martes, 26 de febrero de 2019
Crónicas de la ciudadana preocupada: El mapa del dolor de un país en ruinas.
Cuando era una niña, me encantaba visitar a mi abuelo paterno, un viejo excéntrico que vivía en un pueblito a casi treinta kilómetros de Caracas. Era un sujeto imponente: alto, el cabello muy blanco y abundante, los ojos verdes que mi padre había heredado, la piel blanca quemada por el sol hasta parecer muy morena y curtida. Vivía solo después de la muerte de mi abuela y nos recibía de mala gana, casi a despecho cuando nos empeñamos en visitarlo, en comprobar se encontraba sano y bien. Jamás respondió las preguntas de mi padre sobre su salud, ni dejó de fumar los tabacos gigantescos que cortaba con una cuchilla roma que siempre llevaba en el bolsillo de la guayabera blanca impecable que usaba a diario. Le recuerdo envuelto en una nube blanca y olorosa de olor picante, sin sonreír, clavándome los ojos verdes con curiosidad.
— Eres la chica de Francesco — me preguntaba en cada ocasión.
— Sí, abuelo.
— Nonno — me corregía.
— Nonno — repetía obediente.
Sonreía al escucharme. Creo que le simpatizaba, al menos un poco que el resto de la familia, a quién hablaba de mala gana y jamás ofrecía el más mínimo gesto amable durante las visitas accidentadas e incómodas que le prodigábamos. Mi padre y tías iban de aquí para allá, dejando cestos de frutas, camisas recién compradas, incluso botellas del Grappa que le le gustaba beber. Pero les ignoraba con esa dureza del campo o que en ese momento, yo asociaba al pueblo de techos ardientes y viento con sabor a tierra en el que vivía. Pero a mi me sonreía, desde la alturas de su cabeza enorme e hirsuta, rodeado del olor del tabaco. Una vez, me hizo una seña.
- Ven, te enseño algo.
Le obedecí y me llevó la patio trasero de la casa, enorme y descuidado. En realidad, toda la casa lo estaba. En algún momento había sido una casona venerable o al menos, lo suficientemente grande para abarcar la esquina más grande del pueblo. Tenía un hermoso corredor que se abría a la derecha hacia un salón de ventanas y estrechas y a la izquierda, hacia el comedor, la cocina. En el segundo piso, había tres habitaciones. Dos cerradas con llave y vencidas por la carcoma. La única sobreviviente era la vieja alcoba matrimonial, ahora convertida en una especie de almacén repleto de partes de automóviles oxidadas, libros en diferentes estados de deterioro, un cama enorme de colchón combado y una reproducción gigantesca de la “Última Cena” de Leonardo Da Vinci. Sólo una vez había mirado ese paisaje desolado, los despojos de lo que había sido riqueza o quizás, curiosidad científica, nunca lo supe. Recuerdo que mi tía me encontró de pie, contemplándolo todo boquiabierta y me sacó de allí a empujones “Tu abuelo te mata si te ve aquí” me susurró al oído. Le creí.
El patio trasero era el lugar favorito del abuelo. O al menos eso me pareció. Tenía también un aspecto ruinoso y sucio, con gallinas gordas corriendo de un lado a otro, un gallo esmirriado mirándolo todo con ojos redondos y un enorme árbol de Mango torcido que suponía estaba muerto o muy cerca de morir. Allí me llevó el abuelo, con su paso lento y levemente renqueante.
Bajo las ramas, había lo que en un principio creí era una enorme caja de madera abierta, con pequeñas paredes tableteadas con descuido. Los clavos brillaban bajo el sol. Me pregunté si se trataba de un jardín vacío. Un intento fallido de crear algo de belleza entre tanta austeridad.
— Ven, te enseño una cosa — dijo abuelo.
Caminó hacia la derecha del pequeño jardín y le seguí. Si caminabas por la franja derecha, pasabas por debajo de las ramas más gruesas de los árboles, de las que colgaba una cortina de líquenes. Era un lugar fresco y distinguí que de ese lado, la tierra floreaba con timidez, alejada del sol inclemente. Dentro de la caja dividida en pequeños rectángulos y cuadrados — un laberinto, sabría después — había una hierba joven, fresca. Un jardín, pensé asombrada. Abuelo se inclinó, entrecerró los ojos y señaló con su dedo moreno y calloso al interior del parapeto.
- Míralos.
Me llevó esfuerzos distinguirlos en la oscuridad fresca que nos rodeaba. Pero cuando lo hice, me recorrió un escalofrío de miedo. Un fila de escorpiones — de cuerpo de cuerpo grueso color azabache -avanzaban por la tierra mullida y un poco blanda. Quizás húmeda. Tenían un aspecto peligroso, con sus pinzas abiertas y el aguijón tenso curvo sobre suponía se encontraba la cabeza. Conté diez, en medio del laberinto de hierba fresca, moviéndose de un lado a otro de lo que había creído era un jardín. Una pequeña multitud monstruosa y elegante.
— Los crío — dijo entonces mi abuelo en voz baja — son bestias nobles. No bichos para aplastar con el pie como la cucarachas o los escarabajos. Los escorpiones son mortales. Estos no. Son muy pequeños, pero si pueden paralizarte de un aguijonazo y dejarte medio muerto, es suficiente. Pero los grandes, los que había en la Toscana, eran capaces de parar el corazón de un hombre. Son bestias hermosas y poderosas. ¿Las ves?
Parpadeo. No sé porque he recordado la imagen mientras intento ordenar mis pensamientos para contar — otra vez — el dolor de una tragedia nacional que ya cuenta cientos de heridos y víctimas. Me tiemblan las manos, los ojos se me llenan de lágrimas. Me quedo sentada muy quieta, con los hombros rígidos. Los escorpiones del Nonno. ¿Hacía cuánto no les recordaba? Al menos veinte años, me digo. Abro varios cajones, revuelvo trozos de papel y objetos perdidos. Por fin, encuentro una fotografía suya: Un hombre alto, de ojos claros, la boca siempre apretada en un hilo tenso. En la imagen lleva el cabello muy blanco despeinado por efecto del viento. Una pipa vieja entre las manos — recuerdo el olor con tanta claridad que casi me hace estornudar — , una guayabera blanca, pantalones de dril grises. Zapatos de cordón. El extraño atuendo de un hombre que no pertenece a ningún lado, que no se siente a gusto en ninguna parte. Un sobreviviente, me dijo más de una vez.
— Yo no soy de aquí — me dijo en una ocasión — ni de Italia tampoco. Sólo permanezco. Estoy aquí…Pero no es mío.
Ya estaba muy viejo cuando me dijo eso. Muy consumido. Un esqueleto con el cabello abundante que incluso en los meses más cruentos del cáncer que le mató, conservó. Recuerdo que le tomé de la mano y la apreté. Él me dedicó una mirada dura, los ojos verde claro convertidos en un reflejo hosco del sufrimiento que era incapaz de demostrar.
— Eres muy joven, pero uno tiene que sobrevivir — dijo entonces, sin que yo entendiera por qué — tiene uno que mantenerse en pie. Seguir y seguir. No te queda de otra. Sentirte mal no sirve de nada.
No respondí. Me quedé sentada a su lado, aturdida y un poco incómoda. Esperaba que viniera una de mis tías, que alguien llegara y me permitiera huir de ese rostro consumido, la mirada durísima. Pero nadie vino, de modo que me quedé con él hasta que el cansancio le venció y se quedó dormida. Pensé entonces en sus escorpiones. Allá en el jardín. Sobrevivientes al arrase de su pequeño mundo.
***
Hace unos días, un amigo me telefoneó a través de Skype, preocupado por la situación que vivimos en la actualidad en Venezuela. Luego del ataque de Nicolás Maduro a la ayuda humanitaria y las docenas de víctimas que provocó la represión a lo largo y ancho del país, no supe qué responder cuando me preguntó como me sentía al respecto de todo lo que ocurría. Miré la imagen de su rostro en la diminuta pantalla, borrosa y rígida. Nos separa un mar y un continente. ¿Cómo explicarle lo que vivimos? ¿Como hablar sobre este miedo perpetuo? ¿Como responder con una frase simple a la sensación de desastre inminente con la que cada Venezolano, aquí y en cualquier parte, vive a diario?
— Mal, muy mal — dije por fin — devastada.
— Lo siento.
— Gracias.
Bien, lo admití en voz alta, me dije con un suspiro. Tengo semanas esforzándome por entender todo lo que pasa — y pasa mucho a diario — y mantener la distancia emocional. Analizar, leer, investigar. Saber responder preguntas de parientes y amigos, petrificados de miedo, abrumados por la impotencia y la frustración. ¿Por qué decidí tomar ese papel? porque puedo, supongo. Porque mi trabajo se basa esencialmente en buscar información, elaborar hipótesis y crear a través de palabras una mirada nueva sobre temas habituales. De modo que ¿por qué no hacerlo para tratar de llevar un poco de orden en medio del caos? No es que sea una experta en algún tema de actualidad — al menos, los que interesan al país donde vivo — , pero si debo llevar a cabo ejercicios creativos y usar el lenguaje como herramienta, ¿por qué no hacerlo en beneficio de todo lo que ocurre? ¿Por qué no tratar de abrir debates, consolar a los afligidos, tranquilizar a los preocupados? No creo que lo logre, pero no concibo la mera idea de no intentarlo.
Pero por supuesto, el costo emocional es gigantesco. Veo todo tipo de noticias dolorosas que erosionan la voluntad de mantenerse en pie a la que intento aferrarme: a toda horas, un rostro nuevo de una víctima surge entre la ráfaga de información sin orden ni concierto que se mueve de un lado a otro en la gran conversación de las redes sociales. Un niño que muere debido a la escasez de medicinas, una víctima de un disparo que grita de dolor, camiones de ayuda humanitaria ardiendo mientras una multitud de rostro angustiado salva lo poco que puede con las manos abiertas. Todo tiene un tono onírico, como si se trataran de imágenes de una tragedia que imaginé, que alguien más narra. Pero está ocurriendo. Le ocurre a mi país. Me pasa a mí. Me secó las lágrimas, furiosa.
— Pero en este país sentirse mal no tiene mucho sentido — le digo — ¿Qué se supone que mejora eso? Esto nos ha venido pasando desde hace ¿cuanto? ¿diez años? ¿Quince?
Mi amigo no dice nada. Durante años, sostuvimos conversaciones parecidas. Tiempos en que aún la radicalización del chavismo era un espectro brumoso y que la verdadera naturaleza del régimen era motivo de especulación. Solían ocurrir luego de las elecciones — y entre el dolor de la derrota — o luego de masacres callejeras sin responsables ni justicia. Porque en Venezuela, se ha vivido de todo durante dos décadas de dictadura militar: No hubo un antes o un después, sino un hilo complejo de situaciones que desencadenaron en algo mucho más complejo y violento. Chávez ordenaba rociar con “gas del bueno” a los manifestantes que llenaban las calles por miles a medida que su gobierno apretaba el puño de la represión. Maduro lo hace con balas y a través de grupos paramilitares. Cual sea el caso, dos décadas de violencia dejan cicatrices indelebles. Y una de ellas, es esta sensación de exhausta derrota, de haber soportado ya por demasiado tiempo una situación insostenible. Por deambular hacia el final entre tambaleos, la sensación inequívoca que estoy a punto de derrumbarme de puro cansancio. Pero no lo hago, claro. Continúo de pie y sigo haciendo lo que considero correcto, lo sea o no. ¿Para qué admitir el dolor? ¿Esta angustia que me despierta a mitad de la noche y me hace llorar? ¿Cómo poner en palabras que mi único deseo es…qué? Sonrío, sacudo la cabeza. ¿Sobrevivir?
— Nadie dice que mejore nada, pero al menos tú te encontrarás mejor — dice entonces mi amigo — nadie tiene que ser fuerte siempre. Sonará cursi, pero esta situación devasta, puede romper el corazón.
Como el escorpión que sobrevive demasiado tiempo puede parar el corazón de un hombre, pienso. Pienso en la gente que ha muerto durante este larguísimo trayecto de veinte años de maltratos. Pienso en las ocasiones en recorrí calles y avenidas, el puño en alto, exigiendo libertad. Pienso en…¿qué? La vida que se pierde, los pequeños fragmentos de absoluto miedo que en ocasiones soy incapaz de asumir en mi mente. ¿Qué pasa cuando tratas de comprender el país en el que creciste? ¿Cuando admites, sin lugar a dudas, que eres un rehén de algo mucho más grande y perverso?
Todas las mañanas desde que era muy niña, tomo una taza de café negro sin azúcar al despertar. Quizás un par. Después, me doy una ducha y camino hasta el kiosko más cercano al edificio donde vivo para comprar mis periódicos favoritos. Quizás una revista. Es probable que también tomé un vaso de jugo de naranjas del vendedor de la esquina. Luego volveré a casa, leeré los periódicos, recortaré algunas noticias para reflexionar sobre ellas más tarde. Y finalmente comenzaré a trabajar, con la sensación que cada hora tiene un sentido y cada costumbre, un peso. El día comienza con sus pequeños rituales, con esas costumbres que una vez escuché hacen soportable el día a día.
Por supuesto ahora la rutina se transformó en algo más borroso y turbio. El primer pensamiento que tengo al despertar es para Venezuela. En qué habrá ocurrido mientras duermo, en que necesito comprender de forma súbita y amarga para mirar el país en escombros que me rodea. Inquieta, extiendo la mano y tomo el teléfono. Reviso el TimeLine de mi Twitter con el corazón latiendo muy rápido “¿Qué habrá ocurrido ahora?” “¿Qué encontraré en esa conversación abrumadora y cada vez más desesperada de Venezolanos intentando comprender que ocurre?” Casi siempre encuentro de inmediato un motivo para preocuparme, para temer, para enfurecerme. Asesinatos, agresiones, detenidos. Todo eso ocurre en las dos o tres horas escasas que pude dormir. Mientras duermo, Venezuela se desangra de a poco.
De pie, tomo café. Pero no sé hasta cuando podré hacerlo. Me quedan siete bolsas y la escasez hace que sean más o menos pequeños tesoros. Como la azúcar, incluso esa pequeña excentricidad mía del Te Inglés al que me hice asidua hace unos meses. Por ahora solo café, con un poco de azúcar, mientras intento comprender el país circunstancia, el país tragedia en que se ha convertido Venezuela durante las últimas semanas. ¿Quienes somos? Me pregunto y es una pregunta sencilla, es quizás un cuestionamiento inocente. Pero la posible respuesta te hiere, te abre las heridas que no se cicatrizan. No lo sé, no nos reconozco.
Cuando acudo al Kiosco para comprar los periódicos, no encuentro ningún ejemplar. Y es que ahora se reparten pocos, los necesarios. Un hoja de papel escrita a mano y colgada con un trozo de cinta adhesiva, me recuerda que “Sin Papel no hay empleo” y que “La prensa libre muere de a poco”. Sostengo mis periódicos favoritos, los que he leído desde niña, con los que eduqué y me formé el amor a la opinión y al debate, convertidos en trozos mínimos, en un fragmento de lo que solían ser. Me aguanto las lágrimas inexplicables y aún así tan dolorosas. Los sostengo con cariño, frágiles y escasos, y me digo: “Aun puedo leerlos”. Pero eso no es consuelo. No quiero que lo sea.
El señor del puesto de Naranjas, no regresa desde hace una semana. Alguien me comenta que probablemente se deba a lo peligroso que resulta el trabajo callejero. O quizás que sufrió algún percance. Veo su lugar, ese pequeño espacio en la esquina tan vacío que me duele, y de pronto, siento que hay montones, cientos de espacios vacíos en la vida común. Grietas y pedazos de una realidad que se descompone lentamente, que se derrumba en silencio.
Lágrimas otra vez ¿Que me ocurre? Me acuso de emocional, de no comprender que el país sangra, que el país se lamenta. Las pequeñas tragedias son las menores, las mínimas, las invisibles. ¿Y por qué me duele tanto?
En mi edificio, un grupo de vecinos se reúne para conversar sobre la situación del país. El inevitable debate a gritos. Nuestra pequeña comunidad a vivido junta durante casi treinta años y siempre fuimos esos conocidos lejanos de la sonrisa, del “Buenos días ¿Como está?”, del “Que calor hace hoy ¿verdad?”, pero ahora somos contrincantes. Somos enemigos dialécticos. La pelea aumenta de tono, escucho el nombre del Difunto Hugo Chávez y también el de algún político de oposición. Después el nombre de Juan Guaidó. Sigo de largo, los labios apretados. ¿Cuando ocurrió esto? ¿Cuando la vida pareció hacerse tan dura como insoportable? ¿Cuando se desdibujó lo cotidiano en esta violencia lenta, desigual, inevitable? No lo sé. Hay tantas cosas que no comprendo, a las que no logro encontrar un lugar. La angustia me sofoca un poco, me deja sin voz. No tengo nada que decir, quizás.
— No tengo nada que decir — le insisto a mi amigo.
— Agla, pero…
— ¿Qué? ¿Debo llorar? ¿Debo decir que cosa? — suspiro. Sacudo la cabeza — el país me sobrepasó hace mucho tiempo.
Es difícil asumir que vives en un país al borde del caos. Que mientras el resto del mundo avanza hacia una idea de progreso más o menos realista, Venezuela se desploma en una especie de utopía fallida cada vez más vacía, quebradiza. Una reflexión que parece no sólo simplista — ¿Cómo resumes el conflicto Venezolano en una idea tan superficial? me pregunto a veces — sino incluso insustancial. Pero en realidad se trata de una perspectiva concreta: Venezuela se detuvo, dejó de transformarse. Parece mirar su propia existencia desde una visión estática, un estadio intermedio entre lo que fue y la promesa fallida. Un país que no termina de comprenderse y mucho menos, elaborarse como un planteamiento viable. Y en medio de eso, subsiste el ciudadano. El sobreviviente. Ese “pueblo” que el poder invoca a conveniencia y el cual parece sostener esa perspectiva sobre la sociedad posible. Y también, la gran excusa para la idea invisible sobre el futuro. La incertidumbre del gentilicio.
Era una niña muy pequeña la primera vez que vi un vehículo militar: un armatoste de casco blanco y abollado, con dos torretas superiores y una pequeña claraboya de cristal grueso a un costado. Una de las llamadas “tanquetas” que suelen utilizarse para asegurar el orden público en manifestaciones y protestas callejeras. Se encontraba a dos cuadras del colegio en el que estudie la primera enseñanza, detenida como una enorme criatura mitológica en mitad de la calle. Me aterrorizó su envergadura paquidérmica y sin duda, peligrosa. Me recuerdo pequeña y confusa bajo su sombra, sin entender que algo semejante pudiera existir. Que formara parte del paisaje de los lugares que solía llamar hogar. Cuando mi mamá me levantó en brazos y cruzó la calle con paso nervioso, seguí mirando sobre su hombro la línea de metal que brillaba bajo el sol. Y sentí miedo. Uno muy limpio e inocente. Miedo de niña. Miedo sin verdadera trascendencia.
Hacía menos de seis días que había sucedido el golpe de estado contra el Presidente Carlos Andrés Pérez y la ciudad entera continuaba bajo estado de sitio, una tensión violenta y por momentos insoportable que a mi edad, no podía comprender pero que sentía con toda claridad. Un miedo lento, insólito. Escondido en el rostro de los adultos, en los pequeños hábitos diarios, en cada pequeño aspecto de la realidad empequeñecida y herida por la sospecha. En todos lados, se instaló un tipo de agresión directa al modo de vida que habíamos disfrutado hasta entonces. O al menos, a la precaria noción sobre el ciudadano que había sido parte de la frágil historia republicana del país. La figura del militar de pronto se incorporó a la vida cotidiana, desbordó el límite de lo cívico y se convirtió en un tipo de amenaza muy precisa y dura. La percepción de la identidad compartida se desplomó en una grieta abierta y temible de la que no se recuperaría jamás.
Por supuesto, era muy joven para pensar en esos términos. Sólo contemplé con los ojos muy abiertos y aterrorizados el vehículo. El peligro evidente que le rodeaba, el miedo que me producía. Transcurrieron décadas antes que comprendiera a cabalidad lo había traído consigo la fallida asonada militar. Para entonces, Hugo Chávez Frías — líder de la rebelión armada — era el presidente de Venezuela y la violencia formaba parte de cada aspecto de la vida ciudadana. Se había instaurado como una forma de amenaza perenne que alcanzó límites insospechado y que transformó el paisaje del país en algo por completo nuevo y peligroso. Una mirada inquietante sobre el odio y el resentimiento convertido en arma política y sobre todo, la forma en cómo comprendemos los mecanismos del poder.
— Soy Venezolana y estoy en Venezuela — digo por último — no tengo mucho que agregar a eso.
Mi amigo vuelve a quedarse en silencio. Cuando cierro la llamada sin despedirme, no vuelve a intentar la comunicación otra vez.
***
Tenía diez años cuando mi abuelo me enseñó su “granja de escorpiones” y hasta entonces, había vivido en la ciudad. El insecto más peligroso que había visto nunca eran abejas y me parecían dulces, con su cuerpo rayado y sus laboriosidad enigmática. Pero los escorpiones del abuelo tenían un aspecto solemne, como si tuvieran una rara vida consciente. Como si tuviera la noción de su capacidad para matar y destruir.
Por supuesto, ningún niño piensa así, de modo que sólo tuve miedo. Estaba aterrada pero no me atrevía a decírselo al abuelo, que parecía tan orgullo de su pequeño reino de criaturas venenosas. Me quedé de pie, aferrada a su Guayabera, observando a los escorpiones ir y venir de un lado a otro, con la cola erguida. Había uno más grande que todos, gordo y con el cuerpo macizo. Algunos pequeños le rehuían, pero otros se detenían con las pinzas en alto. El gran escorpión los ignoraba, seguía avanzando, pegado a la madera, hacia el centro del laberinto rudimentario que mi abuelo había construido para ellos. Le pregunté al abuelo si era “el Rey” de los escorpiones. Soltó una de sus carcajadas, como un graznido.
— Es el más viejo, el sobreviviente — me miró entre el humo del tabaco — ha matado más que otro. La muerte los hace fuertes.
El Rey escorpión consiguió llegar al centro del laberinto. El abuelo había construido allí una especie de fuente primitiva, con rocas y agua fresca que corría entre una floración tierna y débil. En medio de esa belleza frágil, el insecto parecía una aberración, una criatura imposible. Me recorrió un escalofrío. Fuerte por la muerte.
- Todos nos hacemos fuertes al vencer — comentó mi abuelo en voz baja — él lo será hasta que alguien lo mate. Eso es bueno. Eso es ley natural.
Tomó una rama de madera y se inclinó hacia el laberinto. Rozo las pinzas del escorpión y de inmediato, la criatura se quedó erguida, el espolón del aguijón brillante bajo el sol. Se me escapó un gemido de miedo. El abuelo me miró y pareció recordar estaba allí. Sacudió la cabeza y arrojó la rama a un lado.
- Todo lo que da miedo tiene su belleza — dijo — no se te olvide. Uno lo olvida y encuentra después que teme a cosas que son naturales solo por feas. La vida es fea y bonita. Lo peligroso es elegante. La muerte te hace fuerte.
Me tomó de la mano y regresamos adentro. Nos rodearon las voces de la familia y por un momento, pensé que el abuelo le gustaba estar solo porque nadie le entendía. O pensé algo parecido, adecuado a la niña que era, que no se atrevió a gritar o a decirle a nadie lo asustada que había estado mirando los escorpiones porque sabía instintivamente que eso era importante, que el abuelo me había mostrado una parte de su vida — ahora diría de su mente — que nadie comprendía del todo.
Recuerdo muy poco del resto de esa tarde, quizás porque la imagen del laberinto de escorpiones es muy fuerte y clara. Tendida en mi cama, la veo en mi mente ahora, tan radiante y extraña como si hubiese sucedido hace muy poco. Pienso en mi abuelo, muerto ya hace tanto, que creía que sobrevivir tenía su cuota de fuerza, que la fealdad era hermosa. Y me hace llorar de nuevo que de alguna forma, él y yo hemos llegado a la misma conclusión. Que creemos lo mismo, a pesar de la distancia de décadas, del velo de la muerte y del silencio del olvido. La vida tiene sus pequeños laberintos imposibles. A veces llegamos al centro.
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