Sentada, frente al televisor con los puños apretados, el corazón latiendo tan rápido que me lleva esfuerzos respirar.Un silencio casi solemne se extiende en mi edificio, mi calle. Y mientras tanto, la atención de esta Venezuela joven, súbitamente unida bajo una misma idea llena una sola imagen: Un jugador que corre con todas sus fuerzas, el balón entre los pies, el cuerpo tenso probablemente por la misma emoción que todos sentimos al verlo jugar. Un gemido de angustia general parece surgir cuando Vizcarrondo se detiene, mira la arquería contraria y con una determinación enfurecida, radiante, patea la pelota. La esférica gira en el aire, el silencio se hace denso, imposible de soportar...y de pronto, solo es un grito, que se escucha en la ventana junto a la mía, en la calle, en todas partes. La emoción palpita, se enerva, estalla.
- Gol!! - grito a todo pulmón, en la ventana, al mundo - Gol de la Vino Tinto!!
Y me encuentro con los ojos húmedos, temblando de una alegría simple y diáfana, tan potente que me hace reír en voz alta. ¿De donde ha salido todo esto? Me pregunto mientras la celebración se extiende por todas partes, fluctúa y después termina. De luego, todos miramos de nuevo a los once hombres que nos representan a todos, que luchan en esa pequeña batalla de lo mínimo, lo poderoso, lo importante, lo indudablemente simbólico. Porque por un instante, Venezuela es esta emoción, este orgullo pleno, esta creación personal.
Una vez lo escuché, y no lo comprendí. El deporte más bello del mundo. Y quizá ahora si tiene sentido, pienso, sonriendo, escuchando de nuevo las exclamaciones de alegría y preocupación, sintiendo esta emoción vibrante y joven. El poder de una concepto que nos pertenece a todo, que le da rostro a nuestra identidad.
No me es desconocida en absoluto esta pasión por el fútbol. Siendo hija y nieta de inmigrantes Europeos, el Fútbol - la furia, la esperanza, la alegría, esa enorme obsesión Universal por el balonpie - fue parte de mi infancia. Por años, mi abuelo materno se esforzó por intentar inculcarme su amor al deporte Rey: recuerdo tardes perdidas, disfrutando de partidos anónimos de la liga española, sentada junto a mi abuelo, quizá aburriéndome un poco. Tengo una imagen nítida de él, gritando con el puño cerrado, aupando a su querida selección española, hablándome sobre su sueño de verla llegar triunfar en algún mundial. Hace dos años, su esperanza se hizo realidad, y en conmemoración suya, celebré. Llevé la camisa de la Oncena española y aplaudí su hazaña. No obstante, no sentí otra cosa que una emoción tibia que más tenía que ver con la melancolía. Celebré por esas tardes de niña, por la sonrisa de mi abuelo, por su ausencia. Y la sensación fue gratificante pero aun así, superficial, quebradiza. Recuerdo haber llevado la camiseta de la Selección Española con cierta sensación de frugalidad. Un símbolo, pero carente de cualquier peso personal.
Pero desde hace un mes, comencé comprender a mi abuelo a cabalidad. Sin esperarlo, en realidad sin saber que ocurriría, me convertí en un fanático más la selección criolla, llamada cariñosamente la Vino Tinto por sus inquebrantables seguidores. Un poco sorprendida por mi entusiasmo, me descubrí disfrutando de los partidos, aprendiendo los nombres de los jugadores, apoyando la esperanza con la fe firme e inocente del aficionado. Un milagro, de esos pequeños, diminutos, inesperados, que probablemente sean los que más agradecemos. Poco a poco, la pasión que recordaba haber admirado, pero jamás experimenté en realidad, comenzó a brindarme una nueva perspectiva sobre el fútbol, sobre el significado de la identidad nacional, el poder de creer y confiar en esa pasión enorme, acendrada en el gusto popular. Y me volví parte de los fanáticos, con torpeza, con timidez, pero con esa convicción de que conservan la esperanza. A gritos, con el puño en alto. Orgullosa, llena de esa emoción profunda de quienes aprendemos que el deporte, como el arte, es una forma de fe.
Y de pronto, no fue solo la pasión y el fanatismo deportivo. La Vino Tinto, como símbolo, envió un mensaje a esta Venezuela descreída, endurecida por años de extremismos, aislada en sus propias batallas, herida por la desesperanza. Venezuela - como metáfora, como creación social - dejó por un momento de señalar al distinto, de sostenerse en el prejuicio para unirse en una única idea, para comprenderse como una identidad fuerte, renacida. La VinoTinto, logró en cuatro semanas, lo que en una década no fue más que un deseo abstracto: Unir a Venezuela en la esperanza de lo posible.
Porque los Venezolanos que sentimos el símbolo de esa identidad en la selección nacional, somos también los que creemos en la posibilidad de un país que construir, en un futuro real. Y si, en los pequeños - grandes -milagros que brindan sentido al poder de construir una identidad nacional rebosante de fe, de este rostro joven que la VinoTinto le ha brindado al país.
De nuevo, inclinada hacia la pantalla del televisor absolutamente concentrada en la imagen: La pelota rueda por el campo, esta vez en los pies de Arango. El jugador hace una finta, esquiva al contrario y después se impulsa hacia adelante, a toda velocidad, a ciegas quizá, en busca del gol. Haciendo historia para cada uno de nosotros. Y Venezuela va con él, gritando, riendo, el puño en alto, enaltecidos por esta pequeña ganada: la de la fe.
La imagen que acompaña la entrada es autoria del Genial Eleazar 'Caps' Briceño
1 comentarios:
Excelente reflexión!... Saludos!
Publicar un comentario