domingo, 2 de octubre de 2011
Muerte en Venecia: La belleza Fatal.
Anoche, de nuevo gracias a mi insomnio pertinaz, me topé con una de mis peliculas favoritas del gran director italiano Luchino Visconti, Muerte en Venecia. Tal vez se trate que adoré el libro homónimo o que me desconcierta la capacidad de Visconti para recrear complejos conflictos introspectivos en imagenes. Cual sea el caso, disfruté de esta revisión del mito visual: un deleite para el Cinéfilo que guste del complejo cine Italiano de principios de los años `70 o un poco más.
Como todas todas las obras de este reconocido director, Muerte en Venecia tiene un transfondo mitologico, soterrado y sutilmente bosquejado entre la belleza elegante y refinada, entre los dialogos exquisitos, los extensos primeros planos de dureza implacable. Visconti siempre intentó recrear la idea más criptica de la palabra y la imagen a través de simbolos culturales perdurables, que se crean asi mismo a través de la paradoja desnuda de la comprensión. Por supuesto, tal recreación tenía un ingrediente personalista, aunque no complementamente individualista. Cada evocación pertenece de alguna manera al subconciente colectivo, al pensamiento anecdótico y estético más profundo y quizás más subconciente que anima a todo espiritu a buscar la belleza y la complejidad de la idea.
Diana, diosa de la caza y protectora de los bosques, gustaba de disfrutar baños a la orilla de los ríos por los que paseaba junto a sus ninfas. El joven Acteón salió un día de caza con sus perros y sin darse cuenta se adentró en el bosque hasta el lugar donde la diosa Diana disfrutaba de uno de sus baños. Aun sabiendo que estaba prohibida la visión desnuda de Diana, Acteón permaneció allí observando. La diosa se percató de su presencia y, enojada, transformó al joven en un ciervo, que terminó devorado por los mismos perros que antes guiaba. La Estética del Arte analiza las numerosas representaciones pictóricas del mito de Diana en la época del Barroco considerando que Acteón es el buscador de la belleza; sin embargo la belleza en estado puro, esto es, la perfección, no puede ser contemplada. Por esta razón Acteón acaba siendo devorado por sus propios perros.
Muerte en Venecia (1971) de Luchino Visconti adapta la novela homónima del escritor alemán Thomas Mann publicada por primera vez en 1912. Tanto en el original literario como en su transposición cinematográfica subyace el sentido del mito de Acteón y Diana: el artista que busca la belleza y que al contemplarla en su total desnudez se consume. Como el Acteón de los textos clásicos, el protagonista de Muerte en Venecia, se encontrará frente a su propio ideal de la belleza y será devorado por su desnuda perfección. Gustav Von Aschenbach, compositor alemán de renombre, se dirige a Venecia para pasar unas vacaciones estivales en soledad. Aunque la ciudad está llena de turistas y el clima es insoportable, hay algo que retiene a Aschenbach allí: el creciente sentimiento que nace en él respecto a un joven muchacho polaco que conoce en el hotel en el que se aloja, hasta el punto de que ni siquiera el brote de cólera que azota la ciudad conseguirá que nuestro protagonista abandone el lugar. Partiendo de esta premisa, Luchino Visconti erige una obra maestra que profundiza en la naturaleza del artista y su relación con el arquetipo de la belleza.
Es difícil encontrar en la Historia del Cine una conjunción de talentos tan mayúscula como la que tiene lugar en Muerte en Venecia de Luchino Visconti. El texto de Thomas Mann, obra fundamental de la literatura del siglo XX, no presentaba a priori las características propias de una novela de la que pudiera extraerse un buen material cinematográfico. El relato de Mann tiene un destacado componente ensayístico y las impresiones del autor (a través de su protagonista) tienen mayor relevancia que una trama en la que apenas hay lugar para la acción; sin embargo, viendo el trabajo de Visconti, queda la impresión de estar ante un texto profundamente visual y cinematográfico. La música de Gustav Mähler es indisociable de las imágenes rodadas por Visconti; entramos en la consideración estricta de lo que es el melodrama (dramatización musicada) y donde la Sinfonía Número 5 de Mähler añade una dimensión profundamente dolorosa a los cuadros que compone Visconti con la cámara. La fotografía de Pasqualino de Santis recoge toda la belleza y toda la decrepitud de una Venecia retratada como nunca en el cine. La interpretación de Dick Bogarde es una de las composiciones más emotivas y carnales que ha dado la Historia del Séptimo Arte. Todos estos elementos elevan la película a la categoría de obra maestra.
Después de varios años rondando la idea de llevar a las pantallas la novela de Thomas Mann, un Visconti en el final de su carrera erigió una obra mayor, la cual necesitaba de la sensibilidad y madurez del director italiano para captar la profundidad dramática del libro. Además el texto permitía a Visconti continuar con algunas de las constantes temáticas y estéticas de su producción. Ocho años antes había rodado El Gatopardo (1963) que condensa gran parte de los hallazgos narrativos y estilísticos de los que volvería a hacer gala en Muerte en Venecia. Sólo hay que contemplar las secuencias finales de ambas cintas para establecer correspondencias; en ambos casos los protagonistas emprenden un largo paseo a través del cual toman conciencia de la decrepitud del mundo que les rodea y de su propia decadencia y muerte (metafórica en el caso de El Gatopardo y real en el de Muerte en Venecia). Además Muerte en Venecia delimita una nueva y última etapa en la filmografía del autor, compuesta de tres títulos más: Ludwig (1972), Confidencias (1974) y El inocente (1976).
Comienza y termina Muerte en Venecia con un sol naciente (aunque de connotaciones crepusculares) reflejado en las tranquilas aguas del Mar Adriático. En sólo estas dos imágenes podemos sintetizar la película: Venecia es tanto el comienzo como el final, la vida y la muerte: el nacimiento, porque sólo la visión de la belleza puede dar a luz a la vida; la muerte, porque una vez contemplada la belleza, no puede quedar nada más. Para Aschenbach el arquetipo de la belleza estará encarnado en las formas del joven Tadzio. Ríos de tinta se han vertido en torno al tema de la homosexualidad en la obra, más si tenemos en cuenta algunas consideraciones biográficas acerca de Thomas Mann o del propio Gustav Mähler (cuya presencia inspiradora deambula también en el original literario), o la condición reconocida de Visconti. No obstante es banal quedarse en esta primera aproximación. Y es que en Muerte en Venecia la pasión carnal no tiene lugar, sólo la contemplación en la distancia del objeto del deseo, como expresión máxima de la belleza que anhela el artista.
Todo esto no quiere decir que el componente humano sea arrinconado por la reflexión filosófica y artística, muy al contrario: Visconti es sin duda uno de los directores de cine que mejor han sabido captar las sensaciones y sentimientos de sus personajes a través de imágenes mudas. El director apenas necesita algunos diálogos para ejemplificar el proceso vivido por su protagonista. En su rostro, en sus gestos, en sus movimientos, pero sobre todo en su mirada, encontramos el sentido de lo que se nos está contando. Hay frivolidad, hay hastío, dolor por la pérdida y angustia ante la revelación vivida. Hay temor y agonía y hay, al final, resignación y gozo ante la asunción de la imposibilidad de vivir después de contemplar la imagen de la perfección.
Belleza y perfección como temas encuentran el cauce visual perfecto en la sensibilidad de Visconti. El autor construye su película como una sinfonía armoniosa y simétrica, dividida en dos fragmentos perfectos. El punto de inflexión tiene lugar cuando Aschenbach decide marchar de Venecia, hacia la mitad de la cinta; la pérdida de sus maletas será la excusa perfecta para permanecer en la ciudad. Esta estructura totalmente simétrica sirve a Visconti para enfrentar las dos Venecias de la película: la Venecia de la primera parte, resplandeciente, cálida, amable y ostentosa, y la Venecia de la segunda parte, decrépita, decadente, sucia y enferma. El cólera toma progresivamente la ciudad y, con ella, la vida de Aschenbach, que también se extingue en una dolorosa agonía por las calles de Venecia y por los tormentosos recuerdos de un pasado que, por pasado y distante, adquiere las formas bucólicas y nostálgicas de la idealización (léase, la perfección y la belleza). Como el adagio de Mahlër, el protagonista cae progresivamente en un pentagrama de notas que deambulan de lo sublime a lo patético, hasta el climax final.
Y es así como Aschenbach, cuan Acteón ante la visión de Diana, acaba devorado por el deseo, por el compromiso ineludible del artista con la búsqueda de la belleza. Sin duda Muerte en Venecia es el manifiesto cinematográfico más lúcido sobre la belleza. Y, como tal, se eleva por encima de su consideración mediática hasta la categoría de obra de arte. No se trata únicamente de cine: se trata de pintura, se trata de poesía, de música, es decir, de amor y respeto por el arte en su máxima expresión. El espectador sólo puede contemplar Muerte en Venecia como Aschenbach contempla a Tadzio en los momentos finales de su vida: absorto, maravillado, consumido y desolado. Y después de tal visión, la muerte: la muerte física de Aschembach y la muerte metafórica del espectador, porque agota para siempre la posibilidad de volver a descubrir la belleza en estado puro, la total perfección, en una pantalla de cine.
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