miércoles, 6 de febrero de 2019
Crónicas de la loca neurótica: El gato estrábico y el cuerpo como campo de batalla.
Tengo una camiseta con el estampado de un gato abarca todo mi pecho. Tiene una ¿expresión? furiosa y un tanto harta, además de llevar anteojos. “He hecho algunos cálculos y no podemos mantener al perro” se lee más abajo. Hará un par de semanas, la llevaba cuando un conocido me miró y se echó a reír.
— El gato bizco — dijo.
— ¿Qué dices?
— Bueno…que la camiseta…se estira y…no…
Parecía incómodo aunque yo seguía sin entender la broma o el motivo de su incomodidad. Por último, en un súbito momento de lucidez comprendí a qué se refería. Como me suele ocurrir con frecuencia, me apresuré a cruzar los brazos sobre el pecho, azorada y un poco molesta. Mi interlocutor con vena humorística ahora estaba evidentemente avergonzado y un poco molesto.
— No es para tanto.
— Claro que lo es.
— Pero ¡Era un chiste!
No le respondí. Más tarde, me miré en el espejo furiosa, frustrada y como no, cansada de esa sensación inevitable que mi cuerpo es inadecuado, que llevo a cuestas desde hace no sé hace cuánto tiempo. El estampado de la camiseta parece estirado y un poco deformado por…sí, el tamaño de mi escote. Tanto como para que los ojos del minino de la tela tengan un aspecto estrábico. Realmente es gracioso, me digo con un suspiro. Es un chiste original. Si por supuesto, no me hiciera sentir tan observada, desconcertada y abrumada en mi propia piel.
Tengo pechos grandes. Dicho así, la frase tiene algo de vulgar, pero en realidad, se trata de la descripción más objetiva que puedo hacer de mi cuerpo. Lo más curioso del asunto, es que en realidad no soy voluptuosa pero el tamaño de mi escote supera con creces al resto de las curvas de mi cuerpo. El resultado es incómodo y un poco absurdo: como si mi imagen corporal tuviera poca o ninguna relación con lo que imagino sobre mi misma o al menos, analizo como parte de mi identidad.
Hace unos días, leí que a un sentimiento semejante se le llama “dismorfia”, que según la literatura médica que consulté se trata de un “trastorno mental caracterizado por la preocupación obsesiva por un defecto percibido en las características físicas”. No coincide demasiado con la incomodidad que me hace sentir el tamaño de mi busto — que no considero en realidad un defecto — pero sí, con la preocupación obsesiva por el asunto. Vamos, no se trata en realidad de “una obsesión”. Es algo más parecido a una sempiterna sensación de encontrarme expuesta, muy visible. Que mis pechos no son sólo partes de mi cuerpo, sino una de las maneras en que se me define.
Es una idea angustiosa, sobre todo si vives en un país tan machista como el mío y que además, se encuentra completamente obsesionado con la figura femenina. Tener pechos grandes y aún lo suficientemente firmes como para que nos les afecte la gravedad, implica que todo lo que haces, la manera en que luces, incluso la forma en que te comportas, se sexualiza casi de inmediato. De pronto, todo parece relacionarse con el volumen de tu cuerpo, con esa apariencia que pseudo erótica que tu cultura presiona y elabora a partir de un imaginario limitadisimo, basado en un sustrato inclemente sobre el aspecto de la mujer. De modo que tener pechos grandes, no sólo es un accidente biológico. Es también es una especie de confrontación frecuente con el ideal erótico de un país que disfruta definirse como “ardiente y tropical”.
En Venezuela se le llama “pechonalidad” al atributo de un busto de considerable tamaño y aunque el mío continúa siendo discreto en comparación a las maravillas estéticas logradas por el bisturí de un cirujano, durante buena parte de mi vida he debido de enfrentarme a hombres que le hablan directamente a mi pecho, con mujeres que menosprecian mi inteligencia debido a ese único rasgo físico, con el hecho que incluso mi trabajo fotográfico parece impregnado de un inevitable sentido erótico por el mero hecho de mi talla de sostén. Puede parecer risible — a veces incluso a mi me lo parece — pero en la mayoría de las ocasiones, tengo la sensación que mis pechos son una parte incontrolable de mi individualidad. Una pieza suelta de la definición que tengo sobre quien soy, que no calza en ninguna parte y no lo hará jamás.
— Hay gente que paga por tenerlos así ¿Y tu te quejas? — me dijo una de mis amigas en una oportunidad — chica, ponte un buen sostén y disfruta de la vida.
“Disfrutar de la vida”. Bien, supongo que podría hacerlo. Romper el convenio que hice con propia mente de asumir mi sexualidad como algo privado y no una bandera simbólica y usar mi “pechonalidad” para deslumbrar y llamar la atención. Muy a lo latino. Celebrar que soy una mujer que nací con la bendición de un par de pechos sanos, de considerable tamaño y sexualmente apetecibles y…¿qué? me pregunto mirándome al espejo, desnuda y cohibida. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Es natural que sea tan torpe? ¿Qué me mire y no me reconozca del todo? Sí, lo sé. Debo agradecer que mis atributos sexuales sean hermosos y atractivos. Pero ¿qué ocurre si no deseo tenerlos? En ocasiones, he fantaseado con pedirle a un cirujano estético que haga el mismo milagro que lleva a cabo a diario, pero a la inversa. Transformar la gloria voluptuosa en algo mucho más discreto, acorde con la forma en que me miro, me comprendo, desearía ser.
— ¿Estás loca? ¿Una cirugía? — se escandalizó una de mis tías — Muchacha por Dios ¡Comprate un buen sostén y deja de sufrir por una necedad semejante!
Sí, desde luego que es una necedad. En un país con una gravísima crisis económica, social y cultura, hablar sobre el tamaño de los pechos es una osadía. Pero la necedad me acompaña a todas partes. La necedad hace que desconocidos se pasen la lengua por los labios mientras me contemplan el pecho sin ningún tipo de disimulo. La necedad hace que lleve capa sobre capa de ropa, en un intento absurdo de disimular aquel atributo sexual que no pedí y que me define, a pesar de no desearlo. Lo pienso mientras me ajusto el brassier de lycra para deportistas que uso a diario. Nada sexy, nada encantador, nada delicioso. Un sostén que me ofrece una cierta tranquilidad que no puedo explicar demasiado bien.
— No me digas que tienes problemas con tu identidad sexual — se burla uno de mis amigos más queridos — sería el colmo.
M. es gay y desde que nos conocemos suele insistir que soy la mujer cis más “neutra” que conoce. En otras palabras: mi cualidad femenina no es exagerada, a flor de piel, evidente. Soy una mujer que disfruta de maquillarse, de la ropa elegante, que lleva el cabello largo y bien cuidado. Pero también llevo ropa bastante unisex, en ocasiones me veo como un muchachito joven de ojos muy grandes. O en eso existe M., que se ríe a carcajadas cuando el enésimo desconocido me dedica una mirada larga y exhaustiva que va a detenerse justo en mi busto. El día en particular, llevo pantalones grises de punto, una blusa blanca de manga corta, zapatos negros, un discreto collar de plata. El cabello trenzado alrededor de la cabeza. Pero mis pechos, rebeldes y violentamente directos, son muy visibles entre tanta sobriedad. Una redondez maciza, blanda y supongo que atractiva. Un espacio de mi anatomía que parece responder a otra voz y a otra intención más allá de la mía.
— Ignora el tema, ya estás volviéndote loca por algo sin importancia — dice M. más tarde — ya tienes edad para superarlo. Hazlo.
Lo he intentado claro. A los dieciseis era verdaderamente delgada, muy frágil y pequeña…con un busto bien desarrollado que era imposible de ocultar. Decidí volverme un poco marimacha en respuesta y hasta los veinte, mi aspecto era una especie de mezcla de entre una mujer a medio construir y algo más amargo. Después, tomé la resolución de aceptar mis pechos tal y como eran: los fotografié, los miré con cariño, incluso llegué a lucirlos con cierto orgullo. La consecuencia inmediata fue una oleada de atención incontrolable y violenta que me afectó en más de una hora manera. Mis fotografías se volvieron experimentos eróticos — alguien me llamó “La Dama boudoir” — y en una ocasión, alguien rechazó mi curriculum como escritora por mi “superficialidad”. Cuando pedí explicaciones, me habló que una editorial como la suya no podía contratar a una “exhibicionista”.
También por supuesto, están los hombres de mi vida. Los amantes, los novios, los fuck body que han insistido que mis pechos son extraordinarios, tentadores. Cada uno de los hombres que he llevado a mi cama, ha tenido una opinión distinta y cuando finalmente, el conflicto con mi cuerpo me hizo entrar en una guerra ciega y casi violenta con mi identidad corporal, los pechos grandes representaron una época absurda sobre como me comprendía. Todavía lo hacen. De forma que sí, luché por superarlo. Luché por…¿qué? ¿encontrar un sentido a esta combinación imposible entre lo que miro en el espejo y lo que imagino en mi mente sobre quien soy? No lo sé.
— Existe una teoría que nuestros conflictos corporales tienen relación con nuestras relaciones familiares — dice mi psiquiatra — ¿has pensado que pueda ser eso?
¿Que mi incomodidad por el tamaño de mis pechos refleja mi terrible relación con mi madre? No sé que decir a eso. Me quedo muy quieta en la butaca. Hoy llevo una blusa cerrada al cuello, un suéter ligero y me inclino levemente hacia adelante. A veces tengo la sensación que he pasado buena parte de mi vida encorvada, ocultando con los brazos esa plenitud mía que no sé muy bien de donde proviene.
— No creo que sea tan sencillo.
— Plantéatelo — me dice mi psiquiatra con amabilidad.
Lo hago. De nuevo, me miro desnuda frente al espejo. Mis caderas son inexistentes. Mis piernas son un poco rollizas esencialmente por mis malos hábitos alimenticios, mi trasero no abulta demasiado. Pero allí están, gloriosos y radiantes, mis pechos. Enhiestos y puntiagudos, diría Anais Nin. O “amplios y que parecen abarcar el mundo” diría Henry Miller. Pechos. Mientras en mi mente, soy una mujer neutra — ¿asexual, quizás? — que por ahora atraviesa una etapa de anomia, de cierta tristeza corporal, de una búsqueda de significado que no parece llegar nunca a un buen puerto. Suspiro. Me pongo de nuevo el sostén de lycra, me siento en la cama. Me miro sin reconocerme. ¿Es tan complicado este simple detalle? ¿Es tan…?
— Es tu cuerpo, el reflejo de lo que eres o sientes. Así de importante es todo esto.
Me lo dice la más vieja de mis tías. Con casi ochenta años, vive en su casona descuidada del Este de la ciudad. Me gusta visitarla, sentarme en silencio en su salón polvoriento y tomar su mal café. Camina con un bastón y según los chismes familiares, fue una célebre belleza de la ciudad. Ahora es una anciana de cabello blanco y grueso, que usa zapatos ortopédicos y tiene las manos hinchadas por artritis. Se deja caer a mi lado y me mira detrás de los cristales de sus anteojos. Sus ojos verdes se ven enormes y cansados.
— Me siento ridícula preocupándome por algo así.
— Todas las preocupaciones son ridículas, pero son nuestras.
Me sirve té de frambuesa. Me mira cruzar los brazos sobre el pecho mientras espero que la taza deje de humear.
— Algo día dejará de doler que te miren primero el pecho y después a los ojos.
¿Así de romántica y prosaica es la cosa? Pero ¿en realidad es prosaica? No lo sé. Añado dos cucharada de azúcar a la taza. La revuelvo con lentitud. Tía me mira, con su taza entre las manos deformes.
— Mi profesor de fotografía favorito me dijo una vez que de no conocerme bien, me trataría como “las niñas pezón” que abundan en el país — le cuento — es como una gran máscara, los pechos. Un espejo en el que te miras y te devuelve un reflejo doloroso.
Mi tia no dice nada. Ya no es tan lúcida como solía serlo y creo que ya olvidó la mayor parte de la conversación que sostuvimos. Pero lo poco que duró, fue hermosa y sentida. Me tomó el resto de té mientras ella me habla de sus perros, del recuerdo de su marido muerto y al final se queda callada.
De nuevo, tendida desnuda en la cama. Pienso en mi cuerpo como una isla, como una mirada más allá de mi misma. Como una especie de conexión con el Universo de las cosas que no siempre tiene que se razonable. Y quizás, allí está el meollo de todo el asunto, me digo envolviéndome en las sábanas y a punto de quedarme dormida. Quizás el tema es algo más duro, elaborado, inquieto. Una mirada a un sistema planetario lejano y doloroso. A una idea rota sobre la mujer que soy.
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