En ocasiones el paso del tiempo tiene sus propios simbolos, tal vez imperceptibles en una primera mirada, o carentes de valor como idea secular sobre la idoneidad de la memoria que creamos día a día. Y sin embargo, son esos pequeños simbolos - quizá del todo prescindibles - un poco opacos, los que otorgan sentido a esa sensación de vejez animica que desde hace algunos años me atormenta de vez en cuando. Nunca sé que puede provocarme esa súbita sensación de perdida o aun peor, de conciencia que he construido un pasado que para bien o para mal, está otorgandole sentido a mi rostro actual. El caso es que cuando ocurre, me invade una vaga amargura, una perspectiva agridulce con respecto a quién soy ahora mismo o quién seré en los años subsiguientes. ¿Tal vez se trata de una subita conciencia de lo finito de la vida, de esa restringuida visión sobre nuestra supervivencia, más allá de las ideas que brindan forma a nuestra visión de la transcendencia? No lo sé, y es un cuestionamiento que muchas veces me deja sumida en silenciosos debates sin verdadera resolución.
Un pequeño accidente cósmico, quizá. Esos diminutos fragmentos de ideas que se interconectan entre sí para crear una conclusión amplia y potencialmente devastadora. Con los labios apretados, un poco abrumada por la idea que me lleva esfuerzos comprender el paso del tiempo en mi mente, sonrio con cierta acritud ante lo que parece ser una pequeña idea superflua, palpitando en medio de la míriada de pensamientos y objecciones que diariamente llenan mi mente. Esta vez tiene la forma y el peso de cierta melancolia: en mi diario recorrido por las actualizaciones de Twitter, encuentro un mensaje en la linea de fanáticos de True Blood que me hizo sentir subitamente desconcertada, un poco sorprendida: Anne Rice, la otrora Reina de los vampiros literarios, comentaba con cierto aire de idolo caído sobre las más recientes reinvenciones del mito al que ella ayudó a dar forma en las últimas décadas. Con una algida y patética ternura, la escritora explica sus impresiones sobre la violenta y sexualmente deshibida True Blood y la ligera y casi ingenua Saga Crepusculo. Leo sus palabras - un pequeño parrafo donde hace mofa de los simbolos chatos de la serie en boga y lo absurdo de la trama literaria del Best Sellers de Stephenie Meyer - y me llena una indudable sensación de perdida. Me recuerdo adolescente, pálida, cansada, furiosa y contestataria, leyendo con ávidez los intrincadas tramas existencialistas del sombrios mundos creados por Rice: El Ateo Lestat, con sus negativa a creer en una explicación para lo absurdo y lo pretendidamente sobrenatural más allá de la simple ingenuidad de la capacidad de creación humana. El lírico Marius, la encarnación del conocimiento y la sabiduría como una forma de comprender una perspectiva más profunda del mundo. Incluso Armand, ese niño perdido convertido en monstruo en virtud de su belleza, la estética como simbolo a pesar de la destrucción y la muerte. Ideas reales, amplias, radiantes que se extendian incluso por encima de las hórridas escenas de muerte y sangre. El simbolo, transcendiendo la simplicidad. El poder de la pasión más allá del estereotipo.
Con un brumoso sentimiento de angustia, visito el perfil de Facebook de Anne Rice. Una anciana canosa que sonrie con timidez a la cámara. Lleva ropas de terciopelo púrpura, un poco gastadas. Recuerdo una imagen suya de hacce diez o doce años, vestida con estrafalarias ropas góticas, llevando a cabo el remedo de un funeral en las calles de Nueva Orleans para celebrar la públicación de Memnoch el Diablo. Una mujer con una singular vitalidad, disfrutando el personaje que había creado a su medida, la escritora de los marginados, vampiros, brujas y también de los monstruos de la realidad social, esos a quién nadie hasta entonces habia dado un lugar en un fenómeno mediatico: homosexuales, transvestidos, los inquietantes ciudadanos del borde de la normalidad. No en vano todos sus personajes tenian una feroz y ambigua sexualidad, el poder del sexo como forma de creación. Miro de nuevo a la anciana en que se convirtió: puritana, asceptica, una vieja dama del Sur americano que escribe sobre viejos simbolos cristianos. Y la tristeza que siento se hace punzante, casi insoportable.
¿Quienes somos? ¿En quién nos convertimos a medida que avanzamos en el deambular de nuestro propia idea del mundo? No lo sé, quizá nunca lo sepa, pero continua siendo inquietante - y sin duda estimulante - intentar elaborar la respuesta.
Se levanta el telón entonces, en esta obra silenciosa que llamamos con mucha ingenuidad desazón.
Un pequeño accidente cósmico, quizá. Esos diminutos fragmentos de ideas que se interconectan entre sí para crear una conclusión amplia y potencialmente devastadora. Con los labios apretados, un poco abrumada por la idea que me lleva esfuerzos comprender el paso del tiempo en mi mente, sonrio con cierta acritud ante lo que parece ser una pequeña idea superflua, palpitando en medio de la míriada de pensamientos y objecciones que diariamente llenan mi mente. Esta vez tiene la forma y el peso de cierta melancolia: en mi diario recorrido por las actualizaciones de Twitter, encuentro un mensaje en la linea de fanáticos de True Blood que me hizo sentir subitamente desconcertada, un poco sorprendida: Anne Rice, la otrora Reina de los vampiros literarios, comentaba con cierto aire de idolo caído sobre las más recientes reinvenciones del mito al que ella ayudó a dar forma en las últimas décadas. Con una algida y patética ternura, la escritora explica sus impresiones sobre la violenta y sexualmente deshibida True Blood y la ligera y casi ingenua Saga Crepusculo. Leo sus palabras - un pequeño parrafo donde hace mofa de los simbolos chatos de la serie en boga y lo absurdo de la trama literaria del Best Sellers de Stephenie Meyer - y me llena una indudable sensación de perdida. Me recuerdo adolescente, pálida, cansada, furiosa y contestataria, leyendo con ávidez los intrincadas tramas existencialistas del sombrios mundos creados por Rice: El Ateo Lestat, con sus negativa a creer en una explicación para lo absurdo y lo pretendidamente sobrenatural más allá de la simple ingenuidad de la capacidad de creación humana. El lírico Marius, la encarnación del conocimiento y la sabiduría como una forma de comprender una perspectiva más profunda del mundo. Incluso Armand, ese niño perdido convertido en monstruo en virtud de su belleza, la estética como simbolo a pesar de la destrucción y la muerte. Ideas reales, amplias, radiantes que se extendian incluso por encima de las hórridas escenas de muerte y sangre. El simbolo, transcendiendo la simplicidad. El poder de la pasión más allá del estereotipo.
Con un brumoso sentimiento de angustia, visito el perfil de Facebook de Anne Rice. Una anciana canosa que sonrie con timidez a la cámara. Lleva ropas de terciopelo púrpura, un poco gastadas. Recuerdo una imagen suya de hacce diez o doce años, vestida con estrafalarias ropas góticas, llevando a cabo el remedo de un funeral en las calles de Nueva Orleans para celebrar la públicación de Memnoch el Diablo. Una mujer con una singular vitalidad, disfrutando el personaje que había creado a su medida, la escritora de los marginados, vampiros, brujas y también de los monstruos de la realidad social, esos a quién nadie hasta entonces habia dado un lugar en un fenómeno mediatico: homosexuales, transvestidos, los inquietantes ciudadanos del borde de la normalidad. No en vano todos sus personajes tenian una feroz y ambigua sexualidad, el poder del sexo como forma de creación. Miro de nuevo a la anciana en que se convirtió: puritana, asceptica, una vieja dama del Sur americano que escribe sobre viejos simbolos cristianos. Y la tristeza que siento se hace punzante, casi insoportable.
¿Quienes somos? ¿En quién nos convertimos a medida que avanzamos en el deambular de nuestro propia idea del mundo? No lo sé, quizá nunca lo sepa, pero continua siendo inquietante - y sin duda estimulante - intentar elaborar la respuesta.
Se levanta el telón entonces, en esta obra silenciosa que llamamos con mucha ingenuidad desazón.
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