Cuando era una adolescente, me avergonzaba decir que me encantaba la literatura gótica, sobre todo la de vampiros. Por razones medianamente comprensibles, me parecía que la literatura de terror carecía de ese brillo exquisito de los autores que demaclaban letras y frases interminables al mundo de melancolía y la tristeza, al mundo de las cosas y las perdidas reales. Con todo, me obsesionaban las historias de estos maravillosos monstruos nacidos del subconsciente y el temor de la humanidad a la muerte, a la sencilla desazón de ser un fugaz atisbo de historia en mitad de épocas indiferentes. En cualquiera de mis libretas de anotaciones - que se contaban por decenas en esos años - tenia toda una serie de párrafos y pequeños cuentos sobre los hermosos inmortales de mi imaginación, los bebedores de sangre que danzaban en mi imaginación, tomando la eternidad para crear tiempos nuevos y meditar sobre el corazón humano con cierta indiferencia. Amaba la sensación de puro terror e infinita dulzura del miedo, esa sutilisima sensación de perdida que se balanceaba como un péndulo zizagueante entre la emoción y la desconfianza. Ah, sí, Una verdad tan enorme como incontestable.
Creo que tal vez por ese motivo, de vez en cuando mantengo interesantes conversaciones literaria con mis Vampiros. No pasa mucho tiempo sin que tengamos alguna: a veces hablamos de la belleza de la perdida, de los dilemas del tópico, puro existencialismo contenido en diminutos dilemas de un tiempo cristalizado en hojas de papel. Pero hoy hablamos un poquito de terror. De hecho, divagamos sobre el poder de la épica, de cuestiones formales de la palabra desconocidas para una simple mortal como yo, de autores hijos de su tiempo (de cualquier tiempo en que ocurra la danza de su memoria); apocalípticos e integrados, perdidos y encontrados (que diría Eco) y, sobre todo, de descensos a los círculos del Infierno, del desencanto imposible de predecir y la dulzura irascible e incomprensible. De Homero y Aristófanes a Houellebecq y Phillip Roth. Lo que inventó Cervantes y lo que ya está en Dante. Todo está en Dante. Shakespeare y todo lo que Shakespeare sacó de los textos medievales. Épica y alegoría. De lo sublime y de lo aburrido. Lo bello, lo perfecto y aquello que no lo es, pero marca. Si fulano tuviera tal capacidad de mengano. La mise en abîme. La forma del cuerpo le es más esencial que su propia sustancia. Fantasmas y quimeras. Judíos que hacen literatura comparada y niños rubios que causan la muerte de serios escritores alemanes. Puro vicio. Pura ternura. Pura pasión.
Despierto con un sobresalto. Mi vieja edición de Carmilla, se me resbala entre las manos y hace un sonido lento, casi cadenciosos al caer al suelo. Aun adormilada, miro sus páginas abrirse en cualquier punto. Me hace sonreír la palabra que se alza sobre las otras, que parece navegar fragante entre las frases.
Eternidad.
C'la vie.
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