miércoles, 20 de febrero de 2019
Crónicas de la ciudadana preocupada: Seis escenas para comprender a Venezuela.
Un día de migraña. Tengo tantos que los colecciono como una pequeña selección de colores relacionados con el dolor. Hoy, el latigazo agudo que me recorre la sien derecha hacia la frente es rojo carmesí, con un toque de naranja plomizo. Las náuseas son verdes y el dolor de estómago, gris plata. Combinado a la vez, el conjunto parece un retable ruso o así me lo veo en mi mente. Mi imaginación da para todo.
En Venezuela, la tensión continúa siendo de un matiz insoportable, aunque no ocurre nada especialmente grave. Si usted no tiene una cuenta de usuario Twitter o no se asoma a una red social por algún motivo, podría creer que no ocurre nada en particular. Las calles continúan repletas de transeúntes, el tráfico como una cacofonía que irrita la placidez de los cielos muy azules y el aire transparente del país en que siempre es verano. Sentada en el jardin del edificio en el que vivo, llevo anteojos oscuros y un libro entre las manos. Mi médico insiste que la mejor solución para la migraña es tomar un poco de aire, alejarme de todos los motivos que me provocan ansiedad y estrés. De modo que aquí estoy, bajo el árbol de mango enorme que corona el jardín. Las raíces son tan enormes que traspasaron el concreto y ahora crean formas fabulosas — o a mi me lo parecen — bajo el suelo roto. La sensación es la que habito un espacio en el que país perdió forma. Es una imagen movediza de colores y formas que podría o no tener sentido. Cierro los ojos y me esfuerzo por relajar los músculos del pecho y los brazos, las manos aferradas a la solapa del libro. No puedo hacerlo.
Una vez leí en un viejo libro de biología que las hormigas tienen un instinto primitivo para descubrir cuando la tierra que habitan se volvió infértil, incapaz de permitirles continuar sobreviviendo en ella. La imagen que describe el texto era dolorosa y temible: las hormigas abandonan en largas filas ordenadas la tierra rota y seca, en búsqueda de otro lugar en el que encontrar lo que necesitan para prosperar. Ordenadas y sobre todo, supeditadas a la voluntad de la Reina, las hormigas obedecen a un instinto ciego de supervivencia, a una necesidad secreta y todavía sin nombre de encontrar una nueva región en la que la vida comience de nuevo, que sea cada vez más fuerte. Una forma de esperanza pequeña frágil, recién nacida de la tierra húmeda.
No sé muy bien por qué recordé esa imagen nnos días atrás, cuando leí un durísimo artículo del New York Time titulado “La generación perdida” que habla de quienes como yo, crecieron bajo el chavismo. De quienes como yo, apenas han conocido otra cosa que un país en escombros, destrozado por la violencia, las carencias y el miedo. De la generación que se hizo adulta sin hogar, con la noción “gentilicio” convertida en un tránsito entre la urgencia de emigrar y el país riesgo. Una huida forzosa, el desarraigo convertido en una forma de vida. Los ojos se me llenaron de lágrimas por la descripción sencilla de ese existencia a medias, de la ciudad rota y vacía, del país como una promesa rota. No sólo porque me vi reflejada — imposible que no sucediera — sino por la sensación abrumadora que realmente, una parte de mi vida — de mi juventud, mis esperanzas, de mi noción sobre Venezuela como proyecto a futuro — se perdió en mitad de una batalla política en la que gané muy poco y perdí tanta cosas que ahora mismo, resultan incontables. De pronto, el país se convirtió en una cárcel, en una puerta cerrada. En una grieta abismal capaz de devorar cada parte de mi vida hasta transformarla en algo distinto, impensable. Doloroso.
Por supuesto, no se trata de otra cosa de una particular forma de desarraigo que te hace sentir que eres una extranjera en tu propio país, que añoras una Venezuela que jamás existió — o quizás sí, pero que sólo conociste a medias, en mitad de un lento desplome casi invisible — y que de pronto, todas las piezas parecen calzar para crear el escenario de una gran tragedia. Hará unos años ya, una amiga muy querida me escribió un largo correo recordándome que Venezuela siempre fue la misma, que el resentimiento, el odio clasista y la violencia siempre estuvo allí, solapado y oculto bajo una ceguera colectiva que nos ha costado el futuro. La frase me aterrorizó y por horas, la repetí en voz alta, con las manos húmedas de sudor nervioso y una sensación de miedo tan aguda que apenas podía contenerla. ¿Venezuela siempre estuvo al borde de esta debacle? ¿De este horror? ¿De este dolor sin forma y sin sentido?
- Lo estuvo — dice mi amiga cuando la telefoneo, horas después — Venezuela era una bomba de tiempo y el chavismo fue el catalizador de muchas cosas. Fue la forma en que ese odio antiguo, condensado y viejo del Venezolanos contra Venezolanos, se elaboró a sí mismo. De manera que no hay país al cual volver, tampoco recuerdos reales. Nos hiere la nostalgia por un país que no existió.
Le rebato la idea. Le hablo del país con los automercados a rebosar de productos, de las noches cosmopolitas, de todas las expectativas abiertas a rebosar. De ese país en que había la noción de crear algo real a partir de sus fallas. La Venezuela perfectible, la concepción del futuro como parte de la conciencia de hogar. Mi amiga suspira, me escucha con paciencia. Por último guarda silencio.
- Hubo un país que ocultaba con bonanza sus grietas más profundas. Chávez también lo hizo mientras pudo — me responde por último — pero el problema de Venezuela es que siempre ha sido un país a medias, en tránsito hacia algo más. Una ilusión muy frágil.
¿No había dicho Cabrujas algo parecido? Me pregunto con un sobresalto luego de colgar. ¿Un país sin identidad, a medio construir? La frase me atormentó por días. La pienso a toda hora, después de leer el artículo del New York Time, de analizar mis propias expectativas. De simplemente preguntarme si los años perdidos de mi vida son ahora un peso en mi conciencia, en mi forma de analizar el futuro. Si los años que perdí en medio de la trampa de la esperanza o algo más temible — esa percepción que lo que ocurría en Venezuela era por completo transitorio o al menos, había la posibilidad de la reconstrucción a medias — me arrebató una parte de mi identidad, de mi forma de comprender el mundo. De la forma en como intento comprenderme en medio de la debacle.
***
Últimamente, pienso mucho sobre la comida. Lo que comeré, lo que necesito comer, si en el futuro podré adquirir cualquier alimento en medio de la hiperinflación que atraviesa mi país. Es un pensamiento tenebroso y persistente, que me acompaña a todas partes como una obsesión privada. Me quedo de pie mirando los anaqueles abiertos. Unos cuantos alimentos enlatados, verduras. En el refrigerador, carne pulcramente empaquetada. Puedo adquirir aún lo que para la mayoría de los venezolanos es prohibitivo, un lujo impensable casi. Pero ¿Hasta cuando podré hacerlo? Trabajo más de lo que jamás en mi vida para recibir el mínimo salario que creí obtener. Me lo digo cuando sostengo una de las latas de atún, otra con granos procesados. Una pequeña colección de supervivencia. ¿Aún puedo? ¿Cuando no pondré? Cuento las lascas de bistec, hago un cálculo mental. ¿Doce días? ¿Quizás sólo diez? ¿Cuál será su precio para entonces? ¿Podré alcanzarlo? Me tiemblan las manos cuando ordeno las pequeñas bolsas de verduras y legumbres. Papas, zanahorias. Una bolsa de lechuga fresca. ¿Suficiente para una semana? ¿Algunos días más? ¿Luego qué? Cierro la puerta de refrigerador con los labios temblando de miedo. Las manos aferradas al metal con fuerza. Tengo miedo. Mucho miedo.
Crecí en un país al borde del desastre pero nunca supuse la rapidez como cada cosa en Venezuela perdería el sentido y la forma, la coherencia, la mera posibilidad del propósito. En medio de la debacle, tengo la sensación contraria que huyo de una criatura de mil fauces abiertas, babeantes. Una criatura cada vez más grande, invencible. Miro sobre el hombro y la figura monumental que me persigue parece extender las garras, aplastar todo a su paso. Edificios, las diminutas siluetas de hombres y mujeres, automóviles, esperanzas, luces y sombras. La oscuridad está en todos lados. La oscuridad es hedor que parece invadir todos los lugares. Ese silencio sin forma y sin sentido del terror al futuro.
Sonrío en medio de las lágrimas. La crisis no tiene tanto colorido como los meticulosos colores que le da mi imaginación. La realidad es mucho más despiadada: catorce papas, seis zanahorias, una lechuga que comienza a afearse en los bordes de sus hojas crujientes. La oscuridad está por llegar, me digo casi sin poder evitarlo. El monstruo aciago, la simple desesperanza, más pesada que cualquier fantasía.
A eso me enfrento a diario. A eso me pregunto si sobreviviré.
***
En Venezuela, los días transcurren en cierta calma plomiza salpicada con una tensión inexplicable. Una combinación agotadora que termina por vencer tu resistencia de vez en cuando. Hoy caminaba por la calle en la que he vivido por más de veinte años y tuve que detenerme, con la respiración acelerada y el corazón latiendo tan rápido que resultaba doloroso. De pronto, tuve el espantoso pensamiento de no reconocer la esquina que tantas veces crucé de niña, o los edificios que he visto envejecer desde que tengo memoria. Una extraña, me dije agobiada por un tipo de angustia difícil de definir. Una mujer que perdió el lugar en el que nació, a pesar que sigue viviendo en la misma tierra. ¿Qué clase de fenómeno es este? Me pregunté con los puños apretados, en un intento desmañado de contener las lágrimas. ¿Qué clase de horror mínimo es este miedo que me acompaña a todas partes? Los transeúntes a mi alrededor me miraban al pasar: Uno de esos gestos rápidos y desconfiados. Sin duda, tenía un aspecto enajenado, con el cabello en desorden, el rostro pálido, el cuerpo rígido. De pie en mitad de la calle. Me obligué a caminar, con la extraña sensación de llevar un peso a la espalda con el que apenas puedo lidiar. ¿Qué ocurre conmigo? ¿Qué pasa con mi mente?
Por supuesto, que mi calle no es la misma calle en la que corrí y monté bicicleta en innumerables ocasiones. La mitad del asfalto está roto y destrozado, abierto en dos partes como si una catástrofe monumental hubiese destrozado el paisaje urbano. Las paredes están llenan de pintas, garabatos inentendibles, consignas gubernamentales, agujeros de balas. Las esquinas, repletas de basura a medio descomponer. El zumbido de las moscas está en todas partes. Mientras camino a paso rápido sin mirar a ninguna parte más que al frente, me pregunto cuando el país que una vez creí era el mundo entero se transformó en este espectro de sí mismo. En este horror sin nombre ni medida, sepultado en medio de un tipo de destrucción dificil de explicar. No lo sé, me digo con las lágrimas de nuevo cerrándome la garganta. Todo ocurrió muy rápido, muy pronto o quizás, simplemente el potencial bajo el horror siempre estuvo bajo la superficie del país que amé, que desconozco y que sin duda, quizás llegue a odiar.
***
Mi amiga María siempre soñó con el día en que podría independizarse de la casa paterna. Como la más pequeña de seis hermanos, desde muy joven tuvo muy claro que una de sus grandes metas personales era encontrar un espacio propio, un lugar que pudiera considerar de su propiedad. Más de una vez, me habló que el resto de sus proyectos no eran tan prioritarios como ese y que de hecho, cualquier otro, tendría que esperar hasta que pudiera lograr el principal, el que siempre había sido su esperanza más personal. Una perspectiva muy concreta de su vida futura.
Hace un par de días, María cumplió treinta y un años y aún vive en su vieja habitación de soltera en casa de sus padres. Dentro de seis meses espera emigrar a Cleveland, donde la espera el sofá de un buen amigo de la familia y un nuevo trayecto a ciegas en busca de la tan ansiada independencia. Mientras empaqueta sus tres décadas de vida, me cuenta en voz alta que probablemente, nunca podrá perdonar al país — y quizás, así misma — los años de frustración, dolor y finalmente resignación al comprender que uno de sus principales perspectivas personales estaba destinada a no realizarse, a formar parte de esa gran y quebradiza incertidumbre que es el futuro de Venezuela. Para María, la noción de gentilicio parece enredarse — confundirse — con ese sabor agrio del no ser, no existir, no lograr construir un panorama real sobre lo que desea para si misma en el país que la vio nacer.
— Me llevó años aceptar que jamás podría tener un techo propio en este país. No en estas condiciones, no en esta perspectiva de futuro — me comenta. Toma un puñado de camisetas de la cama revuelta y escoje sólo un par, muy sencillas. El resto — parte su preciada colección de curiosidades estampadas, algunas que siempre consideró su favorita — van a parar a la caja de cartón en el suelo. Los recuerdos fragmentados, olvidados, desterrados incluso antes que María abandone el país — cuando aceptas eso, cuando asumes que esto es todo lo que puede ofrecerte Venezuela, se te rompe el alma. Se te abre una brecha de lo que necesitas para ti misma, lo que aspiras y lo que puedes obtener. Y en base a eso decides, asumes las consecuencias.
María es contadora. Trabaja en una respetable oficina de Caracas, disfruta de un buen salario. Pero a pesar de eso, el costo de una vivienda en la ciudad excede cualquier intento suyo de adquirirla: No sólo cualquier inmueble quintuplica su salario básico sino que además, su capacidad mínima de ahorro. Finalmente, decidió alquilar un pequeño apartamento en una zona residencial de Caracas. Apenas podía costear el altísimo precio de alquiler: casi todo su salario mensual y pronto, admitió que no podría hacerlo por mucho tiempo. Descorazonada, intentó entonces una opción intermedia: Por años, María intentó lograr la tan ansiada independencia compartiendo habitación y costos con compañeras de apartamento ocasionales. La experiencia resultó mucho más dura de lo que había supuesto; Sufrió robos, luego una convivencia difícil con dos desconocidos y por último, cuando el costo de la habitación que ocupaba aumentó por quinta vez en el año, decidió regresar de nuevo a casa de sus padres. La misma noche en que lo hizo, decidió emigrar de Venezuela.
— Comprender que no lograrás una meta básica te deja sin armas, sin expectativas — dice en voz baja, casi como para si misma. Suspira. Se queda sentada en mitad de la habitación, rodeada de cajas abiertas, una enorme maleta a medio llenar, la ventana abierta donde la calle de la infancia parece más pequeña y ruinosa que nunca — no puedo mirarme a través de esta Venezuela limitada y limitante, no quiero.
Escucho a su madre caminar por el pasillo. Probablemente nos estaba escuchando, en la oscuridad del pasillo vacío. María se encoge de hombros, aprieta los labios. La decisión del país no ha sido sencilla, mucho menos fácil de llevar a cabo. Tuvo que vender su pequeño automóvil, todas sus pertenencias. Sus padres le obsequiaron sus ahorros. “Un cheque. Mi papá me lo puso en las manos” me cuenta con lágrimas en los ojos “Te me vas y te recuperas de este país que enferma. No se lo quería aceptar, pero luego lo hice. No tuve otra opción. Quisiera haberla tenido”.
No sé que responder. Nos quedamos callada en esta oscuridad cálida del enero tropical, donde nunca hay frío, sino un viento que refresca, que limpia. Hace años, María me decía que de emigrar, se despertaría a media noche pensando en ese viento de montaña, en Caracas como la recuerda de su infancia. Hoy sonríe con amargura con el pensamiento.
— No me cabe el país en la maleta — murmura — tampoco los recuerdos. Y menos este país que pesa como cien historias tristes.
Cuando nos despedimos, me sobresalta el pensamiento que probablemente no volveré a verla en años. O quizás jamás, pienso con un escalofrío cuando lo abrazo. Otra ausencia que se superpone a otra. Otro silencio en un país que poco a poco se desangra, se queda sin rostros, sin historias, sin recuerdos. Sin identidad.
Dentro del supermercado, todo tiene un aspecto metálico, duro y un poco destartalado. Me sorprende ese aire casi militar de los anaqueles repletos del mismo producto hacia el infinito, un método ingenuo para disimular los numerosos productos que faltan. Agotada por la espera en la calle, me apresuro a tomar los paquetes de arroz, café y azúcar que me corresponden y vuelvo a formarme en fila frente a la caja registradora. Una veintena de clientes me preceden, incluyendo a la anciana preocupada y al hombre con la niña en brazos.
Y de pronto, como una enorme ironía en este país lleno de ellas, las luces del supermercado se apagan. Un chasquido elocuente y duro que llena la oscuridad como un eco malsano. Me quedo con las bolsas apretadas contra el pecho, consciente de la oscuridad del apagón y esperando las luces de emergencia. Pero la oscuridad se hace un espejo de incomodidad y miedo, repleta de voces y jadeos. Alguien suelta una carcajada triste, monótona.
— ¿Qué mierdas pasa en este país? — grita entonces la misma persona que río en voz alta y que no puedo ver entre las sombras. Alguien cierra las puertas mientras el tumulto en el exterior comienza a avanzar hacia las rejas. Los militares armados se plantan al frente y por un segundo, tengo miedo de lo ocurrirá en pleno apagón, de lo que pueden ocultar las sombras. Cuando uno de los empleados me arrebata las bolsas de café y azúcar con un gesto firme, no hago nada por detenerlo. Se lo permito con una pasividad que tiene mucho que ver con el miedo que me sofoca. ¿Qué ocurrirá ahora? ¿En qué nos hemos convertido?
Pero no ocurre nada y supongo que debo agradecerlo. Una puerta lateral del supermercado se abre y un hombre gordo que se identifica como el gerente del establecimiento nos invita a salir de manera ordenada. Hay voces de protesta, alguien asegura que no se moverá de allí hasta que llegue la luz. Hay forcejeos, gritos entre las sombras con olor a sudor que nos rodean. Asustada, avanzo entre los pasillos a oscuras con las manos extendidas hacia la luz y por último, corro hacia la calle.
No miro hacia atrás hasta unos cientos de metros más allá. La calle rebosa por el descontento, la rabia, el miedo. El supermercado a oscuras tiene el aspecto tétrico, en mitad de la calle llena de una multitud enfurecida y rodeada por el tráfico caótico. Y ahora sí, no puedo contener el llanto. Lo hago de pie, como abandonada, mientras transeúntes de rostro abrumado me tropiezan al caminar. No dejo de mirar el supermercado, la ola de gente que avanza y golpea las paredes. No dejó de sentir miedo — real, puro, doloroso — por lo que ocurre, por lo que ocurrirá en el futuro y que no tengo idea de qué podrá ser. Y mientras lloro, pienso en el desamparo, en el país sumido en el caos y la amargura. En el ciudadano desposeído y con los brazos vacíos. ¿En qué nos hemos convertido? ¿Quiénes somos ahora?
Sigo sin encontrar respuesta. Supongo que nunca la tendré en realidad.
***
La migraña no mejora, de modo que regreso a casa y me tiendo en la cama, con las ventanas de la habitación corridas y música suave por compañía. Pero tengo la sensación que escapo, que no sé a dónde dirigirme, que no tengo la menor idea de qué ocurrirá hoy o cualquier día, en este país que se desmorona con lentitud, que carece de forma y sentido. Que es sólo un mal recuerdo que soy incapaz de atesorar.
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