Tomo la cámara, la coloco con cuidado en una esquina levemente iluminada. Miro el lente, con esa sensación de incomodidad y profundo asombro que me produce el milagro de la imagen. Aguardo. Un pensamiento comienza y otro acaba en un instante luminoso y real.
Un retrato habla de una historia que sucedió y que continua sucediendo cada vez que podemos recrear uno de los simbolos que contiene. Quizá lo más importante en el retrato fotográfico sea el estudio de la mirada del retratado. Fotografiar es mirar y es también la mirada del otro. La mirada a la cámara es una situación de particular relevancia cuando se comienza a indagar en el porqué, en el qué sucedió durante la toma. El fotógrafo que retrata a un personaje mirando a cámara está ocupando transitoriamente el lugar de todos los espectadores que se encontrarán luego frente a la imagen fotográfica. Podría decirse que es el representante de todos ellos.
Y lo que se observa prioritariamente es que la mirada directa es un diálogo que no deja lugar para un tercero ni permite eludirse: yo hablo con el personaje, yo, fotógrafo cuando realizo la toma, yo, espectador cuando estoy frente a la fotografía. Y en este diálogo, mi mirada está unida indisolublemente a la del personaje. El no puede hacer de otro modo, quedó fija su mirada en el objetivo, y la mía queda atrapada en la línea de los ojos. Ante la fuerza de esta constatación se plantea que el diálogo que quedó establecido implica una complicidad y por lo tanto me obliga a admitir que yo sé de esa persona lo que los otros, los que no están incluidos en el diálogo, en la línea de las miradas, deben ignorar. La mayoría de las veces esa complicidad, ese secreto, no existen previamente, pero el acto fotográfico creó la necesidad de develarlo y, como espectador, me veré en el compromiso de seguir reflexionando. Nuevamente la metáfora del espejo adquiere vigencia cuando al ver los ojos del retratado, aquellos que le sirven para ver el mundo exterior, me siento impelido a aprehender lo que está del otro lado de esos ojos: su mundo interior.
Como apasionada fotografa, para mí, el autoretrato es la manifestación de ese mundo interior que vuelco en las palabras, pero en imagenes. Es mirarme una y otra vez, en diferentes espejos de mi mente hasta encontrar a la mujer escondida, escindida, la dual, la ambigua, la confusa, la desconcertada, la volatil, la angustiada, la poderosa, la simple, la compleja, la creadora, la silenciosa, la que grita y canta. No es una expresión de vanidad, como podría pensarse, sino un autodescubrimiento voluptoso y voraz de un mundo de pensamientos enormemente voraz. Poderoso, único. Todos los rostros de la Eva de mi memoria. Todas las posibilidades de encontrar una respuesta a la eterna pregunta de quienes somos más allá de nuestra mente y esas pequeñas caracteristicas que nos hacen ser nosotros mismos. Para mi el autoretrato tiene el valor de expresar una vivencia intima en multiples interpretaciones. El poder de hablar con tu rostro y el poder de una personalidad capacidad de expresión.
Un retrato habla de una historia que sucedió y que continua sucediendo cada vez que podemos recrear uno de los simbolos que contiene. Quizá lo más importante en el retrato fotográfico sea el estudio de la mirada del retratado. Fotografiar es mirar y es también la mirada del otro. La mirada a la cámara es una situación de particular relevancia cuando se comienza a indagar en el porqué, en el qué sucedió durante la toma. El fotógrafo que retrata a un personaje mirando a cámara está ocupando transitoriamente el lugar de todos los espectadores que se encontrarán luego frente a la imagen fotográfica. Podría decirse que es el representante de todos ellos.
Y lo que se observa prioritariamente es que la mirada directa es un diálogo que no deja lugar para un tercero ni permite eludirse: yo hablo con el personaje, yo, fotógrafo cuando realizo la toma, yo, espectador cuando estoy frente a la fotografía. Y en este diálogo, mi mirada está unida indisolublemente a la del personaje. El no puede hacer de otro modo, quedó fija su mirada en el objetivo, y la mía queda atrapada en la línea de los ojos. Ante la fuerza de esta constatación se plantea que el diálogo que quedó establecido implica una complicidad y por lo tanto me obliga a admitir que yo sé de esa persona lo que los otros, los que no están incluidos en el diálogo, en la línea de las miradas, deben ignorar. La mayoría de las veces esa complicidad, ese secreto, no existen previamente, pero el acto fotográfico creó la necesidad de develarlo y, como espectador, me veré en el compromiso de seguir reflexionando. Nuevamente la metáfora del espejo adquiere vigencia cuando al ver los ojos del retratado, aquellos que le sirven para ver el mundo exterior, me siento impelido a aprehender lo que está del otro lado de esos ojos: su mundo interior.
Como apasionada fotografa, para mí, el autoretrato es la manifestación de ese mundo interior que vuelco en las palabras, pero en imagenes. Es mirarme una y otra vez, en diferentes espejos de mi mente hasta encontrar a la mujer escondida, escindida, la dual, la ambigua, la confusa, la desconcertada, la volatil, la angustiada, la poderosa, la simple, la compleja, la creadora, la silenciosa, la que grita y canta. No es una expresión de vanidad, como podría pensarse, sino un autodescubrimiento voluptoso y voraz de un mundo de pensamientos enormemente voraz. Poderoso, único. Todos los rostros de la Eva de mi memoria. Todas las posibilidades de encontrar una respuesta a la eterna pregunta de quienes somos más allá de nuestra mente y esas pequeñas caracteristicas que nos hacen ser nosotros mismos. Para mi el autoretrato tiene el valor de expresar una vivencia intima en multiples interpretaciones. El poder de hablar con tu rostro y el poder de una personalidad capacidad de expresión.
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