viernes, 1 de febrero de 2019
Crónicas de la lectora devota: Maid: Hard Work, Low Pay, and a Mother’s Will to Survive de Stephanie Land
El libro “Wild” de la escritora Cheryl Strayed retrató un tipo de mujer muy poco común en la literatura: confusa, con una vida sexual desordenada y en busca de la redención. Además, Strayed combinó con sabiduría el desencanto por la noción sobre la sociedad y la cultura, con un extraño recorrido por la búsqueda de paz de un espíritu inquieto. Una y otra vez, el libro parece recorrer un camino poco transitado o mejor dicho, hacerlo de forma mucho más emblemática y poderosa de lo que se había hecho antes: la noción de la mujer rota de Strayed tiene algo de una dignidad afligida, angustiada y pesarosa. A pesar de la percepción del dolor emocional latente, también hay un extenso análisis acerca de la conmoción de la pérdida de la identidad de la primera juventud, la caída en el dolor privado y las heridas emocionales abiertas. Todo un interesante manifiesto sobre la concepción de la identidad femenina — la compleja y dura de comprender a primera vista — que tuvo como resultado una narración de inusual belleza.
Algo semejante sucede con el libro “Maid” de Stephanie Land, aunque la acción de su novela debut y autobiografía, transita por caminos por completo distintos. Mientras Strayed recorre los parajes más solitarios de norteamérica en busca de consuelo al permanente dolor que le agobia, Land evoluciona desde el sufrimiento desde los lugares más oscuros de una durísima experiencia personal. Su historia comienza con un embarazo no deseado y transita las frágiles connotaciones de lo que consideramos la vida común: de mujer soltera en busca de la estabilidad emocional y económica, Land se encuentra en medio de una situación que le supera con creces. Para entonces, tiene veintinueve años y tiene algunos trabajos esporádicos: la llegada del bebé no es una buena noticia. Tampoco lo es para su novio, para quien la perspectiva de convertirse en padre es cuando menos incómoda: al final, Land termina víctima de abuso verbal, desempleada y sola, con un bebé recién nacido a quien incapaz de mantener. Es entonces, cuando esta mujer de clase media, hija de padres divorciados, se enfrenta con la pobreza pero sobre todo, a la desesperanza en un país que batalla con sus diferencias sociales desde lo legal, pero pocas veces a través de lo cultural. O esa es la visión de Land, luego de pasar algunos meses en un refugio para personas del hogar y luego comenzar a trabajar como empleada en un servicio de limpieza. Devastada por el miedo, el abandono y la sensación que perdió por completo el control de su vida, Land debe enfrentar la disyuntiva de sobrevivir y conservar la dignidad, una noción borrosa y poco estructurada sobre lo que aspira para el futuro.
El testimonio de Land es conmovedor y también, profundamente sentido. No se trata de una larga descripción sobre la desgracia (que podría serlo), sino de un recorrido pesimista y bien elaborado sobre la caída del sueño moderno de la prosperidad. Es esa idea la que Land desarrolla desde una periferia que pocas veces se analiza en la literatura: la futura escritora se enfrenta al hecho de la precariedad de su situación económica desde la necesidad de confrontar su propia vida y experiencias. Como si de una trampa voraz se tratara, Land debe lidiar con las exigencias de la vida diaria — la manutención de una niña pequeña, cubrir los gastos básicos — con el hecho que el trabajo doméstico, le resulta humillante, en ocasiones insoportable y siempre duro de sobrellevar. Land lidia además, con la percepción de quienes le rodean de la derrota social: En más de una ocasión, el libro muestra el filo del prejuicio desde una contención abrumadora de su peso. Land se mira a sí misma desde la perpetua sensación de degradación, como si el ciclo de obtener dinero sólo para gastarlo casi de inmediato, le arroja a una sensación de orfandad social. Land no encuentra recursos ni medios para superar su situación. De hecho, se hace cada vez más dura de asimilar.
Para Land, la precariedad es un hecho espiritual: su — en apariencia — interminable descripción sobre los dolores y carencias, es también una forma de describir la desigualdad desde un ángulo duro y brutal que pocas veces se toca. La autora repite más de una vez que ella es el ejemplo “de la muerte del Sueño Americano” y también, analiza con una dureza casi dolorosa, la pérdida de su identidad en medio del lento mecanismo que le conduce a cierto lugar abyecto de lo marginal. No se trata únicamente del trabajo que desempeña: también la red de dificultades que atraviesa para tratar de superar la durísima situación que vive. Land describe la forma en que los programas sociales de su país no logran sostener o ayudar en los momentos en realidad críticos — “Debo demostrar que soy pobre” cuenta con una dolorosa franqueza — y que más allá de eso, se trata de una mirada a lo que ocurre en lugares que usualmente, permanecen ocultos en la cultura y sus descripciones literarias. En “Maid”, Land se asegura de recorrer esa incomodidad latente del trabajo manual: los amplios salones de sus empleadores son un paisaje pulcro y cruel. La escritora se esfuerza por narrar la sensación de soledad que le provoca ser ignorada, en ocasiones vejada e incluso insultada por la indiferencia. En una de las escenas más duras del libro, Land debe soportar una larga recriminación por un objeto roto. Lo hace con la cabeza gacha, evitando llorar frente al cliente que señala los trozos rotos sobre la alfombra. “No mereces ni un sólo dólar” dice la mujer, mientras Land aguarda, aterrorizada de no obtener el dinero, por el pensamiento insistente y doloroso que le aguarda una hija que alimentar y su propia necesidad de subsistir. La descripción de lo ocurrido, que podría resultar patética e incluso, agotadora, es en realidad de una humanidad estremecedora. Cuando al final, Land solloza, sus lágrimas son algo más que una reacción emocional. Son el epítome de un sufrimiento profundo y privado dificil de explicar de otra manera.
Land podría caer muy fácil en la autoindulgencia o incluso, en la queja lastimosa. Pero “Maid” es algo más que eso: es la narración de una lucha cotidiana que en conjunto, demuestra que la pobreza es algo mucho más preocupante y definitivo que la carencia económica. Hay todo un recorrido por la percepción de lo doloroso del aislamiento y el miedo que provoca encontrarse al margen de un tipo de normalidad que nuestra época considera inevitable. Land demuestra que las pequeñas tragedias diarias tienen un peso específico y duro en el paisaje personal. Land limpia las casas de sus clientes con la sensación de sentir se encuentra invadida por la despersonalización, por la insistente deshumanización de su propio peso en el mundo. “No existo o al menos no lo hago mientras llevo a cabo mi trabajo” escribe con una claridad y sinceridad demoledora. El estigma de la pobreza en un país próspero, también conlleva un peso de crítica subyacente que evade cualquier tipo de conmiseración. Land se encuentra en el terreno de la agresión fortuita: desde quienes le miran de reojo por sus ropas viejas que lleva, hasta quienes les irrita que pague con estampillas de comida, la experiencia de la escritora es demoledora. Pero sobre todas las cosas, Land dota a su historia de una luminosa belleza y humildad: su amor por su hija atraviesa el miedo y las carencias, lo que otorga un indudable aire de lucha emocional a todo el largo recorrido que la autora debe transitar para por último, encontrar un lugar en el mundo. Land, que cuenta soñó con convertirse en escritora desde que era una niña, lleva un diario pormenorizado de todo lo que ocurre en su día a día. La disciplina y sentido personal de la experiencia se percibe en el libro: hay capítulos enteros cargados de un significado elaborado sobre la caída en el desastre de lo cotidiano, la identidad rota y la discriminación. Land no está interesada en la compasión ajena, tampoco en la comprensión: su relato es en realidad una mirada inequívoca sobre los espacios en blanco de nuestra cultura. Esa percepción ingrata y demoledora del valor que sostiene la individualidad moderna. “Somos lo que poseemos” pondera Land antes de abrazar a su hija, ambas tendidas en la cama de un albergue para personas sin hogar “Ese pensamiento es tan doloroso como destructor. No tengo nada ¿quién soy?” se pregunta después. La respuesta flota en el aire helado de la habitación que ocupa, que Land describe como un pequeño espacio sofocante “llenos de sonidos ajenos”. De pronto la pobreza es mucho más que la trama inflexible del dinero y como lo ganamos, sino la forma en que nos define.
Pero Land nunca dejó de luchar y al menos en su novela, su persistencia tiene tintes épicos. Luego de recibir la ayuda de una organización especializada en en promover la educación, logra llegar a la Universidad de Montana (Missoula). Es entonces cuando el libro se retrotrae hacia la historia personal de la escritora, la forma en que la mera noción del empeño y el éxito posible, sostienen sus esfuerzos en una especie de resiliencia silente que tiene algo de paradójico. Por un lado, hay una evidente desesperanza en la manera en que Land asume el dolor de encontrarse al margen de la vida tal y como la conoció — durante su niñez y hasta el divorcio de sus padres, Land disfrutó de una vida apacible sin grandes privaciones -, pero también, se trata de una reflexión sobre el poder de la voluntad incluso en las condiciones más restrictivas y violentas. Para la escritora, la agresión de un sistema que banaliza la pobreza y la convierte en una mal menor — una escala que menosprecia el sufrimiento individual — es un tema que debe ser analizado. Y lo hace, por medio de una historia de una sinceridad que desarma. Por momentos la narración se hace deprimente, pero al final, se trata de una mirada a las docenas de matices con que la autora elabora una concepción sobre el desarraigo contemporáneo. Poco a poco, Land desgrana la discriminación, las acusaciones y los juicios que elaboran un panorama desolador de la pobreza y los convierte en reflexiones profundas sobre la condición humana de nuestra época.
Al final, la historia de Land tiene un aire aleccionador que la autora conjura de la manera menos obvia: las páginas que describen sus pequeños triunfos de manera progresiva y al final, la misma existencia de la novela crea la indudable sensación que el esfuerzo de Land por enfrentarse al miedo y a la frustración, valió la pena. Si algo se agradece de Land es que no tiene una visión romántica de la pobreza. Dura y elocuente, su novela deja claro la necesidad de reconocer una situación insostenible. Pero aún así, el corolario del triunfo — esa percepción sobre el trabajo duro como una fuente de gratificante de poder personal — es la lección más evidente en su experiencia. Y la que Land considera más necesaria de recordar.
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