Caracas, te debía escribir algo bello para ti. No lo pude hacer esta semana y ya sabes porque, pero no olvidé que tenía esa deuda moral contigo. Veamos que resulta hoy, estando como me encuentro, llena de una cierta nostalgia indefinible que se me ocurre llamar amor.
Pero por supuesto, el sueño terminó muy rápido. Crecí en la Caracas de los '80 y '90, la Caracas acelerada y que crecía en desorden, desbordándose por las esquinas en una prosperidad sin orden ni concierto que terminó siendo su peor condena. Porque entre la Caracas de mi infancia, tímida y radiante, obra quizá de mi imaginación y esta Caracas cosmopolitan, agresiva y fragmentada, había un trecho gigantesco. A veces, en medio de esa adolescencia mía, tan callada y silenciosa, caminaba por Bellas Artes y tomaba un café muy delicioso y amargo en el Rajatabla del viejo Ateneo y pensaba sobre que estaba ocurriendo en mi ciudad. Era el momento de la prosperidad sin cuento: nacían edificios como árboles intimidantes, la ciudad parecía extenderse en todas direcciones, estirarse, abrirse, delineando nuevas fronteras y desmoronando otras. Caracas dejó de ser melancólica y se convirtió en emocionante. La Caracas de la estrafalaria vida nocturna, de los amaneceres en el Mirador, rodeada de grupo de amigos, de la Sabana Grande del Gran café, de la Plaza de los Museos, de las Mercedes Trendy, del Galipán solitario. Y parecía ser que la ciudad misma se definía a si misma lentamente: cada vez más árida, brutalmente hermosa, tan desconcertante que en ocasiones me parecía vivir en otro lugar, por completo distinto al que había crecido. Nunca supe si eso era bueno o malo.
Y de pronto, todo aquella carrera precipitada, aquel crecimiento floreciente de primavera atolondrada, cesó. No hablo que cesó progresivamente: fue brusco, como una caída en el vacío. Sin que mediara transición alguna, Caracas se quedó congelada en una adolescencia perpetua, casi tristona, que parecía comenzar a desmoronarse con lentitud, pero de manera irrevocable. Era casi la mitad de la década de los `90, Venezuela ya no era tan próspera - ni lo sería de nuevo - y Caracas parecía el reflejo de esa tristeza de la perdida, de un brusco despertar a la realidad. Mi ciudad, la real y de la imaginación, se transformó en otra cosa, en una mezcla de dolor, desesperanza y violencia. Se volvió peligrosa, perdió cierto sentido de la identidad, y dejó de ser esa Dama Lirio de mi infancia y esa opulenta imagen del futuro de mi adolescencia. Y me encontré recorriendola sorprendida, angustiada, más que todo por intentar encontrar a donde había ido todo lo que amaba de ella, que por cualquier otra razón.
En ocasiones, esa nostalgia me hace abrir cajas guardadas y gaveteros atestados de papeles para mirar mis primeras fotografías de esta ciudad voluble, extraña, dura y hermosa. Caracas parece una niña, como lo era yo, en esas imagenes rotas, sin mucho pulso. La miro y recuerdo el mundo que fue, para sonreir, mientras la Plaza Bolivar parece emerger de un sueño y una Sabana Grande luminosa se crea así misma en luces y sombras. Y también, hay fotografías de esa Caracas rabiosa y rebelde, de neón y concreto, con sus enormes edificios. La Capital de un sueño.
Caracas fue mi mundo sin duda, pienso. Y como caraqueña, ciudadana, hija del Ávila, criada bajo su gentilicio, quizá aun lo es.
C'est la vie.
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