domingo, 25 de julio de 2010

Y Finalizando la Semana Vampírica: Un cuento de vampiros.

Y para finalizar la semana Vampírica en el Aglaworld, quiero incluir uno de los tantos cuentos que he escrito para celebrar mi pasión por el género vampírico. Como gran admiradora del mito del vampiro - especificamente, en su concreción más enigmática, relacionada con la raíz histórica del mito y sus diferentes expresiones a través de la mitologia y la historia natural de diferentes regiones del mundo - deseo celebrar esta semana donde he redescubierto una de mis referencias mitologias más cercanas, creando un mundo infitesimal de palabras que abarque de alguna manera esta profunda fascinación. Una pasión mimética e inquientante. Un deseo raquídeo, moviendose al limite de la conciencia.

Porque más allá de la oscuridad, la eterna fascinación por el misterio tiene nuestro rostro.


Laberinto Rojo:

La noche surge de si misma como un resplandor que acaricia con dedos de plata los objetos dormidos, hijos de la luz. La belleza de la oscuridad, esa sutil danza macabra que habita en regiones inexploradas de mis pensamientos habla por si misma, recrea un momento de ruptura con la profundad de una idea que no llega a nacer en el mundo físico. Lo abstracto se eleva libre y calcáreo,  alas enormes y negras que remontan el mundo de las emociones y los sentimientos con una facilidad tenebrosa. Sí, aquí, siempre aquí, la memoria que se abre a recuerdos demasiado viejos para ser soportados, para elevarse sobre el valle de cenizas de las lagrimas lentas y pasivas que caen de un alma errante. Aquí, de pie ante el vacío, ante la idea máxima, ante la vanidad única. Solo yo. Sin edad, sin sexo, sin nada más que mi identidad eternizada en un momento absoluto, enorme, carente de significado. Yo, una sombra de la mujer que fui, un recuerdo con olor a melancolía cruel, deshilachado en la fortaleza, desdibujado por la crueldad. Yo, la mujer, el monstruo, la voz, el mutismo imposible, la búsqueda simple de una verdad, que tal vez no existe. Mi imaginación es fértil, es perfecta, es amplia, casi simple en su inocente candor. Sonrío, solemne, magnífica. El enigma, el conmovedor enigma.
De pie ante tu tumba, miro la piedra que es ahora tu rostro. La observo detenidamente, sintiendo una fría sensación de espanto, como si el miedo fuera más fuerte que mi necesidad de comprobar la realidad física de tu ausencia. Solitaria, la noche es una perla entre mis vestidos, confundiéndose en el tul delicado que cubre la porcelana marmórea que es mi piel. Una muñeca rota por años de lenta erosión, pero conservada en el cristal inmáculo de una inmortalidad incomprensible y engañosa. El viento canta nuestra canción, ¿puedes escucharlo? Silba, se reproduce en si misma, juguetea y se enrosca en mi cuerpo, como antaño, cuando yo estaba a tu lado, cuando ambos éramos hijos del sol. Entonces creíamos en la lluvia despiadada, en los labios de las nubes muertas, en el alborozo de la tierra anhelante. Niños en el regazo de una mitología personal, esperando, creyendo. La indiferencia de un Dios moral nos era lejana, una idea aceptable quizás en ese instante maldito y traslúcido cuando tu estabas allí, a mi alcance. Mujer. Un hombre. Un simple vínculo, amable y primitivo como el pan que nos llevábamos a la boca, como el vino que degustábamos en las noches sin estrellas. Las penumbras eran gráciles en las arenas del tiempo finito, cuando Cronos no era más que un rostro desdibujado en las horas. Los dedos de nuestras manos unidos, callados, cómplices, tu aquí, mostrándome la pureza indescriptible de esa pasión que brinda una mirada. Esa compresión, mi amor, en tus ojos vivos y llenos de ese fuego refulgente. Juntos, sí, sin edad, flotando en el momento idóneo de una vida destinada a terminar muy pronto. Amplios devaneos de un dios rechazado en su poder imposible. Ambos sostenidos por la plenitud de la humilde concepción humana. Tu. Yo. La sangre y la carne. El vino y el pan. Una comunión de secretos y  cadenciosa permanencia.
Un parpadeo en el iris de Dios. 
El viento sigue hablándome de ti. Levanta el cabello de la criatura que tiene la apariencia de una mujer, el rostro de una niña, las manos de un ser humano que se extienden hacia el futuro que solo otorga la codicia de la sangre.  Sí, aquí estoy, el símbolo de lo eterno y lo terrible, el temor a  las viejas leyendas de tiempos idos e imposibles de concebir ahora, en medio de las rotundas preguntas que me vienen a los labios. La loza de piedra bajo mis pies. Un abismo que se abre entre sueños destrozados, olas que se elevan intentado tocarme, acariciarme.  Tú, siempre tú. Allí, perdido a mis manos, a mis deseos.
Espero. ¿La hora correcta? ¿el momento idóneo? ¿la ventana iluminada por el sol espejado?. No puedo dejar de observar tu lápida, el lugar donde los anhelos de mis palabras mudas han muerto junto a ti. Quiero levantar mis manos y llevar a cabo esa pequeña, ingrata misión que me ha traído aquí, cuando podría estar en cualquier lugar del mundo, esperando que el tiempo me alcance, mirando al mundo humano desplomarse lentamente en la desesperanza. Pero estoy aquí, mirando la superficie de piedra  donde ahora reposa el nombre, el hombre, el futuro, el presente. La muerte humana es tan traicionera. Es una voz exquisita que luego clama al trueno y al horror.  Una mano elegante que te golpea enguantada en satén. Aspiras creer en la bondad de la caída al vacío, pero el instinto te lleva a desconfiar. Miro la loza donde debo imaginar que estás tú, y no hago más que mirar  una inscripción errante, abierta a cualquier interpretación, pero con un único significado. Un gemido se me escapa de la garganta pero no llego a gritar. Un sonido leve, agotado, escapa de mis labios incoloros. El dolor es insustituible y despiadado, me devora, un monstruo de mil cabezas. El tintineo del olvido es ilusorio, una perdición para ser degustada por labios ardientes. La llama se eleva, venciendo la gravedad aplastante de mi aparente necesidad.
El fuego. El laberinto de fuego se yergue ante mí.
Las paredes son tus palabras, abriéndose en esquinas y amplios corredores, en rincones inexplorados, la voz imposible que surge de las pequeñas grietas. Las lenguas rojas se elevan hacia el horizonte, y tu estás allí, el tesoro escondido que guarda alguna criatura hermosa y terrible que cortará mis pasos. El monstruo con piel humana, las manos de un hombre, la verdad de la brecha que se abre entre tú y yo. Este laberinto inexplorado, inmensurable en su belleza, tan antiguo como aquellos que mis ancestros construían para guardar los secretos de su sangre y su esencia. ¿Recuerdas mi velada confesión? Nunca me comprendiste. Reíste, la magia creando curvas de prístina belleza en los recuerdos confiados a mi boca, mis ojos observándote mientras la voz de los espíritus palpitaban en mis recuerdos más antiguos. La sonrisa sentida y confiada, un ecléctico torbellino de pensamientos y sentimientos creando un núcleo violento de perfecto aislamiento. La bruja, la antigua admonición, el pequeño enigma que te brinde en la llanura verde y grisácea de nuestro mundo, esa fractura entre la verdad y la realidad que construimos para ambos.
El laberinto de fuego se hace más hermético y complejo. Antes, era yo a quién debías seguir, surcando la luz roja y parpadeante que gritaba tu nombre una y otra vez, que te atraía hacía mi, que te llevaba hasta el lugar donde la mujer, la bruja, esperaba por ti. Pero ahora soy yo quién debo correr en tu búsqueda, sombra sin voz, caminando entre los recovecos imposibles que tu invencible humanidad creó para ambos. Eres tú quién corona la búsqueda implacable que emprendo ahora en tu ausencia, corro hacia ti, hacia la respuesta, remontando las llamas ardientes que se abren en este círculo del infierno, donde la eternidad es una condena, y tu muerte el castigo por las vidas que he tomado para vivir mejor la mía. Corro hacia la nada, vestidos al viento, el largo cabello que amabas trenzar enredándose en las palabras nunca dichas, en los momentos fracturados. Pierdo mi camino, vuelvo sobre mis pasos, pero en cada pared, esta tu rostro, entre las llamas. Aprieto mis dientes para no gritar tu nombre, pero te persigo, sí amor mío, te sigo entre las llamas y el dolor, en este laberinto de fuego y sangre que se levanta entre la respuesta y el abismo, el cristal implacable de la muerte.  Las lagrimas largamente cautivas corren por mi rostro duro e insensible, el color de la sangre empapa mi cabello, las llamas lamen lentamente en esta desesperación torva e insoportable. Con las manos crispadas tratando de atrapar el aire corro hacia ti, persigo tu mirada, la recurrente belleza de un olvido imposible de conseguir. ¡Te necesito! ¡necesito tu presencia, la mera verdad física de la carne que se negó a convertirse en mármol, de la sangre humana que pudo ser inmortal!
El final del laberinto está aquí. Tú esperas, en medio de las llamas, querido y perfecto, la imagen dolorosa del joven que fuiste cuando las horas oscuras vinieron hacia mí. Tú, la sonrisa traviesa, los ojos oscuros como los de un demonio soñando. Tú, la única vida sobre el mundo del hombre que quise conservar. Solo tu vida no tomé. La muerte que llevo como prenda no pudo tocarte. Sin embargo, la condena de tu esencia fue inevitable. Te ha llevado lejos, océanos de dolor y amargura, en medio de naves huérfanas en medio de una oscuridad perpetua.
¿Qué esperas de mí? El laberinto de fuego crece a tu alrededor. La respuesta es una sola. Levanto mis manos, la madera del violín brilla bajo la luz del enigmático silencio de mi naturaleza. Pasión, la furia absoluta de este fuego que es nuestro laberinto.  Solo esto vine a decirte esta noche, aquí, cuando no hay más mentiras, cuando no hay más máscaras. El velo cae en  la hierba sombría, el fuego no lo toca, se eleva, flota hacia las sombras que esperan por mí. Pero mis dedos monstruosos son casi humanos cuando bajo el arco y comienzo a tocar.
La música escapa de mi misma. Se encorva, se eleva, se hace inmensa, retorcida entre las alas de un mutismo innoble. Se calma por un instante, las notas se hacen nítidas, cruzan el poniente hacia el horizonte imposible donde está la respuesta al pensamiento humano. Mis manos no me pertenecen, esta música no es mía. Es una voz primigenia que se eleva desde la violencia del amor y la pasividad del recuerdo.
La única nota se agudiza, se hace nítida, insoportable. Soy de nuevo una niña que corre entre los campos verdes del momento perfecto. El ritmo de la melodía se hace craso, verbo y crueldad pura en la belleza más dura. Estás allí, el joven que fuiste, me tomas entre tus brazos. Aprieto el violín entre mis manos, las cuerdas me brindan un cántico rebelde, voraz. Tu boca. Mis manos, la necesidad, sí, esta hambre y esta sed de tu olor, de tu absoluta belleza imperfecta, de la carne mellada por la edad, de la blanda torpeza de tus implacables ojos humanos. Grito, pero esa la música quién recrea el horror, el recuerdo marchito. El mundo es indestructible, eterno, en su propia indiferencia. Quisiera que lo supieras, allí perdido en el laberinto de fuego, allí, elevándote hacia un pasado frío y mustio. Pero solo puedo decírselo a esta roca que guarda tu mortalidad. No puedo hablar con mis palabras, no puedo crear una armonía inexplorada en esta lapidaria decisión de venir aquí. Mi violín habla por mí. Canta, sí, canta. La nota solitaria cortando la tensión de la noche como un cuchillo.
Ven a mí.
Y en las noches se elevan voces. Las siluetas del pasado bailan entre las paredes del laberinto de fuego donde te encuentras perdido. Tú y yo, jóvenes humanos. Luego, perdido entre la interrogante de la naturaleza gimiente de una veleidad carente de lógica. Aprieto los ojos, me esfuerzo por recrear este sufrimiento interminable en la furia de las cuerdas que se resienten por mi ferocidad, grito sí, grito en silencio, a ti, que no puedes escucharme. Una súplica. Una bendición. Una maldición absoluta.  Decepción. La voz que nunca será escuchada se repliega en si misma, abre pétalos de flores abrasadas por el viento ardiente del fuego implacable.
No puedo... apenas puedo resistirlo. Mi corazón inmortal va a estallar lleno de la humana rudeza de una simple ausencia. Mi alma, que ha conocido miles de almas, palpita ante la tuya, lejos de mi compresión. La nota, la única nota continúa creciendo. El adiós. Tu última mirada. Magia antigua. La bruja en medio del laberinto de fuego. Las llamas cubriéndome, envolviéndome, la piel eterna incapaz de sentir dolor, el corazón humano ardiendo sin consuelo.
No  puedo soportarlo. Pero la música no se detiene jamás. El laberinto de fuego se abre y se entrecruza en si mismo. Poderoso, irrevocable. ¿Me esperas aun, amor  mío? La soledad es absoluta, no hay nombres, ni el matiz hermético de una simbología.  Aquí, solo me encuentro yo y la música comienza a morir entre mis dedos, el corazón sangrante, las llamas que menguan, aplacadas por el último palpitar de la penumbra.
Abro los ojos. El violín cae de mis manos. El arco crea un ligero lamento cuando queda inmóvil sobre la roca de tu tumba.  La palabra, tu epitafio profano y revelador, se extiende entre ambos, como un secreto sin ninguna voz que lo pueda declamar.
“Perdido en el laberinto de fuego”
Sí, perdidos ambos,  los amantes despiadados. La voz cae derrotada ante la piedra solitaria y la mujer que fui se aleja entre las lápidas del cementerio calcáreo, un espectro perdido de tiempos imposibles. El largo cabello rojo enredándose en los dedos de la oscuridad, las manos blancas aferrándose a la seda de vestido negro, el luto burlón de la muerte enamorada. El mármol blanco de la piel palpitando bajo el silencio, consumido en la más singular fuerza. En sus labios, silencio.
El violín roto sobre la lápida. El singular epitafio brillando hacia la nada, hacia las respuestas inconclusas. Lo obvio, lo temible, la veracidad, no es más que una quimera perfecta y fatídica. Ligera y frágil, la figura parece desaparecer en si misma.
La luna no aparece aun, puedo todavía huir. La sed, ingobernable, se nutre del dolor. Solo necesito eso, esa callada violencia donde la única nota del violín deslizándose entre las llamas del laberinto de fuego no pueda alcanzarme.
Sí, bendito silencio.
Imposible, impasible silencio.
Solo la descarnada y brutal verdad.


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