Hace poco, tomando un café con un amigo, surgió la acostumbrada pregunta, que suelen hacerme parientes y amigos de vez en cuando: "¿Cuando vas a asentar cabeza"". Unos años atrás, la pregunta me habría enfurecido. Seguramente me habría pasado un buen rato, explicándole en muy mal tono quizá, porque mi amor por las letras y las imágenes, era para mi más real que cualquier cosa, que no me importaba su personal interpretación sobre mi estilo de vida y mucho menos, aceptaba aquella insistencia suya - o de cualquiera - que mi decisión de tomar el arte como un estilo de definirme como persona. Pero en esta ocasión lo miré, sonreí, tomé un sorbo de café y me encogí de hombros, con una sensación de libertad que aun no puedo definir pero que resume cualquier idea que pueda tener sobre su pregunta.
- Nunca - respondo. Tomo otro sorbo de café y sonrío aun más alegría - nunca lo haré.
Tenía 22 años cuando me hicieron por primera vez aquella pregunta. Acababa de abandonar lo que parecía ser una prometedora carrera como abogado, por las letras. Así, sin más. De hecho, la decisión había sido totalmente impulsiva, una especie de comprensión que mi vida era algo más que la rutina de un bufete, una oficina, un horario, una normalidad aparente que me sofocaba. Ya para entonces fotografiaba. Tenía más de doce años haciéndolo, pero era simplemente "el hobbie". Por supuesto, para mi no lo era en absoluto. Pero igualmente, esa era mi disculpa a mantener el placer, el amor y la pasión por la imagen a un nivel muy personal. Pero vayamos por parte. Por el momento, las letras eran el objetivo.
Alarmados, mis padres se negaron a a acompañarme en el experimento. No podían comprender como podía siquiera considerar abandonar una carrera "de verdad" como la abogacía por simplemente, mi amor desesperado y eterno por las palabras. De manera que comencé de nuevo sola, sin dinero en los bolsillos, en una Universidad pública tan hermosa como aterrorizante. Los primeros días fueron de miedo casi doloroso: recuerdo los salones enormes, las ventanas llenas de luz. Y también las palabras. Las palabras, los libros. Aquel era mi lugar, solía pensar cada vez que sentía pánico, que me quedaba sin un centavo o tan sola, comenzando de nuevo cuando ya tenía un camino terminado. En ocasiones, durante las interminables horas de insomnio, me preguntaba si había tomado la decisión correcta, si tendría vuelta atrás en aquella determinación ciega de perseguir mis sueños. Me dolía la incertidumbre, sentirme muy pequeña, idealista y casi estupida, en un mundo adulto. Pero no me importó. De alguna manera, aquella pasión ardiente, enorme, cegadora, me consoló en esos días tristes, de vagar de un lado a otro de mi mente, cuestionándome, haciéndome preguntas, criticándome, acusándome. Había algo lírico en ese miedo, en esa angustia de mirar atrás y pensar que podía continuar aquella otra vida, la vida de la abogada, que ganaba un sustancioso salario, que tenia un mundo de puertas abiertas en una profesión árida por delante. Una y otra vez, miré sobre el hombre y luego, corrí hacia adelante con todas mis fuerzas, hacia la siguiente puerta.
Y cuando me licencié, cuando el sueño se cumplió, cuando obtuve mi primer empleo solo y para las palabras, sentí un tipo de gratificación y de profunda necesidad satisfecha que nunca había sentido antes. Puro amor, placer. Es que no hay una sola palabra, sino cientos, que puedan describir la dulzura de crear y sonreír cada día al trabajar en lo que amas, de soñar, tan amplio, tan enorme en lo que construyes, en un futuro creado a partir de tu deseo y tu ferviente pasión. Cuando lo logré, sentí el placer enorme de comenzar la vida que deseaba, y comprender que todo había valido la pena.
Entonces, siete años después, llegó otra decisión. No tan fuerte, no tan enorme. Pero si igualmente dolorosa y significativa. Ya lo dije más arriba: la fotografía era mi otra cara en el espejo. Era el otro yo, la pasión casi tan dolorosa como la que sentía por las palabras, pero de otro tenor, otra textura completamente distinta en mi mundo. Pero siempre secreta, siempre una especie de hedonismo suculento, intimo, que degustaba por una necesidad sin nombre. Nunca me había planteado que saliera de ese ámbito personal, de hecho. Porque la fotografía, mi fotografía era yo. Era un lenguaje, un intricado juego de espejos y espejismos, como un Macondo de luces y sombras creado a mi medida. Y fue mi sueño, por años enteros, la palabra que deseaba decir pero no sabía como, el consuelo exquisito. La sensación formidable de encontrarme tan vida cuando sostenía una cámara. Era crecer y cambiar, construirme, mirarme, dejar caer mi espíritu en ese silencio de la imagen eternizada. ¿Podía eso tener un reflejo en el mundo real? ¿En el mundo de las cosas cotidianas, donde debes "asentar cabeza"? No lo creía.
Ahora sé que sí. Porque la fotografía ahora forma parte de mi ahora, del siempre, del hoy. Va conmigo a todas partes como lo hacen las palabras. Es mi mundo, en todas las formas. Porque cada día despierto soñando en fotografiar y que decir al respecto y me voy a dormir - cuando puedo hacerlo - divagando sobre como sería la luz en tiempos de mi propia mente. Y sé tan claro como lo supe de muy jovencita, que la vida solo tiene sentido, cuando sientes ese deseo y poder de crear, cuando sueñas cada día y sientes un placer extraordinario al saber que cada uno tus momentos, tu vida, está impregnado de fe, de comprender el poder que tienes de tomar las decisiones para construir lo que deseas, y sin duda, soñar.
No sé si pensé todas estas cosas mientras mi amigo me observaba, sonriente. Seguramente no, pero estaban en algún lugar de mi mente, mientras saboreaba el café y sentía esa sensación tan espléndida de libertad y paz. Mi amigo finalmente se encogió de hombros y tomó también su taza, en un gesto casi irritado.
- No vas a cambiar nunca - sentencia.
- Creo que no.
C'est la vie.
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