sino esa identificación elemental del espíritu creativo que la hacen única.
En una de sus escasisimas entrevistas, la escritora comentó que consideraba a la vida “Invisible, enlazada con el absurdo”. Toda una declaración de intenciones que sustenta esa mirada de la autora que parece abarcarlo todo. En cada una de sus obras, hay esa búsqueda inclemente y franca sobre los dolores y temores cotidianos, esa percepción del hombre como parte de su circunstancia y más allá de eso, como un reflejo del devenir — incesante e indetenible — de cada elemento que forma su identidad. Una especie de mecanismo en ocasiones fallido donde la vida y la muerte lo es todo.
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Territory of Light de Yuko Tsushima
miércoles, 20 de febrero de 2019
Crónicas de la ciudadana preocupada: Seis escenas para comprender a Venezuela.
Un día de migraña. Tengo tantos que los colecciono como una pequeña selección de colores relacionados con el dolor. Hoy, el latigazo agudo que me recorre la sien derecha hacia la frente es rojo carmesí, con un toque de naranja plomizo. Las náuseas son verdes y el dolor de estómago, gris plata. Combinado a la vez, el conjunto parece un retable ruso o así me lo veo en mi mente. Mi imaginación da para todo.
En Venezuela, la tensión continúa siendo de un matiz insoportable, aunque no ocurre nada especialmente grave. Si usted no tiene una cuenta de usuario Twitter o no se asoma a una red social por algún motivo, podría creer que no ocurre nada en particular. Las calles continúan repletas de transeúntes, el tráfico como una cacofonía que irrita la placidez de los cielos muy azules y el aire transparente del país en que siempre es verano. Sentada en el jardin del edificio en el que vivo, llevo anteojos oscuros y un libro entre las manos. Mi médico insiste que la mejor solución para la migraña es tomar un poco de aire, alejarme de todos los motivos que me provocan ansiedad y estrés. De modo que aquí estoy, bajo el árbol de mango enorme que corona el jardín. Las raíces son tan enormes que traspasaron el concreto y ahora crean formas fabulosas — o a mi me lo parecen — bajo el suelo roto. La sensación es la que habito un espacio en el que país perdió forma. Es una imagen movediza de colores y formas que podría o no tener sentido. Cierro los ojos y me esfuerzo por relajar los músculos del pecho y los brazos, las manos aferradas a la solapa del libro. No puedo hacerlo.
Una vez leí en un viejo libro de biología que las hormigas tienen un instinto primitivo para descubrir cuando la tierra que habitan se volvió infértil, incapaz de permitirles continuar sobreviviendo en ella. La imagen que describe el texto era dolorosa y temible: las hormigas abandonan en largas filas ordenadas la tierra rota y seca, en búsqueda de otro lugar en el que encontrar lo que necesitan para prosperar. Ordenadas y sobre todo, supeditadas a la voluntad de la Reina, las hormigas obedecen a un instinto ciego de supervivencia, a una necesidad secreta y todavía sin nombre de encontrar una nueva región en la que la vida comience de nuevo, que sea cada vez más fuerte. Una forma de esperanza pequeña frágil, recién nacida de la tierra húmeda.
No sé muy bien por qué recordé esa imagen nnos días atrás, cuando leí un durísimo artículo del New York Time titulado “La generación perdida” que habla de quienes como yo, crecieron bajo el chavismo. De quienes como yo, apenas han conocido otra cosa que un país en escombros, destrozado por la violencia, las carencias y el miedo. De la generación que se hizo adulta sin hogar, con la noción “gentilicio” convertida en un tránsito entre la urgencia de emigrar y el país riesgo. Una huida forzosa, el desarraigo convertido en una forma de vida. Los ojos se me llenaron de lágrimas por la descripción sencilla de ese existencia a medias, de la ciudad rota y vacía, del país como una promesa rota. No sólo porque me vi reflejada — imposible que no sucediera — sino por la sensación abrumadora que realmente, una parte de mi vida — de mi juventud, mis esperanzas, de mi noción sobre Venezuela como proyecto a futuro — se perdió en mitad de una batalla política en la que gané muy poco y perdí tanta cosas que ahora mismo, resultan incontables. De pronto, el país se convirtió en una cárcel, en una puerta cerrada. En una grieta abismal capaz de devorar cada parte de mi vida hasta transformarla en algo distinto, impensable. Doloroso.
Por supuesto, no se trata de otra cosa de una particular forma de desarraigo que te hace sentir que eres una extranjera en tu propio país, que añoras una Venezuela que jamás existió — o quizás sí, pero que sólo conociste a medias, en mitad de un lento desplome casi invisible — y que de pronto, todas las piezas parecen calzar para crear el escenario de una gran tragedia. Hará unos años ya, una amiga muy querida me escribió un largo correo recordándome que Venezuela siempre fue la misma, que el resentimiento, el odio clasista y la violencia siempre estuvo allí, solapado y oculto bajo una ceguera colectiva que nos ha costado el futuro. La frase me aterrorizó y por horas, la repetí en voz alta, con las manos húmedas de sudor nervioso y una sensación de miedo tan aguda que apenas podía contenerla. ¿Venezuela siempre estuvo al borde de esta debacle? ¿De este horror? ¿De este dolor sin forma y sin sentido?
- Lo estuvo — dice mi amiga cuando la telefoneo, horas después — Venezuela era una bomba de tiempo y el chavismo fue el catalizador de muchas cosas. Fue la forma en que ese odio antiguo, condensado y viejo del Venezolanos contra Venezolanos, se elaboró a sí mismo. De manera que no hay país al cual volver, tampoco recuerdos reales. Nos hiere la nostalgia por un país que no existió.
Le rebato la idea. Le hablo del país con los automercados a rebosar de productos, de las noches cosmopolitas, de todas las expectativas abiertas a rebosar. De ese país en que había la noción de crear algo real a partir de sus fallas. La Venezuela perfectible, la concepción del futuro como parte de la conciencia de hogar. Mi amiga suspira, me escucha con paciencia. Por último guarda silencio.
- Hubo un país que ocultaba con bonanza sus grietas más profundas. Chávez también lo hizo mientras pudo — me responde por último — pero el problema de Venezuela es que siempre ha sido un país a medias, en tránsito hacia algo más. Una ilusión muy frágil.
¿No había dicho Cabrujas algo parecido? Me pregunto con un sobresalto luego de colgar. ¿Un país sin identidad, a medio construir? La frase me atormentó por días. La pienso a toda hora, después de leer el artículo del New York Time, de analizar mis propias expectativas. De simplemente preguntarme si los años perdidos de mi vida son ahora un peso en mi conciencia, en mi forma de analizar el futuro. Si los años que perdí en medio de la trampa de la esperanza o algo más temible — esa percepción que lo que ocurría en Venezuela era por completo transitorio o al menos, había la posibilidad de la reconstrucción a medias — me arrebató una parte de mi identidad, de mi forma de comprender el mundo. De la forma en como intento comprenderme en medio de la debacle.
***
Últimamente, pienso mucho sobre la comida. Lo que comeré, lo que necesito comer, si en el futuro podré adquirir cualquier alimento en medio de la hiperinflación que atraviesa mi país. Es un pensamiento tenebroso y persistente, que me acompaña a todas partes como una obsesión privada. Me quedo de pie mirando los anaqueles abiertos. Unos cuantos alimentos enlatados, verduras. En el refrigerador, carne pulcramente empaquetada. Puedo adquirir aún lo que para la mayoría de los venezolanos es prohibitivo, un lujo impensable casi. Pero ¿Hasta cuando podré hacerlo? Trabajo más de lo que jamás en mi vida para recibir el mínimo salario que creí obtener. Me lo digo cuando sostengo una de las latas de atún, otra con granos procesados. Una pequeña colección de supervivencia. ¿Aún puedo? ¿Cuando no pondré? Cuento las lascas de bistec, hago un cálculo mental. ¿Doce días? ¿Quizás sólo diez? ¿Cuál será su precio para entonces? ¿Podré alcanzarlo? Me tiemblan las manos cuando ordeno las pequeñas bolsas de verduras y legumbres. Papas, zanahorias. Una bolsa de lechuga fresca. ¿Suficiente para una semana? ¿Algunos días más? ¿Luego qué? Cierro la puerta de refrigerador con los labios temblando de miedo. Las manos aferradas al metal con fuerza. Tengo miedo. Mucho miedo.
Crecí en un país al borde del desastre pero nunca supuse la rapidez como cada cosa en Venezuela perdería el sentido y la forma, la coherencia, la mera posibilidad del propósito. En medio de la debacle, tengo la sensación contraria que huyo de una criatura de mil fauces abiertas, babeantes. Una criatura cada vez más grande, invencible. Miro sobre el hombro y la figura monumental que me persigue parece extender las garras, aplastar todo a su paso. Edificios, las diminutas siluetas de hombres y mujeres, automóviles, esperanzas, luces y sombras. La oscuridad está en todos lados. La oscuridad es hedor que parece invadir todos los lugares. Ese silencio sin forma y sin sentido del terror al futuro.
Sonrío en medio de las lágrimas. La crisis no tiene tanto colorido como los meticulosos colores que le da mi imaginación. La realidad es mucho más despiadada: catorce papas, seis zanahorias, una lechuga que comienza a afearse en los bordes de sus hojas crujientes. La oscuridad está por llegar, me digo casi sin poder evitarlo. El monstruo aciago, la simple desesperanza, más pesada que cualquier fantasía.
A eso me enfrento a diario. A eso me pregunto si sobreviviré.
***
En Venezuela, los días transcurren en cierta calma plomiza salpicada con una tensión inexplicable. Una combinación agotadora que termina por vencer tu resistencia de vez en cuando. Hoy caminaba por la calle en la que he vivido por más de veinte años y tuve que detenerme, con la respiración acelerada y el corazón latiendo tan rápido que resultaba doloroso. De pronto, tuve el espantoso pensamiento de no reconocer la esquina que tantas veces crucé de niña, o los edificios que he visto envejecer desde que tengo memoria. Una extraña, me dije agobiada por un tipo de angustia difícil de definir. Una mujer que perdió el lugar en el que nació, a pesar que sigue viviendo en la misma tierra. ¿Qué clase de fenómeno es este? Me pregunté con los puños apretados, en un intento desmañado de contener las lágrimas. ¿Qué clase de horror mínimo es este miedo que me acompaña a todas partes? Los transeúntes a mi alrededor me miraban al pasar: Uno de esos gestos rápidos y desconfiados. Sin duda, tenía un aspecto enajenado, con el cabello en desorden, el rostro pálido, el cuerpo rígido. De pie en mitad de la calle. Me obligué a caminar, con la extraña sensación de llevar un peso a la espalda con el que apenas puedo lidiar. ¿Qué ocurre conmigo? ¿Qué pasa con mi mente?
Por supuesto, que mi calle no es la misma calle en la que corrí y monté bicicleta en innumerables ocasiones. La mitad del asfalto está roto y destrozado, abierto en dos partes como si una catástrofe monumental hubiese destrozado el paisaje urbano. Las paredes están llenan de pintas, garabatos inentendibles, consignas gubernamentales, agujeros de balas. Las esquinas, repletas de basura a medio descomponer. El zumbido de las moscas está en todas partes. Mientras camino a paso rápido sin mirar a ninguna parte más que al frente, me pregunto cuando el país que una vez creí era el mundo entero se transformó en este espectro de sí mismo. En este horror sin nombre ni medida, sepultado en medio de un tipo de destrucción dificil de explicar. No lo sé, me digo con las lágrimas de nuevo cerrándome la garganta. Todo ocurrió muy rápido, muy pronto o quizás, simplemente el potencial bajo el horror siempre estuvo bajo la superficie del país que amé, que desconozco y que sin duda, quizás llegue a odiar.
***
Mi amiga María siempre soñó con el día en que podría independizarse de la casa paterna. Como la más pequeña de seis hermanos, desde muy joven tuvo muy claro que una de sus grandes metas personales era encontrar un espacio propio, un lugar que pudiera considerar de su propiedad. Más de una vez, me habló que el resto de sus proyectos no eran tan prioritarios como ese y que de hecho, cualquier otro, tendría que esperar hasta que pudiera lograr el principal, el que siempre había sido su esperanza más personal. Una perspectiva muy concreta de su vida futura.
Hace un par de días, María cumplió treinta y un años y aún vive en su vieja habitación de soltera en casa de sus padres. Dentro de seis meses espera emigrar a Cleveland, donde la espera el sofá de un buen amigo de la familia y un nuevo trayecto a ciegas en busca de la tan ansiada independencia. Mientras empaqueta sus tres décadas de vida, me cuenta en voz alta que probablemente, nunca podrá perdonar al país — y quizás, así misma — los años de frustración, dolor y finalmente resignación al comprender que uno de sus principales perspectivas personales estaba destinada a no realizarse, a formar parte de esa gran y quebradiza incertidumbre que es el futuro de Venezuela. Para María, la noción de gentilicio parece enredarse — confundirse — con ese sabor agrio del no ser, no existir, no lograr construir un panorama real sobre lo que desea para si misma en el país que la vio nacer.
— Me llevó años aceptar que jamás podría tener un techo propio en este país. No en estas condiciones, no en esta perspectiva de futuro — me comenta. Toma un puñado de camisetas de la cama revuelta y escoje sólo un par, muy sencillas. El resto — parte su preciada colección de curiosidades estampadas, algunas que siempre consideró su favorita — van a parar a la caja de cartón en el suelo. Los recuerdos fragmentados, olvidados, desterrados incluso antes que María abandone el país — cuando aceptas eso, cuando asumes que esto es todo lo que puede ofrecerte Venezuela, se te rompe el alma. Se te abre una brecha de lo que necesitas para ti misma, lo que aspiras y lo que puedes obtener. Y en base a eso decides, asumes las consecuencias.
María es contadora. Trabaja en una respetable oficina de Caracas, disfruta de un buen salario. Pero a pesar de eso, el costo de una vivienda en la ciudad excede cualquier intento suyo de adquirirla: No sólo cualquier inmueble quintuplica su salario básico sino que además, su capacidad mínima de ahorro. Finalmente, decidió alquilar un pequeño apartamento en una zona residencial de Caracas. Apenas podía costear el altísimo precio de alquiler: casi todo su salario mensual y pronto, admitió que no podría hacerlo por mucho tiempo. Descorazonada, intentó entonces una opción intermedia: Por años, María intentó lograr la tan ansiada independencia compartiendo habitación y costos con compañeras de apartamento ocasionales. La experiencia resultó mucho más dura de lo que había supuesto; Sufrió robos, luego una convivencia difícil con dos desconocidos y por último, cuando el costo de la habitación que ocupaba aumentó por quinta vez en el año, decidió regresar de nuevo a casa de sus padres. La misma noche en que lo hizo, decidió emigrar de Venezuela.
— Comprender que no lograrás una meta básica te deja sin armas, sin expectativas — dice en voz baja, casi como para si misma. Suspira. Se queda sentada en mitad de la habitación, rodeada de cajas abiertas, una enorme maleta a medio llenar, la ventana abierta donde la calle de la infancia parece más pequeña y ruinosa que nunca — no puedo mirarme a través de esta Venezuela limitada y limitante, no quiero.
Escucho a su madre caminar por el pasillo. Probablemente nos estaba escuchando, en la oscuridad del pasillo vacío. María se encoge de hombros, aprieta los labios. La decisión del país no ha sido sencilla, mucho menos fácil de llevar a cabo. Tuvo que vender su pequeño automóvil, todas sus pertenencias. Sus padres le obsequiaron sus ahorros. “Un cheque. Mi papá me lo puso en las manos” me cuenta con lágrimas en los ojos “Te me vas y te recuperas de este país que enferma. No se lo quería aceptar, pero luego lo hice. No tuve otra opción. Quisiera haberla tenido”.
No sé que responder. Nos quedamos callada en esta oscuridad cálida del enero tropical, donde nunca hay frío, sino un viento que refresca, que limpia. Hace años, María me decía que de emigrar, se despertaría a media noche pensando en ese viento de montaña, en Caracas como la recuerda de su infancia. Hoy sonríe con amargura con el pensamiento.
— No me cabe el país en la maleta — murmura — tampoco los recuerdos. Y menos este país que pesa como cien historias tristes.
Cuando nos despedimos, me sobresalta el pensamiento que probablemente no volveré a verla en años. O quizás jamás, pienso con un escalofrío cuando lo abrazo. Otra ausencia que se superpone a otra. Otro silencio en un país que poco a poco se desangra, se queda sin rostros, sin historias, sin recuerdos. Sin identidad.
Dentro del supermercado, todo tiene un aspecto metálico, duro y un poco destartalado. Me sorprende ese aire casi militar de los anaqueles repletos del mismo producto hacia el infinito, un método ingenuo para disimular los numerosos productos que faltan. Agotada por la espera en la calle, me apresuro a tomar los paquetes de arroz, café y azúcar que me corresponden y vuelvo a formarme en fila frente a la caja registradora. Una veintena de clientes me preceden, incluyendo a la anciana preocupada y al hombre con la niña en brazos.
Y de pronto, como una enorme ironía en este país lleno de ellas, las luces del supermercado se apagan. Un chasquido elocuente y duro que llena la oscuridad como un eco malsano. Me quedo con las bolsas apretadas contra el pecho, consciente de la oscuridad del apagón y esperando las luces de emergencia. Pero la oscuridad se hace un espejo de incomodidad y miedo, repleta de voces y jadeos. Alguien suelta una carcajada triste, monótona.
— ¿Qué mierdas pasa en este país? — grita entonces la misma persona que río en voz alta y que no puedo ver entre las sombras. Alguien cierra las puertas mientras el tumulto en el exterior comienza a avanzar hacia las rejas. Los militares armados se plantan al frente y por un segundo, tengo miedo de lo ocurrirá en pleno apagón, de lo que pueden ocultar las sombras. Cuando uno de los empleados me arrebata las bolsas de café y azúcar con un gesto firme, no hago nada por detenerlo. Se lo permito con una pasividad que tiene mucho que ver con el miedo que me sofoca. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿En qué nos hemos convertido?
Pero no ocurre nada y supongo que debo agradecerlo. Una puerta lateral del supermercado se abre y un hombre gordo que se identifica como el gerente del establecimiento nos invita a salir de manera ordenada. Hay voces de protesta, alguien asegura que no se moverá de allí hasta que llegue la luz. Hay forcejeos, gritos entre las sombras con olor a sudor que nos rodean. Asustada, avanzo entre los pasillos a oscuras con las manos extendidas hacia la luz y por último, corro hacia la calle.
No miro hacia atrás hasta unos cientos de metros más allá. La calle rebosa por el descontento, la rabia, el miedo. El supermercado a oscuras tiene el aspecto tétrico, en mitad de la calle llena de una multitud enfurecida y rodeada por el tráfico caótico. Y ahora sí, no puedo contener el llanto. Lo hago de pie, como abandonada, mientras transeúntes de rostro abrumado me tropiezan al caminar. No dejo de mirar el supermercado, la ola de gente que avanza y golpea las paredes. No dejó de sentir miedo — real, puro, doloroso — por lo que ocurre, por lo que ocurrirá en el futuro y que no tengo idea de qué podrá ser. Y mientras lloro, pienso en el desamparo, en el país sumido en el caos y la amargura. En el ciudadano desposeído y con los brazos vacíos. ¿En qué nos hemos convertido? ¿Quiénes somos ahora?
Sigo sin encontrar respuesta. Supongo que nunca la tendré en realidad.
***
La migraña no mejora, de modo que regreso a casa y me tiendo en la cama, con las ventanas de la habitación corridas y música suave por compañía. Pero tengo la sensación que escapo, que no sé a dónde dirigirme, que no tengo la menor idea de qué ocurrirá hoy o cualquier día, en este país que se desmorona con lentitud, que carece de forma y sentido. Que es sólo un mal recuerdo que soy incapaz de atesorar.
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