lunes, 15 de agosto de 2011

La muerte del Lirio.








Cuando era una niña de nueve o diez años, recibí lo que yo diría, fue la primera acusación de mi vida: Era "preguntona". Tal termino me lo endilgó una de mis tias, cuando me dediqué, durante horas enteras, a escudriñar todo lo posible sobre mi ciudad, sobre como era Caracas cuando aun no habían sido construidos los grandes edificios que eran propios de su silueta habitual, sobre si de hecho, había existido Caracas antes de esa urbe movediza y extraña que era ahora mi hogar. Mi tia al parecer pensó que toda las interrogantes que le planteaba tenian más que ver con mi deseo de importunarla que con una verdadera curiosidad, pero en realidad era una expresión de mi gran asombro por la Ciudad que llevaba el nombre de una Rosa de la montaña.

Porque Caracas siempre fue, incluso cuando yo era muy niña para entenderlo de esa manera, la figura ideal de lo que era mi hogar, del norte de lo que consideraba la personalidad de mi país. Recuerdo de manera muy nítido haber pensado en una oportunidad si existia algo más que el hermoso Avila, la montaña misteriosa y exquisita que rodea nuestro valle, o las hermosas avenidas de corte antiguo, con sus mansiones solariegas y su extraña sonnolencia tropical. Se me hacia impensable la idea que el mundo tuviera otro significado, que la sonrisa de los caraqueños, el sabor de los helados de la plaza Bolivar, la Solemnidad de la Catedral, la alegria urbana y un poco bohemia de Sabana Grande, la Señorial dulzura de la Candelaria. Para mí, Caracas lo era todo, eran todos los rostros de la vida en medio de una expresión anecdótica. Incluso en sus formas más crueles y tristes: la pobreza extiendose en sus esquinas, los destellos de los barrios rodeando las ondulantes lomas, febril, llena de contrastes. Tan viva, tan exquisita, tan aterrorizante. Mi ciudad, el hogar de mis esperanzas, el lugar donde por primera vez senti unida a mi propia identidad formal y real.

Sin embargo, creo al crecer, la nostalgia de esa imagen cristalina de una identidad urbana terminó resquebrajandose en el peso de la realidad.

Ultimamente he sentido que Caracas murió. La imagino como una dama Antigua y devastada por el olvido, yaciendo en un lecho de lirios marchitos. Una sensación de perdida me invade en medio del absurdo caos en el que sucumbió el concepto de mi hogar, las casas y edificios que en mi imaginación tenían un brillo casi mitológico. La belleza decadente y sin esperanzas de un cielo mudo. A veces camino las calles y avenidas, sintiendome profundamente desolada, preguntandome a donde ha ido a parar la creación dialéctica y la pulcra ternura que antes identificaba con mi concepto de esta ciudad, de este mundo que era mio, de esta idea de convivencia que relacionaba exclusivamente con la sombra del Ávila en las tardes soterradas.

Ahora, Caracas solo es un eco de voces discordantes, abandonada de estructura y vivacidad. Un Monstruo recién salido de la imaginación de Hobbes, devorandose a si mismo. En ocasiones tengo deseos de llorar, cuando miro las fotografias de la Caracas donde crecí, no hace demasiados años, y siento la añoranza de haberla perdido, de ser un doliente en un funeral sin difunto.

Mi Caracas, la esperanza, el rostro de mi tiempo en metal y cristal. Caracas, que fue el sueño de pintores y cantante, ahora reducida a una imagen venial de si misma.

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