“Ves a alguien en la calle”, escribió Arbus, “y lo que adviertes ante todo es la falla”. La insistente uniformidad de la obra de Arbus, aun cuando se aleja de sus temas prototípicos, muestra que su sensibilidad, armada con una cámara, podría insinuar angustia, anomalía, enfermedad mental con cualquier tema, Hay dos fotografías de bebés llorando: los bebés aparecen desencajados, dementes. La semejanza o el rasgo en común con otra persona es una fuente recurrente de acechanzas, de acuerdo con las normas características de la visión disociada de Arbus. Pueden ser dos muchachas (no hermanas) con impermeables idénticos a quienes Arbus fotografió juntas en Central Park; o los mellizos o trillizos que aparecen en varios retratos. Muchas fotografías subrayan con opresiva admiración el hecho de que dos personas forman una pareja; y toda pareja es una pareja anómala: heterosexuales u homosexuales, blancos o negros, en un asilo de ancianos o una escuela secundaria. La gente lucía excéntrica porque no tenía ropa, como los nudistas: o porque iba vestida, como la camarera del campamento nudista que tiene puesto un delantal. Fotografiado por Arbus, cualquiera es monstruoso: un muchacho esperando para marchar en una manifestación belicista, con su rancho de paja y su insignia “Bombardeen Hanoi”; el rey y la reina de un Baile de Ciudadanos Honorables; una madura pareja suburbana despatarrada en las sillas de jardín; una viuda a solas en su cuarto desordenado. En “Gigante judío en casa con sus padres en el Bronx, NY, 1970″, los padres parecen enanos, tan desproporcionados como el enorme hijo encorvado sobre ellos bajo el cielo raso de un cuarto de paredes bajas.
La eficacia de las fotografías de Arbus deriva del contraste entre un tema lacerante y una concentración calma y pragmática. Esta cualidad de atención —la atención del fotógrafo, la atención del modelo al acto de ser fotografiado— crean la escenografía moral de los retratos de Arbus, directos y contemplativos. Lejos de espiar a monstruos y parias para sorprenderlos desprevenidos, la fotógrafa ha trabado conversación con ellos, persuadiéndolos de que posaran tan sosegada y rígidamente como cualquier notable victoriano en el estudio de Julia Margaret Cameron. Buena parte del misterio de las fotografías de Arbus reside en lo que sugieren acerca de los sentimientos de los modelos después que accedieron a ser fotografiados. ¿Se ven a sí mismos, se pregunta el espectador, como eso? ¿Saben qué grotescos son? Pareciera que no.
El tema de las fotografías de Arbus es, por usar la solemne etiqueta hegeliana, “la conciencia desdichada”. Pero la mayor parte de los personajes del Grand Guignol de Arbus parecen ignorar que son feos, Arbus fotografía gentes en diversos grados de relación inconsciente o ingenua con su dolor y fealdad. Esto limita necesariamente la clase de horrores que pudo haber incluido en su fotografía: excluye a los sufrientes que presuntamente saben que están sufriendo, como las victimas de accidentes, guerras, hambrunas y persecuciones políticas. Arbus jamás habría fotografiado accidentes, acontecimientos que irrumpen en una vida: se especializó en colisiones privadas y morosas que en su mayoría estaban ocurriendo desde el nacimiento del sujeto.
Aunque casi todos los espectadores están dispuestos a imaginar que estas personas, los ciudadanos del submundo sexual así como los caprichos genéticos, son infelices, pocas imágenes muestran en verdad tensión emocional. Las fotografías de pervertidos y auténticos monstruos no acentúan el dolor, sino más bien su distanciamiento y autonomía. Los travestis en sus camarines, el enano mexicano en el cuarto de su hotel de Manhattan, los enanos rusos en un living de la Calle Cien, y todos los de su especie, son presentados en general como personas alegres, seguras, prácticas. El dolor es más legible en los retratos de los normales: la pareja madura que riñe en el banco de un parque, la tabernera de Nueva Orleans en casa con la estatuilla de un perro, el chico en Central Park blandiendo su granada de juguete.
Brassaï denunció a los fotógrafos que procuran tomar por sorpresa a los modelos con la errónea creencia de que así se les revelará algo especial*. En el mundo colonizado por Arbus, los modelos siempre están revelándose a si mismos. No hay un momento decisivo. Para Arbus, la autorrevelación es un proceso continuo y parejamente distribuido, otra manera de sustentar el imperativo whitmaniano: tratar a todos los momentos como si tuvieran la misma importancia. Al igual que Brassaï, Arbus quería que sus modelos estuvieran plenamente alertas, conscientes del acto en que participaban. En vez de intentar persuadirlos de que adopten una posición natural o típica, los incita a lucir desmañados, o sea, a posar. (Por lo tanto, la revelación de la personalidad se identifica con lo extraño, raro, anómalo.) Estar de pie o sentados rígidamente los hace parecer imágenes de sí mismos.
[* No es un error, en verdad. Hay algo en la cara de la gente cuando no sabe que la están observando que nunca aparece en caso contrario. Si no supiéramos cómo Walker Evans tomó sus fotografías del subterráneo (viajando cientos de horas en los subterráneos neoyorquinos, de pie, con la lente de la cámara atisbando entre dos botones del abrigo), las imágenes mismas dirían a las claras que los pasajeros sentados, aunque fotografiados de cerca y frontalmente, no sabían que los estaban fotografiando, las expresiones son privadas, no las que presentarían a la cámara.]
En casi todos los retratos de Arbus los modelos miran directamente a la cámara. Con frecuencia esto contribuye a hacerlos parecer más raros, casi enajenados. Compárese la fotografía que en 1912 tomó Lartigue a una mujer con sombrero de plumas y velo (“Hipódromo de Niza”) con la “Mujer con velo en la Quinta Avenida, Cuidad de NY. 1968″. Al margen de la típica fealdad de la modelo de Arbus (la modelo de Lartigue es también típicamente hermosa), lo que vuelve extraña a la mujer de la fotografía de Arbus es la audaz soltura de la pose. Si la mujer de Lartigue nos mirara, tal vez nos parecería casi tan extraña como la de Arbus.
En la retórica normal del retrato fotográfico, enfrentar la cámara significa solemnidad, sinceridad, la revelación de la esencia del sujeto. Por eso las fotos de frente parecen apropiadas para las ceremonias (como bodas y graduaciones) pero no tanto para los cartelones publicitarios de los candidatos políticos. (En los políticos es más común el retrato de tres cuartos de perfil: una mirada que se pierde en vez de enfrentar, sugiriendo en vez de la relación con el espectador, con el presente, la relación con el futuro, más digna y abstracta.) Lo que vuelve tan fascinante el uso de la posición frontal en Arbus es que los sujetos son con frecuencia gentes de quienes uno no esperaría tanta docilidad e ingenuidad ante la cámara. Así, en las fotografías de Arbus, la frontalidad también insinúa de la manera más vivida la cooperación del modelo. Para persuadir a esas gentes de que posaran, la fotógrafa tuvo que ganarse su confianza, tuvo que entablar “amistad” con ellas.
Tal vez la escena más pobre del filme Freaks (“La parada de los monstruos”, 1932) de Tod Browning es el banquete de bodas, cuando cabezas de alfiler, mujeres barbadas. siameses y torsos vivientes expresan bailando y cantando su aceptación de la maligna Cleopatra, quien tiene estatura normal y acaba de casarse con el crédulo héroe enano. “¡Una de los nuestros’. ¡Una de los nuestros’” salmodian mientras una copa pasea por la mesa de boca en boca hasta que por último un enano exuberante se la presenta a la novia asqueada. Arbus tal vez tenía una visión simplista del encanto, la hipocresía y el embarazo de fraternizar con monstruos. Tras la exultación del descubrimiento, estaba la emoción de haberse ganado su confianza, de no tenerles miedo, de haber dominado la propia aversión. Fotografiar monstruos “me entusiasmaba muchísimo”, explicó Arbus. “Casi siempre terminaba adorándolos.”
Las fotografías de Diane Arbus ya eran famosas entre los aficionados a la fotografía cuando ella se mató en 1971; pero, como en el caso de Sylvia Plath, la atención suscitada por su obra desde su muerte es de otro orden, una suerte de apoteosis. El suicidio parece garantizar que la obra es sincera, no voyeurista, que es compasiva, no indiferente. El suicidio también parece volver más devastadoras las fotografías, como si demostrara que habían sido peligrosas para ella.
Arbus misma sugirió la posibilidad. “Todo es tan soberbio y sobrecogedor. Avanzo arrastrándome sobre el vientre como en las películas de guerra.” Aunque la fotografía es normalmente una visión omnipotente a distancia, hay una situación donde los fotógrafos pueden morir: cuando fotografían gente matándose entre sí. Sólo la fotografía de guerra combina el voyeurismo con el peligro. Los fotógrafos de un combate no pueden evitar la participación en la actividad letal que registran; incluso visten uniforme militar, aunque sin jinetas. Descubrir (mediante la fotografía) que la vida es “de veras un melodrama”, entender la cámara como arma de agresión, implica que habrá bajas. “Estoy segura de que hay límites”, escribió Arbus. “Dios sabe que cuando las tropas empiezan a avanzar sobre ti te aproximas de veras a esa sensación de pánico que por cierto puede liquidarte.” Retrospectivamente, las palabras de Arbus describen una especie de muerte en combate: tras haber transgredido ciertos límites cayó en una emboscada psíquica, víctima de su propio candor y curiosidad.
En la vieja saga del artista, cualquier persona que tenga la temeridad de pasar una temporada en el infierno se arriesga a no regresar con vida o a volver psíquicamente dañado. La heroica vanguardia de la literatura francesa de fines del siglo XIX y principios del XX ofrece un memorable panteón de artistas que no logran sobrevivir a sus viajes al infierno. Sin embargo, hay una gran diferencia entre la actividad de un fotógrafo, que siempre es voluntaria, y la actividad de un escritor, que quizá no lo es. Se tiene el derecho, tal vez se siente la compulsión, de dar voz al propio dolor —que en todo caso es una propiedad personal.
Así, lo que en definitiva perturba más en las fotografías de Arbus no es en absoluto la temática sino la impresión acumulativa de la conciencia de la fotógrafa: la sensación de estar enfrentándose precisamente a una visión privada, algo voluntario. Arbus no era una poetisa hurgándose las vísceras para expresar el propio dolor sino una fotógrafa aventurándose en el mundo para coleccionar imágenes dolorosas. Y tratándose de un dolor buscado antes que sentido, quizá no haya explicaciones tan obvias. De acuerdo con Reich, el gusto del masoquista por el dolor no surge de un amor por el dolor sino de la esperanza de procurarse mediante el dolor una sensación fuerte; las víctimas de la analgesia emocional o sensorial prefieren el dolor a la carencia absoluta de sensaciones. Pero hay otra explicación de la busca del dolor, diametralmente opuesta a la de Reich, que también parece pertinente: que no se lo busca para sentir más sino para sentir menos.
En la medida en que mirar las fotografías de Arbus es innegablemente una ordalía, son una muestra típica del arte popularizado hoy día entre las gentes urbanas sofisticadas: un arte que es una obstinada prueba de dureza. Sus fotografías brindan la oportunidad de probar que el horror de la vida puede ser enfrentado sin remilgos. La artista una vez tuvo que decirse: bien, puedo aceptar eso; el espectador es invitado a hacer la misma declaración.
La obra de Arbus es un buen ejemplo de una tendencia rectora del arte de los países capitalistas: la supresión, o al menos la reducción, de los escrúpulos morales y sensorios. Buena parte del arte moderno está consagrada a disminuir la escala de lo terrible. Al acostumbrarnos a lo que anteriormente no soportábamos ver ni oír, porque era demasiado chocante, doloroso o perturbador, el arte cambia la moral, ese conjunto de hábitos psíquicos y sanciones públicas que traza una borrosa frontera entre lo que es emocional y espontáneamente intolerable y lo que no lo es. La supresión gradual de los escrúpulos nos acerca, por cierto, a una verdad más bien formal: la arbitrariedad de los tabúes propugnados por el arte y la moral. Pero nuestra capacidad para digerir este creciente caudal de imágenes (móviles y fijas) y textos grotescos exige un precio muy alto. A la larga, no funciona como una liberación sino como una sustracción del yo: una pseudofamiliaridad con lo horrible refuerza la alienación, atrofiándonos para reaccionar en la vida real. Lo que sucede con los sentimientos cuando se ve por primera vez la película pornográfica que dan hoy en el barrio o la atrocidad que televisan esta noche no es tan diferente de lo que sucede cuando la gente mira por primera vez las fotografías de Arbus.
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