La primera vez que tomé una fotografia tenía alrededor de nueve años. La primera vez que escribí un cuento tenía algo más de seis. Ambos momentos le dieron un nuevo sentido a mi vida, irrevocable, diría yo, aunque no lo noté entonces. Era muy pequeña para pensar en las complejidades de algo tan abstracto como el poder real para crear que otorga el arte, la forma de expresión primordial que significa encontrar una manera clara de darle sentido a cada espacio de tu mente. Ese mundo finisecular que se manifiesta más allá de los limites de mi mente. Ambos sucesos se entrecruzan entre sí para tomar un sentido casi paralelo. Le dieron forma a la mujer que soy hoy, a la que aspiro ser y a la que probablemente seré en un futuro.
Recuerdo que en un principio, mi ambición por las palabras no tenía sentido un concreto. Me encanta escuchar a mi Madre leer en voz alta y disfrutaba de la sensación de poder imaginarme con total claridad todas las escenas y momentos que con tanta precisión describía cada frase y parráfo. Era una experiencia fugaz pero tan profunda que podía recordarla días más tarde, con gran precisión, algo que jamás me había sucedido antes. Cuando tomé por primera vez un boligrafo y me atreví a escribir varias palabras, a describir en términos toscos un día cualquiera, fue como descubrir una voz secreta que siempre había habitado mi mente, que solo ahora, tenía concresión. Era real, era desconcertante, profundamente deliciosa, un paliativo para mi joven soledad. Escribía sobre la forma de los árboles alzandose hacia el sol, la sensación de la noche ondulandose en mis largos insomnios, la crudeza de los inviernos de la ciudad donde vivía y la belleza cristalina de las horas en medio de mis pensamientos. No eran claro, cuentos en realidad, no eran ni siquiera formas coherentes de expresión. Pero eran tan mías, preciadas y desesperadamente personales, que me habitué a esa intimidad sencilla, a esa proliferación de una felicidad un poco marchita en medio del silencio.
Con la fotografia fue una experiencia incluso más intima. Las primeras imagenes que tomé fueron pequeños manchones coloridos, fragmentos de horas e historias que atesoraba con especial cariño, aunque carecieran de real sentido. Por entonces tenía una vieja Cámara Kodak Star 275 que me llevaba esfuerzos comprender y mucho más utilizar. Pero la sensación era la misma que me llenaba al escribir. Podía cerrar los ojos e imaginar una historia, miles de ellas, para la pequeña forma que había captado en imagen, que me pertenecería para siempre, que me hablaría de ese retazo de realidad todos los días en que quisiera escucharlo. Muchas veces extendía las fotografias a mi alrededor y comenzaba a escribir tendida sobre ellas, riendo, sintiendome tan profundamente feliz que por mucho tiempo no creí que nada pudiese igualarse a esa fuerza devastadora que podía robarme la voz y la mirada, un instante a solas con mi tiempo personal. Descubrir todas las voces, la pequeña vanidad de comprender que podía ser yo misma en medio de la atalaya de mi pensamiento. Que placer absoluto, innegable, incorregible. Un depredador en sombras. Una sensación rutilante, en medio de las sombras de mi temor.
En algun momento de mi adolescencia, las dos formas paralelas de mi voz interior tomaron un rostro propio. No podría decir cuando me encontré escribiendo para encontrar sentido a la imagen y fotografiando para crear una historia. El placer idóneo, tan exacto, una fuerza natural en si misma que amenazaba con devastar cualquier otra forma de pensamiento en mí. Al mismo tiempo que alcancé la madurez fisica, frutal y oloroso, creció mi deseo por concretar el mundo en formas discernibles, por bordar lentamente la realidad a través de puntadas cuidosas, especificas. Indispensable, la cámara al hombro, las páginas de papel rotas y emborronadas en los bolsillos. La necesidad acuciante de transcribir los momentos en cualquier lugar, escribiendo hasta sentir verdadero dolor, una sensación moral fascinante. Tomando pequeños fragmentos del mundo para conservarlo entre mis dedos. Un rostro, una calle vacia, la sonrisa pasajera, un cielo estrellado, un zapato olvidado. Todo podía tener un sentido, y de hecho, lo tenía. Mi voz se hacia cada vez más completa, más consistente. Comprendí que la creación es una llama que abrasa y colisiona con cualquier obstáculo que pueda interponerse ante él. Descubrí regiones de mi misma donde solo habitaba la confusión, la desesperanza, la sensación de dolor que solo puede experimentarse en la incertidumbre. También para esa quietud yerma y mesurada, hubo una palabra, una obra cenital. No hay una región de mi mente y mi espiritu que no se transformara en la bendición de la palabra y la remembranza. Muchas veces llegué a sentir que mi mundo cuántico solo tenía sentido a través de mi capacidad para experimentarlo a través de mis propias creaciones. Una manera muy limitada, por supuesto de concebir el infinito caótico de nuestro espíritu. Sin embargo, esa convicción vive en medio de las llamas de la Hoguera creativa, que se alza y consume todo lo que no le pertenezca, que transforma toda experiencia y toda sensación en un ave fenix remoto y cerval capaz de darle sentido a cada momento en medio de mi desazón.
Soy y no soy. Y a la vez, todos mis rostros me pertenecen. Los destruyo y construyo a través del deseo y mi incesante busqueda, la curiosidad sin limites, esa ligera aliteración de la verdad que se alza en si misma, que enarbola una metódica decisión.
Libertad. Me hace sonreir pensar que tal vez mi vanidad - ah, sí, esa palabra que aterra un poco a lo cobardes del intelecto - me dió un cierto tipo de redención personal que solo he llegado a comprender en medio de la locura de mi primera juventud y en la transgresora sed de mi temprana adultez. Sonrio, siento de nuevo el fuego - abrumador, voraz, irresistible - recorriendome, quitandome un poco la razón y la lógica. Una satisfacción torva y espléndida, sin otro sentido del que yo deseo darle. La paz del tiempo muerto.
Paz para los locos.
En medio de la borrascosa necesidad de la razón.
Recuerdo que en un principio, mi ambición por las palabras no tenía sentido un concreto. Me encanta escuchar a mi Madre leer en voz alta y disfrutaba de la sensación de poder imaginarme con total claridad todas las escenas y momentos que con tanta precisión describía cada frase y parráfo. Era una experiencia fugaz pero tan profunda que podía recordarla días más tarde, con gran precisión, algo que jamás me había sucedido antes. Cuando tomé por primera vez un boligrafo y me atreví a escribir varias palabras, a describir en términos toscos un día cualquiera, fue como descubrir una voz secreta que siempre había habitado mi mente, que solo ahora, tenía concresión. Era real, era desconcertante, profundamente deliciosa, un paliativo para mi joven soledad. Escribía sobre la forma de los árboles alzandose hacia el sol, la sensación de la noche ondulandose en mis largos insomnios, la crudeza de los inviernos de la ciudad donde vivía y la belleza cristalina de las horas en medio de mis pensamientos. No eran claro, cuentos en realidad, no eran ni siquiera formas coherentes de expresión. Pero eran tan mías, preciadas y desesperadamente personales, que me habitué a esa intimidad sencilla, a esa proliferación de una felicidad un poco marchita en medio del silencio.
Con la fotografia fue una experiencia incluso más intima. Las primeras imagenes que tomé fueron pequeños manchones coloridos, fragmentos de horas e historias que atesoraba con especial cariño, aunque carecieran de real sentido. Por entonces tenía una vieja Cámara Kodak Star 275 que me llevaba esfuerzos comprender y mucho más utilizar. Pero la sensación era la misma que me llenaba al escribir. Podía cerrar los ojos e imaginar una historia, miles de ellas, para la pequeña forma que había captado en imagen, que me pertenecería para siempre, que me hablaría de ese retazo de realidad todos los días en que quisiera escucharlo. Muchas veces extendía las fotografias a mi alrededor y comenzaba a escribir tendida sobre ellas, riendo, sintiendome tan profundamente feliz que por mucho tiempo no creí que nada pudiese igualarse a esa fuerza devastadora que podía robarme la voz y la mirada, un instante a solas con mi tiempo personal. Descubrir todas las voces, la pequeña vanidad de comprender que podía ser yo misma en medio de la atalaya de mi pensamiento. Que placer absoluto, innegable, incorregible. Un depredador en sombras. Una sensación rutilante, en medio de las sombras de mi temor.
En algun momento de mi adolescencia, las dos formas paralelas de mi voz interior tomaron un rostro propio. No podría decir cuando me encontré escribiendo para encontrar sentido a la imagen y fotografiando para crear una historia. El placer idóneo, tan exacto, una fuerza natural en si misma que amenazaba con devastar cualquier otra forma de pensamiento en mí. Al mismo tiempo que alcancé la madurez fisica, frutal y oloroso, creció mi deseo por concretar el mundo en formas discernibles, por bordar lentamente la realidad a través de puntadas cuidosas, especificas. Indispensable, la cámara al hombro, las páginas de papel rotas y emborronadas en los bolsillos. La necesidad acuciante de transcribir los momentos en cualquier lugar, escribiendo hasta sentir verdadero dolor, una sensación moral fascinante. Tomando pequeños fragmentos del mundo para conservarlo entre mis dedos. Un rostro, una calle vacia, la sonrisa pasajera, un cielo estrellado, un zapato olvidado. Todo podía tener un sentido, y de hecho, lo tenía. Mi voz se hacia cada vez más completa, más consistente. Comprendí que la creación es una llama que abrasa y colisiona con cualquier obstáculo que pueda interponerse ante él. Descubrí regiones de mi misma donde solo habitaba la confusión, la desesperanza, la sensación de dolor que solo puede experimentarse en la incertidumbre. También para esa quietud yerma y mesurada, hubo una palabra, una obra cenital. No hay una región de mi mente y mi espiritu que no se transformara en la bendición de la palabra y la remembranza. Muchas veces llegué a sentir que mi mundo cuántico solo tenía sentido a través de mi capacidad para experimentarlo a través de mis propias creaciones. Una manera muy limitada, por supuesto de concebir el infinito caótico de nuestro espíritu. Sin embargo, esa convicción vive en medio de las llamas de la Hoguera creativa, que se alza y consume todo lo que no le pertenezca, que transforma toda experiencia y toda sensación en un ave fenix remoto y cerval capaz de darle sentido a cada momento en medio de mi desazón.
Soy y no soy. Y a la vez, todos mis rostros me pertenecen. Los destruyo y construyo a través del deseo y mi incesante busqueda, la curiosidad sin limites, esa ligera aliteración de la verdad que se alza en si misma, que enarbola una metódica decisión.
Libertad. Me hace sonreir pensar que tal vez mi vanidad - ah, sí, esa palabra que aterra un poco a lo cobardes del intelecto - me dió un cierto tipo de redención personal que solo he llegado a comprender en medio de la locura de mi primera juventud y en la transgresora sed de mi temprana adultez. Sonrio, siento de nuevo el fuego - abrumador, voraz, irresistible - recorriendome, quitandome un poco la razón y la lógica. Una satisfacción torva y espléndida, sin otro sentido del que yo deseo darle. La paz del tiempo muerto.
Paz para los locos.
En medio de la borrascosa necesidad de la razón.
1 comentarios:
Y viene la trayectoria ;)
Recuerdo que yo traté de escribir a los 8 años y a maquina de escribir... No hay como la compu ^^! mis pequeños escritos andarán perdidos en el tiempo :S
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