Ultimamente, siento un poco de preocupación. por lo obsesiva que puedo llegar a ser con mis pasiones y vicios culpables. Creo que todos lo sufrimos de vez en cuando: Una enorme necesidad que pareciera no tener sentido por algún tema, circunstancia, tópico, aficción, hobbie. Y es esa sensación de querer satisfacer la minima curiosidad se hace enorme, a veces incluso incomoda. En mi caso, es una especie de temporada de locura, que determina periodos de mi vida que es probable pasen a formar parte de esa enorme estructura mental, llena de ideas e imagenes privadas que llamo El Castillo de la Memoria.
Esta semana me aficioné - de nuevo - a investigar sobre las monárquias medievales. Y convertí a la escritora Alison Weir en mi invisible mentora. He leído todos los libros que ha escrito con respecto a los reyes ingleses entre 1489 hasta 1600 y un poco más. Por supuesto, mi favorita es la formidable Elizabeth I, con su portentosa inteligencia y su helada furia ciega, gracias a las cuales convirtió a Inglaterra en un Imperio vasto y finisecular.
No obstante, como pequeño obsequio turbio a mi memoria, también recordé mi odio meláncolico por Ana Bolera. La segunda esposa del Gran Henry VIII, la trágica Jezabel que murió decapitada por obra y gracia del sagaz Wosley.
Cuando era más pequeña, me agradaba muchisimo la figura de Catalina de Aragón, la Reina destronada. Una magnifica intelectual, humilde y firme que se negó a sucumbir a la voluntad de un bárbaro despótico dominado por su genitalidad. Ahora no estoy muy segura. Durante mi sucesivas lecturas de biografias y monografias históricas, me he preguntado si Catalina no era más que otro de los peones en el frío ajedrez de Fernando de Aragón y Henry, en una Europa provincial dividida por un Imperio religioso. Comienzo a pensar que tal vez Catalina era una rehén de sus ideas y de su real linaje, de la misma manera como Ana Bolena era prisionera de su vientre travieso y la camarilla de su padre. Los dos extremos de los estereotipos femeninos, conjugados en una sola historia. ¿Es real tanta sincronia de rostros en el espejo? ¿es posible que la figura de la mujer medieval pueda delinearse con tanta meticulosidad en el texto de la historia?
No lo sé. En realidad, no lo creo.
Si analizamos los trozos desordenados de historia que nos han llegado, las seis esposas de Henry VIII son la viva imagen de la creación masculina, estereotipada y simple sobre la mujer: Catalina, la Casta y abnegada. Ana Bolera, la Gran puta. Jane Seymour, la madre, idealizada en la muerte. Anne Clevees, la eterna virgen. Catalina Howarts, la idiota moral. Catalina Parr, la tranquila vejez. Una triste forma de esquematizar una historia politica y religiosa donde evidentemente las mujeres tuvieron una destacada participación.
Uhmmmm...la visión histórica masculina, siempre tan corta, esceta y sobre todo, carente de realidad.
Ah, una de mis viejas batallas. Sonrio, sostengo el libro sobre Elizabeth I y continuo leyendo sobre el ataque de la armada de la Reina contra la invencible flota Española. Los cañones retumba, el océano se eleva en la noche, mientras el pulso entre ambos imperios lleva el nombre de una perla solitaria, que aguarda en las cámaras secretas, segura del triunfo, compleja, altiva, maligna, bondadosa, magnanima.
El rostro de una mujer que se mira al espejo, todos los rostros el suyo, el triunfo silencioso de la razón también.
Divago un poco sin duda. El sonido de la cercana batalla me ciega. Me adentro en ella. Un silencio de ideas, la oscuridad de la razón.
Esta semana me aficioné - de nuevo - a investigar sobre las monárquias medievales. Y convertí a la escritora Alison Weir en mi invisible mentora. He leído todos los libros que ha escrito con respecto a los reyes ingleses entre 1489 hasta 1600 y un poco más. Por supuesto, mi favorita es la formidable Elizabeth I, con su portentosa inteligencia y su helada furia ciega, gracias a las cuales convirtió a Inglaterra en un Imperio vasto y finisecular.
No obstante, como pequeño obsequio turbio a mi memoria, también recordé mi odio meláncolico por Ana Bolera. La segunda esposa del Gran Henry VIII, la trágica Jezabel que murió decapitada por obra y gracia del sagaz Wosley.
Cuando era más pequeña, me agradaba muchisimo la figura de Catalina de Aragón, la Reina destronada. Una magnifica intelectual, humilde y firme que se negó a sucumbir a la voluntad de un bárbaro despótico dominado por su genitalidad. Ahora no estoy muy segura. Durante mi sucesivas lecturas de biografias y monografias históricas, me he preguntado si Catalina no era más que otro de los peones en el frío ajedrez de Fernando de Aragón y Henry, en una Europa provincial dividida por un Imperio religioso. Comienzo a pensar que tal vez Catalina era una rehén de sus ideas y de su real linaje, de la misma manera como Ana Bolena era prisionera de su vientre travieso y la camarilla de su padre. Los dos extremos de los estereotipos femeninos, conjugados en una sola historia. ¿Es real tanta sincronia de rostros en el espejo? ¿es posible que la figura de la mujer medieval pueda delinearse con tanta meticulosidad en el texto de la historia?
No lo sé. En realidad, no lo creo.
Si analizamos los trozos desordenados de historia que nos han llegado, las seis esposas de Henry VIII son la viva imagen de la creación masculina, estereotipada y simple sobre la mujer: Catalina, la Casta y abnegada. Ana Bolera, la Gran puta. Jane Seymour, la madre, idealizada en la muerte. Anne Clevees, la eterna virgen. Catalina Howarts, la idiota moral. Catalina Parr, la tranquila vejez. Una triste forma de esquematizar una historia politica y religiosa donde evidentemente las mujeres tuvieron una destacada participación.
Uhmmmm...la visión histórica masculina, siempre tan corta, esceta y sobre todo, carente de realidad.
Ah, una de mis viejas batallas. Sonrio, sostengo el libro sobre Elizabeth I y continuo leyendo sobre el ataque de la armada de la Reina contra la invencible flota Española. Los cañones retumba, el océano se eleva en la noche, mientras el pulso entre ambos imperios lleva el nombre de una perla solitaria, que aguarda en las cámaras secretas, segura del triunfo, compleja, altiva, maligna, bondadosa, magnanima.
El rostro de una mujer que se mira al espejo, todos los rostros el suyo, el triunfo silencioso de la razón también.
Divago un poco sin duda. El sonido de la cercana batalla me ciega. Me adentro en ella. Un silencio de ideas, la oscuridad de la razón.
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