sábado, 28 de abril de 2012

En medio de los extremos: Machismo, feminismo y todos lo que sobrevivimos entre ambas cosas.



La cosa comenzó  más o menos así: estoy leyendo mi TL de twitter a altas horas de la noche - método dudoso para distraer el insomnio - y de pronto, leo esta frase: "Las feministas son las mismas que le salen telarañas en la Concha". Parpadeo, pensando que se escapó algún fanático machista en mi constante purga de locos entre quienes leo, y me sorprendo cuando compruebo que quién escribe la frase, es una chica. Y muy joven por cierto. Que extraño efecto de rebote ha tenido el feminismo extremo, pienso perpleja  y  después, no puedo menos que preocuparme: ultimamente las mujeres la tenemos complicadas en esto de buscar una definición sobre nuestra propia identidad.

No soy feminista, ni mucho menos. Mi abuela, quién era una mujer muy progresista, me educó de la misma manera que a mi madre: comprendiendo que hay una evidente, consistente y concreta diferencia entre la manera de pensar de un hombre y una mujer. Y eso es bueno. Sano, de hecho. Recuerdo que mi abuela siempre solía insistir en el hecho que esa diferencia era una manera de equilibrar la naturaleza: ambas formas de ver el mundo se completaban para crear un concepto muy sustancioso sobre eso tan complejo que llamamos realidad. De manera que crecí convencida que la mujer  - y el hombre, claro - buscan y necesitan un compañero. Un punto de equilibrio, alguien que le ayude a ver el mundo de una forma completamente distinta a la suya.

Por supuesto, después crecí y me enteré sobre la lujuria, el pasatiempo del sexo, la soledad, el temor, la alegría, el mero enamoramiento y todos esos interminables matices que forman el mundo emocional del ser humano. Pero continuó pareciéndome que el hombre y la mujer se miran uno al otro con gran curiosidad e interés. O las mujeres entre sí, o los hombres. Cualquiera sea tu preferencia, en realidad.  En la cama y fuera de ella, en la mesa y en la calle, conduciendo y solo conversando, somos un binomio que busca completarse, que intenta entenderse, que le irrita la diferencia y a la vez, intenta abarcarla con un esfuerzo de imaginación. Como sea el caso, una mujer y un hombre son identicos, solo que en extremos distintos de una amplia dimensión de ideas y conceptos a medio construir.

Entonces llegué a la Universidad y conocí el feminismo. O lo que en Venezuela se asume por feminismo, que es aun peor que el real.

Tuve muchísimas amigas "feministas" mientras estudiaba leyes en una Universidad de mi ciudad. Era muy joven entonces: terminé la secundaria siendo una adolescente y sin saber muy bien como, me encontré estudiando con un grupo de adultos jóvenes quienes me adoptaron como una especie de mascota. Lo acepté con cierta resignación y traté de acostumbrarme a la idea. Los acompañaba a sus aburridas películas de autor, intentaba leer sus libros de grandes pretensiones sin mucho interés - y nunca mencionar que tal vez era mi segunda relectura del aburrido libraco - y claro, está escuchar sus ideas sobre el mundo con un minimo de respeto. Porque si algo aprendí de ese primer choque con el mundo adulto, es que las ideas más populares son una especie de fuente inagotable de argumentos incompletos y sin sentido.  Y justamente eso me pareció el feminismo tropical de la mujer latina: esa "cuaima" insegura que vociferaba que ningún hombre podría "joderla". O la que "no necesitaba un hombre para vivir" o simplemente la que consideraba al sexo masculino "primitivo y pendejo". Lo escuché todo, entre aterrada y desconcertada, y la mayoría de las veces, preferí guardarme mis opiniones al respecto. Después de todo, era la adolescente aun con ortodoncia en los dientes, entre mujeres que ya exhibían un anillo de bodas en el dedo anular.

Pero la cosa fue tornandose cada vez más grave. El feminismo de los gritos, se contraponía al machismo tradicional de nuestro país y pronto descubri que en medio de todo eso, subsistian los sobrevivientes como yo, que no pertenencian ni a un bando ni a otro, y que mucho menos se sentian identificado con ninguno de ellos. La primera vez que sentí alivio al hablar al respecto, fue cuando me hice amiga de una chica cuya primera frase me demostró que estaba tan harta como yo del tema del hombre, la mujer, y la guerra de los sexos.

- Si no vas a hablar de películas, libros, pendejadas varias  o televisión, mejor te callas - casi me escupió a la cara. Y puede parecer muy agresivo, si no entiendes que ambas debíamos transitar en un mundo donde el pan de cada día era es especie de batalla dialéctica entre las mujeres y los hombres intentando demostrar su supremacia. De manera que casi grito aleluya con aquel comentario.

Poco a poco, las tímidas, las que no discutían a gritos con los hombres o se vanagloriaban de su "carácter", las que no teníamos grandes senos que mostrar - o quizá si, pero no a toda hora - las normales, en suma, nos reuniamos en una especie de grupo de protección mutua. Nos llamabamos a nosotras mismas: "las locas bohemias" y ese simple apelativo, esa idea tan concreta de nuestro mundo, nos permitía sobrevivir a aquella extraña manera de entender a la mujer que parecía muy propia de nuestro circulo y nuestra cultura. Siempre me sorprendía esa necesidad de la "femenista" venezolana por demostrar que podía "dominar" al hombre, que al parecer era concebido como un necio sin voluntad, y esa idea más o menos amplia, que las relaciones de pareja eran una excusa para el beneficio mutuo. Sexual, social, cultural, pero había allí un intercambio de satisfacción que distaba mucho de mi interpretación - muy idealista, lo reconozco - de la pareja y la forma de entender esa extraña dinámica entre el hombre y la mujer.


De esa época conservo mi natural temor hacia la "cuaima" gritona y sobre todo, hacia la mujer y el hombre en la "lucha de los sexos" convertida en una caricatura de estereotipos, más que un real enfrentamiento de ideas, que también es válido.

De la Cuaima al mundo femenino:

Cuando comencé a cursar mi segunda licenciatura Universitaria, conocí, de hecho a las primeras feministas reales de mi vida. A las del hecho concreto, a las que estaban convencidas que la sociedad patriarcal en que vivimos está presente en cada cosa que hacemos, en cada idea que se fomenta, en cada forma de ver el mundo que forma parte de la cotidianidad. Y por supuesto, sé muy bien que Venezuela es un país donde la figura masculina es exaltada en detrimento de la mujer, pero este femenismo de "librito" tenía el mismo rasgo histérico, primitivo y violento del machismo contra el que decía luchar. Ya por entonces, era una joven mujer con unas cuantas relaciones a cuestas, algunas buenas, otras extraordinarias, unas cuantas francamente pesimas. Y con esa pequeña experiencia, todo el discurso del "género superior"  - cual sea - me llenó de un supremo aburrimiento, y peor aun, la sensación que los hombres y las mujeres - al menos en mi país - intentaban sobrevivir al sexismo de la peor manera posible: caminando hacia los extremos sin mirarse uno al otro.

Por entonces, me encontraba en una plena toma de conciencia de mis valores más personales. Mi abuela llevaba casi cinco años de muerta, pero seguía estando muy presente en mi vida: su insistencia en la igualdad basada en el respeto de las diferencias, seguían siendo parte del caldo de cultivo de mis ideas y con el tiempo, se convirtió en un pensamiento que jamás abandonaba del todo. Además, como bruja, mis ideales sobre la feminidad tenían un lugar preponderante en mi vida. Y tal vez por ello, sentí un rechazo visceral hacia ese concepto tan irrisorio del mundo "para mujeres", de la misma manera que lo sentía por la perspectiva de "un mundo patriarcal". Ambas vertientes, ambas luchas, carecian no solo de sentido, sino de absoluta sustancia. En silencio, profundamente aburrida, me sentaba a escuchar los largos debates sin resolución de las femenistas, que con el cabello corto y sin maquilaje, ropa sucia y mucha ira, gritaban a quien quisiera escucharlas que estaban "libres" de la dominación del "macho estético". Aquellos delirantes discursos me sobresaltaban y la mayoría de las veces me hacían reír, aunque más de una vez, entré en discusión solo por el mero hecho de intentar comprender hasta donde podía llegar el extremismo como perspectiva de tu propia identidad de género. Eran discusiones universitarias, claro, a salvo del mundo real. Recuerdo una en especifico, donde una de las exaltadas oradoras, pareció ofenderse por mi evidente falta de interés por aquellos planteamientos que bordeaban la histeria.

- Allí estas, toda maquillada y peinada - me gritó - una viva muestra de la esclavitud de la estética masculina. ¿Para quién te arreglas como una puta? ¿Vendiendote como ganado?
- En realidad me maquillo para mí, tengo ciertas ideas sobre el maquillaje y el ritualismo - le expliqué, un poco atolondrada por su planteamiento. Pero a la mujer mi respuesta pareció enfurecerla aun más.
- Rituales masculinos.
- No, rituales del subconciente. Lo dice Jung - levanté el libro que llevaba entre los brazos - no creo que tenga que ver nada con una necesidad mia de combatir al "macho opresor".
- Todas lo desean - la discusión había atraído a un cierto número de espectadores, que nos observaban a ambos entre divertidos y confusos - Todas desean ser admiradas, queridas y aceptadas.
- Eso es un rasgo común en todos, no solo femenino. Todos queremos ser queridos y aceptados, no solo las mujeres.
- Pero la sociedad nos obliga!
- Tu puedes aceptar o no esa idea social sin agredir a nadie. Eres tan machista como un hombre, solo que en lugar de declarar que la mujer es inferior, insistes que es superior.

Me encontré gritando sin saber como y cuando me callé, mis últimas palabras quedaron flotando en medio de ese silencio incomodo de una discusión que llegó a un final tortuoso. La chica me miró dolida, y de hecho, yo misma me sentí profundamente angustiada por todo aquello, por esa debate sin mayor importancia que llevabamos a cabo en mitad de una Universidad, perfectamente protegidas del mundo real. Cuando el grupo de espectadores se disgregó, me disculpé con la chica, pero ella me miró con ese odio de quién se siente traicionado. Y entendí, no sin cierta preocupación, que parte de su furia provenía del pensamiento de como podía yo mujer, no entender que el mundo masculino estaba allí para agredirnos. O al menos esa era su visión de las cosas.


Tal vez, fue en ese mar de ideas que comprendí que nunca había sido feminista. Ni lo sería. De hecho, me aterraba la militante y deformada idea de feminidad que vendían este grupo - bastante numeroso por cierto - de extremistas de género. Porque si bien, siento una repugnancia insoportable hacia los machistas, esa violento intento de supremacio del macho primitivo, también siento un sentimiento muy semejante por su reacción exacta, por esa manifestación de odio del feminismo agresor, de quienes creen que disminuyendo al hombre pueden alcanzar algún tipo de superioridad conceptual.  Y es esa idea del hombre y la mujer eternamente enfrentados, uno al otro, no solo a nivel social, sino cultural y psicológico, lo que siempre me ha parecido debe debatirse, argumentarse, comprenderse. No ese odio tan primitivo como desdibujado que provoca el mero extremismo.

Por supuesto, con los años, mi opinión ha seguido evolucionando, lo cual creo que es bueno. Como mujer en los primeros años de su treintena, he aprendido a comprender mi propia identidad - la de la mujer, la profesional, mi identidad de género - como parte de una idea social que me engloba a mi misma como individuo. Claro está, sé que vivo en un país machista, y sé desde luego, que diariamente debo enfrentarme a un país donde se infravalora a la mujer, donde la feminidad es cuestionada y poco apreciada. Pero aun así, me niego a caer en el extremismo absurdo, en creer que destruyendo esa necesidad de equidad, en la diferencia, puedo obtener algo más que una ligera frustración. Y es que creo que como mujer, siempre estaré consciente que mi lucha por mis derechos tiene que ver mucho con una búsqueda de igualdad, más allá de cualquier idea de superioridad o reivindicación. Porque el tema no quién tiene mayor valor, sino cual es mi valor en el ámbito de todas las cosas.

Sonrío, ante esta nueva generación de mujeres que gritan sobre telarañas en la concha y otras menudencias y me pregunto, como serán las luchas del futuro, cual será la forma como la mujer encuentre su propia identidad en medio del legado histórico que debe manejar. Y me llena de una pequeña, pero brillante satisfacción pensar que tal vez, esa idea de mi abuela sobre la mujer y el hombre iguales, en medio de su profundo antagonismo, aun tiene mucho que crear, que construir, que avanzar.

Una forma de esperanza, quizá.

C'est la vie.



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