Tal vez esta sea una afirmación exagerada, pero hoy me despertado pensando que toda obra puede explicarse a través de su autor. Tal vez se trate del hecho que todos los días me convenzo un poco más que creamos para hablar en un particular idioma personal, o simplemente que el arte es tan subjetivo que resulta por completo inclasificable. Como el caso de Phoebe Gloeckner, autora que adoro y cuyo Comic Book más reciente acabo de comprar en una de esas raras ocasiones que he visto que en Venezuela se comercialice el trabajo de la autora. En su obra "Vida de una Niña" , me parece ver reflejado esa niña huidiza a la que la autora da vida a través de su trazo inteligente y su capacidad para crear mundos diminutos, misteriosos. Incluso inquietantes.
Pero insisto, me preocupa mi propia insistencia insistencia matutina en atribuir a la circunstancia del escritor su obra subsecuente. El problema es, creo, que este tipo de interpretaciones se basa a menudo en aspectos muy superficiales, demasiado ligados a la vida visible del autor. Y como ya sabemos, esa vida visible es sólo la punta del iceberg: contiene únicamente aquellos elementos que deseamos mostrar o que no somos capaces de ocultar. La reflexión por tanto se anula a sí misma: la clave se encuentra en el interior de una gruta a la que nos es imposible acceder, en primer lugar por su hermetismo, y en segundo, porque cualquier descubrimiento será automáticamente deformado por nuestra propia mirada. Tal vez por eso sea mucho más acertado, o al menos, más efectivo, acercarnos a una obra despojados de toda subjetividad y analizarla como un artefacto absolutamente autónomo, asumiendo que fue escrita por alguien a quien jamás lograremos conocer.
Sin embargo, yo soy incapaz de ese tipo de aproximaciones. Sobre todo cuando ese ‘artefacto’ es obra de una mujer. La lectura se convierte entonces en una búsqueda incesante de lo que hay detrás, reforzada a menudo por la sospecha de que eso era exactamente lo que ellas querían, que alguien las encontrara. Aunque sé que es posible que este deseo sólo sirva para delatar mi propio narcisismo, no puedo evitar que pasar cada página sea para mí como descorrer una cortina.
Díganme: si ustedes hicieran como yo, y empezaran a leer este cómic por el final, ¿podrían desligar la lectura de ese aire psicótico que hay en la mirada de la Phoebe Gloeckner adulta? ¿Podrían desligarla de lo que explica Robert Crumb de ella en su introducción? ¿Podrían olvidar por un momento que Minnie, Sally y Penny son en realidad la propia autora, y que esa vida horrible que relata es la suya? Yo no, y quizás eso me impida valorar correctamente otros aspectos, narrativos o gráficos, de su obra. Y quizás explique también, junto a otros motivos, porque, pese a valorar el arte por encima de cualquier otra cosa (o precisamente por ello), yo no voy a ser jamás escritora o una excelente crítica teórica, sino una buena lectora-espectadora-receptora. Aclarado este punto, que espero tengan presente en lo sucesivo, si les interesa, sigo con mi irregular interpretación de este cómic.
La historia de Minnie-Sally-Penny está estructurada en torno a tres etapas: infancia, adolescencia y edad adulta. Es decir, que no se ha respetado el orden cronológico en el que fueron dibujadas, sino un orden biográfico. Sin embargo, y a mí me resulta sorprendente, la cohesión entre las historias es perfecta: la mirada retrospectiva de El tercer amor de Minnie (o pesadilla en la calle Polk), del año 94, guarda total continuidad con la inmediatez de Ella es Mary la menor, dibujada en el año 76, cuando Gloeckner tenía tan sólo dieciséis años. Creo que ello se debe a la desconcertante sinceridad y a la capacidad de autoobservación que recorre todas ellas.
Así, de una infancia desestructurada y constantemente interrumpida por episodios de abusos sexuales y castigos arbitrarios —y dibujada, contribuyendo a que resulte todavía más chocante, con un estilo que por momentos recuerda a las ilustraciones de los cuentos infantiles y, en otros, al de Julie Doucet— pasamos a una adolescencia en la que toda esa destrucción ha sido introyectada. Minnie no busca en el exterior una salida a ese entorno abyecto en el que ha crecido, sino una forma de continuar y de construir su propio infierno. El San Francisco de finales de los años 70, con el movimiento hippie convertido en escombros y mostrando su cara más perversa y descarnada —esa que también (y tan bien) mostró Crumb en sus cómics— constituía el medio ideal para hacerlo. Todos cargamos con las culpas de nuestros mayores, y la adolescencia de Minnie, dispuesta a ceder todo rastro de dignidad por sentirse amada (utilizada) al menos durante unos minutos, es una especie de purgatorio autodestructivo.
Pero, sin embargo, como explica Crumb, Gloeckner sobrevivió. “Algo ha cambiado dentro de mí. Ya no siento la necesidad de esconderme. (...) Supongo que ese cambio se debe a que me he demostrado a mí misma que, de algún modo, soy capaz de funcionar normalmente en sociedad”.
Aunque la duda, el veneno, sigan ahí.
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